La Fuga
Las actividades del laboratorio cesaban por completo a las tres horas de servida la cena y, como era mucha la labor que había que realizar antes del alba no quise esperar más y, en consecuencia, apenas se retiraron a dormir los ocupantes del edificio, donde tenía que desarrollar mi trabajo, abandoné mis habitaciones y me dirigí al laboratorio donde reposaban los cuerpos de Gor Hajus, el asesino de Toonol, y 378-J-493.81 1-P. En pocos minutos les transporté a la mesa adyacente y les amarré sólidamente, previendo la contingencia de que uno de ellos, o ambos, se negaran a aceptar mi proposición, en cuyo caso les volvería al estado de inconsciencia. Hice las incisiones, adapté los tubos y puse en marcha los motores. 378-J-493.811-P, a quien en lo sucesivo llamaré por su propio nombre, Dar Tarus, fue el primero que abrió los ojos; pero no había recobrado por completo el conocimiento cuando Gor Hajus empezó a mostrar señales de vida.
Esperé hasta que ambos estuvieron bien despiertos. Dar Tarus me miró, reconociéndome, y su rostro se contorsionó en una terrible expresión de odio. Gor Hajus estaba completamente aturdido: lo último que recordaba era la escena en la cámara de la muerte, en el momento en que el verdugo le había atravesado el corazón con su espada. Yo fuí el primero que rompió el silencio.
—Ante todo voy a deciros donde estáis, si es que no lo sabéis.
—Yo lo sé muy bien —gruñó Dar Tarus.
—¡Ah! —exclamó Gor Hajus, que había estado examinando con la mirada la habitación—. Yo creo que lo he adivinado. ¿Qué toonoliano desconocerá el nombre de Ras Thavas? ¿De modo que compró mi cadáver? ¿Acabo de llegar?
—Hace seis años que estás aquí, y así permanecerás eternamente, a menos que los tres lleguemos a un acuerdo rápido; como ves, Dar Tarus, también a ti te afecta.
—¡Seis años! —murmuró Gor Hajus—. Bien, amigo; veamos ese convenio. Si se trata de matar a Ras Thavas, no cuentes conmigo: me ha salvado de la muerte definitiva. Pero proponme asesinar a cualquier otro, por ejemplo a Vobis Kan, Jeddak de Toonol; proporcióname una espada y le mataré con tal de salvar la vida.
—No se trata de quitársela a nadie, a menos que se oponga a la realización de mi deseo. Escuchad. Ras Thavas tenía aquí a una duhorina hermosísima, cuyo cuerpo vendió a Xaxa, Jeddara de Fundal, transplantando el cerebro de la muchacha al cuerpo horrible de la Jeddara. Me proponía rescatar el cuerpo vendido, injertarle su propio cerebro y devolver la muchacha a Duhor.
—Tu empresa es muy peligrosa —dijo Gor Hajus—, pero veo que eres un hombre decidido, y puedes contar conmigo, porque me proporcionarás libertad y lucha. Todo lo que te pido es una oportunidad de matar a Vobis Kan.
—Te prometo la vida, pero con la condición de que me servirás fielmente y no tendrás iniciativas propias hasta que se haya realizado mi proyecto.
—Eso quiere decir que te serviré toda la vida, pues lo que intentas es de imposible realización. Sin embargo, la perspectiva me parece preferible a yacer en estas losas, en espera de que Ras Thavas quiera sacarme los intestinos. Soy tuyo. Deja que me levante para que me asiente en un buen par de piernas.
—¿Y tu? —pregunté volviéndome a Dar Tarus, después de liberar a Gor Hajus.
Por primera vez noté que la horrible expresión de su rostro había sido substituida por otra de ansiedad.
