CAPÍTULO III

Vaya Día

Aquella noche no pude dormirme hasta muy tarde pensando en 4296-E-2631-H, la hermosa muchacha cuyo cuerpo perfecto había sido robado para servir de adorno al cruel cerebro de una tirana. Me parecía un crimen horrible que no podía borrar de la imaginación. Creo que el recuerdo fue la primera semilla de mi odio hacia Ras Thavas. No podía imaginarme que existiera una criatura tan desprovista de la más elemental compasión que se apoderara de aquel cuerpo encantador, ni aun con el más santo de los propósitos, mucho menos guiado por el inmundo deseo de lucro.

Tanto pensé en la muchacha durante la noche, que su imagen fue lo primero que me vino a la memoria al despertarme, ya de día. Como después del almuerzo no vi a Ras Thavas, me dirigí al almacén donde estaba el pobre objeto. Allí yacía, identificado tan solo por un número 4296-E-2631-H. Era el cuerpo de una vieja con un rostro desfigurado y, sin embargo, a mi me pareció una visión radiante que aprisionaba un alma dormida. Aquella criatura, que tenía el cuerpo y la cara de Xaxa no era Xaxa, pues todo el ser de la otra había sido transferido a este cadáver helado. ¡Que espantoso debía ser su despertar, si es que algún día llegaba! Me estremecí al pensar en el horror que se apoderaría de la muchacha al ver el crimen perpetrado sobre ella. ¿Quién era? ¿Qué historia se encerraba en aquel cerebro muerto y silencioso? ¿Cómo había amado aquel ser de belleza tan sin igual y de rostro tan gracioso? ¿Le sacaría alguna vez Ras Thavas de su muerte aparente, mucho más feliz que cualquier despertar? La idea de este despertar me ponía frenético y, sin embargo, estaba deseando oírla hablar, ver cómo revivía su cerebro, oír su nombre, escuchar la historia de su vida feliz tan bárbaramente truncada por la mano del Destino. ¿Y si se despertara? ¿Y si se despertara y yo…?

Una mano se apoyó sobre mi hombro. Al volverme vi la cara de Ras Thavas.

—Parece que te interesa este sujeto —me dijo.

—Si, me interesa. Estaba tratando de imaginarme la reacción de este joven cerebro si se despertara al ver que la hermosa muchacha se había convertido en una mujer vieja y desfigurada.

Ras Thavas, pensativo, se pellizcó la barbilla.

—Una experiencia muy curiosa —dijo—. Veo con gusto que te interesas científicamente por los trabajos que realizo. Debo confesar que desde hace unos cien años he desdeñado las fases psicológicas de mi labor, aunque al principio las concedí una gran atención. Será muy interesante observar y estudiar algunos de estos casos. Este, en particular, tendría mucho valor para ti como estudio inicial, pues es sencillo y normal. Más tarde podrás estudiar el caso de un cerebro de hombre injertado en un cráneo de mujer, y el inverso; también hay casos interesantes de cerebros en que se han reemplazado las partes enfermas o heridas con trozos del cerebro de otro sujeto y, solamente con un propósito experimental, el de cerebros humanos trasplantados a cráneos de animales, y viceversa. Todos ellos ofrecen inmensas oportunidades para el observador. Recuerdo que en cierta ocasión injerté en la mitad de un cerebro humano la mitad de otro de mono. Hace de esto varios años y ya es tiempo de que vea cómo anda la cosa: recuerdo perfectamente que ambos están en la bóveda L-42-X, debajo del edificio 4-J-21. Ya los veremos un día de éstos. Ahora vamos a resucitar al 4296-E-2631-H.

—¡No! —exclamé apoyando una mano en su brazo—. ¡Sería demasiado horrible!

Ras Thavas se volvió sorprendido, y una sonrisa burlona y cruel se dibujó en sus labios.

—¡Majadero! ¡Idiota sentimental! —gritó—. ¿Cómo te atreves a decirme que no?

Llevé la mano al puño de mi espada larga y contesté mirándole fijamente:

—Ras Thavas: en tu casa eres el amo, pero mientras yo sea tu huésped me has de tratar con cortesía.

