PRÓLOGO

Una sombría mañana de finales de un lluvioso octubre, Arvin Eugene Russell iba correteando detrás de su padre, Willard, por el borde de un pastizal que dominaba una hondonada larga y rocosa del sur de Ohio llamada Knockemstiff. Willard era alto y huesudo y a Arvin le costaba seguirle el paso. El campo estaba invadido de zarzas y de matas descoloridas de pamplinas y cardos, y la niebla del suelo, tan espesa como las nubes grises del cielo, le llegaba hasta las rodillas a aquel chico de nueve años. Al cabo de unos minutos se desviaron para meterse en el bosque y siguieron un estrecho camino de ciervos colina abajo hasta llegar a un tronco que había tirado en un pequeño claro, lo que quedaba de un enorme roble rojo que se había caído hacía muchos años. Una cruz desgastada por los elementos, hecha de tablones sacados de la parte de atrás del cobertizo destartalado que tenían detrás de su granja, se inclinaba un poco hacia el este en el terreno reblandecido que tenían unos cuantos metros por debajo.

Willard se apoyó en el lado más alto del tronco y le hizo un gesto a su hijo para que se arrodillara a su lado sobre las hojas muertas y empapadas. A menos que le corriera el whisky por las venas, Willard venía al claro todas las mañanas y todos los anocheceres para hablar con Dios. Arvin no sabía qué era peor, si la bebida o el rezo. Por lo que él recordaba, su padre llevaba peleando desde siempre contra el diablo. La humedad hizo que Arvin se estremeciera un poco y se arrebujara en su chaqueta. Le gustaría estar todavía en la cama. Hasta la escuela, con todas sus miserias, era mejor que esto, pero era sábado y no había forma de librarse.

Al otro lado de los árboles mayormente desnudos que se levantaban más allá de la cruz, Arvin vio volutas de humo elevándose de unas cuantas chimeneas, a menos de un kilómetro de distancia. En 1957 vivían en Knockemstiff unas cuatrocientas personas aproximadamente, casi todas unidas por vínculos de sangre en virtud de una u otra calamidad, ya fuera la lujuria, la necesidad o la ignorancia pura y simple. Además de los cobertizos de cartón alquitranado y las casas de bloques de hormigón, en la hondonada había dos tiendas, una Iglesia de Cristo en la Unión Cristiana y un garito conocido en toda la parroquia como el Bull Pen. Aunque los Russell llevaban cinco años alquilando la casa que había encima de las Mitchell Fíats, la mayor parte de los vecinos que tenían más abajo seguían considerándolos forasteros. En el autobús de la escuela, Arvin era el único niño que no estaba emparentado con nadie. Hacía tres días, había vuelto a casa otra vez con el ojo morado.

—No apruebo el hecho de pelear porque sí, pero a veces eres demasiado manso —le había dicho Willard aquella noche—. Puede que esos chavales sean más grandes que tú, pero la próxima vez que uno empiece con sus mierdas, quiero que lo hagas callar.

Willard estaba de pie en el porche, cambiándose la ropa del trabajo. Le dio a Arvin los pantalones marrones, acartonados por culpa de la sangre seca y la grasa.

Trabajaba en un matadero de Greenfield, y aquel día habían sacrificado a mil seiscientos cerdos, lo cual suponía un nuevo récord para Cárnicas R. J. Carroll. Aunque el chaval aún no sabía qué quería ser de mayor, estaba bastante seguro de que no deseaba ganarse la vida matando cerdos.

Acababan de empezar sus oraciones cuando resonó tras ellos el crujido seco de una rama. Willard estiró el brazo para impedir que su hijo se girara, pero antes el chico acertó a ver a dos cazadores bajo la luz pálida, un par de hombres sucios y andrajosos a quienes había visto unas cuantas veces repanchigados en los asientos delanteros de un viejo sedán con manchones de óxido en el aparcamiento de la tienda de Maude Speakman. Uno de ellos llevaba un saco de arpillera marrón con una mancha de color rojo intenso.

—No les prestes atención —dijo Willard en voz baja—. Este tiempo es del Señor y de nadie más.

