CAPÍTULO XVI

Desesperación

Inmediatamente después de concluir la batalla, el Señor de la Guerra mandó buscarme e instantes después Tavia y yo abordábamos el buque insignia.

El Señor de la Guerra en persona salió a nuestro encuentro.

—Sabía que el hijo de Had Urtur se comportaría como tal —dijo—. Helium nunca podrá pagar la deuda de gratitud que tiene hoy contigo. Has estado en Jahar; lo que has hecho hoy me convence de ello. ¿Podemos ir seguros a tomar la ciudad?

—No —respondí, y le expliqué en breves palabras la poderosa fuerza que Tul Axtar había reunido y el armamento con el que confiaba con dominar el mundo—. Hay, sin embargo, un camino.

—¿Cuál es?

—Manda una de las naves jaharianas capturadas con bandera de parlamento. Creo que Tul Axtar se rendirá porque es un cobarde. Huyó aterrorizado cuando la batalla no había hecho más que empezar.

—¿Respetará una bandera de parlamento?

—Pienso que sí, si la porta una de sus propias naves, protegida con la pintura azul de Jahar —contesté—. Pero, yo acompañaré a la nave con el Jhama invisible. Sé cómo entrar en el palacio. Ya hice prisionero a Tul Axtar una vez y quizá pueda hacerlo de nuevo. Si le tienes en tus manos puedes dictar las condiciones a la nobleza, que está asustada ante el terrorífico poder de la multitud hambrienta a la que sólo mantiene a raya el terror instintivo que sienten por su jeddak.

Mientras esperábamos que se abordara el crucero que fue jahariano, que llevaría la bandera de parlamento, John Carter me dijo lo que había retrasado tantos meses la expedición contra Jahar.

El mayordomo del palacio de Tor Hatan, a quien habían confiado el mensaje para John Carter que hubiera dado lugar al descenso inmediato sobre Jahar, murió asesinado cuando se dirigía al palacio del Señor de la Guerra. La sospecha, por tanto, no recayó en Tul Axtar y las naves de Helium exploraron Barsoom durante muchos meses buscando a Sanoma Tora sin éxito.

Fue accidental que Kal Tavan, el esclavo, que había oído mi conversación con el mayordomo, se enterara de que las naves de Helium no habían sido enviadas a Jahar, porque lo normal es que un esclavo no participe de las confidencias de su amo y, entre todos éstos, el que menos confidencias hacía a sus servidores era el arrogante Tor Hatan. Pero Kal Tavan lo oyó por casualidad, se presentó ante el Señor de la Guerra y le hizo el relato.

—Le di la libertad por sus servicios —dijo John Carter—, ya que sus modales delataban que había nacido noble en su país de origen, aunque no me lo dijo. Le di un cargo en la flota. Ha resultado ser un hombre excelente y no hace mucho que le ascendí a dwar. Como nació en Tjanath y prestó servicio en Kobol, estaba más familiarizado con esa parte de Barsoom que cualquier otra persona de Helium. En consecuencia, le puse bajo las órdenes del oficial navegante de la flota y ahora está a bordo del buque insignia.

—Tuve ocasión de fijarme en ese hombre inmediatamente después de que Sanoma Tora fuera raptada —dije—, y me causó muy buena impresión. Me alegro de que sea libre y cuente con el favor del Señor de la Guerra.

Ya estaba abordado el crucero que desplegaría la bandera de tregua. El oficial comandante informó al Señor de la Guerra y, mientras recibía instrucciones, Tavia y yo regresamos al Jhama. Habíamos decidido llevar a cabo los dos solos nuestra parte del plan, porque si era necesario raptar a Tul Axtar de nuevo, yo confiaba, además, en encontrar a Phao y Sanoma Tora y, de ser así, la pequeña cabina del Jhama estaría bastante abarrotada sin contar con los dos padwars. Estos se mostraron reacios a abandonar la nave porque pensaban que habían tenido la experiencia más gloriosa de sus vidas durante su breve estancia a bordo, pero yo conseguí que el Señor de la Guerra les permitiera acompañar al crucero a Jahar.

Ya estábamos solos, de nuevo, Tavia y yo.

—Quizá este sea nuestro último viaje a bordo del Jhama —dije.

