Willard estaba resacoso y temblaba sentado a solas en uno de los bancos traseros de la Iglesia del Espíritu Santo Santificado de Coal Creek. Eran casi las siete y media de un jueves por la tarde pero el servicio religioso todavía no había empezado. Era la cuarta noche de la semana anual de renacimiento de la iglesia, que estaba dirigida sobre todo a los reincidentes y a los que aún no habían sido salvados. Willard llevaba más de una semana de vuelta en casa y aquel era el primer rato que pasaba sobrio.
Anoche él y Earskell habían ido al Lewis Theater a ver a John Wayne en La patrulla del coronel Jackson. Él se había salido a media película, asqueado de lo falso que era todo, y había terminado peleándose en el salón de billares de la misma calle. Ahora se desperezó y miró a su alrededor, flexionando la mano dolorida. Emma seguía en la parte delantera, saludando a sus conocidos. Había fanales humeantes colgando de las paredes; en mitad del pasillo de la derecha había una estufa destartalada de madera. Los bancos de pino estaban desgastados por los veinte años que llevaban en uso. Aunque la iglesia era el mismo lugar humilde que había sido siempre, Willard tenía la sospecha de que él había cambiado bastante a raíz de su paso por el extranjero.
La iglesia la había fundado el reverendo Albert Sykes en 1924, poco después de que una mina de carbón se desplomara y lo atrapara en la oscuridad junto con dos hombres más que murieron al instante. A él le quedaron las dos piernas rotas por varios lugares. Consiguió alcanzar el paquete de tabaco de mascar Five Brothers que Phil Drury tenía en el bolsillo, pero no pudo estirarse lo suficiente para alcanzar el bocadillo de mantequilla y mermelada que sabía que Burl Meadows llevaba en la chaqueta. Contaba el reverendo que el Espíritu Santo lo había tocado la tercera noche. Era consciente de que se iba a reunir pronto con aquellos dos hombres que tenía al lado y que ya olían a podrido, pero había dejado de importarle. Al cabo de unas horas, la patrulla de rescate se abrió paso por entre los escombros mientras él dormía.
Por un momento estuvo convencido de que la luz que le acababan de poner delante de los ojos era la cara de Dios.
Era una buena historia para explicar en la iglesia, y siempre se oían montones de aleluyas cuando llegaba a aquella parte. Willard creía habérsela oído contar al predicador unas cien veces a lo largo de los años, mientras cojeaba de un lado para otro por delante del púlpito barnizado. Al final de la historia siempre se sacaba el paquete vacío de Five Brothers de la chaqueta raída del traje y lo levantaba hacia el techo con las palmas ahuecadas de las manos. Lo llevaba consigo a todas partes. Muchas de las mujeres de Coal Creek, sobre todo las que seguían teniendo maridos e hijos en las minas, lo trataban como si fuera una reliquia religiosa y lo besaban siempre que tenían oportunidad. Era un hecho que Mary Ellen Thompson, en su lecho de muerte, había pedido que le trajeran el paquete en lugar de al médico.
Willard miró cómo su madre hablaba con una mujer flaca que llevaba gafas de montura metálica en la cara larga y delgada, y un gorro de color azul descolorido atado por debajo de la barbilla angulosa. Al cabo de un par de minutos, Emma cogió a la mujer de la mano y se la llevó a donde estaba sentado Willard.
—Le he pedido a Helen que se siente con nosotros —le dijo Emma a su hijo. Él se puso de pie para dejarla pasar, y, cuando la chica pasó por su lado, el tufo a sudor rancio hizo que se le saltaran las lágrimas. Ella llevaba una Biblia de cuero gastada y no levantó la cabeza cuando Emma la presentó. Por fin Willard entendía por qué su madre llevaba días largándole que el físico no era importante. Él estaba de acuerdo en la mayoría de casos, pero, joder, hasta su tío Earskell se lavaba los sobacos de vez en cuando.
Como la iglesia no tenía campana, el reverendo Sykes salió a la puerta abierta en cuanto fue hora de empezar el servicio y se puso a llamar a gritos a los que seguían remoloneando fuera con sus cigarrillos, sus cotilleos y sus dudas. Un pequeño coro de dos hombres y tres mujeres se puso de pie y cantó «Sinner, You Better Get Ready».
Por fin Sykes subió al púlpito. Echó un vistazo por encima de las cabezas de los feligreses y secó el sudor de su frente con un pañuelo blanco. Había cincuenta y ocho personas sentadas en los bancos. Las había contado dos veces. El reverendo no era un hombre codicioso, pero esta noche confiaba en recoger en la cesta tal vez cuatro o cinco dólares. Él y su mujer llevaban toda la semana sin comer nada más que galletas duras y carne de ardilla infectada de larvas de mosca.
