¡Manos Arriba!
Pronunció con voz tranquila las palabras barsoomianas que equivalen a nuestra expresión terrestre ¡Manos arriba! Una sonrisa irónica se dibujo en sus labios y, como titubeáramos en obedecerle, habló nuevamente:
—Haced lo que os digo y os irá mejor. Guardad silencio. Una palabra más alta que otra puede ser vuestra ruina, probablemente en forma de una bala.
Gor Hajus levantó las manos por encima de la cabeza y los demás seguimos su ejemplo.
—Yo soy Bal Zak —dijo el desconocido.
El corazón me dio un vuelco.
—Entonces puedes disparar-dijo Gor Hajus, —porque no nos cogerás vivos, y además somos cuatro.
—No tan de prisa, Gor Hajus —replicó el capitán del Vosar—. Tengo que hablar con vosotros.
—Ya sé lo que tienes que decirnos —interrumpió el asesino de Toonol—, pues te hemos oído hablar de la recompensa ofrecida al que capture a Vad Varo y a Gor Hajus.
—Si tanto la hubiera deseado bien sencillo hubiera sido para mí entregaros al dwar de Vobis Kan cuando nos encontramos con él.
—No sabíais que estábamos a bordo del Vosar —le dije.
—Si lo sabía.
Gor Hajus expresó su incredulidad desdeñosa.
—Entonces, ¿cómo os explicáis que me hallara en este sitio esperando que salierais incautamente de vuestra madriguera? Yo sabía que estabais a bordo.
—¿Pero cómo lo sabíais? —preguntó Dar Tarus.
—Para satisfacer vuestra natural curiosidad, os diré que duermo en una pequeña habitación de la Torre de Thavas, y que mi ventana da a la plataforma y al hangar. Los años pasados en las aeronaves me han aguzado el oído extraordinariamente: aun el cambio de velocidad en los motores me despierta instantáneamente del sueño más profundo. Comprenderéis que el ruido de los motores del Pinsar, al ponerse en marcha, me hizo dar un bote en la cama. Al asomarme vi a tres de vosotros en la plataforma y al cuarto saltando de la aeronave cuando ésta arrancaba, y deduje que por alguna razón desconocida la habíais abandonado sin mando en la atmósfera. Como ya era tarde para evitarlo, esperé en silencio, atento a lo que sucediera: os vi correr al hangar y escuché la conversación que sostuvisteis con Ras Thavas antes de embarcaros en el Vosar. Inmediatamente bajé a la plataforma, y sin que os dierais cuenta os vi entrar en la cabina, y comprendí que tomabais pasaje para Toonol. En vista de que habíais encontrado un escondite, me volví a mi habitación como si nada hubiera ocurrido.
—¿Y no avisaste a Ras Thavas? —pregunté.
—No avisé a nadie. Hace muchos años que tengo uso de razón, y he aprendido a verlo y oírlo todo, y no decir nada, a menos que me convenga hacerlo.
—Sin embargo, te oí decir que la recompensa para el que nos descubriera era bastante aceptable —replicó Gor Hajus—. ¿Tampoco te convenía?
—En el corazón de los hombres honrados hay fuerza capaces de contrarrestar a la avaricia y al egoísmo; y aunque los toonolianos tenemos fama de no rendirnos fácilmente a los dictados del sentimiento, yo no puedo permanecer sordo a las llamadas de la gratitud. Gor Hajus: hace seis años que te negaste a asesinar a mi padre que, según tú, era un hombre bueno y digno de vivir, y te había hecho algunos pequeños favores. Hoy recoges el fruto de tu buena acción y, en cierto modo, quedas indemnizado del castigo que te aplicó Vobis Kan por tu negativa a matar al jefe de la familia Bal Zak. He mandado a la ciudad a toda la tripulación para que nadie, excepto yo, se entere de vuestra permanencia aquí. Comunicadme vuestros planes y decidme si os puedo servir en hago más.
—Queremos llegar a las calles sin que nos descubran —contestó Gor Hajus—. Si nos ayudas en esto no queremos complicarte más en nuestra fuga. Te quedamos muy agradecidos, y no necesito recordarte que hasta el Jeddak de Toonol ha deseado tener la gratitud de Gor Hajus.