—No me vendría mal un descansito —contestó la muchacha.

—¿Estás cansada?

—Más de lo que pensaba hasta que me sentí segura con la gran flota de Helium a mi alrededor. Creo que estoy cansada de estar siempre en peligro, sencillamente.

—No debí traerte ahora —dije—. Pero aún tienes tiempo para volver al buque insignia.

Ella sonrió.

—Sabes que no lo haría, Hadron.

¡Claro que lo sabía! Sabía que ella no me abandonaría. Permanecimos en silencio durante un rato, mientras el Jhama surcaba el espacio ligeramente a popa del crucero. Al mirar el rostro de Tavia me pareció que reflejaba un gran cansancio; había en él unas líneas de tristeza apenas perceptibles que no había visto antes. Habló con un tono monótono que apenas se parecía al suyo habitual.

—Creo que Sanoma Tora estará contenta de volver contigo esta vez —comentó.

—No lo sé —dije—. Para mí da igual que quiera venir o no. Mi deber es traerla.

Ella asintió.

—Quizá sea lo mejor —dijo—. Su padre es noble y muy rico.

No entendí qué tenía que ver aquello, pero como no estaba particularmente interesado, ni en Sanoma Tora ni en su padre, no seguí la conversación. Sabía que mi deber era devolver a Sanoma Tora a Helium, si ello era posible, y ese era el único interés que tenía en el asunto.

Hacía un buen rato que habíamos avistado Jahar antes de encontrar naves de guerra; entonces apareció un crucero que vino al encuentro del nuestro que llevaba la bandera de parlamento. Los comandantes de ambas naves intercambiaron unas palabras y entonces la jahariana dio la vuelta y puso rumbo al palacio de Tul Axtar. Avanzaba lentamente y como yo ya había formulado mis planes y el Jhama, gracias a su invisibilidad, no precisaba escolta, me puse delante. Dirigí mi nave directamente al ala del palacio donde estaban los alojamientos de las mujeres y di lentamente vueltas en círculo a su alrededor, con el periscopio apuntando a las ventanas.

Habíamos rodeado el extremo del ala, donde se encontraba el gran salón en el que Tul Axtar reunía a sus cortesanas, cuando el periscopio se situó delante de las ventanas de unas preciosas habitaciones. Detuve la nave ante ellas, como había hecho antes con otras que deseaba examinar, y mientras el periscopio en lento movimiento me fue ofreciendo sobre el cristal esmerilado distintas partes del gran salón, vi las figuras de dos mujeres que reconocí al instante: eran Sanoma Tora y Phao, y la primera vestía el lujoso traje de una jeddara. La mujer a la que amaba había logrado sus propósitos, pero aquella idea no me produjo el menor pinchazo de celos. Revisé el resto de la habitación sin encontrar a ningún otro ocupante; acerqué entonces el puente del Jhama al alféizar de la ventana, alcé la escotilla y salté al interior de la habitación.

Al verme, Sanoma Tora se levantó del diván en el que estaba reclinada y retrocedió aterrorizada. Pensé que iba a gritar pidiendo ayuda y le conminé a que se mantuviera en silencio, al tiempo que Phao saltaba y sujetando a Sanoma Tora por un brazo le tapó la boca con la palma de la otra mano. Un instante después estaba yo a su lado.

—La flota de Jahar ha sido derrotada por las naves de Helium —anuncié a Sanoma Tora— y yo he venido a devolverte a tu propio país.

La joven temblaba tanto que fue incapaz de contestar. Nunca había visto antes a alguien poseído por tan tremendo terror, sin duda inducido por una conciencia culpable.

—Me alegra que hayas venido, Hadron de Hastor —dijo Phao—, porque sé que me llevarás también a mí.

—No lo dudes —dije—, el Jhama está ahí fuera, junto a la ventana. ¡Vamos! Pronto estaremos seguros a bordo del buque insignia del Señor de la Guerra.

Mientras hablaba tuve conciencia de un extraño ruido que parecía venir de lejos y que fue creciendo de volumen hasta parecer que se acercaba cada vez más. No podía explicarlo; quizá no lo intenté porque, en el mejor de los casos, apenas me sentía interesado. Había encontrado a dos de las personas que buscaba. Las llevaría a bordo del Jhama y trataría luego de localizar a Tul Axtar.