—Quítame estas ataduras —gritó— y te seguiré hasta los confines de Barsoom, si es que tu proyecto te lleva hasta allí. Pero no: te llevaré hasta Fundal y la cámara de la perversa Xaxa, donde, gracias sean dadas a mis antepasados, tendré la oportunidad de vengar el mal que esa odiosa criatura me hizo. Para auxiliarte en tu misión no podías haber elegido un hombre mejor que Dar Tarus, antiguo soldado de la guardia de la Jeddara, quién me mató para que uno de sus nobles corrompidos pudiera conquistar con mi cuerpo a la muchacha que yo amaba.
Un momento después, los dos hombres estaban a mi lado y sin perder más tiempo les conduje a los subterráneos, hablándoles de la extraña criatura que había escogido como tercer auxiliar en mi empresa. Gor Hajus opinó que el mono llamaría mucho la atención, pero Dar Tarus creía que sería un auxiliar precioso en muchas circunstancias, ya que lo más probable sería que tuviéramos que pasar algún tiempo en las islas de los pantanos, infestadas de aquellos animales, sin contar con, que una vez en Funda], podríamos utilizarle para empresas difíciles sin llamar mucho la atención, y a que allí no era raro ver animales de aquella especie, sujetos a la esclavitud y utilizados en la construcción de edificios.
Al llegar a la bóveda donde yacía el mono, y donde yo tenía oculto el cuerpo inerte de Valla Dia, hice revivir al gran antropoide, descubriendo con inmensa satisfacción que aún predominaba la mitad humana de su cerebro. En cuatro palabras le expliqué mi proyecto, y obtuve de él la promesa cordial de apoyarme con todas sus fuerzas, comprometiéndome a mi vez a restaurar su cerebro cuando el éxito hubiera coronado nuestra empresa.
Para salir de la isla, que ahora era lo más urgente, yo tenía esbozados dos planes. Uno de ellos consistía en robar una aeronave de Ras Thavas y encaminarnos directamente a Fundal; el otro, en escondernos a bordo de él, con la esperanza de poder dominar a la tripulación y apoderarnos de la nave después de salir de la isla, o llegar escondidos hasta Toonol. Dar Tarus prefería el primer plan; el mono, a quien ya dábamos el nombre de Hovas Du, el ser humano cuyo cerebro compartía, se inclinaba por la primera alternativa del segundo plan, y Gor Hajus por la segunda.
Dar Tarus fundaba su opinión en que, siendo Funda] nuestro principal objetivo, cuanto antes llegáramos mejor sería. Hovan Du decía que apoderándonos del buque en pleno vuelo ganaríamos tiempo, ya que no se le echaría de menos hasta mucho después, mientras que cogiéndole en el laboratorio su ausencia se notaría a las pocas horas. Gor Hajus pensaba que sería mejor llegar subrepticiamente hasta Toonol, donde él tendría oportunidad de encontrar armas y un nave aérea para llegar a Fundal. Insistió en que sin armas no podríamos llegar hasta esta ciudad, pues en el momento en que Ras Thavas descubriera mi desaparición, y se enterara de que igualmente habían desaparecido Dar Tarus y Gor Hajus, se apresurarían a avisar a Vobis Kan, Jeddak de Toonol, el cual enviaría en persecución del asesino los mejores naves de su escuadra.
Encontré muy razonables los argumentos de Gor Hajus, sobre todo al recordar que Ras Thavas me había dicho que sus tres naves eran de marcha lenta, por lo que, si robábamos uno de ellos, nuestra libertad sería de muy corta duración.
Discutiendo el asunto, nos encaminamos por los subterráneos hasta encontrar el acceso a la torre. En silencio subimos por el pasadizo y salimos por la puerta de la plataforma de aterrizaje. Las dos lunas descendían hacia el horizonte, y la escena estaba tan alumbrada como durante el día. Si había alguien por allí era seguro que nos descubrirían. Corrimos hacia el hangar y, cuando llegamos a él, respiré más a gusto que bajo las dos brillantes lunas que nos inundaron de luz al pasar por la plataforma.