Bal Zak reflexionó unos instantes.
—Vuestro deseo es bastante peligroso por los individuos que componen vuestra partida. El mono llamaría inmediatamente la atención y despertaría sospechas. Como conozco muchos de los experimentos de Ras Thavas, he comprendido, después de observaros esta mañana, que tiene el cerebro de un hombre, y este detalle, precisamente, atraería sobre él con más intensidad la atención del público.
—No tienen por qué saberlo —gruñó Hovan Du con acento salvaje—. Para ellos no seré más que un mono cautivo. ¿Es que no los hay en Toonol?
—Sí, hay algunos, aunque pocos; pero además hay que contar con la piel blanca de Vad Varo. Creo que Ras Tahavas ignora la presencia del mono entre vosotros, pero conoce perfectamente la filiación de Vad Varo, que se ha encargado de propalar por todos los medios a su alcance: el primer toonoliano que te viera te reconocería en el acto. Además está Gor Hajus. Aunque ha estado seis años muerto, me atrevo a asegurar que no hay toonoliano que haya roto su cascarón hace más de diez años, para quien el rostro de Gor Hajus no sea tan familiar como el de su propia madre. El mismo Jeddak no es tan popular como Gor Hajus. En resumen, sólo uno de vosotros puede andar por las calles de Toonol sin inspirar sospechas.
—Si pudiéramos encontrar armas —sugerí—, conseguiríamos llegar hasta la casa del amigo de Gor Hajus, a pesar de todos esos obstáculos.
—¿Cómo? ¿Abriéndonos paso a viva fuerza por la ciudad de Toonol?
—Si no hay otro remedio…
—Admiro tu valor —dijo el comandante del Vosar—; pero no creo que vuestros músculos respondan. ¡Esperad! Creo que veo un camino. En el piso inmediato de este edificio hay un depósito público donde se alquilan motores individuales para volar. Si conseguimos obtener cuatro de estos aparatos, sólo tendríais que evitar el peligro de la policía aérea y acaso pudierais llegar a la casa del amigo de Gor Hajus. La torre se cierra durante la noche, pero hay varios vigilantes distribuidos a diversos niveles. Uno de ellos está encargado del depósito de motores individuales, y sé que es un entusiasta del jetan, por cuyo juego es capaz de descuidar su servicio. Yo acostumbro a quedarme alguna noche en el Vosar y frecuentemente jugamos algunas partidas. Esta noche le diré que suba, y mientras estamos enfrascados en el juego, vosotros iréis al depósito, cogeréis vuestros aparatos, y pediréis a vuestros antepasados que no os sorprenda la policía aérea al volar sobre la ciudad. ¿Qué te parece el plan, Gor Hajus?
—Magnífico —contestó el asesino—. Y tú, ¿qué opinas, Vad Varo?
—Necesito saber lo que es un motor individual para volar, pero me fío de Gor Hajus. Recibe, Bal Zak, todo nuestro agradecimiento, y como Gor Hajus ha aprobado el proyecto, sólo me resta pedirte que te des prisa, a fin de que podamos realizarlo lo antes posible.
—Bien —contestó Bal Zak—. Venid conmigo y os esconderé hasta que el vigilante y yo estemos absortos en el juego. Luego tendréis vuestro destino en vuestras propias manos.
Marchamos tras él por la plataforma de aterrizaje, y nos agazapamos al lado opuesto del Vosar. Por el otro debía llegar el vigilante y entrar en la nave. Luego, deseándonos buena suerte, Bal Zak se despidió de nosotros.