Saber que los hombres estaban cerca lo ponía nervioso, pero Arvin volvió a colocarse en su sitio y cerró los ojos.

Willard consideraba aquel tronco igual de sagrado que cualquier iglesia construida por el hombre, y la última persona del mundo a la que el chaval quería ofender era a su padre, por mucho que a veces eso pareciera una batalla perdida de antemano. Salvo por las gotas que caían de las hojas y por una ardilla que atravesaba un árbol cercano, el bosque volvió a quedar en calma. Arvin ya estaba empezando a pensar que los hombres se habían marchado, cuando uno de ellos dijo con voz ronca:

—Caray, pero si están haciendo un pequeño servicio de campaña.

—Baja la voz —oyó Arvin que decía el otro hombre.

—Joder. Se me ocurre que es buen momento para ir a hacerle una visita a su parienta. Seguro que está en la cama ahora mismo, calentándola bien para cuando llegue yo.

—Calla la puta boca, Lucas —dijo el otro.

—¿Qué? No me digas que tú no te la tirarías. Está buena, joder, no me digas que no.

Arvin echó un vistazo nervioso a su padre. Willard seguía con los ojos cerrados y las manos enormes unidas encima del tronco caído. Los labios se le movían a toda prisa, pero hablaba en voz demasiado baja para que lo oyera nadie que no fuera el Señor. El chico se acordó de lo que le había dicho Willard el otro día, lo de defenderte cuando alguien se estuviera metiendo contigo. Al parecer, también aquello era pura palabrería. Tuvo la sensación de que el largo trayecto en el autobús de la escuela no iba a mejorar precisamente.

—Vamos, atontado de los cojones —dijo el otro hombre—, que esto pesa cantidad.

Arvin escuchó cómo los cazadores daban media vuelta y se alejaban cruzando la colina en la misma dirección de la que habían venido. Un buen rato después de que sus pasos se apagaran, el chico todavía oía las risas del deslenguado.

Al cabo de unos minutos, Willard se puso de pie y esperó a que su hijo dijera «amén». Luego caminaron en silencio hasta la casa, se rasparon el barro de los zapatos en los escalones del porche y entraron en el calor de la cocina. La madre de Arvin, Charlotte, estaba friendo tiras de beicon en una sartén de hierro y batiendo huevos con un tenedor dentro de un cuenco azul. Le sirvió una taza de café a Willard y puso un vaso de leche en la mesa, delante de Arvin. Tenía el pelo negro y brillante recogido en una coleta atada con una goma elástica, y llevaba una bata desvaída de color rosa y un par de calcetines mullidos, uno de ellos con un agujero en el talón.

Mientras Arvin la veía moverse por la cocina, intentó imaginarse qué habría pasado si los dos cazadores hubieran venido a la casa en vez de dar media vuelta. Se preguntó si los habría invitado a entrar.

En cuanto Willard terminó de comer, empujó la silla hacia atrás y salió con una mirada fúnebre en la cara.

Llevaba sin decir ni una palabra desde que había terminado sus oraciones. Charlotte se levantó de la mesa con su café y se acercó a la ventana. Se quedó mirando cómo cruzaba el jardín con pasos furiosos y se metía en el granero. Se planteó la posibilidad de que él tuviera otra botella escondida allí. La que tenía debajo del fregadero hacía semanas que no la tocaba. Se giró para mirar a Arvin.

—¿Tu padre se ha enfadado contigo por algo?

Arvin negó con la cabeza.

—Yo no he hecho nada.

—Eso no es lo que te he preguntado —dijo Charlotte, apoyándose en la encimera—. Los dos sabemos cómo se pone a veces.

Por un momento, Arvin consideró la posibilidad de contarle a su madre lo sucedido en el tronco de rezar, pero le daba demasiada vergüenza. Le ponía enfermo pensar que su padre pudiera oír hablar a un hombre así de su mujer y no hacer nada.

—Hemos hecho un pequeño servicio de campaña, nada más —dijo.

—¿Servicio de campaña? —dijo Charlotte—. ¿De dónde has sacado eso?