Las aeronaves tenían un aspecto bastante raro: eran bajas y chatas, con la proa y la popa redondeadas y los puentes cubiertos: todas sus líneas proclamaban que eran transportes construidos para cualquier cosa menos para volar con rapidez. Una de ellas era mucho más pequeña que las otras dos, y otra estaba, evidentemente, en reparación. Penetré en la tercera, que examiné con minuciosidad. Gor Hajus me acompañó, señalándome varios sitios donde podríamos escondernos con pocas probabilidades de que nos descubrieran, a menos que sospecharan nuestra intención de escondernos a bordo, lo cual constituiría un verdadero peligro; tanto que, ya me había decidido por arriesgarlo todo apoderándonos de la nave más pequeña que, según Gor Hajus, era la más rápida de las tres, cuando Dar Tarus trepó por la borda y se acercó rápidamente a nosotros.
—Hay alguien por ahí —me dijo.
—¿Donde? —pregunté.
—Ven.
Me condujo a la parte posterior del hangar, que estaba al mismo nivel que el muro del edificio inmediato, y por una de las ventanas me señaló el jardín interior, donde con gran consternación vi a Ras Thavas, que paseaba lentamente. Por un instante me quedé aterrorizado, pues sabía que ninguna nave podía abandonar la plataforma sin ser visto mientras hubiera alguien en el jardín, sobre todo si se trataba de Ras Thavas; pero, de pronto se me ocurrió un gran idea, que comuniqué a mis tres compañeros. En el acto me comprendieron, y en seguida sacamos del hangar al pequeño volador y le colocamos apuntando al Este. Luego Gor Hajus entró en él, manejó los diversos registros según habíamos convenido, abrió la válvula y se deslizó de nuevo a la plataforma. Los cuatro corrimos a la ventana y vimos al navío aéreo moviéndose suave y graciosamente sobre el jardín. Ras Thavas debió percibir en seguida el débil zumbido del motor porque, cuando llegamos a la ventana, estaba ya mirando hacia arriba. En el acto lanzó un grito. Yo me separé del marco para que no me viera, y le grité:
—Adiós, Ras Thavas. Soy yo, Vad Varo, que voy a emprender un viaje para ver cómo es este mundo extraño. Ya volveré. Hasta entonces, que te guarden los espíritus de tus antepasados.
Había leído esta frase en uno de los libros de Ras Thavas y la empleaba muy a menudo, muy orgulloso de ella.
—Vuelve inmediatamente —me contestó a voces—, o te encontrarás con los espíritus de tus antepasados antes de que transcurra un día.
No contesté porque la nave estaba ya muy alejado de la ventana y tuve miedo de que Ras Thavas descubriera que no le hablaba desde él. Sin entretenernos más tiempo nos escondimos a bordo del vehículo sin averiar, y entonces empezó un período de espera largo e insoportable.
Había perdido ya la esperanza de zarpar antes de que amaneciera, cuando oí voces en el hangar, seguidas de ruidos de pasos en el puente de la nave. Un momento después sonaron órdenes y casi inmediatamente el buque se encontró flotando en el vacío.
Estábamos apelotonados en un pequeño departamento construido entre los tanques de flotación de estribor. Era un lugar oscuro y mal ventilado, con signos que demostraban su cualidad de almacén. No nos atrevíamos a hablar por miedo a llamar la atención y nos movíamos lo menos posible. Estábamos incomodísimos pero, como la distancia hasta Toonol no era muy grande, esperábamos que nuestra situación cambiara pronto, por lo menos si Toonol era realmente el destino de la nave; no tardamos en comprobar esta hipótesis, pues al poco tiempo oímos una llamada, los motores se pararon y el buque se detuvo.
—¿Qué nave? —preguntó una voz.
—La Vosar, de la Torre de Thavas, con rumbo a Toonol —contestaron desde a bordo.
Oímos un chasquido cuando el otro vehículo tocó al nuestro.
—Vamos a hacer un registro por orden de Vobis Kan, Jeddak de Toonol. ¡Abrid paso! —gritaron desde la nave toonoliano.
