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Cuando Arvin tenía cuatro años, Willard decidió que no quería que su hijo creciera en un sitio tan lleno de degenerados como Meade. Llevaban desde su boda viviendo en el viejo apartamento que Charlotte tenía encima de una tintorería. A él le daba la impresión de que todos los pervertidos del sur de Ohio tenían su residencia en Meade. Últimamente el periódico iba lleno de sus chanchullos asquerosos. Hacía solamente dos días que habían detenido a un tipo llamado Calvin Clayton en los grandes almacenes Sears and Roebuck con dos palmos de salchichas de cerdo atados al muslo. De acuerdo con la Meade Gazette, el sospechoso, vestido únicamente con un peto roto, fue cogido frotándose contra ancianas de una forma que el periodista describió como «lasciva y agresiva». Por lo que a Willard respectaba, aquel cabrón de Clayton era todavía peor que el congresista estatal jubilado a quien el sheriff había pillado junto a la autopista, en las afueras, con un pollo encallado en sus partes, un Rhode Island Red que había comprado en una granja cercana por cincuenta centavos. Habían tenido que llevarlo a un hospital para quitárselo. Se contaba que el ayudante del sheriff, por respeto a los demás pacientes o tal vez a la víctima, había cubierto la gallina con la chaqueta de su uniforme mientras metían al hombre en la sala de urgencias.

—Ese cabrón le estaba haciendo eso a la madre de alguien —le dijo Willard a Charlotte.

—¿Cuál de los dos? —preguntó ella. Estaba plantada delante de los fogones, removiendo una olla de espaguetis.

—Joder, Charlotte, el de la salchicha —dijo—. Tendrían que embutírsela por la garganta.

—No lo sé —dijo su mujer—. No me parece tan mal como hacerles cosas a los animales.

Él miró a Arvin, que estaba sentado en el suelo y hacía rodar un camión de juguete adelante y atrás. A juzgar por todas las señales, el país se estaba yendo al garete a marchas forzadas. Hacía dos meses, su madre le había escrito para contarle que por fin habían encontrado el cadáver de Helen Laferty, o por lo menos lo que quedaba de él, enterrado en el bosque a pocos kilómetros de Coal Creek. Él se había pasado una semana entera leyendo la carta todas las noches. Charlotte se había dado cuenta de que después de aquello Willard había empezado a angustiarse cada vez más con las noticias que traía el periódico. Aunque Roy y Theodore eran los sospechosos principales, hacía casi tres años que no había rastro de ellos, de manera que el sheriff todavía no podía descartar la posibilidad de que alguien los hubiera asesinado también y hubiera tirado sus cuerpos en otra parte.

—No lo sabemos, podría ser el mismo tipo que asesinó a aquella gente de Millersburg la otra vez —le dijo el sheriff a Emma al llevarle la noticia de que un par de buscadores de ginseng habían encontrado la tumba de Helen—. Podría haber matado a la chica y luego haber descuartizado a los tipos y haberlos desperdigado. El de la silla de ruedas habría sido una presa fácil, y todo el mundo sabe que al otro le faltaba un tornillo, y dos también.

Pese a lo que decía la ley, Emma estaba convencida de que aquellos dos estaban vivos y eran culpables, y no iba a descansar hasta que estuvieran encerrados o muertos.

Le dijo a Willard que estaba criando a la niña lo mejor que podía. Él le había mandado cien dólares para contribuir al pago de un entierro decente. Sentado allí y mirando a su hijo, de repente Willard sintió un intenso deseo de ponerse a rezar. Aunque llevaba años sin hablar con Dios, sin hacerle ni una sola petición ni dirigirle una palabra de alabanza desde que se había encontrado al marine crucificado durante la guerra, ahora sintió crecer dentro de sí el impulso de hacer las paces con su Creador antes de que algo malo le pasara a su familia.

Cuando miró el apartamento diminuto, sin embargo, se dio cuenta de que allí no iba a poder ponerse en contacto con Dios, igual que tampoco había podido dentro de una iglesia. Iba a necesitar un bosque para adorar a Dios a su manera.

—Tenemos que marcharnos de aquí —le dijo a Charlotte, dejando el periódico sobre la mesa del café.

La granja que había encima de las Mitchell Fíats se la alquilaron por treinta dólares al mes a Henry Delano Dunlap, un abogado regordete y afeminado que tenía unas uñas relucientes, sin mácula, vivía cerca del club de campo de Meade y de vez en cuando se dedicaba al negocio inmobiliario a modo de hobby. Aunque al principio Charlotte se había mostrado en contra, luego no había tardado en enamorarse de aquella casa destartalada y llena de goteras. Ni siquiera le importaba tener que sacar el agua del pozo. Al cabo de unas semanas de instalarse allí, ya estaba hablando de comprarla algún día.

