8

A las nueve en punto de aquella noche, Hank Bell puso el letrero de CERRADO en el escaparate de la tienda de Maude y apagó las luces. Se metió detrás del mostrador, cogió un paquete de seis cervezas del fondo de la nevera y al fin salió por la puerta trasera. Llevaba un pequeño transistor de radio en el bolsillo de la pechera de la camisa. Se sentó en una silla de jardín, abrió una cerveza y encendió un cigarrillo. Llevaba cuatro años viviendo en una autocaravana detrás de aquel edificio de bloques de hormigón. Se metió la mano en el bolsillo y encendió la radio justo cuando el locutor estaba informando de que los Reds iban perdiendo por tres carreras en la sexta manga. Estaban jugando en la Costa Oeste. Hank calculó que allí debían de ser las cinco en punto. Había que ver qué raro funcionaba aquello del tiempo, pensó.

Echó un vistazo a la pequeña catalpa que había plantado en su primer año como dependiente en la tienda. Desde entonces había crecido casi un metro y medio. Era un esqueje del árbol que había en el jardín de la casa donde él y su madre habían vivido antes de que ella falleciera y él perdiera su puesto en el banco. No estaba seguro de por qué lo había plantado. Tenía planeado marcharse de Knockemstiff dentro de un par de años como mucho. Se lo contaba a todos los clientes que estuvieran dispuestos a escucharlo. Todas las semanas ahorraba un pellizco de los treinta dólares que le pagaba Maude. Algunos días pensaba en mudarse al norte y otras veces decidía que era mejor ir al sur. Pero había tiempo de sobras para decidir adonde ir. Todavía era joven.

Se quedó mirando cómo una niebla de color gris plateado de medio metro de altura se elevaba lentamente desde el Black Run Creek y cubría el prado llano y pedregoso al otro lado de la tienda, que formaba parte de los pastos de las vacas de Clarence Meyers. Era su parte favorita del día, después de ponerse el sol y justo antes de que desaparecieran las sombras alargadas. Cada vez que pasaba un coche por el puente de cemento frente a la tienda oía los chillidos y el alboroto de los chavales que iban en él. Unos cuantos de ellos rondaban por allí casi todas las noches, sin importar el tiempo que hiciera.

Pobres como ratas, del primero al último. Lo único que le pedían a la vida era un coche que corriera y una tía buena. A él le parecía que en cierto modo aquello era agradable, el hecho de vivir toda tu vida sin más expectativas que aquellas. A veces desearía no ser tan ambicioso.

Hacía tres noches que se habían acabado por fin los rezos en la cima de la colina. Hank intentaba no pensar en la pobre mujer que se estaba muriendo allí arriba, encerrada en su cuarto, según decía la gente, mientras Russell y su hijo se volvían medio locos. Joder, pero si habían estado a punto de volver loca varias veces a la hondonada entera, con aquella manía de pasarse horas gritando todas las mañanas y todas las noches. Y por lo que él había oído, lo que hacían parecía más vudú que nada remotamente cristiano. Un par de semanas atrás, dos de los chavales de los Lynch se habían encontrado varios animales muertos colgados de los árboles de allí arriba; luego uno de sus perros había desaparecido. Dios, el mundo se estaba convirtiendo en un lugar espantoso.

Ayer mismo había leído en el periódico que habían detenido a la mujer de Henry Dunlap y al amante negro de esta como sospechosos de su muerte. Las autoridades todavía no habían encontrado el cadáver, pero Hank opinaba que el hecho de que ella se hubiera acostado con un negro ya era prueba más que suficiente de que eran culpables. Al abogado lo conocía todo el mundo; tenía tierras por todo el condado de Ross y de vez en cuando pasaba por la tienda en busca de alcohol de destilación casera para impresionar a algunos de sus amigos peces gordos. Por lo que Hank había visto del hombre, lo más seguro es que mereciera que lo mataran, pero ¿por qué no se había limitado aquella mujer a divorciarse y mudarse a White Heaven con la gente de color? Nadie usaba ya la sesera. Era asombroso que el abogado no la hubiera matado a ella primero, si estaba al corriente de lo del novio que tenía. Nadie lo habría culpado por aquello, pero ahora el muerto era él y probablemente había salido ganando. Hubiera sido un infierno vivir con el hecho de que todo el mundo supiera que tu mujer te la pegaba con un negro.

Les llegó a los Reds el turno de batear y Hank se puso a pensar en Cincinnati. Pronto iba a coger el coche e irse para allí a ver un partido doble. Su plan era comprar un buen asiento, beber cerveza y atiborrarse de perritos calientes. Había oído decir que las salchichas estaban más buenas en los campos de béisbol, y quería averiguarlo por sí mismo. Cincinnati no estaba a más de ciento cincuenta kilómetros al otro lado de las Mitchell Fíats, un trayecto directo por la ruta 50, pero él nunca había estado allí; de hecho, en los veintidós años que tenía, lo más al oeste que había llegado era a Hillsboro. A Hank le daba la sensación de que su vida iba a empezar realmente cuando hiciera aquel viaje. Todavía no había ultimado todos los detalles, pero cuando terminaran los dos partidos tenía planeado adquirir los servicios de una puta, una que fuera guapa y que lo tratara bien. Le pagaría extra por desnudarlo, por quitarle los pantalones y los zapatos.

