Una tarde en que Henry Dunlap ya se disponía a marcharse de su despacho, se presentó Willard para traerle el alquiler con más de una semana de retraso. El abogado llevaba unas cuantas semanas pasando por su casa en mitad del día para mirar cómo su mujer lo hacía con su amante negro. Sospechaba que aquella costumbre debía de ser indicativa de que estaba enfermo, pero no podía evitarlo. Su esperanza, sin embargo, era conseguir que la culpa del asesinato de Edith recayera en el tipo. Dios sabía que el cabrón se lo merecía, por follarse a la mujer del blanco que le daba trabajo. Para entonces el zapatones de Willie ya se estaba poniendo gallito, y se presentaba al trabajo por las mañanas oliendo al coñac de importación de la reserva privada de Henry y a su loción francesa para después del afeitado. El jardín daba pena. Iba a tener que contratar a un eunuco solamente para que le cortara el césped. Y Edith le seguía dando la tabarra para que le comprara un vehículo a aquel hijo de puta.
—Joder, hombre, qué mal se lo ve a usted —le dijo Henry a Willard cuando su secretaria le hizo entrar.
Willard sacó la cartera y dejó treinta dólares sobre la mesa.
—Pues mire, a usted también —dijo.
—Ya, es que estoy pasando una mala racha —dijo el abogado—. Coja una silla y siéntese un momento.
—Hoy no quiero oír chorradas —dijo Willard—. Deme un recibo y punto.
—Oh, venga ya —dijo Henry—. Tomemos una copa. Parece que la necesita.
Willard se quedó un momento mirando fijamente a Henry, nada seguro de haberlo oído correctamente. Era la primera vez que Dunlap le ofrecía una copa o se mostraba mínimamente cortés en los seis años que hacía que habían firmado el contrato de alquiler. Él venía preparado para que el abogado le echara una bronca tremenda por retrasarse con el pago y ya tenía decidido noquear a aquel subnormal como se le pusiera respondón. Echó un vistazo al reloj de la pared. Charlotte necesitaba que le prepararan otra receta, pero la farmacia no cerraba hasta las seis.
—Sí, supongo que la necesito —dijo Willard. Se sentó en la silla de madera que había delante de la butaca de cuero acolchada del abogado, mientras este sacaba dos vasos y una botella de whisky de un aparador. Henry sirvió las copas y le dio una al inquilino.
El abogado dio un sorbo a su whisky, se reclinó en su butaca y echó un vistazo al dinero que había encima de la mesa, delante de Willard. Henry tenía el estómago revuelto por la angustia que le causaba su mujer. Llevaba varias semanas pensando en lo que le había dicho el golfista de que su inquilino le había dado una paliza de muerte a un tipo.
—¿Sigue usted interesado en comprar la casa? —le preguntó Henry.
—Ahora no puedo reunir ese dinero ni en broma —dijo Willard—. Tengo a mi mujer enferma.
—Lo lamento mucho —dijo el abogado—. Lo de su mujer, digo. ¿Cómo de grave es? —Empujó la botella hacia Willard—. Adelante, sírvase.
Willard se sirvió un par de dedos de la botella.
—Cáncer —dijo.
—Mi madre murió de cáncer de pulmón —dijo Henry—. Pero de eso ya hace mucho tiempo. Desde entonces los tratamientos han avanzado una barbaridad.
—Si tiene el recibo… —dijo Willard.
—Con esa casa vienen casi cuarenta acres —dijo Henry.
—Ya le he dicho que ahora no puedo juntar el dinero.
El abogado giró sobre su silla y miró la pared más lejana a Willard. No se oía más ruido que el de un ventilador que oscilaba de un lado para otro en el rincón, moviendo el aire caliente por la sala. Dio otro trago.
