Corría un miércoles por la tarde del otoño de 1945, poco después del final de la guerra. El autobús Greyhound hizo su parada habitual en Meade, Ohio, un pueblecito montado alrededor de una fábrica de papel situada a una hora al sur de Columbus que olía a huevos podridos. Los forasteros siempre se quejaban del hedor, pero a los nativos les gustaba jactarse de que era el dulce olor del dinero. El conductor del autobús, un hombre bajito y rechoncho que llevaba zapatos de plataforma y una pajarita mustia, detuvo el vehículo en el callejón de detrás del almacén y anunció una parada de cuarenta minutos.
Le apetecía una taza de café, pero la úlcera le estaba dando guerra otra vez. Bostezó y dio un trago de una botella de medicina de color rosa que guardaba en la guantera. La chimenea del otro lado del pueblo, que era con diferencia la construcción más alta de aquella parte del estado, eructó otra nube de color marrón sucio. Se la veía a millas de distancia, soltando humaradas como un volcán a punto de lanzar por los aires su fina corteza superior.
Reclinándose en su asiento, el conductor del autobús se caló la gorra de cuero hasta los ojos. Vivía en las afueras de Philadelphia, y le parecía que si tuviera que vivir en un lugar como Meade, Ohio, se pegaría un tiro. En aquel pueblo era imposible encontrar ni un plato de lechuga. La gente de allí parecía alimentarse de grasa y nada más que grasa. Si comiera la misma bazofia que ellos, no tardaría ni dos meses en morirse. Su mujer les contaba a sus amigas que él era un hombre delicado, pero en su tono de voz había algo que a veces le hacía preguntarse si en realidad se compadecía de él. De no haber sido por la úlcera, se habría ido a la guerra igual que los demás hombres. Habría masacrado a un pelotón entero de alemanes y le habría enseñado a ella si era delicado o qué, joder. Lo que más le pesaba eran todas las medallas que se estaba perdiendo. A su viejo, una vez, el ferrocarril le había dado un certificado por no haberse perdido un solo día de trabajo en veinte años, y él se había pasado los veinte siguientes enseñándoselo a su enfermizo hijo cada vez que lo veía. Al palmarla por fin el viejo, el conductor del autobús había intentado convencer a su madre para que metiera el certificado dentro del ataúd junto con el cuerpo para no tener que verlo más. Ella, sin embargo, había insistido en colgarlo en la sala de estar, a modo de ejemplo de lo que una persona podía lograr en la vida si no dejaba que se lo impidiera una pequeña indigestión. El funeral, un evento que el conductor del autobús se había pasado mucho tiempo esperando, casi se había ido al garete por culpa de todas las discusiones sobre aquel papel cochambroso. Se iba a alegrar cuando todos los soldados de permiso llegaran a sus destinos y él no tuviera que seguir viendo a todos esos idiotas. Al cabo de un tiempo, los logros ajenos acababan agobiándote.
El soldado Willard Russell había estado bebiendo en la parte de atrás del autobús con dos marineros de Georgia, pero uno de ellos había perdido el conocimiento y el otro había vomitado dentro de su última botella. Willard no paraba de pensar que si conseguía llegar a su casa en Coal Creek, Virginia Occidental, ya no volvería a marcharse jamás. Durante su infancia en las montañas había visto cosas feas, pero no eran nada comparado con lo que había visto en el Pacífico Sur. En una de las islas Salomón, él y otros dos hombres de su unidad se habían encontrado a un marine desollado vivo por los japoneses y clavado a una cruz hecha con dos palmeras. El cuerpo descarnado y ensangrentado estaba cubierto de moscas negras. Tenía las placas identificativas colgadas de los restos de uno de los dedos gordos del pie: sargento de artillería Miller Jones. Incapaz de ofrecer nada más que un poco de piedad, Willard le había pegado un tiro al marine detrás de la oreja, y luego lo habían descolgado y cubierto de rocas al pie de la cruz. Desde entonces, el interior de la cabeza de Willard no había vuelto a ser el mismo.
Cuando oyó que el rechoncho conductor del autobús anunciaba a gritos una parada de descanso, Willard se puso de pie y echó a andar hacia la puerta, asqueado por los dos marineros. En su opinión, la armada era el único cuerpo militar al que no habría que permitirle la bebida.