Durante un momento me sostuvo la mirada; luego parpadeó.

—No te fijes en minucias —dijo.

Tomé esta respuesta por una excusa. En realidad era más de lo que yo esperaba. Pero el incidente no tuvo consecuencias desagradables: al contrario, creo que desde entonces me trató con más consideración. No obstante volvió inmediatamente a la losa que soportaba los restos mortales del 4296-E-2631-H.

—Prepara el cuerpo para la resurrección —me dijo— y estudia con el mayor cuidado todos los procesos de la reacción.

Diciendo estas palabras me dejó solo.

Comprendí que debía obedecerle mientras formara parte de su séquito. Estaba ya bastante familiarizado con el trabajo y, sin embargo, lo realicé con algún temor. La sangre que en otros tiempos había corrido por las venas del cuerpo encantador que Ras Thavas había vendido a Xaxa, estaba en un recipiente herméticamente cerrado sobre el anaquel colocado encima de la losa. Por primera vez hice solo lo que tantas veces había llevado a cabo bajo la mirada vigilante del viejo cirujano. Calenté la sangre, practiqué las incisiones, apliqué los tubos y añadí unas gotas de la solución que había de devolver la vida a aquel cerebro delicado, muerto desde hacía diez años. Al oprimir el botón que puso en marcha el motor destinado a enviar el líquido vivificante a las venas de la muerta, experimenté una sensación que ningún mortal había sufrido hasta entonces. Me había convertido en el dueño de la vida y de la muerte; pero en el instante en que iba a resucitar mi primer muerto, me juzgué un asesino más que un salvador. Quise ver el asunto con el ojo indiferente de la ciencia, pero fracasé del modo más lamentable. Sólo pude ver una muchacha destrozada que lloraba su hermosura perdida.

Lanzando un juramento entre dientes quise dar media vuelta, pero no pude. Y entonces, como sujeto por una fuerza externa, mi dedo se dirigió sin vacilar al botón y le oprimió. No encuentro la razón de ello, a menos de recurrir a la teoría de la doble mentalidad, que explica muchas cosas. Quizá fue mi mente subconsciente la que dirigió el acto. No sé. Lo cierto es que el motor se puso en marcha y en el recipiente de cristal empezó a bajar gradualmente el nivel de la sangre.

Sin aliento esperé al final. Pronto se vació. Detuve el motor, separé los tubos y cerré las heridas con la cinta adhesiva. El cuerpo purpúreo empezó a adquirir el tinte rosado de la vida, el pecho comenzó a subir y bajar, la cabeza se movió ligeramente y los párpados se entreabrieron. Un débil suspiro salió de sus labios crispados. Durante mucho tiempo ningún otro signo de vida se manifestó y luego, casi de repente, se abrieron los ojos que, brumosos al principio, comenzaron a expresar la más grande admiración. Se detuvieron sobre mí, luego se volvieron a la parte de la habitación que podía ver y, por fin, volvieron a fijarse en mí, examinándome atentamente desde la cabeza a los pies. Aún expresaban la mayor sorpresa, pero sin sombra de miedo.

—¿Dónde estoy? —Preguntó una voz chillona y áspera, la voz de una mujer vieja—. ¿Qué me ocurre en la voz? ¿Qué ha pasado? Apoyé la mano en su frente.

—Ahora no te preocupes por ello. Espera y yo te lo explicaré todo cuando estés más fuerte.

Se incorporó quedando sentada y entonces su vista recorrió la parte inferior de su cuerpo y una expresión de horror supremo crispó sus facciones.

—¿Qué me ha ocurrido? En nombre de mi primer antepasado, ¿qué me ha ocurrido?

Su voz chillona me arañaba el corazón. Era la voz de Xaxa, que ahora poseería la garganta más dulce que sólo podía armonizar con el rostro bellísimo que había robado. Me esforcé por substraerme del hechizo de aquel acento estridente para no pensar más que en el envoltorio carnal, albergue en otros tiempos del alma que ahora habitaba aquel cuerpo viejo y arrugado.