Desde la plataforma disfruté de mi primera vista de una ciudad marciana. A unos doscientos metros debajo de nosotros se extendían las avenidas de Toonol, anchas y bien iluminadas, muchas de ellas rebosantes de gente. En el distrito central se elevaban, a trechos, grandes construcciones metálicas en forma de cilindros, y más allá, donde predominaban las viviendas particulares, la ciudad tomaba el aspecto de un bosque grotesco y colosal. En los grandes palacios solamente sobresalían del nivel común de los edificios uno o dos pisos, destinados a alojamiento de la servidumbre o de los huéspedes; pero los pequeños hogares estaban elevados en su totalidad, precaución indispensable por la actividad constante de los compañeros de Gor Hajus, que hacía que ningún hombre estuviera libre del peligro de morir asesinado. En la parte central de la ciudad abundaban las torres altísimas constituidas por plataformas de aterrizaje a diversos niveles; pero, como más tarde supe, éstas eran relativamente poco numerosas, pues Toonol no sostiene tan enormes flotas de naves mercantes y buques de guerra como, por ejemplo, las ciudades gemelas de Helium o la gran capital de Ptarth.
Mientras observaba la ciudad esperando la vuelta de Bal Zak con el vigilante, noté un aspecto curioso del alumbrado público de Toonol, que más tarde vi en todas las ciudades barsoomianas que visité, y era que la luz parecía circunscrita exclusivamente al área que había de iluminar; no existía luz difusa que se desbordara por arriba o por los lados de la zona alumbrada. Más tarde me dijeron que esto se conseguía por medio de lámparas construidas según las enseñanzas de muchos siglos de experimentación con las ondas luminosas, que los sabios barsoomianos habían conseguido dominar y aislar como hacemos los terrestres con la materia. Las ondas de luz emergen de la lámpara, recorren un circuito determinado y vuelven a su manantial. No hay derroche de luz ni sombras densas, por extraño que parezca, cuando las luces estén bien instaladas, porque las ondas, al rodear los objetos para volver a la lámpara, iluminan todos sus lados.
El efecto de este alumbrado, contemplado desde las alturas, era de lo más notable. La noche estaba obscura, pues a aquella hora no había lunas, y la sensación era la misma que la que se experimentaría contemplando un escenario teatral brillantemente iluminado desde un patio de butacas sumido en absoluta oscuridad. Aún estaba entusiasmado con el espectáculo, cuando oí los pasos de Bal Zak, que se acercaba, e indudablemente había conseguido lo que quería, pues venía conversando con otro hombre.
Cinco minutos después nos deslizábamos silenciosamente de nuestro escondite y descendíamos hasta el piso de abajo, donde estaba el depósito de voladores individuales. En Barsoom el robo es prácticamente desconocido, excepto cuando le guían propósitos ajenos a la idea de lucro, por cuya razón encontramos abiertas todas las puertas del depósito. En un momento Gor Hajus y Dar Tarus eligieron cuatro aparatos y cada uno de nosotros se ajustó el suyo. Consistían en un cinturón ancho, parecido a los salvavidas que llevan los trasatlánticos terrestres, cargado con el octavo rayo barsoomiano, o sea, el rayo propulsor, a una tensión suficiente para neutralizar la gravedad, y mantener a una persona en equilibrio entre esta fuerza y la ejercida por el octavo rayo. En la parte posterior del cinturón hay un pequeño motor de radio, cuyas palancas de mando se encuentran delante, al alcance de la mano. Unidos al anillo superior del cinturón, y proyectándose una a cada lado, hay dos alas fuertes y ligeras provistas de manivelas, que sirven para alterar rápidamente su posición.
Gor Hajus nos explicó brevemente el funcionamiento del aparato; pero me pareció que me esperaba un largo período de molestias antes de dominar por completo el arte de volar con uno de aquellos mecanismos. Me enseñó el modo de inclinar las alas hacia abajo al andar con el fin de no perder pie a cada paso, y así me condujo hasta el borde de la plataforma.
—Desde aquí vamos a levantar el vuelo y protegiéndonos con la sombra de los altos edificios trataremos de llegar a la casa de mi amigo sin que nos descubran. En el caso de que la policía aérea nos persiga, debemos separamos para reunirnos más tarde en la parte oeste de las murallas de la ciudad, en un sitio donde hay una laguna y una torre abandonada. Esta torre será nuestro punto de cita si surge alguna contingencia. ¡Seguidme!