En los tres años que llevaba en el ejército, no había conocido ni a un solo marinero que supiera beber. Alguien le había contado que era culpa del salitre que les daban para evitar que se volvieran locos y follaran entre ellos cuando estuvieran en alta mar. Salió paseando por la estación y vio un pequeño restaurante al otro lado de la calle llamado Wood en Spoon. En el escaparate había pegado un cartón blanco que anunciaba un pastel de carne especial por treinta y cinco centavos. Su madre le había hecho pastel de carne el día antes de irse al ejército, de modo que ahora lo consideró una buena señal. Se sentó en un reservado junto a la ventana y encendió un cigarrillo. Un estante cubierto de viejas botellas y artículos de cocina antiguos y fotografías en blanco y negro cogiendo polvo daba la vuelta entera a la sala.
Pegado a la pared junto al reservado había un recorte descolorido de periódico que hablaba de un agente de policía de Meade que había sido abatido por un atracador de bancos delante de la estación de autobuses. Willard miró más de cerca y vio que llevaba fecha del 11 de febrero de 1936. Calculó que aquello había sucedido cuatro días antes de que él cumpliera doce años. Un viejo, el único otro cliente de la cafetería, estaba encorvado sobre una mesa en medio de la sala, sorbiendo sopa verde de un cuenco. Había dejado su dentadura postiza encima de la barra de mantequilla que tenía delante.
Willard se terminó el cigarro y ya se estaba preparando para marcharse cuando por fin salió de la cocina una camarera morena. La camarera agarró un menú de una pila que había junto a la caja registradora y se lo dio.
—Lo siento —le dijo—. No lo he oído entrar.
Cuando él le vio los pómulos altos, los labios carnosos y las piernas largas y esbeltas, y cuando a continuación ella le preguntó qué quería comer, Willard descubrió que se le había secado del todo la boca. No podía ni hablar.
Aquello no le había pasado jamás, ni siquiera en medio del peor combate en Bougainville. Cuando la camarera se fue a buscar su pedido y a traerle el café, a él se le pasó por la cabeza que hacía únicamente un par de meses había estado seguro de que su vida iba a terminarse en una roca humeante y absurda en medio del océano Pacífico. Y ahora se veía allí: todavía respirando y a pocas horas de casa, servido por una mujer que parecía una versión de carne y hueso de una de aquellas modelos pin-up de las películas. Ajuicio de Willard, fue en ese momento preciso cuando se enamoró. No importaba que el pastel de carne estuviera reseco y las judías verdes deshechas y el pan fuera tan duro como un trozo de carbón del número. Por lo que a él respectaba, le sirvió la mejor comida de su vida. Y, después de terminársela, volvió al autobús sin saber siquiera cómo se llamaba Charlotte Willoughby.
Cuando el autobús hizo otra parada de descanso, encontró una licorería al otro lado del río, en Huntington; se compró cinco botellas de whisky de una pinta en depósito aduanero y se las guardó en el petate. Se sentó en la primera fila, justo detrás del conductor, pensando en la chica de la cafetería y buscando algo que le indicara que ya estaba cerca de su hogar. Todavía iba un poco borracho. Sin venir a cuento de nada, el conductor del autobús dijo:
—¿Traes alguna medalla a casa? Y le echó un vistazo por el retrovisor. Willard negó con la cabeza.
—Nada más que esta carcasa raquítica que llevo a todos lados.
—Yo quería ir, pero me rechazaron.
—Qué suerte —dijo Willard.
El día en que habían encontrado al marine, los combates en la isla ya estaban a punto de terminar, y el sargento los había mandado a buscar agua potable. Un par de horas después de enterrar el cadáver desollado del sargento Miller Jones, cuatro soldados japoneses famélicos con manchas de sangre recientes en los machetes salieron de entre las rocas con las manos en alto y se rindieron. Cuando Willard y sus dos compañeros empezaron a llevárselos de vuelta a donde estaba la cruz, los soldados se pusieron de rodillas y empezaron a suplicar o a pedir perdón; él nunca supo cuál de las dos cosas.
—Intentaron escapar —le mintió Willard al sargento, más tarde en el campamento—. No nos dieron opción.
Después de ejecutar a los japos, uno de los hombres que iban con él, un chaval de Louisiana que llevaba una pata de rata de los pantanos colgada del cuello para protegerse de las balas de aquellos monos amarillos, les cortó las orejas con una navaja. Tenía una caja de puros llena de orejas que ya había secado. Su plan era vender aquellos trofeos por cinco pavos en cuanto regresaran a la civilización.