Nuestras esperanzas habían durado bien poco. Oímos ruido de pasos y Gor Hajus murmuró en mi oído:
—¿Qué hacemos?
—Luchar —contesté, entregándole mi espada corta.
—Bien, Vad Varo.
Entregué la pistola a Dar Tarus. Las voces se aproximaban.
—¡Hola! —gritó uno—. ¡Pero si es mi gran amigo Bal Zak!
—Naturalmente —contestó una voz grave—. ¿Cómo podías suponer que mandara el Vosar otro que no fuera Bal Zak?
—¡Qué demonios! Podría ser Vad Varo en persona o el mismo Gor Hajus, y tenemos orden de registrar todos las naves.
—Ojalá estuvieran aquí —replicó Bal Zak—, pues la recompensa sería grande; pero ¿cómo podrían estar aquí si el mismo Ras Thavas les vio escaparse en el Pinsar y desaparecer por el Este antes del amanecer?
—Tienes razón, Bal Zak, y sería una tontería perder el tiempo registrando tu nave. ¡Abordo, muchachos!
Respiré profundamente cuando oí alejarse los pasos de los guerreros de Vobis Kan, y di nuevamente albergue a la esperanza cuando el ruido de nuestro motor nos indicó que el Vosar proseguía su rumbo. Gor Hajus acercó sus labios a mi oído.
—Los espíritus de nuestros antepasados nos protegen. Es de noche y la oscuridad nos ayudará a escapar de la nave y de la plataforma de aterrizaje.
—¿Por qué crees que es de noche?
—Porque la nave de Vobis Kan no llamó al nuestro hasta que estuvo a su lado. Si hubiera sido de día, hubiera visto de qué buque se trataba. Gor Hajus tenía razón: llevábamos encerrados en aquel chamizo desde el amanecer, y aunque a mí me había parecido un tiempo interminable, recordé que la oscuridad, la inacción y la tensión nerviosa parecen alargar la duración de una espera.
Como la distancia entre la Torre de Thavas y Toonol era relativamente corta, poco después del encuentro con la nave de Vobis Kan nos detuvimos en la plataforma de aterrizaje de nuestro punto de destino. Allí aguardamos mucho tiempo, espiando el movimiento de a bordo y preguntándonos, al menos yo, cuáles podrían ser las intenciones del capitán. Era posible que Bal Zak pensara volver a Thavas aquella misma noche, sobre todo si había ido a Toonol a buscar a un paciente rico o poderoso; pero si había hecho el viaje para aprovisionarse, probablemente permanecería allí hasta el otro día. Todo esto me lo dijo Gor Hajus, pues los conocimientos que yo tenía de los viajes aéreos del laboratorio eran prácticamente nulos: a pesar de llevar tantos meses con Ras Thavas, hasta el día anterior no me había enterado de la existencia de la pequeña flotilla, ya que los muros exteriores del edificio que miraban a Toonol no tenían ventanas y hasta la víspera nunca había tenido ocasión de subir a las terrazas superiores.
Esperamos pacientemente hasta que se hubieron extinguido todos los ruidos de la nave, y entonces, tras un breve cambio de impresiones con Gor Hajus, decidimos escapar de la aeronave con intención de buscar un escondite en la torre de la plataforma, desde donde pudiéramos ver la ciudad.
Abrí con cautela la puerta del almacén y eché una ojeada a la cabina adyacente, que estaba sumida en la más completa oscuridad. Salimos en silencio. Una quietud de tumba imperaba en el buque, pero hasta nosotros llegaban los ruidos apagados de la ciudad. Y de pronto, sin un ruido, brotó un torrente de luz que iluminó brillantemente el interior de la cabina. Miré alrededor y llevé la mano a la espada.
Justamente enfrente de nosotros, apoyado en la puerta de la cabina opuesta, había un hombre alto cuyos correajes le diferenciaban de un guerrero vulgar. En cada mano sostenía una pesada pistola barsoomiana cuyos cañones, apuntados hacia nosotros, atrajeron inmediatamente mi mirada.