—Caray, hace calor —dijo con una sonrisa—. Pero todavía va a hacer más calor, ¿verdad? Sobre todo para los que no estén a buenas con el Señor.
—Amén —dijo alguien.
—Está claro —dijo otro.
—Bueno —continuó Sykes—. De eso nos encargaremos pronto. Ahora esos dos chavales de Topperville van a oficiar el servicio, y, por lo que me cuenta todo el mundo, nos traen un mensaje que vale la pena. —Echó un vistazo a los dos forasteros sentados a un lado del altar, escondidos de la congregación por una cortina negra deshilachada—. Hermano Roy y hermano Theodore, venid aquí y ayudadnos a salvar unas cuantas almas perdidas —dijo, haciéndoles señales con la mano para que se acercaran.
Un hombre alto y flaco se levantó y se puso a empujar la silla de ruedas donde iba su compañero, un chaval gordo, para sacarlo de detrás de la cortina y acercarlo al centro del altar. El que podía andar llevaba un traje negro que le venía grande y unos mocasines voluminosos y desvencijados. Tenía el pelo negro repeinado hacia atrás con brillantina y las mejillas hundidas llenas de cicatrices violáceas de acné.
—Me llamo Roy Laferty —dijo en voz baja—, y este de aquí es mi primo, Theodore Daniels.
El inválido asintió con la cabeza y dedicó una sonrisa a la congregación. Llevaba una guitarra destartalada en el regazo y un peinado estilo tazón. Tenía el peto remendado con parches de tela de saco y las piernas flacas retorcidas en ángulos abruptos. Llevaba puesta una camisa blanca sucia y una corbata de flores de colores vivos. Más tarde Willard diría que aquel se parecía al Príncipe de las Tinieblas y el otro a un payaso en horas bajas.
En silencio, el hermano Theodore terminó de afinar una cuerda de su guitarra de caja plana. Unas cuantas personas bostezaron y otras se pusieron a cuchichear entre ellas, ya incómodas por lo que parecía ser el inicio de un servicio aburrido oficiado por un par de recién llegados tímidos y hechos polvo. Willard deseaba haber salido al aparcamiento y haberse encontrado con alguien que tuviera una botella antes de que empezara la cosa.
Nunca se había sentido cómodo venerando a Dios dentro de un edificio abarrotado de desconocidos.
—Esta noche no vamos a pasar la cesta, amigos —dijo por fin el hermano Roy, después de que el inválido asintiera con la cabeza para indicar que estaba listo—. No queremos cobrar por hacer el trabajo del Señor. Theodore y yo podemos vivir de la dulzura del aire si no nos queda otro remedio, y, creedme, lo hemos hecho muchas veces. Salvar almas no tiene nada que ver con los dólares del demonio. —Roy miró al viejo predicador, que consiguió esbozar una sonrisa alicaída y asintió con la cabeza a regañadientes para mostrar su conformidad—. Ahora vamos a invocar al Espíritu Santo para hacer que venga esta noche a esta pequeña iglesia, o bien os juro a todos que moriremos en el intento. Y diciendo aquello, el chaval gordo dio un guitarrazo y el hermano Roy se echó hacia atrás y soltó un berrido lastimero que sonaba como si tratara de arrancar de una sacudida las puertas del cielo.
La mitad de la congregación estuvo a punto de caerse de su asiento. Willard soltó una risita cuando sintió que su madre daba un brinco a su lado.
El joven predicador echó a andar de arriba abajo por el medio del pasillo, preguntándole a la gente en voz alta:
—¿A qué le tenéis más miedo? —Agitó los brazos y describió la inmundicia del infierno, su repugnancia, su horror y su desesperación, y la eternidad sin final que le espera absolutamente a todo el mundo—. Si lo que más teméis son las ratas, Satanás se asegurará de que no os falten. Hermanos y hermanas, se os comerán las caras mientras vosotros estáis allí tumbados sin poder levantar ni un dedo contra ellas, y nunca pararán. Un millón de años en la eternidad no es ni una tarde aquí en Coal Creek. Ni siquiera tratéis de entenderlo. No hay cabeza humana que pueda calcular un sufrimiento así. ¿Os acordáis de aquella familia de Millersburg a la que asesinaron en sus camas el año pasado? ¿A los que aquel lunático les sacó los ojos? Pues imaginaos eso durante un billón de años, que es un millón de millones, amigos, lo he consultado, imaginaos ser torturados de esa manera pero sin morir. Que os saquen los ojos de la cara con un cuchillo ensangrentado por toda la eternidad sin fin.