Su padre había muerto de tuberculosis cuando ella tenía cinco años y su madre sucumbió a una infección de la sangre poco después de que Charlotte empezara noveno. Llevaba toda la vida en apartamentos oscuros e infestados de cucarachas, alquilados por semanas o por meses. El único miembro de su familia que le quedaba con vida era su hermana Phyllis, pero Charlotte ya ni siquiera sabía dónde estaba. Un día, hacía seis años, Phyllis había entrado en el Wooden Spoon con un sombrero nuevo y le había dado a Charlotte su llave de las tres habitaciones que compartían encima de la tintorería de Walnut Street:

—Bueno, hermanita —le había dicho—. Ya te he criado y ahora me toca vivir a mí. —Y había salido por la puerta.

Ser propietaria de la granja comportaría por fin cierta estabilidad en su vida, algo que ansiaba más que nada en el mundo, sobre todo ahora que era madre.

—Arvin necesita un lugar que siempre pueda considerar su casa —le dijo a Willard—. Yo nunca lo tuve.

Todos los meses las pasaban canutas para reunir los treinta dólares del alquiler.

—Tú espera y verás —le decía ella—. Un día este sitio será nuestro.

Pronto descubrieron que no resultaba fácil tener cualquier clase de trato con su casero. Willard siempre había oído decir que la mayoría de abogados eran unos capullos corruptos y maquinadores, pero Henry Dunlap resultó ser un maestro en aquel sentido. En cuanto descubrió que los Russell tenían interés en comprar la casa, se puso a jugar con ellos, a subirles el precio un mes, bajárselo al siguiente y luego echarse atrás e insinuar que no estaba nada seguro de querer venderla. Además, cada vez que Willard se presentaba en su despacho para llevarle el dinero del alquiler, un dinero que lo obligaba a deslomarse en el matadero, al abogado le gustaba contarle exactamente en qué se lo iba a gastar. Por algún motivo, a aquel ricachón le parecía necesario hacerle entender al pobre hombre que para él aquel puñado de dólares sujetos en un fajo no representaba nada. Le dedicaba a Willard una sonrisa con sus labios de color higadillo y le soltaba como si nada que aquel dinero apenas cubría el precio de un par de buenos filetes en la cena del domingo, o de los helados que les compraba a los amigos de su hijo en el club de tenis. Pasaron los años pero Henry no se cansó nunca de provocar a su inquilino; cada mes había un insulto nuevo, una razón más para que Willard le arreara una paliza a aquel gordo. Lo único que lo frenaba era acordarse de Charlotte, que en aquellos momentos estaría sentada a la mesa de la cocina con una taza de café, esperando nerviosa a que él regresara a casa sin que los hubieran desahuciado. Tal como ella le recordaba de vez en cuando, no importaba un pimiento lo que dijera aquel gilipollas. Los ricos siempre pensaban que tú querías lo que ellos tenían, y no era verdad, por lo menos en el caso de Willard. Mientras permanecía sentado al otro lado del enorme escritorio de madera de roble del abogado y lo escuchaba pavonearse, Willard se dedicaba a pensar en el tronco para rezar que había instalado en el bosque y en la paz y la tranquilidad que iba a reportarle en cuanto llegara a casa, cenara y se acercase hasta allí. A veces incluso ensayaba mentalmente una oración que siempre decía junto al tronco después de su visita mensual al despacho del abogado: «Gracias, Dios, por darme la fuerza necesaria para no ponerle las manos en el puto cuello a ese gordo de Henry Dunlap. Y que ese hijo de puta tenga todo lo que quiera en esta vida, aunque, Señor, tengo que confesar que no me importaría ver cómo algún día se le atraganta su dinero».

Lo que Willard no sabía era que Henry Dunlap usaba sus fanfarronadas para ocultar el hecho de que su vida era un desastre vergonzoso y pusilánime. En 1943, recién salido de la Facultad de Derecho, se había casado con una mujer que, tal como descubrió poco después de la noche de bodas, no podía parar de tirarse a desconocidos. Edith llevaba años follando con todo el mundo: repartidores de periódicos, mecánicos de coches, viajantes, lecheros, amigos, clientes, el antiguo socio de su marido… la lista era interminable. Él lo había soportado, y hasta había llegado a aceptarlo, pero hacía poco que había contratado a un hombre de color para encargarse de su jardín, en sustitución del adolescente blanco al que su mujer había estado tirándose, convencido de que ni siquiera ella iba a caer tan bajo. Pero, menos de una semana después, había llegado a casa en mitad del día sin avisar y la había visto inclinada sobre el sofá del salón, con el culo en pompa y el alto y flaco jardinero dándole como si le fuera la vida en ello. Estaba haciendo unos ruidos que él no había oído jamás. Después de mirarlos durante un par de minutos, se marchó sin hacer ruido y regresó a su despacho, donde se ventiló una botella de escocés y se dedicó a rememorar la escena una y otra vez. Sacó de su mesa una Derringer con revestimiento de plata, se la quedó mirando un rato largo y por fin la volvió a guardar en el cajón. Le parecía mejor plantearse otras formas de resolver su problema. No tenía sentido volarse los sesos cuando no había necesidad.

