5

Desde principios de año, a Charlotte le estaba dando guerra la barriga. Se decía a sí misma que no era más que reflujo, o tal vez indigestión. Su madre había sufrido mucho de úlceras, y Charlotte se acordaba de que durante los últimos años de su vida la mujer no había comido nada más que tostadas sin mantequilla y pudin de arroz. De manera que dejó las grasas y la pimienta, pero no le sirvió de mucho. Luego, en abril, empezó a sangrar un poco. Se pasaba horas tumbada en la cama sin deshacer cuando Arvin y Willard no estaban, y descubrió que los calambres se atenuaban considerablemente si se encogía de lado y no se movía. Como les tenía miedo a las facturas del hospital y no quería gastarse todo el dinero que habían ahorrado para la casa, mantuvo su dolor en secreto, confiando como una tonta en que fuera lo que fuera que tuviese se le terminaría pasando, se curaría solo. Al fin y al cabo, solamente tenía treinta años, era demasiado joven para que le pasara nada grave. A mediados de mayo, sin embargo, las manchitas de sangre se habían convertido en un hilillo continuo, y para aliviar el dolor había empezado a beber a hurtadillas de la garrafa de Oíd Crow que Willard guardaba debajo del fregadero de la cocina. Casi a final de mes, justo antes de que empezaran las vacaciones de verano de la escuela, Arvin se la encontró desmayada en el suelo de la cocina en medio de un charco de sangre acuosa. En el horno se le estaban quemando un par de bizcochos.

Como no tenían teléfono, le puso una almohada debajo de la cabeza y limpió la sangre lo mejor que pudo. A continuación se sentó en el suelo a su lado, escuchando su respiración poco profunda y rezando para que no se detuviera. Ella todavía estaba inconsciente cuando su padre llegó a casa del trabajo aquella noche. Tal como el médico le dijo a Willard un par de días después, para entonces ya era demasiado tarde. Siempre había alguien muriéndose en alguna parte, y en el verano de 1958, el año en que Arvin Eugene Russell tenía diez años, le llegó el turno a su madre.

Después de un par de semanas en el hospital, Charlotte se incorporó en su cama y le dijo a Willard:

—Creo que he tenido un sueño.

—¿Agradable?

—Sí —dijo ella. Estiró el brazo y le apretó un poco la mano a su marido. Echó un vistazo a la cortina blanca que la separaba de la mujer de la cama de al lado y bajó la voz—. Sé que parece una locura, pero quiero volver a casa y fingir que es nuestra durante unos días.

—¿Y cómo lo vas a hacer?

—Con esta medicación que me dan —dijo ella—, podrían decirme que soy la reina de Saba y me lo creería. Además, ya has oído lo que ha dicho el médico. Lo tengo más claro que el agua que no quiero pasar el tiempo que me queda en este sitio.

—¿Y eso es lo que pasaba en el sueño?

Ella lo miró con cara perpleja.

—¿Qué sueño? —le dijo.

Dos horas más tarde, estaban saliendo del aparcamiento del hospital. Mientras cogían la ruta 50 con rumbo a casa, Willard se detuvo y le compró un batido, pero lo vomitó. La llevó al dormitorio de atrás, la puso cómoda y le dio algo de morfina. A ella se le pusieron los ojos vidriosos y no tardó ni un minuto en quedarse dormida.

—Quédate aquí con tu madre —le dijo a Arvin—. Vuelvo dentro de un rato.

Cruzó los campos, con una brisa fría dándole en la cara. Se arrodilló junto al tronco de rezar y escuchó los ruidos débiles y plácidos del bosque vespertino. Se pasó varias horas mirando la cruz. Contempló su desgracia desde todos los ángulos posibles, en busca de una solución, pero siempre terminaba con la misma respuesta. Por lo que decían los médicos, el caso de Charlotte era insalvable. Le habían dado cinco semanas, seis, como mucho. No quedaba otra opción: ya solamente podía recurrir a Dios. Para cuando regresó a la casa, estaba oscureciendo. Charlotte seguía dormida y Arvin estaba sentado junto a su cama en una silla de respaldo duro. Se dio cuenta de que el chico había estado llorando.

