En la primavera de 1948, a Emma le llegó de Ohio la noticia de que por fin era abuela; la mujer de Willard había dado a luz a un bebé sano al que habían llamado Arvin Eugene. Para entonces la anciana ya estaba convencida de que Dios la había perdonado por su breve pérdida de confianza. Ya hacía casi tres años de aquello y no había pasado nada malo. Un mes más tarde, todavía estaba dando gracias al Señor porque su nieto no hubiera nacido ciego y microcèfalo como los tres hijos de Edith Maxwell, la de Spud Run, cuando Helen se presentó a su puerta con otra cosa que anunciarle. Emma apenas la había visto un puñado de veces desde que se había casado con Roy y se había pasado a la iglesia de Topperville.
—Quería pasar a darle a usted la noticia —dijo Helen.
Tenía los brazos y piernas pálidos y flacos pero barriga de embarazada.
—Dios bendito —dijo Emma, abriendo la puerta mosquitera—. Entra, cariño, y descansa un poco. —Ya era tarde, y el jardín invadido de maleza estaba cubierto de sombras de color gris azulado. Un pollo soltaba débiles cloqueos bajo el porche.
—Ahora no puedo.
—Bah, no te andes con tantas prisas. Deja que te saque algo para comer —le dijo la anciana—. Llevamos una eternidad sin hablar.
—Gracias, señora Russell, pero tal vez otro día. Me tengo que volver.
—¿Roy predica esta noche?
—No —dijo Helen—. Ya lleva un par de meses sin predicar. ¿No se enteró usted? Sufrió una picadura muy grave de una araña. Se le hinchó la cabeza como si fuera una calabaza. Fue espantoso. Se pasó una semana o más sin poder abrir los ojos.
—Bueno —dijo la anciana—. A lo mejor puede trabajar para la compañía eléctrica. Alguien me ha dicho que andan buscando gente. Se supone que no van a tardar mucho en hacer pasar la electricidad por aquí.
—Uy, para nada —dijo Helen—. Roy no va a dejar de predicar, solamente está esperando un mensaje.
—¿Un mensaje?
—Sí, Él lleva tiempo sin mandarle ninguno, y eso tiene a Roy preocupado.
—¿Quién no le manda ninguno?
—Pues el Señor, señora Russell —dijo Helen—. Roy no escucha a nadie más. —Empezó a bajar del porche.
—¿Helen?
La chica se detuvo y se dio la vuelta.
—¿Sí, señora?
Emma vaciló, sin saber muy bien qué decir. Miró más allá de la chica, al coche de color bosta que había en la ladera. Vio una figura negra sentada dentro, al volante.
—Vas a ser una buena madre —dijo.
Después de la picadura de araña, Roy había empezado a pasar la mayor parte del tiempo encerrado en el armario del dormitorio, esperando una señal. Estaba convencido de que el Señor lo había frenado a fin de prepararlo para algo más grande. En opinión de Theodore, el hecho de que Roy hubiera preñado a la zorra ya era la gota que colmaba el vaso. Empezó a beber y a pasar fuera toda la noche, a tocar en clubes privados y en garitos ilegales perdidos en el monte. Se aprendió docenas de canciones pecaminosas sobre mujeres que engañaban a sus maridos, asesinatos a sangre fría y vidas malgastadas entre los barrotes de la cárcel. La persona con la que terminaba la noche se limitaba a dejarlo tirado borracho y meado delante de la casa; Helen se veía obligada a salir al amanecer para ayudarlo a entrar mientras él la maldecía, maldecía sus piernas inútiles y maldecía a aquel falso predicador al que se follaba. Ella no tardó en cogerles miedo a los dos, y hasta le cambió la habitación a Theodore y le dejó que durmiera en la cama grande al lado del armario de Roy.
Una tarde, cuando el bebé, una niña a la que llamaron Lenora, ya tenía unos meses, Roy salió del dormitorio convencido de que podía resucitar a los muertos.
—Joder, eres un chiflado —le dijo Theodore. Se estaba bebiendo una lata de cerveza caliente para asentarse el estómago. En el regazo tenía una lima pequeña de metal y un destornillador Craftsman. La noche antes había tocado ocho horas seguidas en una fiesta de cumpleaños celebrada en Hungry Hoer por diez dólares y un litro de vodka ruso. Un hijo de puta se había puesto a mofarse de su incapacidad y había intentado sacarlo de la silla de ruedas para hacerle bailar. Theodore dejó la cerveza en el suelo y se puso a limar otra vez la cabeza del destornillador. Odiaba aquel mundo de mierda. La próxima vez que alguien se metiera con él de aquella manera, el hijo de la gran puta iba a terminar con un agujero en las tripas—. Has perdido el don, Roy. El Señor te ha abandonado, igual que me abandonó a mí.
