CAPÍTULO XV

La batalla de Jahar

Mirando por encima del hombro vi que los dos que nos rodeaban por la espalda estaban bastante más lejos que el que tenía enfrente y comprendiendo que lo inesperado de nuestra acción aumentaría en gran medida las posibilidades de éxito, di la voz.

—Ahora, Tavia —musité y los dos nos dirigimos a toda carrera contra el salvaje desnudo que teníamos delante.

Era evidente que no se lo esperaba, como lo era que se trataba de una bestia de entendederas muy lentas, porque al vernos avanzar se le cayó la mandíbula inferior y se limitó a esperar que llegáramos; si hubiera sido mínimamente inteligente, habría retrocedido para dar tiempo a sus compañeros para atacarnos por la espalda.

Al cruzar nuestras espadas oí un rugido salvaje detrás de mí, el rugido que solo puede emitir una bestia salvaje. Vi de reojo que Tavia miraba hacia atrás y entonces, antes de que pudiera darme cuenta de lo que intentaba, saltó adelante y atravesó con su espada el cuerpo del hombre que estaba delante cuando me embestía tratando de alcanzarme con su propia arma; ahora, girando sobre nuestros talones, nos enfrentamos a los otros dos que venían corriendo rápidamente hacia nosotros y puedo asegurarles que supuso un alivio infinito para mí darme cuenta de que las posibilidades contra nosotros no eran ya tan grandes.

Cuando nos atacaron, sufrí la desventaja inicial de tener que mirar constantemente a Tavia, pero no duró mucho.

Un momento después me di cuenta de que la espada estaba en manos maestras. La punta del arma se agitaba y superaba la guardia desgarbada del salvaje y supe, y adiviné que también él se había dado cuenta de ello, que su vida estaba en la palma de la diminuta mano que sujetaba la empuñadura. Entonces dediqué toda mi atención a mi propio antagonista.

No eran los mejores espadachines que había visto, pero estaban lejos de ser los peores. Su defensa, sin embargo, superaba con mucho a su ataque lo que, en mi opinión, se debía a dos cosas: la cobardía natural y el hecho de que solían cazar en grupo que superaba con creces a la presa. Para ello sólo se precisaba una buena defensa, ya que el golpe mortal lo podía asestar en todo momento desde detrás algún compañero del que atacara a la presa de frente.

Nunca había visto antes luchar a una mujer y quizá debí pensar que me tenía que haber sentido molesto por tener una luchando a mi lado; por el contrario, sentí una extraña excitación mitad orgullo y mitad algún otro sentimiento que no pude analizar.

Creo que, al principio, el tipo que se enfrentaba a Tavia no se dio cuenta de que era una mujer, pero no tardó en comprenderlo porque el escaso correaje de Barsoom oculta poco y, ciertamente, no las redondeces del cuerpo adolescente de Tavia. Por tanto, quizá fue esta sorpresa la que le perdió, o tal vez se confió en exceso cuando descubrió su sexo; fuera como fuera, lo cierto es que Tavia le atravesó el corazón un instante después, justamente, de que yo acabara con mi oponente.

No puedo decir que me sintiera especialmente entusiasmado por nuestra victoria. Los dos sentíamos compasión por las pobres criaturas que habían sido reducidas a su horrible estado por la tiranía del cruel Tul Axtar, pero eran sus vidas o las nuestras y nos sentíamos complacidos del resultado final.

Eché, precavido, un vistazo en torno al caer nuestro último antagonista y me alegré de haberlo hecho, porque inmediatamente descubrí a tres criaturas acurrucadas encima de una breve colina no muy distante.

—¡Todavía no hemos terminado, Tavia! —dije—. ¡Mira! —indiqué la dirección de los tres tipos.

—Tal vez no se atrevan a seguir la suerte de sus compañeros —dijo ella—. No se acercan.