Espero que esa pobre gente estuviera a buenas con el Señor cuando aquel maníaco se les metió por la ventana, lo espero con toda mi alma. Y en verdad, hermanos y hermanas, no podemos llegar a imaginarnos las maneras que tiene el diablo de darnos tormento, ningún hombre ha sido lo bastante malvado, ni siquiera el Hitler ese, como para inventarse las formas en que Satanás va a hacer pagar a los pecadores cuando llegue el Día del Juicio.
Mientras el hermano Roy predicaba, Theodore se dedicaba a marcar con su guitarra un ritmo acompasado con sus palabras, siguiendo hasta el último movimiento del otro con la mirada. Roy era primo suyo por parte de madre, pero a veces el chaval gordo deseaba que no fueran parientes tan cercanos. Aunque a él le bastaba con acompañarlo a difundir el Evangelio, hacía mucho tiempo que tenía sentimientos que no conseguía sacarse de encima con sus oraciones. Sabía lo que decía la Biblia al respecto, pero no podía creerse que el Señor considerara aquello como pecado. En opinión de Theodore, el amor era el amor. Carajo, ¿acaso él no lo había demostrado? ¿Acaso no le había demostrado a Dios que lo amaba más que nadie? Había tomado aquel veneno hasta quedar lisiado, le había demostrado al Señor que tenía fe, aunque a veces le parecía que se había pasado de entusiasta. Pero, de momento, tenía a Dios y tenía a Roy y tenía su guitarra, y ya no necesitaba nada más en el mundo, aun en el caso de que nunca más pudiera volver a ponerse de pie. Y si Theodore tenía que demostrarle a Roy cuánto lo amaba, también estaría encantado de hacerlo, haría lo que él le pidiera. Dios era amor y estaba en todas partes y en todo el mundo.
Luego Roy volvió a subirse de un brinco al altar, metió la mano por debajo de la silla de ruedas de Theodore y sacó una garrafa de cuatro litros. Todo el mundo se inclinó un poco hacia adelante en sus bancos. Dentro de la garrafa parecía bullir una masa oscura. Alguien gritó: «Alabado sea Dios», y el hermano Roy dijo: «Así es, amigo, así es». Sostuvo la garrafa en alto y le dio una violenta sacudida.
—Amigos, dejadme que os cuente una cosa —continuó—. Antes de encontrar al Espíritu Santo, a mí me daban total pavor las arañas. ¿Verdad que sí, Theodore? Ya desde que era un renacuajo y me escondía detrás de las faldas de mi madre. Las arañas se colaban en mis sueños y ponían sus huevos en mis pesadillas, y yo no era capaz ni de ir al cuarto de baño sin que alguien me cogiera de la mano. Estaban por todas partes, colgadas de sus telarañas y esperándome. Era espantoso vivir así, aterrorizado todo el tiempo, daba igual si estaba dormido o despierto. Y así es el infierno, hermanos y hermanas. Esas diablesas de ocho patas no me daban ni un respiro. Hasta que encontré al Señor.
A continuación Roy se puso de rodillas y zarandeó la garrafa una vez más antes de quitarle el tapón. Theodore ralentizó la música hasta que solamente se oyó una triste y ominosa marcha fúnebre que heló la sala e hizo que a todos los presentes se les erizara el pelo de la nuca. Sosteniendo la garrafa por encima de su cabeza, Roy miró a los congregados, respiró hondo y le dio la vuelta. Una masa abigarrada de arañas de todos los colores —marrones, negras y a rayas amarillas y anaranjadas— cayó sobre su cabeza y sus hombros. Luego un estremecimiento le recorrió el cuerpo entero como si fuera una corriente eléctrica, y se levantó y tiró la garrafa al suelo, provocando una lluvia de cristales rotos en todas direcciones. Volvió a soltar aquel berrido espantoso y se puso a sacudir los brazos y las piernas, haciendo que las arañas cayeran al suelo y empezaran a corretear por doquier. Una mujer envuelta en un chal de punto se levantó de un salto y echó a correr hacia la puerta, al tiempo que varias más gritaban, y, en medio de aquel alboroto, Roy dio un paso adelante, con unas cuantas arañas todavía pegadas a la cara sudorosa, y vociferó:
—Escuchad mis palabras, amigos, el Señor se llevará vuestros miedos si vosotros se lo permitís. Mirad lo que ha hecho por mí. —Luego tuvo una arcada y escupió algo negro que se le había metido en la boca.