Después de casi quince años ejerciendo la abogacía en Meade había conocido a varios hombres en el sur de Ohio que podrían deshacerse de Edith por unos pocos centenares de dólares, pero le daba la sensación de que no podía fiarse de ninguno de ellos. «Que no te entre la prisa ahora, Henry —se dijo a sí mismo—. Es así como uno la caga.»

Un par de días más tarde contrató al negro a jornada completa, y hasta le subió el sueldo un cuarto de dólar por hora. Le estaba asignando una lista de tareas cuando Edith llegó a la entrada de la casa al volante de su nuevo Cadillac. Desde el jardín los dos miraron cómo ella salía del coche cargada de bolsas de la compra y entraba en casa. Llevaba unos pantalones negros ajustados y un jersey de color rosa que le marcaba las tetas grandes y flácidas. El jardinero miró al abogado con una sonrisa picara en su cara chata y marcada de viruelas. Al cabo de un momento Henry le devolvió la sonrisa.

—Más tontos que Abundio —les dijo Henry a sus amigos con los que jugaba al golf. Dick Taylor le había vuelto a preguntar por sus inquilinos de Knockemstiff.

Aparte de escuchar cómo Henry se pavoneaba y hacía el ridículo, los demás ricos de Meade no tenían mucha relación con él. Era el hazmerreír absoluto del club de campo. Hasta el último de ellos se había follado a su mujer en un momento u otro. Edith ya ni siquiera podía ir a nadar a la piscina sin que alguna mujer le intentara sacar los ojos. Se rumoreaba que ahora le gustaba la carne negra. La gente decía en broma que lo más seguro es que ella y Dunlap no tardaran en mudarse a White Heaven, la zona para la gente de color del lado oeste de la ciudad.

—Os lo juro —continuó Henry—, me da la impresión de que ese chaval se ha casado con su hermana, por la forma en que se tratan. Aunque, por Dios, la tendríais que ver. No estaría nada mal si la lavaras un poco. Si se retrasan con el alquiler, a lo mejor me lo cobro con ella.

—¿Y qué le harías? —le preguntó Elliot Smitt, guiñándole un ojo a Dick Taylor.

—Joder, haría que ese pimpollo se pusiera a cuatro patas y…

—¡Ja! —dijo Bernie Hill—. Menudo perro estás hecho, seguro que ya te la has tirado.

Henry cogió un palo de golf de la bolsa. Suspiró, escrutó la calle con expresión nostálgica y se puso una mano sobre el corazón:

—Chicos, le he prometido que no se lo diría a nadie.

Más tarde, después de que volvieran al edificio del club, un hombre llamado Cárter Oxley se acercó al gordo y sudoroso abogado en el bar y le dijo:

—Yo de usted me andaría con cuidado con lo que va diciendo de esa mujer.

Henry se dio la vuelta y frunció el ceño. Oxley era un socio nuevo del club de campo de Meade, un ingeniero que había ascendido a fuerza de trabajar hasta el puesto de subdirector de la fábrica de papel. Bernie Hill se lo había traído para que pudieran ser cuatro. No había abierto la boca en todo el partido.

—¿Qué mujer? —dijo Henry.

—Ahí afuera estaba usted hablando de un hombre llamado Willard Russell, ¿verdad?

—Sí, se llama Russell. ¿Y qué?

—Amigo, no es asunto mío, pero el otoño pasado Russell casi mató a un hombre a puñetazos por decir guarradas de su mujer. El hombre al que le dio la paliza todavía no se ha recuperado, tiene que sentarse con una lata de café colgando del cuello para que le recoja las babas. Tal vez debería tenerlo usted en cuenta.

—¿Está seguro de que hablamos del mismo tipo? El que yo conozco no diría una palabrota ni aunque le llenaras la boca de mierda.

Oxley se encogió de hombros.

—Tal vez sea un tipo callado. Esos son los más peligrosos.

—¿Y cómo sabe usted todo esto?

—No es usted el único que tiene tierras en Knockemstiff.

Henry se sacó una pitillera de oro del bolsillo y le ofreció un cigarrillo al nuevo socio.

—¿Qué más sabe usted de él? —preguntó.

Aquella mañana Edith le había dicho que creía que tenían que comprarle una camioneta al jardinero. Estaba de pie junto a la ventana de la cocina comiéndose un bollo de hojaldre. Henry no pudo evitar fijarse en que la parte superior del bollo estaba cubierta de glaseado de chocolate. Qué apropiado, pensó él, la muy puta. Sin embargo, se alegró de ver que estaba ganando peso. Su culo no tardaría mucho en ser tan ancho como largo es el mango de un hacha. Que aquel cabrón de jardinero se la tirara entonces.

—No hace falta que sea nueva —le dijo ella—. Cualquier cosa, para que se pueda desplazar. Willie tiene los pies demasiado grandes para ir andando al trabajo todos los días. —Metió la mano en la bolsa para coger otro bollo—. Dios mío, Henry, los tiene el doble de largos que los tuyos.