—No, Theodore —dijo Roy—. No es verdad. Acabo de hablar con él. Estaba ahí sentado conmigo hace un minuto. Y tengo que decir que no se parece al de los cuadros. Para empezar, no tiene barba.
—Como una cabra —dijo Theodore.
—¡Lo puedo demostrar!
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
Roy se pasó un par de minutos caminando de un lado para otro, agitando las manos como si estuviera intentando sacar inspiración del aire mismo.
—Vamos a matar un gato —dijo—. Y te demuestro que lo puedo resucitar.
Junto con las arañas, los gatos eran lo que más miedo le daba a Roy. Su madre siempre le había contado que había pillado a uno intentando quitarle el aire cuando él era bebé. Roy y Theodore habían matado a docenas de gatos a lo largo de los años.
—¿Estás de broma, no? —dijo Theodore—. ¿A un puto gato? —Se rio—. No, vas a tener que ponerte un poco más en serio si quieres que yo te crea. —Apretó el pulgar contra la punta del destornillador. Estaba afilada.
Roy se secó el sudor de la frente con uno de los pañales sucios del bebé.
—¿Pues qué?
Theodore miró por la ventana. Helen estaba plantada en el jardín con el mocoso de cara rosácea en los brazos. Aquella mañana se había vuelto a mosquear con él y le había dicho que estaba harta de que le despertara al bebé. Últimamente se había estado quejando mucho,
demasiado, en su opinión. Joder, si no fuera por el dinero que él traía a la casa, todos estarían muriéndose de hambre. Miró a Roy con cara de astucia.
—¿Por qué no resucitas a Helen? Entonces sabremos con seguridad que no estás diciendo memeces.
Roy negó violentamente con la cabeza.
—No, no. Eso no lo puedo hacer.
Theodore soltó una risita y cogió la lata de cerveza del suelo.
—¿Lo ves? Ya sabía yo que no decías más que trolas.
Como siempre. No eres más predicador que esos borrachos para los que yo toco todas las noches.
—No digas eso, Theodore —dijo Roy—. ¿Por qué te da por decir esas cosas?
—Porque lo teníamos bien montado tú y yo, joder, y entonces tuviste que casarte y joderlo todo. Te ha robado la luz que tenías y eres demasiado tonto para darte cuenta. Demuéstrame que la has recuperado y podremos volver a difundir el Evangelio.
Roy se acordó de la conversación que acababa de tener en el armario y de cómo la voz de Dios había sonado alta y fuerte en su cabeza. Miró por la ventana a su mujer, que estaba de pie junto al buzón, canturreándole al bebé. Al fin y al cabo, se dijo a sí mismo, Helen estaba a buenas con el Señor, y por lo que él sabía siempre lo había estado. Eso solamente podía ayudar al tema de la resurrección. Pese a todo, tenía que probarlo primero con un gato.
—Me lo voy a tener que pensar.
—No puede haber truco —dijo Theodore.
—Los trucos solamente los necesita el diablo. —Roy dio un sorbo de agua del grifo de la cocina, lo justo para humedecerse los labios. Una vez se hubo refrescado decidió rezar más y echó a andar hacia el dormitorio.
—Si eres capaz de hacerlo, Roy —dijo Theodore—, no habrá iglesia en toda Virginia Occidental lo bastante grande como para que quepa toda la gente que va a querer oírte predicar. Joder, vas a ser más famoso que Billy Sunday.
Al cabo de unos días, Roy le pidió a Helen que dejara al bebé con su amiga, la señora Russell, mientras ellos daban una vuelta en coche.
—Es solamente para salir un rato de esa casa apestosa —le explicó—. Te prometo que no vuelvo al armario.
Helen se sentía aliviada; de repente Roy había empezado a actuar como antes, y hasta hablaba de volver a predicar. Y no solamente eso: Theodore había dejado de salir de noche, estaba ensayando algunas canciones religiosas nuevas y no probaba más que el café. Hasta había tenido en brazos al bebé unos minutos, cosa que no había hecho nunca.
Después de dejar a Lenora en casa de Emma, condujeron cuarenta y cinco kilómetros hasta un bosque situado a unas millas al este de Coal Creek. Roy aparcó el coche y le pidió a Helen que saliera a dar un paseo con él.
Theodore se quedó en el asiento de atrás fingiendo que dormía.
Después de caminar unos metros, Roy dijo:
—Tal vez deberíamos rezar primero.
Él y Theodore habían discutido sobre aquello, y Roy había dicho que quería que fuera un momento privado entre él y su mujer nada más, mientras que el inválido había insistido en que necesitaba ver con sus propios ojos cómo el Espíritu salía de ella para asegurarse de que no lo estaban falsificando. Cuando se arrodillaron debajo de un abedul, Roy se sacó el destornillador de dentro de la camisa holgada. Rodeó el hombro de Helen con el brazo y la atrajo hacia sí. Pensando que estaba mostrándose afectuoso, ella se giró para besarlo en el mismo momento en que él le clavaba la punta afilada bien hondo en el costado del cuello. A continuación la soltó y ella cayó de lado, pero un momento más tarde se levantó y se puso a intentar agarrarse frenéticamente el destornillador.