Y poniendo en marcha su motor se elevó graciosamente por el aire. Hovan Du se lanzó tras él, y luego me tocó el turno. Subí unos seis metros, floté sobre la ciudad, que hormigueaba a centenares de ellos por debajo de mí, y luego, repentinamente, di la vuelta de campana y me quedé boca abajo. Había cometido alguna torpeza, estaba seguro de ello. Era la sensación más pavorosa, la de flotar con la cabeza abajo y los pies arriba contemplando impotente las calles de la gran ciudad, no más blandas que las de Los Ángeles o París. El motor continuaba marchando y al manipular las palancas de las alas empecé a describir unas preciosas espirales, girando como una peonza y rizando el rizo de la manera más inverosímil; y entonces Dar Tarus acudió en mi socorro. Primero me dijo que me quedara quieto y luego me ordenó diversas maniobras con las palancas hasta que recobré la posición normal. Después de este incidente me las compuse bastante bien, y al poco tiempo volaba con seguridad detrás de Gor Hajus y Hovan Du.
No describiré las horas de vuelo que siguieron. Gor Hajus nos hizo subir a una altura considerable desde donde nos dejamos caer entre la oscuridad que cubría 1 a ciudad hacia un distrito de casas magníficas, y cuando planeábamos sobre un gran palacio nos quedamos helados al oír una seca interpelación que nos llegaba de encima.
—¿Quién vuela de noche?
—Amigos de Mu Tel, príncipe de la casa Kan —contestó rápidamente Gor Hajus.
—Enseñadme vuestro permiso para volar de noche y la licencia de vuestros voladores —ordenó la voz, al tiempo que su dueño descendía hasta nuestro nivel.
Entonces vi por primera vez un policía marciano. Estaba equipado con un volador mucho más rápido y manejable que los nuestros, según supe más tarde. Creo que se prevalió de esta superioridad acorralándonos para demostrar que era inútil todo intento de fuga, pues hubiera podido darnos diez minutos de ventaja y alcanzarnos en otros diez minutos, fuera cualquiera la dirección en que hubiésemos huido. El individuo era más guerrero que policía, pues la vigilancia aérea de Toonol estaba en manos de los guerreros del ejército de Vobis Kan.
Se acercó rápidamente al asesino de Toonol y volvió a pedirle los documentos al mismo tiempo que proyectaba sobre nuestro camarada la luz deslumbrante de su linterna. Instantáneamente lanzó una exclamación de sorpresa y satisfacción.
—¡Por la espada del Jeddak! —gritó—. La fortuna me favorece. ¿Quién me hubiera dicho hace una hora que sería para mí la recompensa por la captura de Gor Hajus?
—Otro idiota tan fatuo y envanecido como tú —replicó Gor Hajus golpeándole con la espada corta que yo le había prestado.
El golpe fue amortiguado por el ala del policía, que quedó destrozada; pero el individuo resultó con una seria herida en el hombro. Intentó retroceder, pero su ala averiada sólo le permitió describir círculos. Entonces echó mano del silbato, y aunque Gor Hajus le asestó otro golpe que le partió la cabeza, llegó tarde para impedir que silbara.
—¡Pronto! —gritó el asesino—. Tenemos que refugiarnos en los jardines de Mu Tel antes de que acuda a la llamada un enjambre de policías.
Vi que mis compañeros descendían rápidamente a tierra; pero de nuevo me hice un lío. Por mucho que me esforcé en abatir mis alas, sólo conseguí descender tan suavemente como una pluma, y con un movimiento diagonal que me haría aterrizar a considerable distancia de los jardines de Mu Tel. Me acercaba a una de las partes altas del palacio, que parecía una torre que levantaba sobre el suelo su armadura de metal brillante. Oí en todas direcciones los silbidos de las patrullas aéreas que contestaban al último llamamiento de su camarada, cuyo cadáver flotaba precisamente encima de mí indicando el camino que debían seguir los demás para encontrarnos. Seguramente acabarían por descubrirle, y entonces me verían a mí y mi suerte quedaría decidida.