—No sé, lo habré oído por ahí. —Luego se levantó y se alejó por el pasillo hacia su habitación. Cerró la puerta, se tumbó en la cama y se tapó con la manta. Puesto de costado, se quedó mirando la pintura enmarcada del Cristo crucificado que Willard había colgado encima de la cajonera llena de ralladuras y golpes. Se podían encontrar imágenes parecidas de la ejecución del Salvador en todas las habitaciones de la casa excepto en la cocina. Charlotte se había negado de plano, igual que cuando su marido había empezado a llevarse a Arvin a rezar al bosque.

—Solamente los fines de semana, Willard, nada más —le había dicho. Tal como ella lo veía, el exceso de religión podía ser igual de malo que la carencia, o tal vez incluso peor; el problema era que la moderación no formaba parte de la naturaleza de su marido.

Aproximadamente una hora más tarde, a Arvin lo despertó la voz de su padre en la cocina. Se levantó de un salto y alisó las arrugas de la manta de lana; a continuación fue hasta la puerta y pegó la oreja. Oyó que Willard le preguntaba a Charlotte si necesitaba algo de la tienda.

—Tengo que poner gasolina en la camioneta para ir al trabajo —le dijo él.

Cuando oyó los pasos de su padre en la entrada, Arvin se apartó rápidamente de la puerta y cruzó la habitación.

Se quedó de pie junto a la ventana, fingiendo que examinaba una punta de flecha que acababa de coger de la pequeña colección de tesoros que tenía en la repisa.

Willard abrió la puerta.

—Vamos a dar una vuelta —le dijo al chico—. No tiene sentido que te pases el día entero tirado ahí como un gato.

Mientras salían de la casa, Charlotte les gritó desde la cocina:

—No os olvidéis del azúcar.

Se subieron a la camioneta y fueron hasta el final de su camino lleno de baches antes de coger Baum Hill Road. Al llegar a la señal de stop, Willard giró a la izquierda para tomar la carretera asfaltada que pasaba justo por el medio de Knockemstiff. Aunque nunca tardaban más de cinco minutos en llegar a la tienda de Maude, a Arvin siempre le parecía que cuando salía de las Fíats estaba entrando en un país distinto. En la propiedad de los Patterson vieron a un grupo de chicos, algunos más pequeños que él, pasándose cigarrillos en la entrada de un garaje ruinoso y dando puñetazos a la carcasa sin tripas de un ciervo que colgaba de una viga. Al verlos pasar, uno de los chicos gritó y le dio un par de puñetazos al aire helado, y Arvin se encogió un poco en su asiento. Delante de la casa de Janey Wagner, un bebé rosado gateaba bajo un arce del jardín. Janey estaba en el porche desvencijado, señalando al bebé y hablando a gritos con alguien que estaba dentro a través de una ventana rota y reparada con cartones. Llevaba el mismo vestido que se ponía para ir a la escuela todos los días, una falda roja a cuadros y una blusa blanca deshilachada.

Aunque solamente iba un curso por delante de Arvin, Janey siempre se sentaba con los chicos mayores en el autobús de camino a casa. Él había oído decir a algunas de las demás chicas que la dejaban sentarse allí porque se abría de piernas y les dejaba jugar al dedo apestoso con su chocho. Arvin confiaba en descubrir algún día, cuando fuera un poco mayor, qué quería decir exactamente aquello.

En lugar de pararse en la tienda, Willard giró bruscamente a la derecha para coger el camino de grava al que la gente llamaba Shady Glen. Aceleró un poco la camioneta y entró a toda pastilla en el descampado fangoso que rodeaba el Bull Pen. El suelo estaba cubierto por una alfombra de tapones de botella, colillas y cajas de cerveza. Allí vivía un exferroviario con verrugas cancerígenas en la piel llamado Snooks Snyder, con su hermana Agatha, una solterona que se pasaba el día sentada junto a una ventana del piso de arriba vestida de negro y fingiendo ser una viuda de luto. Snooks vendía cerveza y vino en la parte delantera de la casa, y si tu cara le resultaba ni que fuera vagamente familiar, también algo un poco más fuerte en la parte de atrás. Para comodidad de sus clientes, había varias mesas de picnic debajo de unos sicómoros altos situados a un lado de la casa, además de una pista para jugar a las herraduras y una letrina que siempre parecía a punto de desplomarse. Los dos hombres que Arvin había visto aquella mañana en el bosque estaban sentados encima de una de las mesas, bebiendo cerveza y con las escopetas apoyadas en un árbol detrás de ellos.