—Tengo una úlcera —le dijo el conductor del autobús.
—No te has perdido nada.
—No sé —dijo el conductor—. Me habría gustado traer una medalla a casa. Tal vez un par de ellas. Bueno, supongo que podría haber matado a bastantes boches de mierda como para conseguir dos. Soy bastante rápido con las manos.
Con la vista clavada en el pescuezo del conductor de autobús, Willard se acordó de la conversación que había tenido con el joven y lúgubre sacerdote de a bordo del barco después de confesar que le había pegado un tiro al marine para aliviar su sufrimiento. El sacerdote estaba asqueado de ver tanta muerte y de todas las oraciones que había tenido que decir frente a filas enteras de soldados muertos y a montones de pedazos de cadáveres. Le dijo a Willard que si la mitad de su historia era cierta, entonces la única utilidad que podía tener este mundo depravado y corrupto era prepararnos para el siguiente.
—¿Sabías —le dijo Willard al conductor— que los romanos destripaban burros, metían a cristianos vivos dentro y luego los cosían otra vez y los dejaban al sol para que se pudrieran? —El sacerdote le había contado montones de historias como aquella.
—¿Y eso qué coño tiene que ver con las medallas?
—Tú piénsalo. Estás todo atado como un pavo dentro del horno, sin nada más que la cabeza asomando del culo de un burro; y entonces los gusanos te empiezan a comer hasta que ves la gloria.
El conductor del autobús frunció el ceño y agarró el volante un poco más fuerte.
—Colega, no sé adónde quieres ir a parar. Yo te estaba hablando de volver a casa con una medalla enorme sujeta a la pechera. ¿Qué pasa, que los romanos esos le ponían medallas a la gente antes de meterla dentro de los burros? ¿Es eso lo que quieres decir?
Willard no sabía qué era lo que quería decir. De acuerdo con el sacerdote, Dios era el único que entendía los caminos de los hombres. Se lamió los labios resecos y pensó en el whisky que tenía en el petate.
—Lo que digo es que, a fin de cuentas, todo el mundo sufre cuando le llega la hora —dijo Willard.
—Bueno —dijo el conductor—, pues a mí me gustaría conseguir mi medalla antes de esa hora. Carajo, tengo a una mujer en casa que pierde la cabeza cada vez que ve una. Háblame a mí de sufrir. Siempre que salgo a la carretera, me angustio pensando que se va a fugar con alguno que tenga un corazón púrpura.
Willard se inclinó y el conductor notó el aliento cargado del soldado en el pescuezo rechoncho, pudo oler los efluvios del whisky y los restos rancios de un almuerzo barato.
—¿Crees que a Miller Jones le importaría un carajo que su mujer estuviera por ahí follando con otros? —dijo Willard—. Colega, se cambiaría por ti sin dudarlo un momento.
—¿Quién coño es Miller Jones?
Willard miró por la ventanilla cómo a lo lejos empezaba a aparecer la cúspide neblinosa de Greenbrier Mountain. Le temblaban las manos y la frente le brillaba por el sudor.
—Un pobre desgraciado que se fue a combatir en esa guerra que a ti te estafaron, simplemente.
Willard ya estaba a punto de rendirse y abrir una de las botellas de whisky cuando su tío Earskell paró su Ford destartalado ante la estación Greyhound de Lewisburg, en la esquina de Washington y Court. Llevaba casi tres horas sentado en un banco en frente de la estación, con un café frío en un vaso de plástico en las manos y mirando a la gente que pasaba caminando junto al Pioneer Drugstore. Se avergonzaba del modo en que le había hablado al conductor de autobús, y se sentía mal por haber sacado de aquella manera el nombre del marine; se había jurado que, aunque jamás lo olvidaría, no volvería a mencionarle a nadie el nombre del sargento de artillería Miller Jones. Una vez estuvieron de camino metió la mano en su petate y le dio a Earskell una de las botellas junto con una pistola Luger alemana. En la base de Maryland, justo antes de recibir la baja del ejército, había cambiado una espada ceremonial japonesa por aquella pistola.
—Se supone que es la pistola que usó Hitler para volarse los sesos —dijo Willard, intentando refrenar una sonrisa.