La puerta se abrió de golpe en ese momento y un hombre entró a la carrera en la habitación. Era Tul Axtar. Estaba pálido como un cadáver y tenía la respiración entrecortada. Cuando me vio, se detuvo en seco, retrocedió de un salto y pensé que iba a volverse y echar a correr, pero miró temeroso hacia atrás, a la puerta abierta y se puso delante de mí temblando.

—¡Vienen a por mí! —gritó aterrorizado—. ¡Me van a descuartizar!

—¿Quién viene? —pregunté.

—La gente —replicó—. Han forzado las puertas y vienen hacia acá. ¿No les oyes?

Así que ese era el ruido que había atraído mi atención, las hordas hambrientas de Jahar a la caza del autor de su miseria.

—El Jhama está al lado de la ventana —dije—. Si vienes a bordo, como prisionero de guerra, te llevaré a presencia del Señor de la Guerra de Barsoom.

—El también me matará —aulló Tul Axtar.

—Lo hará —le aseguré.

Se me quedó mirando un momento y pude ver en sus ojos y en la expresión de su rostro el reflejo de una idea que se le acababa de ocurrir. Sus facciones de iluminaron. Parecía lleno de esperanza.

—Iré —dijo—, pero antes déjame coger una cosa que quiero llevarme. Está en ese armario de allí.

—Date prisa —le dije.

Se acercó al armario, un mueble alto que casi llegaba al techo y al abrir la puerta quedó oculto a nuestra vista.

Mientras esperaba, pude oír el entrechocar de armas en los pisos superiores y gritos, aullidos y maldiciones de hombres que pensé que serían la guardia del palacio que había contenido, al menos de momento, a la multitud. Me impacienté.

—Date prisa, Tul Axtar —dije, pero no hubo respuesta.

Le llamé de nuevo, con el mismo resultado, y entonces crucé la habitación hasta el armario. ¡Tul Axtar no estaba detrás de la puerta!

El armario tenía muchos cajones de distintos tamaños, pero ninguno lo bastante grande para ocultar a un hombre, ni medio alguno para que pudiera pasar a otra habitación. Revisé por todos lados rápidamente, pero no pude encontrar a Tul Axtar, y entonces miré por casualidad a Sanoma Tora. Sin duda estaba intentando llamar mi atención, pero tan aterrorizada que no podía hablar. Señalaba la ventana con un dedo tembloroso. Miré donde indicaba, pero no pude ver cosa alguna.

—¿Qué? ¿Qué estás intentando decirme, Sanoma Tora? —pregunté corriendo a su lado.

—¡Se ha ido! —consiguió decir—. ¡Se ha ido!

—¿Quién se ha ido?

—Tul Axtar.

—¿A dónde? ¿Qué quieres decir? —insistí.

—La escotilla del Jhama. Vi que se abría y se cerraba.

—¡Pero no es posible! Estábamos aquí, de pie, mirando —de repente se me ocurrió un pensamiento que me dejó casi paralizado. Me volví a Sanoma Tora—. ¿El manto de la invisibilidad? —musité.

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

Crucé la habitación de un solo salto hasta alcanzar la ventana y tanteé buscado el puente del Jhama. No estaba. La nave se había ido. Tul Axtar se la había llevado, ¡y a Tavia con él!

Me volví acercándome a Sanoma Tora.

—¡Maldita! —grité—. Tu egoísmo, tu vanidad, tu traición han puesto en peligro la seguridad de una persona a la que no le llegas ni a la suela de sus sandalias.

Hubiera deseado apretar con mis dedos su perfecta garganta deseando ver la agonía de la muerte en su bello rostro, pero me limité a dar la vuelta, con los brazos caídos, porque soy un hombre, un noble de Helium, y las mujeres de Helium son sagradas, incluso Sanoma Tora.

Desde abajo llegaba el ruido de una renovada contienda. Sabía que si la multitud conseguía abrirse paso estábamos perdidos. Sólo había una esperanza de alcanzar una seguridad temporal al menos y esa era la esbelta torre que se alzaba por encima del gineceo.