Pero acaso podría entrar en las habitaciones de la torre próxima, donde lograría esconderme hasta que hubiera pasado el peligro. Dirigí mi vuelo hacia la estructura negra: vi una ventana abierta y tropecé con una red de alambre fino. Había ido a chocar contra una cortina de las utilizadas para protegerse de los asesinos del aire. Me creí perdido. Si pudiera llegar al suelo, encontraría refugio entre los árboles y la maleza que había percibido confusamente en los jardines de aquel príncipe barsoomiano; pero no conseguí atinar con el ángulo preciso de inclinación, y me encontré describiendo espirales. Pensé rasgar el cinturón y dejar escapar el octavo rayo pero, como no estaba familiarizado con aquella fuerza extraña, temí verme precipitado contra el suelo, aunque en último extremo estaba decidido a todo.
En mi última tentativa para descender empecé a subir con rapidez y, con los pies para adelante, choqué repentinamente con un objeto. Luché frenéticamente para enderezarme, esperando que me detuvieran en el acto, cuando me encontré cara a cara con el cadáver del guerrero asesinado por Gor Hajus. Los silbidos de las patrullas continuaban aproximándose; probablemente me descubrirían antes de unos segundos, y, de pronto, encontré la solución del problema que me intrigaba.
Sujetando fuertemente con la mano izquierda los correajes del toonoliano muerto, saqué mi puñal y desgarré su cinturón flotador. En cuanto los rayos se escaparon, el cadáver empezó a caer arrastrándome hacia abajo. Aunque rápido, el descenso no fue precipitado, y a los pocos instantes nos posábamos con suavidad en el césped escarlata de los jardines de Mu Tel al lado de un amontonamiento de maleza. Por encima de mí sonaron silbatos, cuando arrastré el cadáver del guerrero a la sombra protectora del follaje. Un segundo después hubiera sido demasiado tarde porque en el acto, se encendieron los focos de una pequeña nave policíaca, que iluminaron brillantemente el jardín. Miré temerosamente a todas partes y, no viendo rastros de mis compañeros, deduje que también ellos habían podido esconderse.
Los chorros de luz recorrieron todo el ámbito del jardín, y luego se alejaron, así como los silbidos de la policía, indicando que no sospechaban de nuestros escondites.
Sumido en completa oscuridad, me despojé del volador que al principio pensé destruir, pero que acabé por colgar de una rama previendo la contingencia de que me volviera a hacer falta. Luego cogí las armas del guerrero muerto y, en la confianza de que había pasado el peligro, salí de mi escondite en busca de mis compañeros.
Protegiéndome bajo los árboles y malezas, me dirigí al edificio creyendo que en esa dirección habría conducido Gor Hajus a los demás, ya que el destino de nuestro viaje era el palacio de Mu Tel. Mientras me deslizaba con la mayor cautela, Thuria, la luna más próxima, emergió repentinamente del horizonte, alumbrando la noche con su claridad brillante. En aquel momento me hallaba al lado de la pared ornamentada del palacio; a la derecha había un angosto nicho, cuyo interior parecía de oscuridad maciza en contraste con los rayos de Thuria; a la izquierda había un claro, en el que vi en todos sus detalles la criatura más espantosa que mis ojos terrestres habían contemplado. Era un animal del tamaño de un potro de Shetland, con diez patas cortas y una cabeza terrorífica, vagamente parecida a la de una rana, sólo que las mandíbulas estaban provistas de tres filas de colmillos largos y afilados.
Aquel ser tenía la nariz levantada como olfateando una presa y sus ojos saltones giraban rápidamente en las órbitas, indicando sin sombra de duda que buscaba a alguien. No soy presumido, pero no pude menos que albergar la convicción de que era a mí a quién buscaba. Era mi primer encuentro con un perro marciano, y al refugiarme en la densa negrura del nicho inmediato, los ojos de la criatura me vieron, oí un gruñido y le vi cargar sobre mí, pensando que aquélla sería mi última aventura.
Saqué mi espada larga y entré de espaldas en el nicho, comprendiendo cuán inadecuada era el arma contra aquellos dos quintales de ferocidad encarnada. Lentamente, fui retrocediendo en la sombra, y cuando el animal penetró a su vez en el recinto, mi espalda tropezó con un obstáculo sólido que ponía punto final a mi retirada.