—Y una mierda —dijo Earskell.
Willard se rio.
—¿Qué pasa? ¿Crees que el tipo me mintió?
—¡Ja! —dijo el viejo. Desenroscó el tapón de la botella, dio un trago largo y se estremeció—. Joder, pero qué bueno.
—Bébetelo. Me quedan tres botellas más en el petate. —Willard se abrió otra y encendió un cigarrillo. Sacó el brazo por la ventanilla—. ¿Cómo está mi madre?
—Bueno, tengo que decir que cuando mandaron de vuelta el cuerpo de Júnior Carver se le fue un poco la cabeza. Pero ahora parece que está bastante bien. —Earskell dio otro trago a la pinta y se la puso entre las piernas—. Ha estado preocupada por ti, nada más.
Subieron lentamente por las colinas que llevaban a Coal Creek. Earskell quería oír anécdotas de la guerra, pero durante la hora siguiente su sobrino no habló de nada que no fuera una mujer a la que había conocido en Ohio. Jamás en la vida había oído hablar tanto a Willard.
Tenía ganas de preguntarle si era verdad que los japoneses se comían a sus propios muertos, tal como decía el periódico, pero supuso que aquello podía esperar. Además, necesitaba prestar atención a la carretera. El whisky le estaba entrando como si nada, y su vista ya no era la de antaño. Emma llevaba mucho tiempo esperando que su hijo volviera a casa, y sería una lástima que ahora él se estrellara y los matara a los dos antes de que ella tuviera ocasión de verlo. La idea hizo que a Earskell se le escapara una risilla. Su hermana era una de las personas más temerosas de Dios que él había conocido nunca, pero sería capaz de seguirlo al mismo infierno para hacerle pagar por aquello.
—Pero bueno, ¿qué es exactamente lo que te gusta de esa chica? —le preguntó Emma Russell a Willard. Ya era casi medianoche cuando Earskell y él habían aparcado el Ford al pie de la colina y habían subido el sendero que llevaba a la diminuta cabaña de troncos. Cuando entró por la puerta, ella no lo soltó durante un buen rato; se le agarró fuerte y le mojó toda la pechera del uniforme con sus lágrimas. Él miró por encima del hombro de ella cómo su tío se metía en la cocina. A su madre se le había puesto el pelo blanco desde la última vez que la había visto.
—Te pediría que te arrodillaras conmigo y le dieras las gracias a Jesucristo —le dijo ella, secándose las lágrimas de la cara con los bajos del delantal—, pero huelo el licor en tu aliento.
Willard asintió con la cabeza. Lo habían educado en la idea de que si estabas embriagado no tenías que hablar nunca con Dios. Con el Señor había que ser sincero en todo momento, por si acaso alguna vez existía una necesidad perentoria de Él. Hasta el padre de Willard, Tom Russell, un destilador ilegal que había vivido acosado por la mala suerte y los problemas hasta el mismo día en que había muerto de una enfermedad del hígado en la cárcel de Parkersburg, había suscrito aquella creencia. Daba igual cuán desesperada fuera la situación, y su viejo se había visto en algunas muy desesperadas: si había probado ni que fuera una cucharadita de alcohol ya no pedía ayuda a las alturas.
—Venga, vente a la cocina —dijo Emma—. Así comes algo y te hago un café. Te he hecho pastel de carne.
A las tres de la mañana, Earskell y él ya se habían ventilado cuatro pintas, además de un tazón de alcohol destilado en casa, y estaban con la última botella de la licorería. Willard tenía la cabeza embotada y le costaba juntar las palabras, aunque al parecer le había mencionado a su madre la camarera a la que había conocido en la cafetería.
—¿Qué es lo que me has preguntado? —le dijo él.
—Esa chica de la que estabas hablando —le contestó—. ¿Qué te gusta de ella?
Su madre le estaba sirviendo otra taza de café hirviente con un cazo. Aunque tenía la lengua entumecida, estaba seguro de habérsela quemado más de una vez. Iluminaba la cocina una lámpara de queroseno que colgaba de una viga del techo. La ancha sombra de su madre temblaba en la pared. Willard derramó un poco de café en el hule que cubría la mesa. Emma negó con la cabeza y cogió un trapo de secar platos que tenía detrás.
—Todo —dijo él—. Tendrías que verla.