Otra mujer se puso a darse manotazos en el vestido y a chillar que algo la había picado, y un par de criaturas rompieron a lloriquear. El reverendo Sykes corría de un lado para otro, intentando restaurar el orden, pero la gente ya se apresuraba hacia la estrecha puerta, presa del pánico. Emma cogió a Helen del brazo y trató de sacarla de la iglesia, pero la chica se la sacudió de encima, dio media vuelta y se adentró en el pasillo. Sujetó la Biblia contra el pecho y se quedó mirando fijamente a Roy. Sin dejar de rasgar su guitarra, Theodore vio cómo su primo se sacudía despreocupadamente una araña de la oreja y le dedicaba una sonrisa a aquella chica frágil y feúcha. Y no dejó de tocar hasta que vio que Roy le hacía señas a aquella zorra para que se acercara.
De camino a casa, Willard dijo:
—Caray, lo de las arañas ha sido un buen detalle. —Extendió la mano hacia su madre y empezó a pasearle los dedos por el brazo gordo y flácido.
Ella soltó un chillidito y le dio un manotazo.
—Para. Ya no voy a poder dormir esta noche con lo que he visto.
—¿Habías visto predicar al chaval ese alguna vez?
—No, pero hacen cosas raras en esa iglesia de Topperville. Seguro que el reverendo Sykes se ha arrepentido de haberlos invitado. El de la silla de ruedas bebió demasiada estricnina o anticongelante o algo así, y es por eso que no puede caminar. Menuda pena. Poner la fe a prueba, lo llaman. Pero a mí me parece que eso es llevar las cosas demasiado lejos. —Suspiró y reclinó la cabeza en el asiento—. Ojalá Helen hubiera venido con nosotros. —Bueno, en su sermón no se ha dormido nadie, eso se lo reconozco.
—¿Sabes? —dijo Emma—. A lo mejor se habría venido si tú le hubieses hecho un poco más de caso.
—Oh, por lo que yo he visto, el hermano Roy le va a hacer todo el caso que ella quiera y más.
—Eso es lo que me da miedo —dijo Emma.
—Madre, me vuelvo a Ohio dentro de un par de días. Ya lo sabes.
Emma hizo ver que no le oía.
—Helen sería una buena esposa, ya lo creo.
Varias semanas después de que Willard se marchara a Ohio a ver qué pasaba con la camarera, Helen llamó a la puerta de Emma. Era media tarde de un día templado de noviembre. La anciana estaba sentada en su sala de estar, escuchando la radio y releyendo la carta que había recibido aquella mañana. Willard y la camarera se habían casado hacía una semana. Se iban a quedar en Ohio, por lo menos de momento. Él había encontrado trabajo en una planta cárnica y contaba que no había visto tantos cerdos juntos en su vida. El locutor de la radio le echaba la culpa de lo raro del clima a las secuelas de las bombas atómicas lanzadas para ganar la guerra.
—Quiero contárselo a usted primero porque sé que ha estado preocupada por mí —dijo Helen. Era la primera vez que Emma la veía sin el gorro.
—¿Contarme el qué, Helen?
—Roy me ha pedido en matrimonio —dijo ella—. Dice que Dios le ha mandado una señal de que estamos hechos el uno para el otro.
Plantada en la puerta con la carta de Willard en la mano, Emma se acordó de la promesa que no había podido cumplir. Había estado temiendo un accidente violento, o bien una enfermedad espantosa, pero aquello era una buena noticia. Tal vez a fin de cuentas las cosas iban a salir bien. Sintió que empezaban a llenársele los ojos de lágrimas.
—¿Dónde vais a vivir? —le preguntó, porque no se le ocurría nada más.
—Oh, Roy tiene una casa detrás de la gasolinera de Topperville —dijo Helen—. Theodore se quedará con nosotros, por lo menos de momento.
—¿Ese es el de la silla de ruedas?
—Sí, señora —dijo Helen—. Llevan mucho tiempo juntos.
Emma salió al porche y le dio un abrazo a la chica. Olía un poco a jabón Ivory, como si acabara de bañarse.
—¿Quieres entrar y sentarte un rato?
—No, tengo que irme —dijo Helen—. Roy me está esperando. —Emma miró la ladera de la colina que se extendía tras la chica. En el camino, detrás del viejo Ford de Earskell, había un coche del color de la bosta y con forma de tortuga—. Esta noche tiene que predicar en Millersburg, que es donde les sacaron los ojos a aquella gente. Llevamos toda la mañana recogiendo arañas.
Gracias a Dios, con este tiempo que ha hecho no cuesta nada encontrarlas.
—Ten cuidado, Helen —dijo Emma.
—Oh, no se preocupe —dijo la chica, mientras bajaba del porche—. Cuando uno se acostumbra a ellas no están tan mal.