Ella extendió la mano y la apoyó con suavidad sobre la mía. La acción era hermosa y los movimientos graciosos. El cerebro de la niña dirigía los músculos; pero la ronca garganta de Xaxa no podía articular notas dulces.

—¡Dime, dime, por favor! —imploró. Por primera vez en muchos años había lágrimas en los ojos viejos—. ¡Dime! Tú debes estar enterado.

La dije todo lo que quería saber. Me escuchó atentamente, y cuando hube terminado suspiró.

—Después de todo —dijo—, ahora que ya lo sé no me parece tan horrible. Por lo menos, es preferible a la muerte.

Me alegré de haber oprimido el botón. Estaba satisfecha con vivir aunque fuera en la horrible envoltura de Xaxa. Pero no pude menos de exclamar:

—¡Eras tan hermosa!

—¿Y ahora soy muy fea? ¿Que importa eso? Este cuerpo no puede cambiarme ni hacerme distinta de como he sido siempre. En mí permanecen todas mis cualidades, buenas o malas, y puedo ser feliz en esta segunda vida y quizás hacer algún bien. Al principio me asusté porque ignoraba lo que me había sucedido: creí que había contraído alguna terrible enfermedad que me hubiera desfigurado, pero ahora que ya sé a qué atenerme, ¿qué me importa esto?

—Eres admirable. Cualquier mujer se hubiera vuelto loca de horror al perder una hermosura tan adorable como la tuya… y a ti no te preocupa.

—Si, amigo mío, me preocupa; pero no hasta el punto de arruinar mi vida por causa de ello o de ensombrecer la vida de los que me rodean. Yo he disfrutado de mi belleza y te confieso que no ha sido una felicidad del todo pura. Por causa de ella se mataron muchos hombres y por causa de ella dos grandes naciones entraron en guerra. Quizá mi padre perdió su trono y su vida. Lo ignoro porque me capturaron los enemigos cuando la guerra estaba en su apogeo. Puede que todavía continúe y los hombres se maten entre sí porque yo era demasiado hermosa. Pero ahora ninguno lucharía por mí.

—¿Sabes cuánto tiempo llevas aquí?

—Sí. Me trajeron anteayer.

—Anteayer, no. Hace diez años.

—¡Diez años! Imposible.

Señalé a los cadáveres que nos rodeaban.

—Has estado como esos durante diez años —la expliqué—. Hay cuerpos que llevan aquí más de cincuenta, según me ha dicho Ras Thavas.

—¡Diez años! ¡Diez años! ¡Qué no puede haber ocurrido en diez años! Es mejor que así sea. Ahora no me atrevería a volver. No quiero saber qué ha sido de mi padre y de mi madre. ¿Vas a dormirme otra vez?

—Eso depende de Ras Thavas. Por ahora mi obligación se reduce a observarte.

—¿A observarme?

—A observar tus… reacciones.

—¡Ah! ¿Y para qué puede servir eso?

—Puede hacer algún bien al mundo.

—¿Proporcionando a ese horrible Ras Thavas nuevas ideas para su cámara de tortura… sugiriéndole nuevos proyectos para extraer más dinero de los sufrimientos de sus víctimas?

—El trabajo que realiza tiene su lado bueno. El dinero que gana le permite sostener este maravilloso establecimiento donde constantemente está llevando a cabo innumerables experimentos. Muchas de sus operaciones son buenas. Ayer mismo le trajeron un guerrero con el brazo hecho astillas. Ras Thavas le proporcionó uno nuevo. También trajeron un niño loco al que Ras Thavas dio un cerebro nuevo. El brazo y el cerebro provenían de dos sujetos que murieron violentamente. Gracias a Ras Thavas estos dos cadáveres, después de morir, dieron vida y felicidad a dos desgraciados.

—Bien —dijo ella después de reflexionar un momento—. Espero que siempre serás mi observador.

Ras Thavas entró y la examinó. Miró la tarjeta donde yo había hecho un breve resumen de la historia del caso número 4296-E-2631-H. Se comprende que esta cifra es una traducción de su número particular. Los barsoomianos no tienen un alfabeto como el nuestro y su sistema de numeración es muy diferente. Los diez caracteres arriba mencionados estaban representados por cuatro signos tooholianos, pero la expresión era la misma: indicaban en forma abreviada el número, la habitación, la mesa y el edificio.