Cuando por fin se lo arrancó del cuello, la sangre empezó a manarle a chorros del agujero y cubrió la pechera de la camisa de Roy. Theodore miró por la ventanilla cómo ella intentaba alejarse gateando. Solamente avanzó un par de metros antes de desplomarse sobre las hojas y sacudirse durante un minuto o dos. La oyó gritar varias veces el nombre de Lenora. Encendió un cigarrillo y esperó unos minutos antes de salir como pudo del coche.
Tres horas más tarde, Theodore dijo:
—No lo vas a conseguir, Roy.
Estaba sentado en su silla de ruedas a un par de metros del cuerpo de Helen, sujetando el destornillador. Roy estaba de rodillas junto a su mujer, cogiéndole la mano y todavía intentando devolverle la vida. Al principio sus súplicas habían resonado por el bosque, fervorosas y llenas de fe, pero cuanto más rato pasaba sin que el cuerpo frío de ella emitiera ni un solo temblor, más embrolladas y dementes se fueron volviendo. Theodore notó que le venía un dolor de cabeza. Deseó haberse traído algo para beber.
Roy levantó la vista hacia su primo lisiado con la cara surcada de lágrimas.
—Dios mío, creo que la he matado.
Theodore se acercó más con la silla y le puso el dorso de la mano sucia en la cara a Helen.
—Muerta está, sí.
—No la toques —vociferó Roy.
—Solamente estoy intentando ayudar.
Roy golpeó el suelo con el puño.
—No tenía que salir así.
—Odio decir esto, pero, como te pillen, los chavales de Moundsville te van a freír como si fueras beicon.
Roy negó con la cabeza y se limpió los mocos de la cara con la manga de la camisa.
—No sé qué ha salido mal. Yo estaba seguro de que…
—Su voz se apagó y soltó la mano de su mujer.
—Joder, has calculado mal, ya está —dijo Theodore—. Le puede pasar a cualquiera.
—¿Qué cojones voy a hacer ahora? —dijo Roy.
—Siempre te puedes escapar —dijo Theodore—. Es la única salida inteligente en una situación como esta. O sea, joder, ¿qué tienes que perder?
—¿Escaparme adónde?
—He estado aquí sentado pensando en ello, y supongo que ese viejo coche podría llegar a Florida si lo mimas un poco.
—No sé —dijo Roy.
—Claro que sí —dijo Theodore—. Mira, en cuanto lleguemos, vendemos el coche y nos ponemos a predicar otra vez. Si es que no tendríamos que haberlo dejado nunca. —Miró el cuerpo pálido y sanguinolento de Helen.
Se habían acabado sus días de rezongar. Casi desearía haberla matado él. Ella lo había estropeado todo. A estas alturas, ya podrían tener su propia iglesia, o hasta haber salido en la radio.
—¿«Lleguemos»?
—Bueno, sí —dijo Theodore—, va a hacerte falta un guitarrista, ¿no? —Llevaba tiempo soñando con ir a Florida y vivir junto al océano. No era fácil vivir lisiado en medio de todas aquellas puñeteras colinas y árboles.
—¿Pero qué pasa con ella? —dijo Ray, señalando el cuerpo de Helen.
—Vas a tener que enterrarla bien hondo, hermano —dijo Theodore—. Antes he guardado una pala en el maletero, por si acaso la cosa no salía como esperabas.
—¿Y Lenora?
—Créeme, ese bebé estará mejor con la vieja —dijo Theodore—. No querrás que tu hija crezca como una fugitiva de la ley, ¿no? —Miró a través de los árboles. El sol había desaparecido detrás de una muralla de nubes oscuras, y el cielo se había vuelto del color de la ceniza. El aire traía consigo un olor húmedo a lluvia. De la zona de Rocky Gap venía el retumbar lento y débil de los truenos—. Será mejor que empieces a cavar antes de que nos quedemos empapados.
Cuando aquella noche llegó Earskell, Emma estaba sentada en una silla junto a la ventana meciendo a Lenora. Eran casi las once y la tormenta empezaba a amainar.
—Helen me dijo que no iban a tardar más que un par de horas —dijo la anciana—. Solamente me ha dejado un biberón.
—Bah, ya sabes cómo son los predicadores —dijo Earskell—. Lo más seguro es que hayan salido y se estén corriendo una buena juerga. Joder, por lo que me han dicho ese lisiado puede tumbarme a mí bebiendo.
Emma negó con la cabeza.
—Ojalá tuviéramos teléfono. Hay algo en todo esto que me da mala espina.
El viejo echó un vistazo a la criatura dormida.
—Pobrecilla —dijo—. Es clavada a su madre, ¿verdad?