—¡Seguidme! —ordené en tono tajante.

Al entrar en el corredor principal eché un vistazo al interior del gran salón donde Tul Axtar celebraba sus recepciones cortesanas. Estaba atestado con mujeres aterrorizadas, perfectamente conocedoras de la suerte que correrían las mujeres de un jeddak en manos de una multitud furiosa. Mi corazón estaba con ellas, pero no podía salvarlas. Mucha suerte tendría si lograba salvar a estas dos.

Cruzamos el pasillo y ascendimos por la rampa en espiral hasta el almacén donde tomé la precaución de correr el cerrojo una vez que hubimos entrado y entonces subí la escalera de mano que conducía a la trampilla de la cima de la torre seguido por las dos mujeres. Al levantar la trampilla y mirar alrededor casi se me escapa un grito de gozosa sorpresa: ¡volando en círculos a poca altura sobre el tejado del palacio estaba el crucero que ondeaba la bandera de parlamento! No temí el peligro de ser descubierto por los guerreros jaharianos ya que sabía bien que estaban ocupados allá abajo, o huyendo para salvar sus vidas, de manera que subí de un salto a lo más alto de la torre y llamé a los del crucero con una voz que bien se pudo oír por encima de los aullidos de la multitud. Del puente de la aeronave me llegó un grito de respuesta y un momento después descendió al nivel del tejado de la torre. Ayudado por la tripulación hice que Phao y Sanoma Tora subieran a bordo.

El comandante del crucero saltó a mi lado.

—Nuestra misión aquí no tiene objeto —me dijo—. Acaban de decirme que el palacio ha caído bajo el empuje de una horda de ciudadanos furiosos. Los nobles han cargado cada aparato con todo lo que pudieron llevarse y han huido. No hay nadie con quien podamos negociar la paz. Nadie sabe qué ha sido de Tul Axtar.

—Lo sé —respondí y le conté lo sucedido en las habitaciones de la jeddara.

—¡Debemos perseguirle! —exclamó—. Debemos alcanzarle y llevarle a presencia del Señor de la Guerra.

—¿Y dónde buscamos? —pregunté—. El Jhama puede estar a una docena de sofads de nosotros y, pese a ello, no podemos verle. Le buscaré, no temas, y algún día le encontraré, pero por el momento es inútil tratar de localizar el Jhama. Volvamos al buque insignia del Señor de la Guerra.

No sé si John Carter se dio plena cuenta de la pérdida que había tenido yo, pero sospecho que sí, porque me ofreció todos los recursos de Helium para buscar a Tavia.

Le di las gracias, pero sólo le pedí una aeronave veloz, en la que pudiera dedicar el resto de mi vida a la que, estaba convencido, sería una búsqueda totalmente inútil de Tavia porque cómo podía saber qué lugar del extenso Barsoom había elegido Tul Axtar para ocultarse. Conocía, sin duda, muchos lugares remotos de su propio imperio donde podría vivir con seguridad el resto de su vida en Barsoom. Se dirigiría a dicho lugar y nadie le vería pasar dada la invisibilidad del Jhama; no quedaría pista alguna que seguir y se llevaría a Tavia con él para convertirla en su esclava. Me estremecí al pensarlo, clavándome las uñas en las palmas de las manos.

El Señor de la Guerra ordenó que se abarloara al buque insignia uno de los aparatos más modernos y veloces de Helium. Era un aparato perfectamente acabado del tipo de semicabina capaz de acomodar a cuatro o cinco personas. Hizo que se transfirieran de los almacenes provisiones y agua suficientes, a los que añadió vino de Ptarth y frascos de la famosa miel de Dusar.

Sanoma Tora y Phao habían sido enviados por el Señor de la Guerra a la cabina, ya que el puente de un navío de guerra en servicio no es el lugar adecuado para las mujeres. Yo estaba a punto de marcharme cuando llegó un mensajero: Sanoma Tora deseaba verme.

—Yo no quiero verla —respondí.

—También su compañera le ruega que vaya —contestó el mensajero.

Eso era distinto. Casi me había olvidado de Phao, pero, si ella deseaba verme, iría, por lo que me dirigí a la cabina donde estaban las muchachas. Al entrar, Sanoma Tora vino hacia mí y se hincó de rodillas a mis pies.