—Llevaremos a este sujeto cerca de ti para que puedas observarle con regularidad —dijo Ras Thavas—. Hay una cámara adyacente a la tuya: daré orden de que la abran y la habiliten. Cuando no esté bajo tu observación, déjalo encerrado.

Para Ras Thavas aquello no era más que un caso.

Conduje a la muchacha, si así puedo llamarla, hacia la habitación designada, y en el camino la pregunté su nombre, pues me parecía una descortesía hablarla siempre mencionando el número, como la expliqué.

—Es una consideración por parte tuya —me contestó—, pero realmente eso es lo que yo soy aquí: un número, un sujeto más para la vivisección.

—Para mí representas más: estás sin amigos y desamparada. Quiero servirte en lo que pueda y hacerte algo agradable tu vida aquí. —Te doy las gracias nuevamente. Me llamo Valla Dia. ¿Y tú?

—Ras Thavas me llama Vad Varo.

—¿Y no es ése tu nombre?

—Mi nombre es Ulysses Paxton.

—Es muy extraño: en mi vida he oído nada parecido en los hombres que me han rodeado. No pareces barsoomiano. Tienes un color distinto del de nuestra raza.

—No soy de Barsoom, sino de la Tierra, el planeta que vosotros llamáis Jasoom. Por eso me diferencio tanto de vosotros.

—¿Jasoom? Hay aquí otro jasoomiano cuya fama ha llegado a todos los rincones de Barsoom, pero yo nunca le he visto.

—¿John Carter?

—Sí, el Señor de la Guerra. Siempre ha vivido en Helium y mi país no conservaba con Helium relaciones muy cordiales. Nunca he podido comprender cómo llegó aquí. Y ahora que veo ante mí otro jasoomiano, ¿puedo satisfacer mi curiosidad? ¿Cómo has cruzado el espacio?

Moví la cabeza.

—Ni siquiera puedo adivinarlo —contesté.

—En Jasoom debe haber hombres maravillosos.

A este cumplido había que oponer otro, por lo que respondí:

—Del mismo modo que en Barsoom hay mujeres bellísimas.

Valla Dia contempló tristemente su cuerpo viejo y arrugado.

—Yo he visto cómo eras —le dije afablemente.

—No quiero ver mi rostro: debe de ser una cosa horrible.

—Cuando lo veas recuerda que no es el tuyo.

—¿Tan feo es?

No contesté.

—¿Que importa? —añadio—. Si mi alma no fuera bella, no tendría belleza alguna, por muy perfectas que fueran las facciones; si, por el contrario, poseo la belleza del alma, soy bella y puedo pensar cosas hermosas y realizar tareas hermosas. Creo que, a fin de cuentas, en esto reside la verdadera belleza.

—Y además hay esperanza —añadí imperceptiblemente.

—¿Esperanza? Si te refieres a la posibilidad de que algún día pueda recobrar mi verdadero cuerpo, no hay esperanza. Ya me has dicho lo bastante para convencerme de que esto no puede ser.

—De acuerdo. No hablemos, pero pensemos en ello, porque a veces pensando intensamente se encuentran los medios de realizar nuestro pensamiento.

—No quiero albergar esperanzas, pues sé que me espera una triste desilusión. Seré feliz en el estado en que me encuentro. Si me dedico a pensar, seré desgraciada.

Después de que la trajeron los alimentos que yo había encargado para ella, Ras Thavas me mandó llamar y dejé a Valla Dia encerrada, como me había ordenado el viejo cirujano. Lo encontré en su despacho, en una pequeña habitación adosada en la cual había una cámara espaciosa donde infinidad de empleados arreglaban y clasificaban los informes de las diversas dependencias del gran laboratorio. Al entrar en el despacho, Ras Thavas se levantó.

—Ven conmigo, Vad Varo; tenemos que ver los casos de L-42-X, los dos de que te he hablado.