Sin apagar el motor de la camioneta, Willard abrió la puerta y salió de un salto. Uno de los cazadores se puso en pie y les tiró una botella, que rebotó en el parabrisas de la camioneta y aterrizó en el suelo con un repiqueteo. Luego dio media vuelta y echó a correr, con el abrigo mugriento ondeando tras él y echando vistazos frenéticos con los ojos inyectados en sangre al hombretón que lo perseguía. Willard lo alcanzó y lo derribó sobre el lodo grasiento que había delante de la puerta de la letrina.

Después de ponerlo boca arriba, le sujetó los hombros flacos con las rodillas y empezó a darle puñetazos en la cara barbuda. El otro cazador cogió una de las escopetas y echó a correr hacia un Plymouth verde, llevando una bolsa de papel marrón debajo del brazo. Arrancó y se fue a toda prisa, provocando una lluvia de grava con los neumáticos desgastados hasta dejar atrás la iglesia.

Al cabo de un par de minutos, Willard dejó de pegar al tipo. Se sacudió las manos para aliviarse el escozor, respiró hondo y caminó hasta la mesa donde los hombres habían estado sentados. Cogió la escopeta apoyada en el árbol, le sacó los dos cartuchos rojos y, como si fuera un bate, se puso a pegar con ella contra el sicómoro hasta romperla en varios pedazos. Mientras se giraba y echaba a andar hacia el coche, divisó a Snooks Snyder plantado en su puerta y apuntándolo con una pistola corta. Se acercó unos pasos al porche:

—Viejo, ¿tú también quieres lo que se ha llevado ese? —dijo Willard en voz bien alta—. Pues ven para aquí. Y te meto esa pistola por el culo. —Y se quedó esperando hasta que Snooks cerró la puerta.

Ya dentro de la camioneta, Willard cogió un trapo que tenía bajo el asiento y se limpió los restos de sangre de las manos.

—¿Te acuerdas de lo que te dije el otro día? —le preguntó a Arvin.

—¿Lo de los chavales del autobús?

—Eso mismo —dijo Willard, señalando al cazador con la cabeza. Tiró el trapo por la ventanilla—. Lo único que tienes que hacer es esperar el momento adecuado.

—Sí, señor —dijo Arvin.

—Este sitio está lleno de hijos de la gran puta.

—¿Más de cien?

Willard se rio un poco.

—Sí, por lo menos. —Se puso a soltar el embrague—. Creo que será mejor que esto no salga de aquí. Para qué vamos a preocupar a tu madre, ¿no?

—No, no hace falta.

—Bien —dijo Willard—. Y ahora, ¿qué te parece si te compro una chocolatina?

Arvin se pasó mucho tiempo considerando aquel día como el mejor que había pasado nunca con su padre. Esa noche, después de la cena, siguió una vez más a Willard hasta el tronco de rezar. Para cuando llegaron ya estaba saliendo la luna: una astilla de hueso antiguo y moteado acompañada de una única estrella reverberante. Se arrodillaron y Arvin le echó un vistazo a los nudillos despellejados de su padre. Cuando Charlotte le había preguntado por aquello, Willard le había contado que se había hecho daño en la mano cambiando un neumático pinchado. Era la primera vez que Arvin oía mentir a su padre, pero ahora estaba seguro de que Dios iba a perdonarle. Aquella noche, en el bosque inmóvil, sumido en la penumbra, los ruidos que subían la colina procedentes de la hondonada se oían con una claridad especial. En el Bull Pen, el claqueteo de las herraduras contra las estacas de metal sonaba casi como un tañido de campanas, y los chillidos de burla de los borrachos hicieron que el chico se acordara del cazador ensangrentado y tirado en el barro. Su padre le había enseñado a aquel tipo una lección que no olvidaría jamás; y la próxima vez que alguien se metiera con él, Arvin iba a hacer lo mismo. Cerró los ojos y se puso a rezar.