—¿Se ha despertado? —preguntó Willard en voz baja.

—Sí —dijo Arvin—. Pero, papá, ¿cómo es que no sabe quién soy?

—Es por la medicina que le están dando. Se pondrá bien dentro de unos días.

El chico le echó un vistazo a Charlotte. Hacía solamente un par de meses había sido la mujer más guapa que él hubiera visto nunca, pero la mayor parte de su belleza se había esfumado. Se preguntó qué aspecto tendría cuando se recuperara.

—Tal vez deberíamos comer algo —dijo Willard.

Preparó unos bocadillos de huevo para él y para Arvin, y calentó una lata de caldo para Charlotte. Ella la vomitó y Willard lo limpió todo y la cogió en brazos, sintiendo cómo su corazón latía rápidamente contra el de él. Apagó la luz y se sentó en la silla de al lado de su cama. En algún momento de la noche se quedó adormilado, pero se despertó todo sudado de un sueño acerca de Miller Jones y del modo en que su corazón había seguido latiendo aun después de que lo colgaran de aquellas palmeras desollado vivo. Willard se acercó el despertador a la cara y vio que eran casi las cuatro de la madrugada. No volvió a dormirse.

Al cabo de unas horas derramó todo su whisky en el suelo y fue al cobertizo a buscar unas cuantas herramientas: un hacha, un rastrillo y una guadaña. El resto del día se lo pasó expandiendo el claro que rodeaba el tronco de rezar, cortando las zarzas y los arbolitos más pequeños y rastrillando el suelo hasta dejarlo bien liso. Al día siguiente empezó a arrancar tablones del cobertizo e hizo que Arvin lo ayudara a cargar con ellos hasta el tronco. Trabajando hasta bien entrada la noche, levantaron ocho cruces más alrededor del claro, todas igual de altas que la original.

—Esos médicos no pueden ayudar a tu madre —le dijo a Arvin mientras regresaban a la casa a oscuras—. Pero yo tengo la esperanza de que podemos salvarla si lo intentamos de verdad.

—¿Se va a morir? —dijo Arvin.

Willard lo pensó un segundo antes de contestar:

—El Señor puede hacer lo que sea si se lo pides como es debido.

—¿Y cómo lo hacemos?

—Empezaré a enseñártelo a primera hora de la mañana. No va a ser fácil, pero no hay otro remedio.

Willard pidió un permiso en el trabajo, le dijo al capataz que tenía a su mujer enferma, pero que pronto iba a mejorar. Él y Arvin se pasaban horas rezándole al tronco todos los días. Cada vez que se ponían a cruzar el campo en dirección al bosque, Willard volvía a explicarle que sus voces tenían que llegar al cielo, y que la única forma de conseguirlo era que sus súplicas fueran absolutamente sinceras. A medida que Charlotte se consumía, las oraciones subían de tono, hasta el punto de que empezaron a oírse colina abajo y hasta en la hondonada.

Todas las mañanas sus ruegos despertaban a la gente de Knockemstiff y todas las noches los acompañaban a la cama. A veces, cuando Charlotte estaba teniendo una racha particularmente mala, Willard acusaba a su hijo de no querer que se pusiera bien. Le pegaba y le daba patadas y después lo devoraban los remordimientos. A veces Arvin creía que su padre le pedía disculpas todos los días. Al cabo de un tiempo dejó de hacer caso y empezó a aceptar los golpes, los insultos y las disculpas consiguientes como una simple parte más de la vida que tenían ahora. Por las noches se dedicaban a rezar hasta quedarse sin voz, luego volvían dando tumbos a la casa, bebían agua templada del cubo del pozo sobre la encimera de la cocina y se desplomaban agotados en sus camas. Por la mañana volvían a empezar. Y sin embargo Charlotte seguía adelgazándose, acercándose a la muerte. Cada vez que salía del letargo de la morfina, le rogaba a Willard que detuviera aquella locura y que la dejara morir en paz. Pero él no tenía intención de rendirse. Si requería toda la fuerza que a él le quedaba, pues adelante. Esperaba que en cualquier momento el espíritu de Dios bajara y la curase. Cuando la segunda semana de julio tocó a su fin, le reconfortó un poco el hecho de que ella ya hubiera durado más de lo que los médicos habían predicho.