—¿El hombre con medio cerebro simio y el mono con medio cerebro humano?

Asintió y, precediéndome, se encaminó hacia las bóvedas subterráneas del edificio. A medida que descendíamos, me fijaba en el abandono de los corredores y pasadizos. Los suelos estaban cubiertos de polvo impalpable; las lámparas de radio, que iluminaban débilmente aquellas profundidades, estaban envueltas en la misma sustancia. En el camino nos encontramos con muchas puertas a derecha e izquierda, en cuya parte superior campeaba un jeroglífico. Varias de ellas estaban tapiadas con cemento. ¿Qué horribles secretos escondían? Por fin llegamos a L-42. Aquí los cuerpos estaban alineados en estanterías que formando varios pisos llenaban el espacio desde el suelo hasta el techo, dejando un vacío rectangular en el centro de la cámara, ocupado por una mesa de piedra con sus motores y todos los instrumentos precisos para las operaciones.

Ras Thavas buscó el sujeto de su curiosa experiencia; juntos transportamos el cuerpo humano a la mesa y, mientras Ras Thavas conectaba los tubos yo me encargué del recipiente de la sangre colocado sobre una cornisa al lado del cadáver. Pronto quedó verificada la resurrección y ambos esperamos las reacciones de la vuelta a la consciencia de aquel sujeto tan particular.

El hombre se incorporó y nos miró; luego paseó la vista por la habitación con un destello de salvajismo en los ojos. Se deslizó hasta el suelo dejando la mesa entre nosotros y él.

—No te haremos daño —le dijo Ras Thavas.

El hombre quiso hablar, pero sus palabras formaban un guirigay incomprensible; luego sacudió la cabeza y gruñó: Ras Thavas avanzó un paso hacia él, que se puso en cuatro patas y retrocedió sin dejar de gruñir.

—¡Ven! —gritó Ras Thava—. No te vamos a hacer daño.

Prosiguió su avance, pero el hombre se echó a un lado gruñendo con más furia y, de pronto, dio un salto hasta el último de los anaqueles, donde se arrodilló al lado de un cadáver y farfulló algo ininteligible.

—Tendremos que pedir ayuda —dijo Ras Thavas, y acercándose a la puerta hizo sonar el silbato.

—¿Por qué silbas? —preguntó repentinamente el hombre—. ¿Quiénes sois vosotros? ¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido?

—Baja de ahí —contestó Ras Thavas—. Somos amigos.

El hombre bajó, utilizando los estantes a modo de escalones, y se acercó a nosotros, pero andando aún a cuatro patas. Miraba los cadáveres con una expresión nueva en sus ojos.

—¡Tengo hambre! —gritó—. ¡Quiero comer!

Y diciendo esto, cogió el cadáver más próximo y le hizo caer al suelo.

—¡Quieto! —aulló Ras Thavas saltando hacia él—. Vas a destrozarme a ese sujeto.

El hombre se desvió nuevamente arrastrando el cadáver por el suelo. Entonces llegaron los subalternos y con su ayuda pudo dominarse a la pobre criatura, que quedó sólidamente amarrada.

Ras Thavas les ordenó luego que bajaran el cuerpo del mono y se quedaran en la cámara, pues podía necesitarles otra vez.

Este segundo sujeto era un ejemplar enorme de mono blanco barsoomiano, una de las más feroces y temidas especies que pueblan el planeta rojo. Teniendo en cuenta la enorme potencia y ferocidad de la bestia, Ras Thavas tomó la precaución de atarle bien antes de hacerle resucitar.

Al recobrar el conocimiento el animal nos miró asombrado. Varias veces intentó hablar, pero su garganta sólo emitía sonidos inarticulados. Luego dejó caer la cabeza.

Ras Thavas le habló.

—Si entiendes mis palabras, mueve la cabeza.

El mono asintió.

—¿Te gustaría que te quitaran las cuerdas?

El animal movió nuevamente la cabeza.

—Temo que quieras escapar o herirnos.

El mono hizo un esfuerzo y de sus labios salió un sonido inconfundible. Era la palabra no.