—Hace una temporada pillé a mi mujer engañándome —comentó—. Llevo desde entonces hecho una mierda. —Admitir ante aquel palurdo que era un cornudo le había resultado más duro de lo que esperaba. Willard examinó el perfil del gordo y vio un hilo de sudor que le resbalaba por la frente y le caía desde la punta de la narizota hasta la camisa blanca. No le sorprendía lo que le acababa de decir el abogado. A fin de cuentas, ¿qué mujer era capaz de casarse con un hombre como aquel? Pasó un coche por el callejón. Willard cogió la botella y se llenó el vaso. Sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa.
—Sí, eso debe de ser duro —dijo. Le importaban un carajo los problemas maritales de Dunlap, pero llevaba sin probar una buena copa desde que se había llevado a casa a Charlotte, y el whisky del abogado era de primera. El abogado examinó lo que tenía en el vaso.
—Me limitaría a divorciarme de ella, pero, joder, el tipo al que se está follando es más negro que el as de picas —dijo, y echó un vistazo a Willard—. Por el bien de mi hijo, preferiría que la ciudad no se enterara.
—Joder, hombre, ¿y por qué no darle una paliza? —sugirió Willard—. Arréele en toda la cabeza con una pala, ya verá como lo pilla. —La hostia, pensó Willard, los ricos no tenían problemas siempre y cuando las cosas les salieran bien, pero en cuanto aparecían, se deshacían como muñecas de papel bajo la lluvia. Dunlap negó con la cabeza.
—No serviría absolutamente de nada. Simplemente encontraría a otro —dijo—. Mi mujer es una puta y lo ha sido toda la vida. —El abogado sacó un cigarrillo de la pitillera que tenía sobre la mesa y lo encendió—. En fin, dejemos estas cosas. —Exhaló una nubecilla de humo hacia el techo—. Volvamos a lo de la casa. He estado pensando. ¿Y si le dijera que puede usted ser propietario de esa casa completamente gratis?
—Nada es gratis —dijo Willard.
El abogado esbozó una sonrisita.
—Supongo que no le falta razón. Pero, aun así, ¿estaría usted interesado? —Dejó su vaso sobre la mesa.
—No estoy seguro de a qué se refiere usted.
—Ni yo tampoco —dijo Dunlap—. ¿Pero por qué no me llama usted la semana que viene aquí a la oficina y a lo mejor podemos hablar del tema? Para entonces ya lo habré pensado bien.
Willard se puso de pie y apuró su vaso.
—Eso dependerá —dijo—. Tengo que ver cómo anda mi mujer.
Dunlap señaló el dinero que Willard había dejado sobre la mesa.
—Ande, cójalo —dijo—. Parece que lo necesita.
—No —dijo Willard—. El dinero es suyo. Pero sigo queriendo el recibo.
Continuaron rezando, derramando sangre sobre el tronco y colgando animales aplastados y hechos polvo que recogían en la carretera. Pero Willard no conseguía quitarse ni un solo momento de la cabeza la conversación que había tenido con el gordo de su casero. La repasó mentalmente cien veces y llegó a la conclusión de que lo más seguro era que Dunlap quisiera que él matara al negro o a la mujer o tal vez a los dos. No se le ocurría nada más que pudiera valer el hecho de cederle la casa y las tierras. Pero tampoco podía evitar preguntarse por qué pensaba Dunlap que él iba a hacer algo así, y la única respuesta que se le ocurría a Willard era que el abogado lo tomaba por tonto, que estaba intentando aprovecharse de él. Y que iba a asegurarse de que su inquilino acabara entre rejas antes incluso de que se enfriaran los cadáveres. Después de hablar con Dunlap había acariciado muy brevemente la idea de que tal vez fuera posible hacer realidad el sueño de Charlotte. Pero no existía posibilidad alguna de que llegaran a ser propietarios de aquella casa. Ahora se daba cuenta.
Un día de mediados de agosto, Charlotte pareció encentrarse mejor y hasta se comió una lata de sopa de tomate Campbell’s sin vomitarla. Aquella tarde quiso sentarse en el porche; era la primera vez en semanas que salía al aire libre. Willard se bañó, se recortó la barba y se peinó mientras Arvin hacía unas palomitas en el fuego. Del oeste venía algo de brisa que aliviaba un poco el calor. Bebieron Seven Up frío y miraron cómo las estrellas cruzaban lentamente el cielo. Arvin se sentó en el suelo al lado de la mecedora de ella.