—Ten piedad de mí, Hadron de Hastor —gritó—. He sido malvada, pero fue mi vanidad, no mi corazón, la que pecó. No te vayas. Vuelve a Helium y dedicaré mi vida a hacer tu felicidad. Tor Hatan, mi padre, es rico. El compañero de su única hija vivirá para siempre rodeado de lujos.

Temo que mis labios delataron el desdén que sentía en el corazón. ¡Qué alma tan ruin la suya! Ni siquiera en su humillación y penitencia era capaz de ver otra belleza y otra felicidad que no fueran la riqueza y el poder. Ella pensaba que había cambiado, pero yo estaba convencido de que Sanoma Tora no podría cambiar jamás.

—¡Perdóname, Tan Haron! —gritó—. Vuelve a mí, porque te amo. Ahora sé que te amo.

—Tu amor llega demasiado tarde, Sanoma Tora —respondí.

—¿Amas a otra?

—Sí.

—¿A la jeddara de algún país extraño que hayas visitado? —preguntó.

—A una esclava —contesté.

Su ojos se desorbitaron incrédulos No concebía que alguien pudiera elegir a una esclava en vez de a la hija de Tor Hatan.

—Eso es imposible —dijo.

—Pero es cierto —le aseguré—, una pequeña esclava es más deseable para Tan Hadron de Hastor que Sanoma Tora, hija de Tor Hatan —me di media vuelta y me dirigí a Phao—. Adiós, mi querida amiga. Sin duda, no nos volveremos a encontrar, pero me ocuparé de que tengas un buen hogar en Hastor. Hablaré con el Señor de la Guerra antes de marcharme y él te enviará directamente a casa de mi madre.

Puso sus manos en mi hombro.

—Déjame ir contigo, Tan Hadron —rogó—, porque quizá en tu búsqueda de Tavia pases cerca de Jhama.

Entendí al instante lo que quería decir y me reproché haberme olvidado temporalmente de Nur An.

—Vendrás conmigo, Phao —dije— y mi primer deber será regresar a Jhama y rescatar a Nur An del viejo Phor Tak.

Sin dirigir otra mirada a Sanoma Tora salí con Phao de la cabina y tras unas palabras de despedida con el Señor de la Guerra subimos a bordo de mi nueva nave y nos dirigimos al oeste, en busca del Jhama, siendo despedidos amistosamente.

Al dejar de estar protegidos por la invisibilidad del compuesto de Phor Tak o por la pintura resistente al rayo desintegrador de Jahar nos vimos obligados a mantenernos alerta ante la presencia de naves enemigas; no me causaban temor si las avistábamos a tiempo, mi velocidad me permitiría distanciarme fácilmente.

Ajusté mi brújula de control del destino a Jhama y aceleré a fondo; ya había caído la rápida noche barsoomiana y el único ruido perceptible era el rumor del viento a nuestros costados que amortiguaba el casi silencioso ronquido de nuestro motor.

Por primera vez desde que la encontré de nuevo en el gineceo de la jeddara de Jahar, tuve 'ahora la oportunidad de hablar con Phao y empecé por pedirle que me explicara el abandono del Jhama después de que Tul Axtar nos desembarcó a Tavia y a mí en U-Gor.

—Fue un accidente que causó una ira espantosa a Tul Axtar —dijo—. Nos dirigíamos a Jahar cuando avistamos una de sus propias naves que nos recogió a bordo tan pronto como descubrieron la identidad del jeddak. Era de noche y en la confusión de la subida a bordo del navío de guerra jahariano Tul Axtar se olvidó momentáneamente del Jhama, que se habría alejado del navío más grande en el momento de abandonarlo nosotros. Estuvieron navegando de un lado a otro, buscándolo un buen rato, pero finalmente abandonaron la búsqueda y la nave se dirigió a Jahar.

Se había aclarado el milagro de la presencia del Jhama en lo alto de la cresta donde tan providencialmente lo encontré a tiempo para huir de los cazadores de U-Gor. Los vientos reinantes en esta parte de Barsoom soplan del noroeste en esa época del año. El Jhama había sido, simplemente, arrastrado por el viento y se quedó detenido en la cresta más alta de la cordillera.