—¿No nos hará daño o intentarás escapar? —Repitió Ras Thavas.

—No —contestó el mono, y esta vez su pronunciación fue casi correcta.

—Veremos; pero ten presente que si nos atacas te mataremos en el acto con nuestras armas.

El mono movió la cabeza y dijo con visible esfuerzo: —No os atacaré.

A una señal de Ras Thavas, los subalternos le quitaron las ligaduras y el mono se sentó; luego extendió los miembros y se deslizó al suelo, donde permaneció en dos pies. Esto nada tenía de sorprendente, pues los monos blancos anda en dos pies con más frecuencia que en cuatro; aunque yo entonces ignoraba este hecho, que Ras Thavas me explicó más tarde al comentar la actitud cuadrúpeda que había tomado el hombre. Ras Thavas examinó minuciosamente al sujeto y luego volvió al hombre, que continuaba manifestando características más simiescas que humanas, aunque hablaba con más facilidad que el mono, debido quizás a sus órganos vocales mejor desarrollados. Para comprender lo que decía él mono era precisa una extremada atención.

—Nada ofrecen de particular estos sujetos —dijo Ras Thavas, después de dedicarles medio día—. Vienen a corroborar lo que ya deduje hace varios años, al transplantar cerebros íntegros: que el injerto estimula el crecimiento y actividad de las células cerebrales. Observa que, en cada uno de los sujetos, la más activa es la porción de cerebro injertada, que llega casi a dominar a la otra. Por eso el sujeto humano exhibe características simiescas muy bien determinadas, mientras el mono se comporta de un modo casi humano, aunque si les dedicaras una continua atención observarías que a veces vuelven a sus propios instintos, pero no vale la pena de perder el tiempo en eso. Ya he dedicado demasiado a un asunto tan poco provechoso. Voy a los laboratorios de arriba, mientras tú te encargas de volver a anestesiar a los sujetos. Si te hacen falta los subalternos, permanecerán aquí.

El mono, que había escuchado atentamente este discurso, avanzó un paso.

—¡Oh, por favor! —masculló—. No me condenes de nuevo a esas horribles estanterías. Recuerdo el día en que me trajeron aquí amarrado y, aunque ignoro lo que ha ocurrido desde entonces, me basta con ver el aspecto de mi piel y la de esos cadáveres polvorientos, para comprender que he estado aquí mucho tiempo. Te suplico que me permitas vivir para reunirme con mis semejantes o para servirte en lo que pueda dentro de este establecimiento, que conozco en parte de la época en que me trajeron, atado e indefenso, a tus frías mesas de operaciones.

Ras Thavas hizo un gesto de impaciencia.

—¿Qué tonterías dices? En interés de la ciencia, vale más que vuelvas al estado inconsciente.

—Accede a su ruego —intervine—. Yo respondo por él, pues quiero dedicarme a estudiarle.

—Haz lo que te mando —replicó secamente Ras Thavas, saliendo de la habitación.

Me encogí de hombros.

—Ya ves que no hay otro remedio —dije al mono.

—Podría atacaros a todos y huir —contestó éste—, pero tú has intervenido por mí y yo no puedo matar a quien ha querido auxiliarme. Sin embargo, me estremezco de pensar en una segunda muerte. ¿Cuánto tiempo he permanecido aquí? —preguntó súbitamente.

Consulté la historia de su caso, escrita en la tablilla de la cabecera.

—Doce años —le respondí.

—¿Por qué no? —murmuró como hablando consigo mismo—. Este hombre sería capaz de matarme. ¿Por qué no adelantarme yo matándole a él primero?

—Nada conseguirías —le contesté—. No podrías escapar; al contrario, te matarían definitivamente, y si me matas a mí perderías la posibilidad de poder resucitar algún día.

Le hablaba en voz baja, acercando mi boca a su oído para que los subalternos no pudieran oírme. El mono me escuchó con atención.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Quieres decir que…?

—Sí, en la primera oportunidad que se presente.

—Muy bien —asintió—. Confío en ti y me entrego en tus manos.

Media hora después ambos sujetos reposaban de nuevo en sus tumbas.