7

A pesar del sacrificio del abogado, a Charlotte empezaron a rompérsele los huesos un par semanas más tarde, con una serie de crujidos repulsivos que la hacían gritar y arañarse los brazos hasta hacerse sangrar. Cada vez que Willard intentaba moverla, ella se desmayaba del dolor. Una llaga purulenta que tenía en la espalda se le extendió hasta alcanzar el tamaño de un plato. Su habitación emitía el mismo olor pútrido y fétido que el tronco de rezar. Llevaba un mes sin llover y el calor no aflojaba. Willard se dedicó a comprar más corderos en los corrales y a derramar cubos de sangre sobre el tronco hasta que a los dos se les empezaron a hundir los zapatos en el fango inmundo hasta cubrirlos casi del todo. Una mañana en que estaba fuera, un chucho cojo y famélico con el pelo blanco y suave se aventuró hasta el porche tímidamente y con el rabo entre las patas. Arvin le dio de comer unas sobras de la nevera y ya le había puesto de nombre Jack cuando su padre llegó. Sin decir palabra, Willard entró en la casa y salió con su rifle. Apartó a Arvin del perro con un empujón y le pegó un tiro al animal entre los ojos mientras el chico le suplicaba que no lo hiciera. Luego lo arrastró hasta el bosque y lo clavó a una de las cruces. Después de aquello Arvin dejó de dirigirle la palabra. Se dedicaba a escuchar los gemidos de su madre mientras Willard salía con el coche a buscar más víctimas para sacrificar. La escuela ya estaba a punto de empezar de nuevo y él no había bajado la colina ni una sola vez en todo el verano. Al cabo de unas cuantas noches Willard entró corriendo en el dormitorio de Arvin y lo zarandeó hasta despertarlo.

—Vete al tronco ahora mismo —dijo. El chico se incorporó hasta sentarse y miró a su alrededor, confuso. La luz del pasillo estaba encendida. Oía a su madre jadear y tratar de respirar en la habitación del otro lado del pasillo—. No dejes de rezar hasta que yo vaya a buscarte. Haz que Él te oiga, ¿me entiendes? —Arvin se vistió a toda prisa y echó a correr por el campo. Pensó en desearle la muerte, a su propia madre. Y apretó el paso. A las tres de la mañana ya tenía la garganta ronca e irritada. Su padre vino una vez, le vació un cubo de agua sobre la cabeza y le imploró que no dejara de rezar. Pero aunque Arvin no paró de pedirle a gritos al Señor que tuviera piedad, no sintió nada ni tampoco fue atendido. Algunos de los vecinos de Knockemstiff cerraron las ventanas a pesar del calor. Otros dejaron una luz encendida el resto de la noche y se sumaron a los rezos.

La hermana de Snook Haskins, Agnes, se sentó en una silla a escuchar aquella voz lastimera y a pensar en los fantasmas de los maridos que había enterrado con la imaginación. Arvin levantó la vista para mirar al perro muerto, sus ojos vacíos que miraban a través del bosque a oscuras y la barriga hinchada y a punto de reventar.

—¿Puedes oírme, Jack? —le dijo.

Justo antes del amanecer, Willard cubrió a su mujer muerta con una sábana blanca y limpia y cruzó el campo, aturdido por el dolor y la desesperación. Se acercó con sigilo a Arvin por detrás y pasó un par de minutos escuchando las oraciones del chico, que ya apenas eran un susurro ronco. Bajó la vista y se dio cuenta, asqueado, de que tenía su navaja abierta en la mano. Negó con la cabeza y se la guardó.

—Vamos, Arvin —dijo, dirigiéndose con voz amable a su hijo por primera vez en semanas—. Se acabó. Tu madre se ha ido.

A Charlotte la enterraron dos días más tarde en el pequeño cementerio que había en las afueras de Bourneville. De camino a casa después del funeral, Willard dijo:

—Estoy pensando que podríamos hacer un pequeño viaje. Ir a visitar a tu abuela a Coal Creek. Tal vez pasar allí una temporada. Así puedes conocer al tío Earskell, y esa chica que vive con ellos solamente es un poco más pequeña que tú. Te va a gustar.