Se iba a comprar una camisa nueva para la ocasión, iba a parar en Bainbridge por el camino y se iba a cortar el pelo como era debido. Él la desnudaría muy despacio, se tomaría su tiempo con cada botón o lo que fuera que las putas usaran para sujetarse la ropa. Le vertería un poco de whisky en las tetas y se lo lamería, como había oído decir a algunos hombres cuando pasaban por la tienda después de tomarse unas copas en el Bull Pen. Cuando por fin se la metiera, ella le diría que tuviera cuidado, que no estaba acostumbrada a estar con un hombre que la tuviera tan grande. La puta no iba a parecerse en nada a la bocazas de Mildred McDonald, la única mujer con la que él había estado hasta el momento.

—Un chasquidito de nada —le había contado Mildred a todo el mundo en el Bull Pen—, y luego nada más que humo.

De aquello ya hacía más de tres años, pero la gente todavía se burlaba de él. La puta de Cincinnati insistiría en que se guardara su dinero después de terminar con ella, le pediría su número de teléfono y tal vez hasta le suplicaría que se la llevara. Se imaginaba que probablemente volvería a casa convertido en un hombre distinto, igual que le había pasado a Slim Gleason al volver de la guerra de Corea. Antes de marcharse de Knockemstiff para siempre, Hank pensaba que tal vez hasta podría pasarse por el Bull Pen para invitar a algunos de los muchachos a una cerveza de despedida, solamente para demostrarles que no les guardaba ningún rencor por todos sus chistes. En cierto modo, suponía, Mildred le había hecho un favor; él había podido ahorrar mucho dinero desde que había dejado de ir por allí.

Ahora estaba escuchando a medias el partido y pensando en la putada que le había hecho Mildred cuando vio que alguien con una linterna venía cruzando el pasto de Clarence. Vio que la pequeña figura se agachaba para pasar bajo la alambrada de púas e iba hacia él. Ya casi era oscuro, pero cuando tuvo al visitante más cerca Hank pudo ver que era el hijo de Russell. Era la primera vez que veía al chico solo fuera de la colina, tenía entendido que su padre no se lo permitía. Pero acababan de enterrar a su madre aquella misma tarde, y tal vez aquello había cambiado las cosas y le había ablandado un poco el corazón a Russell.

—Hola —dijo Hank mientras Arvin se acercaba. El chico tenía la cara demacrada, sudorosa y pálida. No tenía buen aspecto, ni hablar. Parecía que tenía la cara y la ropa manchadas de sangre o de algo parecido.

Arvin se detuvo a un par de metros del tendero y apagó la linterna.

—La tienda está cerrada —dijo Hank—, pero si te hace falta algo puedo abrírtela otra vez.

—¿Cómo puede uno hacer venir a las autoridades?

—Bueno, pues debe causar algún problema o bien llamarlos por teléfono, supongo —dijo Hank.

—¿Puede usted llamarlos por mí? Yo es que nunca he usado un teléfono.

Hank se metió la mano en el bolsillo y apagó la radio. De todas maneras, los Reds se estaban llevando una paliza.

—¿Por qué quieres llamar al sheriff, hijo?

—Porque está muerto —dijo el chico.

—¿Quién?

—Mi padre —dijo Arvin.

—Quieres decir tu madre, ¿verdad?

Al chico se le puso una expresión confusa en la cara, pero al cabo de un momento negó con la cabeza.

—No, mi madre lleva tres días muerta. Le hablo de mi padre.

Hank se puso de pie y sacó del bolsillo del pantalón las llaves de la puerta negra de la tienda. Se preguntaba si tal vez el chaval habría perdido la chaveta por culpa del dolor. Hank se acordaba de lo mal que lo había pasado él al morir su madre. Era algo que no se superaba nunca, eso lo sabía. Seguía recordándola todos los días.

—Entra. Se te ve sediento.

—No tengo dinero —dijo Arvin.

—No pasa nada —dijo Hank—. Te puedo fiar.

Entraron y el tendero abrió la tapa corredera del refrigerador metálico de los refrescos.

—¿Cuál te gusta?

El chico se encogió de hombros.

—Ten un refresco de raíces —dijo Hank—. Es el que bebo yo. —Le dio la botella de refresco al chico y se rascó la barba de un día—. A ver, te llamas Arvin, ¿verdad?

—Sí, señor —dijo el chico. Dejó la linterna sobre el mostrador y dio un trago largo seguido de otro.

—Muy bien, ¿qué te hace pensar que a tu padre le pasa algo?

—Su cuello —dijo Arvin—. Se ha degollado.

—Eso que tienes encima no es sangre, ¿verdad?