Corría la primera semana de agosto y Charlotte ya estaba ida la mayor parte del tiempo. Una tarde de calor asfixiante en que estaba intentando refrescarla con paños húmedos, a Willard le dio por pensar que tal vez se esperara de él algo más que oraciones y sinceridad. La tarde siguiente volvió de los corrales de la ciudad trayendo un cordero en la parte de atrás de la camioneta. Tenía una pata mala y solamente le había costado cinco dólares. Arvin bajó del porche de un salto y salió corriendo al jardín.

—¿Le puedo poner nombre? —le preguntó a su padre mientras este detenía la camioneta delante del cobertizo.

—No es ninguna puñetera mascota, joder —gritó Willard—. Métete en la casa con tu madre.

Entró en el cobertizo marcha atrás, salió de la camioneta y ató a toda prisa las patas traseras del animal con una cuerda; a continuación lo izó cabeza abajo usando una polea sujeta a una de las vigas de madera que sostenían el pajar. Movió la camioneta unos metros hacia adelante. Por fin bajó al animal aterrado hasta que su hocico estuvo a medio metro del suelo. Lo degolló con un cuchillo de matarife y recogió la sangre en un cubo de pienso de veinte litros. Se sentó sobre una bala de paja y esperó a que dejara de manar sangre de la herida. Luego llevó el cubo hasta el tronco de rezar y vertió con cuidado la sangre del sacrificio sobre él. Aquella noche, después de que Arvin se fuera a la cama, cargó con el cadáver peludo hasta la otra punta del campo y lo tiró por un barranco.

Un par de días más tarde, Willard empezó a recoger animales muertos en la carretera: perros, gatos, mapaches, zarigüeyas, marmotas y ciervos. Los cadáveres que estaban demasiado rígidos y descompuestos para desangrarlos los colgaba de las cruces y las ramas de los árboles que rodeaban el tronco. El calor y la humedad no tardaban en pudrirlos. El hedor hacía que Arvin y él tuvieran que aguantarse el vómito mientras permanecían de rodillas y pedían a gritos que el Señor se apiadara.

Llovían gusanos de los árboles y de las cruces como si fueran goterones palpitantes de grasa blanca. El suelo alrededor del tronco estaba enfangado de sangre. La cantidad de insectos que se agolpaba a su alrededor se multiplicaba a diario. Los dos estaban cubiertos de picaduras de moscas, mosquitos y pulgas. Pese a que era agosto, Arvin empezó a ponerse camisa de franela de manga larga, guantes de trabajo y un pañuelo que le tapaba la cara. Los dos habían dejado de bañarse. Vivían de fiambre y galletas saladas que compraban en la tienda de Maude. A Willard se le puso una mirada dura y febril, y a su hijo le dio la impresión de que la barba apelmazada se le volvía gris de la noche a la mañana.

—Así es la muerte —le dijo en tono sombrío Willard una noche en que estaban los dos arrodillados junto al tronco pútrido y empapado de sangre—. ¿Es esto lo que quieres para tu madre?

—No, señor —dijo el chico.

Willard dio un puñetazo en la parte superior del tronco.

—¡Pues reza, me cago en la puta!

Arvin se quitó el pañuelo inmundo de la cara e inhaló profundamente la podredumbre. A partir de entonces dejó de intentar evitar la inmundicia, las oraciones interminables, la sangre putrefacta y los cadáveres descompuestos. Y, sin embargo, su madre seguía consumiéndose. Todo olía ya a muerte, hasta el pasillo que llevaba a su lecho de enferma. Willard empezó a cerrarle la puerta con llave y a decirle a Arvin que no la molestara.

—Necesita descansar —le dijo.