—¡Por lo que a mí respecta, si quieren pueden tener la paz! —exclamé—. Vámonos de aquí. Si nos siguen, tendremos tiempo de sobra para decidir qué hacemos.

Mientras avanzábamos hacia el norte mirábamos atrás de vez en cuando; ahora vi que los tres hombres se levantaban y bajaban la colina acercándose a los cuerpos de sus amigos; al hacerlo, nos dimos cuenta de que eran mujeres y estaban desarmadas.

Cuando comprendieron que nos íbamos y que no teníamos intención de atacarles echaron a correr, lanzando gritos chirriantes, dirigiéndose hacia los muertos como enloquecidas.

—¡Es patético! —dijo Tavia tristemente—. Hasta esas infelices criaturas degradadas tienen sentimientos humanos. También pueden sentir pena por la pérdida de sus seres queridos.

—Sí —convine—, pobrecillas, lo siento por ellas.

Temiendo que en el frenesí de su pesar pudieran intentar la venganza de sus compañeros muertos las mantuvimos vigiladas; de otro modo, no hubiéramos sido testigos del horroroso final de la lucha. ¡Y ojalá no lo hubiéramos presenciado, porque cuando las tres mujeres llegaron a los cadáveres, se lanzaron sobre ellos, no ya para llorar ni lamentarse, sino para devorarlos!

Nos volvimos sintiendo que las náuseas se apoderaban de nosotros y nos dirigimos rápidamente al norte hasta mucho después de anochecer.

Pensamos que había pocas probabilidades de ser atacados de noche ya que no había bestias salvajes en un país carente de alimentos y era de suponer que los cazadores saldrían de día, más que de noche, ya que en la oscuridad les resultaría más difícil localizar una presa y seguirla.

Sugerí a Tavia que descansara un poco; luego seguiríamos el resto de la noche y buscaríamos un lugar donde ocultarnos al amanecer, quedándonos allí hasta que la noche cayera de nuevo, ya que estaba seguro de que siguiendo este plan avanzaríamos más y sufriríamos menos agotamiento andando en las horas frescas de la noche, al tiempo que reduciríamos el riesgo de ser descubiertos y atacados por cualquier banda hostil que encontráramos entre nosotros y Gathol.

Tavia estuvo de acuerdo conmigo, por lo que descansamos un rato, haciendo turnos para dormir y vigilar.

Seguimos luego nuestro camino y estoy seguro de haber cubierto una gran distancia antes del amanecer, aunque las elevadas colinas del norte seguían pareciendo muy lejanas, igual que el día anterior.

Nos pusimos a buscar un lugar cómodo donde ocultamos durante el día. Ninguno de los dos sufría hambre ni sed, como hubieran sufrido los antiguos en semejantes circunstancias, ya que la gradual disminución de agua y verduras en Marte durante incontables eras hizo que todas las criaturas del planeta sufrieran un lento proceso de evolución que les permitía pasarse largos períodos sin comida o bebida, y habíamos aprendido, además, a controlar nuestras mentes para no pensar en ellas hasta que podíamos conseguirlas, lo que sin duda nos ayudaba en gran manera a controlar nuestras ansias.

Tras una búsqueda considerable encontramos un barranco profundo y estrecho que nos pareció el mejor sitio para escondernos, pero, apenas habíamos entrado en él cuando vi, por casualidad, dos ojos que nos miraban desde la cresta de un caballón que lo flanqueaba. Estaba mirándolos cuando desaparecieron por detrás de la cresta.

—Eso descarta este lugar —dije a Tavia al informarle de lo que había visto—. Debemos salir de aquí y buscar un nuevo refugio.

Cuando salimos del barranco por su extremo superior eché un vistazo hacia atrás y de nuevo vi aquella criatura que nos miraba, que trató de ocultarse de nuevo. Mientras avanzábamos miraba atrás de vez en cuando y volví a verle alguna vez: era uno de los cazadores de U-Gor. Nos estaba acechando como la bestia salvaje acecha a su presa. Sólo pensarlo me hizo sentirme incómodo. De haber sido un guerrero acechándonos para matarnos no me hubiera sentido así, pero pensar que nos seguía con el fin de devorarnos era repugnante, horrible.