Arvin se miró la camisa y las manos.

—No —dijo—. Es tarta.

—¿Dónde está tu padre?

—No muy lejos de la casa —dijo el chico—. En el bosque.

Hank sacó el listín telefónico de debajo del mostrador.

—A ver —dijo—. No me importa llamar a las autoridades en tu nombre, pero a mí no me tomes el pelo, ¿vale? No les gusta nada que les vengan con chorradas.

—Hacía solamente un par de días que Marlene Williams le había hecho llamar para denunciar a otro mirón en su ventana. Era la quinta vez en dos meses. El secretario le había colgado el teléfono.

—¿Y por qué iba a hacer yo eso?

—No —dijo Hank—. Supongo que no lo harías.

Después de hacer la llamada, él y Arvin salieron por la puerta de atrás y Hank recogió sus cervezas. Dieron la vuelta al edificio y se sentaron en el banco frente a la tienda. Una nube de polillas flotaba alrededor de la luz de seguridad que había encima de los surtidores de gasolina.

Hank se acordó de la paliza que el padre del chico le había dado el año anterior a Lucas Hayburn. No es que no se la mereciera, pero Lucas no se había recuperado. Ayer mismo se había pasado toda la mañana sentado en su banco con un chorro de babas colgándole de la boca.

Hank abrió otra cerveza y encendió un cigarrillo. Dudó un segundo y le ofreció al chico otro pitillo de su paquete. Arvin negó con la cabeza y dio otro trago de refresco.

—Esta noche no están jugando a las herraduras —dijo al cabo de un par de minutos.

Hank levantó la vista hacia la hondonada y vio las luces del Bull Pen encendidas. Había cuatro o cinco coches aparcados afuera.

—Deben de estar haciendo un descanso —dijo el tendero, apoyando la espalda en la pared de la tienda y estirando las piernas. Él y Mildred habían ido un día a la pocilga de Platter s Pasture. Ella decía que le gustaba el olor fuerte del estiércol de cerdo, que le gustaba imaginarse cosas un poco distintas que la mayoría de chicas.

—¿Y qué te gusta imaginarte? —le había preguntado Hank, en tono un poco preocupado. Llevaba años escuchando a los chicos y a los hombres hablar de sexo, pero jamás había oído a ninguno hablar de mierda de cerdo.

—Lo que haya dentro de mi cabeza no es cosa tuya —le dijo ella. Tenía la barbilla afilada como un hacha y unos ojos que parecían canicas grises deslustradas. El único rasgo que la salvaba era lo que tenía entre las piernas, y que algunos habían comentado que les recordaba a una tortuga dando mordiscos.

—Vale —le dijo Hank.

—A ver qué tienes ahí —le dijo Mildred, abriéndole la bragueta y tumbándolo sobre la paja sucia. Después de su triste actuación, ella lo apartó de un empujón y le dijo:

—Joder, tendría que haberme tocado yo.

—Lo siento —dijo él—. Es que me has puesto nervioso. La próxima vez lo haré mejor.

—¡Ja! ¡Dudo mucho que haya una próxima vez, chato! —dijo ella.

—Bueno, ¿no quieres por lo menos que te lleve a casa? —le preguntó cuando ya se marchaba. Era casi medianoche. La chabola de dos habitaciones donde ella vivía con sus padres estaba en Nipgen, a un par de horas a pie.

—No, me voy a quedar un rato por aquí —dijo ella—. A lo mejor se presenta alguien que valga un pimiento.

Hank tiró su cigarrillo al suelo de grava y dio otro trago de cerveza. Le gustaba decirse a sí mismo que al final las cosas habían salido bien. Aunque no era una persona rencorosa, tenía que admitir que le satisfacía saber que ahora Mildred estaba con un chaval barrigudo llamado Jimmy Jack que iba en una Harley antigua y que, cuando no estaba vendiendo el cuerpo de ella en alguno de los bares de la ciudad, la tenía encerrada en una caseta de perro de plafones de madera en su porche trasero. La gente decía que Mildred era capaz de hacer cualquier cosa que pudieras imaginar por cincuenta centavos. Hank la había visto el de Julio pasado en Meade, de pie frente a la puerta del Dusty’s Bar con un ojo morado y aguantándole el casco de cuero al motero aquel. Mildred ya había dejado atrás los mejores años de su vida, mientras que los de la suya estaban a punto de empezar.

La mujer con la que iba a ligar en Cincinnati sería cien veces más elegante que todas las Mildred McDonald del mundo. Un par de años después de marcharse de aquí, lo más seguro era que ya ni siquiera se acordara de cómo se llamaba. Se frotó la cara con la mano, se giró y vio que el hijo de Russell lo estaba mirando.

—Mierda, ¿estaba hablando solo? —le preguntó al chico.

—Pues no —dijo Arvin.

—A saber cuándo va a presentarse ese alguacil —comentó Hank—. No les gusta mucho venir por aquí.

—¿Quién es Mildred? —preguntó Arvin.