—Ha sido un verano duro, ¿verdad, Arvin? —dijo Charlotte, pasándose la mano huesuda por el pelo negro. Era un chico dulce y bueno. Confiaba en que Willard se diera cuenta de aquello cuando ella faltara. Tenían que hablar de una cosa, volvió a recordarse a sí misma. La medicina hacía que se olvidara de todo.
—Pero ahora estás mejorando —dijo él. Se metió en la boca otro puñado de palomitas. Hacía semanas que no comía nada caliente.
—Sí, me encuentro bastante bien, para variar —dijo ella, dedicándole una sonrisa.
Se quedó dormida en la mecedora sobre las doce y Willard la llevó a la cama. En mitad de la noche se despertó pataleando mientras el cáncer le abría otro agujero a dentelladas por dentro. Él estuvo sentado junto a ella hasta la mañana, mientras Charlotte le clavaba las uñas más y más hondo en la carne de la mano cada vez que le venía una nueva oleada de dolor. Era el peor episodio que había tenido hasta entonces.
—No te preocupes —no paraba de decirle él—. Todo va a mejorar muy pronto.
A la mañana siguiente se pasó varias horas conduciendo por las carreteras secundarias y buscando por las cunetas nuevas víctimas de sacrificios, pero volvió con las manos vacías. Aquella tarde se fue a los corrales y compró otro cordero a regañadientes. Hasta él tenía que admitir que no parecía que los corderos estuvieran funcionando. Mientras salía de la ciudad, ya de mal humor, pasó frente al despacho de Dunlap. Todavía estaba pensando en aquel hijo de puta cuando dio un volantazo inesperado y paró la camioneta en el arcén de Western Avenue. Los coches pasaban a su lado haciendo sonar las bocinas, pero él no los oía. Había una cosa que todavía no había probado. No podía creer que no se le hubiera ocurrido antes.
—Casi lo daba a usted por perdido —dijo Dunlap.
—He estado ocupado —dijo Willard—. Oiga, si todavía quiere hablar, ¿por qué no nos vemos en su despacho a las diez de esta noche? —Estaba de pie en una cabina telefónica del Dusty’s Bar de Water Street, a un par de manzanas al norte del despacho del abogado. De acuerdo con el reloj de la pared, ya eran casi las cinco. Le había dicho a Arvin que se quedara en la habitación de Charlotte, y que él probablemente llegaría tarde. Le había preparado un camastro al chico al pie de la cama de ella.
—¿A las diez? —dijo el abogado.
—Es lo más pronto que puedo llegar —dijo Willard—. Depende de usted.
—Muy bien —dijo el abogado—. Nos vemos entonces.
Willard compró una botella de whisky de una pinta al camarero y estuvo el par de horas siguientes conduciendo y escuchando la radio. Pasó junto al Wooden Spoon mientras cerraba y vio a una adolescente flacucha que salía con el viejo cocinero patizambo, el mismo que se había encargado de la parrilla en la época en que Charlotte hacía de camarera. Lo más seguro es que todavía no tuviera ni puta idea de hacer pastel de carne, pensó Willard. Después se paró a llenar el depósito de la camioneta y puso rumbo al Tecumseh Lounge, en la otra punta de la ciudad. Se sentó a la barra, se bebió un par de cervezas y vio cómo un tipo con gafas gruesas y casco amarillo de operario ganaba cuatro partidas de billar seguidas. Cuando salió de vuelta al aparcamiento de grava, el sol ya se estaba empezando a poner por detrás de la chimenea de la fábrica de papel. A las nueve y media estaba sentado en la camioneta aparcada en Second Street, a una manzana al este del despacho del abogado. Al cabo de unos minutos vio cómo Dunlap aparcaba delante del viejo edificio de ladrillo y entraba. Willard condujo hasta el callejón y se metió marcha atrás hasta pegarse al edificio. De detrás del asiento sacó un martillo, se metió el mango por dentro de los pantalones y tapó el resto con la camisa. Miró de un lado a otro del callejón; a continuación fue a la puerta de atrás y llamó. Al cabo de un minuto más o menos, el abogado le abrió la puerta. Llevaba una camisa azul arrugada y un par de pantalones grises anchos aguantados con unos tirantes rojos.