Emma se imaginó que era el whisky el que hablaba por su boca, pero aun así el anuncio de que su hijo había conocido a una mujer la ponía nerviosa. Mildred Carver, una de las mejores cristianas que había habido nunca en Coal Creek, había rezado todos los días por su Júnior, y sin embargo se lo habían mandado a casa dentro de un cajón. Poco después de oír que los portadores del féretro decían no creer que hubiera casi nada dentro del ataúd, de tan poco que pesaba, Emma se puso a buscar una señal que le indicara qué tenía que hacer para asegurar que Willard estuviera a salvo. Todavía la estaba buscando cuando la familia de Helen Hatton murió al incendiarse su casa, dejando a la pobre chica sola en el mundo. Dos días más tarde, después de mucho pensarlo, Emma se puso de rodillas y le prometió a Dios que si le mandaba a su hijo de vuelta vivo, ella haría lo necesario para que se casara con Helen y cuidara de ella. Pero ahora, plantada en la cocina y mirando su pelo negro y ondulado y sus rasgos afilados, se dio cuenta de que había estado loca al prometer una cosa semejante. Helen llevaba un gorro atado por debajo de la barbilla cuadrada, y su cara larga de caballo era idéntica a la de su abuela Rachel, a quien muchos consideraban la mujer menos atractiva que había caminado jamás por los riscos del condado de Greenbrier.
Por entonces, Emma no se había planteado qué podía pasar si ella no era capaz de mantener su promesa. Ojalá hubiera recibido la bendición de un hijo feo, pensó. Dios tenía algunas maneras curiosas de comunicarle a la gente que estaba descontento.
—El físico no lo es todo —dijo Emma.
—¿Quién lo dice?
—Cállate, Earskell —dijo Emma—. ¿Cómo has dicho que se llama esa chica?
Willard se encogió de hombros. Miró con los ojos entornados la estampa de Jesucristo cargando con la cruz que colgaba encima de la puerta. Desde que había entrado en la cocina había evitado mirarla, por miedo a estropear su llegada a casa con más recuerdos de Miller Jones. Pero ahora, por un momento nada más, se entregó a aquella imagen. La estampa llevaba allí desde que tenía memoria, en su marco barato de madera, y ahora ya moteada por el paso del tiempo. Bajo la luz parpadeante del quinqué, parecía casi viva. Se imaginaba perfectamente el restallido de los látigos y los insultos de los soldados de Pilatos. Echó un vistazo a la Luger alemana que había en la mesa junto al plato de Earskell.
—¿Cómo? ¿Ni siquiera sabes cómo se llama?
—No se lo he preguntado —dijo Willard—. Pero le he dejado un dólar de propina.
—De eso no se olvidará —dijo Earskell.
—Bueno, pues tendrías que rezar antes de hacer todo el camino de vuelta a Ohio —dijo Emma—. Queda muy lejos. —Ella se había pasado la vida entera convencida de que la gente tenía que obedecer la voluntad de Dios y no la suya propia. Había que confiar en el hecho de que todo en el mundo iba a salir tal como estaba planeado. Sin embargo, después Emma había perdido la fe y había terminado regateando con Dios como si Él no fuera más que un tratante de caballos con un bocado de tabaco en el carrillo o un chatarrero desarrapado que vendiera sus mercancías melladas junto a la carretera. Ahora, sin importar cómo fuera la cosa, ella tenía que hacer por lo menos un esfuerzo para mantener su parte del trato. Después, lo dejaba todo en manos de Él—. No creo que eso le vaya a hacer daño a nadie, ¿verdad?, el hecho de que reces. —Ella se dio la vuelta y se puso a cubrir lo que quedaba del pastel de carne con un paño limpio.
Willard sopló hacia su café, dio un sorbo e hizo una mueca. Se acordó de la camarera y de la cicatriz diminuta y apenas visible que tenía encima de la ceja izquierda.
Dentro de dos semanas, pensó, iría en coche hasta allí para hablar con ella. Le echó un vistazo a su tío, que estaba intentando liarse un cigarrillo. Earskell tenía las manos retorcidas y deformadas por la artritis, con los nudillos hinchados hasta tener el diámetro de monedas de cuarto de dólar.
—No —dijo Willard, sirviéndose un poco de whisky en el vaso—. Eso nunca hace daño a nadie.