También me contó Phao por qué Tul Axtar había raptado en principio a Sanoma Tora de Helium. Había tenido, durante algún tiempo, agentes secretos en Helium que le informaron que el mejor señuelo para atraer la flota de Helium a Jahar era secuestrar a alguna mujer de familia noble. Les dio instrucciones para que eligieran a una que fuera hermosa y ellos se decidieron por la hija de Tor Hatan.

—¿Pero, cómo esperaban atraerse a la flota de Helium hacia Jahar si no dejaron pista alguna sobre la identidad de los secuestradores de Sanoma Tora? —pregunté.

—No dejaron ninguna pista en aquel momento porque Tul Axtar no estaba preparado para recibir el ataque de Helium —explicó Phao—, pero ya había enviado a sus agentes para que dejaran caer alguna insinuación sobre el paradero de Sanoma Tora cuando John Carter se enterara por otras fuentes de la identidad de sus secuestradores.

—Así que todo salió como Tul Axtar lo había planeado —dije—, excepto el final.

Nos pasamos las horas conversando de vez en cuando y guardando largos silencios, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Sin duda, los de Phao eran una mezcla de confianza y temor, pero en los míos había poco espacio para la esperanza. Lo único agradable en perspectiva era rescatar a Nur An para reunirle con Phao, después de lo cual les llevaría a cualquier país al que desearan ir y yo volvería a las inmediaciones de Jahar para proseguir mi desesperanzada búsqueda.

—Oí lo que le dijiste a Sanoma Tora en la cabina del buque insignia y me alegré mucho —dijo Phao tras un largo silencio.

—Dije tantas cosas… ¿A cuál te refieres?

—Dijiste que amabas a Tavia —contestó la muchacha.

—No dije nada semejante —respondí con cierta sequedad porque casi odiaba aquella palabra.

—¡Vaya que sí! —insistió ella—. Dijiste que amabas a una pequeña esclava y yo sé que amas a Tavia. Lo he visto en tus ojos.

—¡No has visto nada de eso! Estás enamorada y piensas que todo el mundo debe estarlo.

Ella se echó a reír.

—La amas y ella te ama.

—Sólo somos amigos, muy buenos amigos —insistí— y, además, sé que Tavia no me ama.

—¿Y cómo lo sabes?

—No hablemos más de ello —corté.

Pero, aunque no hablamos de ello en ello seguí pensando. Recordé que había dicho a Sanoma Tora que amaba a una pequeña esclava y sabía que pensaba en Tavia en aquel momento, pero creía que lo había dicho más por herir a Sanoma Tora que por cualquier otra razón. Intenté analizar mis propios sentimientos, pero finalmente lo dejé considerándolo una tontería. ¡Claro que no amaba a Tavia! No amaba a nadie, el amor no era para mío: Sanoma Tora lo había segado de mi pecho y, además, estaba igual de seguro de que Tavia no me amaba, de otro modo me lo hubiera demostrado y estaba plenamente convencido de que nunca había demostrado otro sentimiento hacia mí que el de la más profunda camaradería. Éramos, precisamente, lo que ella misma había dicho: camaradas de armas, nada más.

Todavía era de noche cuando divisé el resplandor del blanco palacio de Phor Tak que brillaba suavemente bajo la luz lunar allá lejos. A pesar de lo tardío de la hora había luz en algunas habitaciones. Yo confiaba en que todos estuvieran durmiendo, ya que el éxito de mis planes dependía de mi habilidad para colarme en el palacio sin ser visto. Sabía que Phor Tak nunca mantenía guardia nocturna, sabedor de que no necesitaba hacerlo en un lugar tan aislado.

Hice descender el aparato silenciosamente hasta dejarlo en la terraza del edificio donde Nur An y yo aterrizamos por primera vez; sabía que desde allí había un pasadizo que conducía al palacio situado debajo.

—Quédate aquí, a los mandos, Phao —musité—. Puede que Nur An y yo tengamos que venir a toda prisa, y debes estar preparada.

Inclinó la cabeza asintiendo y un instante después me había deslizado silenciosamente a la azotea y me acercaba a la puerta que conducía al interior.