—Buena idea, lo de entrar por la parte de atrás —dijo Dunlap. Llevaba un vaso de whisky en la mano y sus ojos inyectados en sangre indicaban que ya se había tomado unas cuantas copas. Mientras se volvía hacia su mesa, se tambaleó un poco y soltó un pedo—. Perdón —dijo, justo antes de que Willard le arreara un martillazo en la sien y un crujido espantoso llenara la sala. Dunlap se desplomó de bruces sin hacer ningún ruido y derribó una estantería de libros. El vaso que tenía en la mano se hizo añicos contra el suelo. Willard se inclinó sobre el cuerpo y le dio otro martillazo. Cuando se aseguró de que el hombre estaba muerto, se apoyó en la pared y escuchó con atención durante un momento largo. Un par de coches pasaron por la calle de delante del edificio y luego nada.
Willard se puso un par de guantes de trabajo que llevaba en el bolsillo de atrás y arrastró el pesado cuerpo del abogado hasta la puerta. Volvió a levantar la estantería, recogió los cristales y limpió el whisky derramado con la cazadora que colgaba sobre el respaldo de la silla del abogado. Buscó en los bolsillos del pantalón del abogado y encontró unas llaves y doscientos dólares dentro de su cartera. Metió el dinero en un cajón del escritorio y se guardó las llaves en el peto. Abrió la puerta del despacho, salió a la diminuta sala de espera y comprobó que la puerta de delante estuviera cerrada con llave. Entró en el lavabo, enjuagó la cazadora de Dunlap y volvió para limpiar la sangre del suelo. Por sorprendente que pareciera, no había mucha. Después de tirar la cazadora encima del cuerpo, se sentó a la mesa. Buscó algo que pudiera tener su nombre escrito, pero no encontró nada. Dio un trago a la botella de whisky que había en la mesa, la tapó y la guardó en otro cajón. Sobre la mesa había una foto con marco dorado de un adolescente regordete, la viva imagen de Dunlap, con una raqueta de tenis en la mano. La de la esposa ya no estaba. Willard apagó las luces del despacho, salió al callejón y dejó la cazadora y el martillo en el asiento delantero de la camioneta. Luego abrió la compuerta de atrás, arrancó el motor y dio marcha atrás hacia la puerta abierta. No tardó más que un minuto en arrastrar al abogado hasta el maletero de la camioneta, cubrirlo con una lona y anclar las esquinas con bloques de cemento. Le dio al embrague y dejó que se deslizara un metro, luego salió y cerró la puerta del despacho. Mientras se alejaba por la ruta 50, pasó junto a un coche patrulla del sheriff que estaba en el aparcamiento vacío de Slate Mills. Se quedó mirándolo por el retrovisor y contuvo la respiración hasta que el letrero luminoso de Texaco desapareció de su vista. Cuando llegó al puente de Schott, se detuvo a tirar el martillo a las aguas del Paint Creek. A las tres de la mañana ya estaba terminando.
A la mañana siguiente, cuando Willard y Arvin llegaron al tronco de rezar, todavía goteaba sangre fresca de los costados sobre la tierra rancia.
—Esto no estaba aquí ayer —dijo Arvin.
—Anoche atropellé a una marmota —dijo Willard—. La cogí y la desangré al llegar a casa.
—¿A una marmota? Caray, debía de ser grande.
Willard sonrió mientras se ponía de rodillas.
—Sí que lo era. Era una cabrona grande y gorda.