Arvin no dijo nada. Todavía no se había olvidado de lo del perro, y estaba seguro de que tampoco iba a poder olvidarse de lo de su madre. Willard siempre le había prometido que, si rezaban lo bastante, ella se curaría. Al llegar a casa se encontraron en el porche una tarta de arándanos envuelta en papel de periódico, junto a la puerta. Willard se alejó por los campos de detrás de la casa. Arvin entró, se quitó la ropa de domingo y se tiró en la cama. Cuando se despertó al cabo de unas horas, Willard todavía no había vuelto, lo cual ya le parecía bien. Se comió la mitad de la tarta y guardó el resto en la nevera. Salió al porche, se sentó en la mecedora de su madre y miró cómo el sol vespertino se hundía tras la hilera de árboles perennes que se levantaban al oeste de la casa.

Pensó que era la primera noche que ella pasaba bajo tierra; debía de estar muy oscuro allí abajo. En el entierro había oído cómo un viejo que estaba apoyado en una pala, debajo de un árbol un poco lejano, le decía a Willard que la muerte era o bien un viaje muy largo o bien un sueño muy largo, y, aunque su padre había puesto mala cara y se había alejado, a Arvin aquello le parecía bastante probable. Confiaba, por el bien de su madre, en que fuera un poco de ambas cosas. Al funeral solamente habían ido un puñado de personas: una mujer con la que su madre había trabajado en el Wooden Spoon y un par de viejitas de la iglesia de Knockemstiff. Se suponía que Charlotte tenía una hermana que vivía en algún lugar al oeste, pero Willard no sabía cómo ponerse en contacto con ella. Arvin nunca había estado antes en un funeral, pero le daba la sensación de que aquel no había sido ninguna maravilla.

Cuando la oscuridad se extendió por el jardín invadido de maleza, Arvin se levantó, dio la vuelta al lateral de la casa y llamó a su padre varias veces. Esperó unos minutos y pensó en volver simplemente a la cama. A continuación, sin embargo, entró y sacó la linterna del cajón de la cocina. Después de mirar dentro del cobertizo, echó a andar hacia el tronco de rezar. Ninguno de ellos había estado allí en los tres días transcurridos desde la muerte de su madre. Ahora estaba anocheciendo muy deprisa. En el campo los murciélagos se cernían sobre los insectos y un ruiseñor se quedó mirándolo desde su nido situado bajo una enramada de madreselvas. Él vaciló, pero por fin se metió en el bosque y siguió el sendero. Se detuvo en el borde del claro y lo iluminó con su linterna. Vio a Willard arrodillado frente al tronco. Le llegó el hedor a podrido y le entraron ganas de vomitar. Notó cómo empezaba a subirle la tarta por la garganta.

—No pienso hacerlo más —le dijo a su padre en voz bien alta. Sabía que aquello iba a causarle problemas, pero no le importó—. No pienso rezar.

Esperó respuesta un minuto más o menos y luego dijo:

—¿Me oyes?

Se acercó al tronco, sin dejar de enfocar la figura arrodillada de Willard con la linterna. Luego tocó el hombro de su padre y la navaja cayó al suelo. A Willard se le desplomó la cabeza a un lado, dejando al descubierto la raja sanguinolenta que se había abierto en la garganta de oreja a oreja. La sangre cayó por un costado del tronco y le salpicó los pantalones del traje.

Una ligera brisa bajó por la colina y le enfrió el sudor del pescuezo. Las ramas crujieron sobre su cabeza. Un mechón de pelo blanco flotó por el aire. Algunos de los huesos que colgaban de los alambres y los clavos traqueteaban suavemente al chocar entre sí, emitiendo un ruido que sonaba a música hueca y triste.

A través de los árboles, Arvin vio unas cuantas luces encendidas en Knockemstiff. Oyó cómo se cerraba la portezuela de un coche allí abajo y cómo una herradura golpeaba una estaca de metal. Se quedó esperando el siguiente lanzamiento, pero este no llegó. Le daba la impresión de que habían pasado mil años desde la mañana en que los dos cazadores los habían seguido hasta allí a Willard y a él. Se sentía culpable y avergonzado por no estar llorando, pero ya no le quedaban lágrimas. La larga agonía de su madre lo había dejado seco. Como no sabía qué más hacer, esquivó el cuerpo de Willard y apuntó con la linterna hacia adelante. Empezó a bajar por el bosque.