Al detenerme en lo alto de la rampa en espiral palpé rápidamente para comprobar que cada arma estaba en su sitio. John Carter me había equipado completamente y de nuevo me encontraba luciendo el cuero y el metal de Helium, con un complemento total de armas, como corresponde a un luchador de Barsoom. Mi espada larga era del acero mejor templado; era una de las del propio John Carter. Llevaba, además, una espada corta y una daga y, de nuevo, la pesada pistola de radio a la cadera. Abrí la pistolera al empezar a bajar la rampa.

Oí una voz cuando llegaba al final. Venía de la dirección del laboratorio de Phor Tak, cuya puerta se abría al corredor situado al fondo de la rampa. Me deslicé lentamente hacia abajo. Podía reconocer la fina y alta voz de Phor Tak; la otra no era la de Nur An, pero me resultaba extrañamente familiar.

—… riquezas más allá de lo que puedas soñar —oí que decía el segundo hombre.

—No necesito riquezas —rió Phor Tak—. ¡Hola! Ahora tendré todas las riquezas del mundo.

—Necesitarás ayuda —oí que decía el otro en tono suplicante—. Puedo ayudarte, tendrás todas las naves de mi extensa flota.

Aquella observación me puso sobre aviso: «¡todas las naves de mi extensa flota!». No era posible y… sin embargo…

Probé la puerta suavemente. Ante mi sorpresa se abrió de golpe dejándome ver el interior de la habitación. Allí, debajo de una brillante luz, estaba Tul Axtar. A unos quince metros de él estaba Phor Tak, de pie detrás de un banco en el que había montado un fusil de rayos desintegradores que apuntaba de lleno a Tul Axtar.

¿Dónde estaba Tavia? ¿Y Nur An? Quizá sólo este hombre supiera el paradero de Tavia… ¡y Phor Tak estaba a punto de destruirle! Con un grito de aviso salté al interior de la habitación. Tul Axtar y Phor Tak me miraron con la sorpresa plenamente reflejada en sus rostros.

—¡Hola!, exclamó el anciano inventor. —¡Así es que has vuelto! ¡Bribón! ¡Ingrato! ¡Traidor! ¡Pero has vuelto para morir!

—¡Espera! —grité—. Déjame hablar.

—¡Silencio! —gritó Phor Tak—. Vas a ver cómo muere Tul Axar. Odiaba la idea de matarle sin que hubiera testigos, alguien que presenciara su agonía. Me vengaré en él, primero, y luego en ti.

—¡Detente! —grité al ver que tenía el dedo en el gatillo, presto para mandar a Tul Axtar al olvido, llevándose consigo el secreto del paradero de Tavia.

Saqué la pistola. Phor Tak hizo un repentino movimiento con las manos y desapareció. Se desvaneció como si sus propios rayos desintegradores le hubieran convertido en aire, pero yo sabía la razón: se había puesto el manto de invisibilidad y yo disparé al lugar donde le vi por última vez.

En aquel instante el suelo se abrió a mis pies y fui lanzado a la más absoluta oscuridad.

Sentí que me precipitaba por una superficie lisa que gradualmente se hizo horizontal y un instante después caí en una habitación tenuemente iluminada que sabía que tenía que estar en las mazmorras situadas debajo del palacio.

Tenía asida la pistola mientras caía y ahora, al ponerme de pie, la volví a su funda: por lo menos no estaba desarmado.

La escasa luz de la habitación, poco más que nada, venía, según descubrí, de un orificio de ventilación del techo y, aparte del pozo por el que había caído a la celda, era la única abertura en las paredes, el techo o el suelo. La ventilación tenía unos sesenta centímetros de diámetro y conducía directamente desde el centro del techo a la azotea del edificio, unos pisos más arriba. El extremo inferior del pozo estaba a algo más de medio metro de la punta de mis dedos con los brazos extendidos por encima de la cabeza. Por tanto, esta vía de escape era inutilizable, ¡pero, Dios, qué tentadora! Resultaba enloquecedor ver la luz del día y una vía abierta hacia el mundo exterior justo encima de mi cabeza y no poder alcanzarla. Me alegró que el sol, alto ya, alumbrara la escena, porque de haber caído aquí sumido en la oscuridad, mis tribulaciones hubieran sido infinitamente peores, y mi primer antepasado sabía que ya eran lo bastante malas. Dirigí mi atención a la tolva por la que había caído y comprobé que podía ascender por ella un trecho, pero repentinamente se hizo más pina y su superficie pulimentada hacía imposible la escalada.

Regresé a la mazmorra. Tenía que escapar de allí, ¿pero cómo? A medida que mis ojos se acostumbraban a la tenue luz vi esparcido por el suelo algo que mató mi última esperanza y me hizo sentir invadido por el horror: por todas partes, las losas de piedra estaban cubiertas con montones de huesos humanos blanqueados por las insaciables ratas. Sentí un temblor al pensar en la llegada de la noche. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que mis huesos fueran a reunirse con los demás?

Este pensamiento me puso frenético, no ya por mí mismo, sino por Tavia. Yo no podía morir, no debía morir. Tenía que vivir hasta que la encontrara.

Di rápidamente una vuelta a la habitación buscando alguna señal de esperanza, pero sólo encontré piedra burdamente trabajada embutida en hormigón blando.

¡Hormigón blando! La esperanza renació en mí ante este hallazgo. Podría retirar algunos bloques y colocarlos uno sobre otro para alcanzar fácilmente el respiradero que daba al tejado por encima de mi cabeza. Saqué la daga y empecé rascando y arrancando el hormigón de una de las piedras de la pared más próxima. Parecía una tarea lenta, pero, en realidad, conseguí soltar la piedra en un plazo de tiempo increíblemente corto. El hormigón era de mala calidad y salía fácilmente en gruesos terrones. Al sacar el bloque, mi primer plan se desvaneció a la luz de lo que vi al otro lado: más allá de la abertura había un corredor al pie de una rampa en espiral ascendente y desde algún lugar por encima se filtraba la luz solar.

Sabía que si lograba retirar tres piedras más antes de que me descubrieran podría deslizarme por la abertura hasta el pasillo situado al otro lado; pueden creer que trabajé a toda velocidad.

Aflojé y saqué uno a uno los bloques y fue con una sensación exultante como me deslicé por la abertura al pasillo. Por encima de mí se alzaba la rampa en espiral. No sabía a dónde conducía, pero, por lo menos, era al exterior de las mazmorras. Subí con todo cuidado, pero sin vacilar. Tenía que tratar de llegar al laboratorio antes de que Phor Tak matara a Tul Axtar. Esta vez me aseguraría de vigilar al viejo inventor antes de entrar en la habitación. Rogué a todos mis antepasados que llegara a tiempo.

Las puertas que conducían desde la rampa a los distintos pisos del palacio estaban cerradas con llave, por lo que me vi obligado a subir a la azotea. Dio la casualidad de que el ala en la que me encontré estaba más o menos separada, por lo que al primer vistazo no localicé la forma de abrirme camino a ninguno de los tejados contiguos.

Mientras recorría el borde del edificio apresuradamente, buscando algún medio de descenso al tejado de abajo, vi algo en el inmediato que llamó mi atención al instante: era la pierna de un hombre que sobresalía por una ventana, como si hubiera lanzado una extremidad sobre el alféizar. Un momento después surgió un brazo y a continuación se hicieron visibles la cabeza y los hombros de un hombre al inclinarse al exterior. Extendió los brazos y vi que algo aparecía debajo de él que no estaba un instante antes: en ese momento alcancé a ver una muchacha que estaba tendida en el suelo unos centímetros más abajo y entonces vi que el hombre se deslizaba rápidamente por el alféizar, se dejaba caer y desaparecía. Todo lo que había ahora debajo de mí eran las losas de un patio.

Pero en este breve instante supe con exactitud lo que había visto: nada menos que a Tul Axtar alzar la escotilla del Jhama. Y a Tavia, tumbada en el suelo de la nave, atada, debajo de la escotilla. Y vi a Tul Axtar entrar en la aeronave y cerrar la escotilla sobre su cabeza.

Se tarda más en contarlo que lo que duró todo aquello; y se tarda más en contar lo que hice que el tiempo que tardé en hacerlo: al cerrarse la escotilla, salté.