Aquella cosa se mantuvo hora tras hora tras nuestra estela; sin duda temía atacarnos por ser dos, o quizá pensó que nos separaríamos o que nos echaríamos a dormir, o que haríamos cualquier otra cosa que puedan hacer los viajeros dándole la oportunidad que buscaba, pero tras largo tiempo debió abandonar toda esperanza. Dejó de ocultarse de nosotros y en una ocasión trepó a una colina de poca altura y se mantuvo de pie, silueteado contra el cielo y alzando la cabeza lanzó un aullido, un grito horrible que me erizó los pelos del cogote: era el alarido de caza que lanza la bestia que llama a su manada para matar.

Sentí el estremecimiento de Tavia y la apreté contra mí, rodeándola con un brazo en un gesto de protección y así caminamos largo rato en silencio.

La criatura lanzó dos veces más su aterrador grito hasta que finalmente fue respondido desde algún lugar situado a la derecha, delante de nosotros.

Otra vez nos vimos forzados a luchar, pero esta vez sólo con dos y, cuando reanudamos nuestro camino lo hicimos con un sentimiento de depresión que no podíamos sacudirnos, depresión por lo desesperanzado a ultranza de nuestra situación.

Me detuve en la cima de una colina más alta que habíamos cruzado. En ella crecían algunos matorrales altos.

—Vamos a tumbarnos, Tavia —dije—. Desde aquí podemos vigilar; vamos a permanecer en guardia un rato, dormiremos y cuando llegue la noche nos pondremos en marcha.

Parecía cansada y eso me preocupó, pero pienso que sufría más por la tensión nerviosa del interminable acecho que por fatiga física. Sé que eso me había afectado y que podía afectar mucho más a una muchacha joven que a un luchador bien entrenado. Se acostó muy cerca de mí, como si así se sintiera más segura, mientras yo montaba la guardia.

Desde aquella atalaya podía ver una amplia zona del terreno que nos rodeaba y no pasó mucho tiempo antes de que detectara unas figuras humanas que merodeaban como banths cazadores y era evidente con frecuencia que una acechaba a otra. En un momento dado vi no menos de media docena. Vi un tipo que alcanzó a su presa y saltó sobre su espalda. Estaban demasiado lejos de mí como para ver su lucha al detalle, pero pensé que el atacante había atravesado al otro con su espada y entonces, como un banth cazador, saltó sobre ella y empezó a devorarla. No sé si la consumió entera, pero estaba comiendo cuando cayó la noche.

Tavia durmió largamente y cuando se despertó me reprochó por haberla dejado tanto tiempo, insistiendo en que también yo tenía que dormir.

La necesidad me ha enseñado a dormir sólo un rato cuando las condiciones no permiten perder el tiempo, aunque siempre lo recupero después, de manera que había aprendido a limitar mi tiempo de sueño como me conviniera de manera que, ahora, me desperté en cuanto pasó el breve tiempo que me había concedido a mí mismo y reanudamos nuestra marcha hacia la lejana Gathol.

Esta noche, una vez más, como había sucedido la anterior, avanzamos sin ser molestados por el horrible páramo de U-Gor y cuando amaneció vimos que las elevadas colinas se alcanzan cerca de nosotros.

—Quizá estas colinas marquen el límite norte de U-Gor —sugerí.

—Creo que así es —contestó Tavia.

—Ya están a poca distancia —dije—. Vamos a seguir andando hasta que las atravesemos. Me siento impaciente por dejar esta tierra maldita atrás cuando antes.

—Lo mismo que yo —dijo Tavia—. Me enferma pensar en lo que he visto.

Habíamos cruzado un estrecho valle y llegábamos a las colinas cuando oímos el odioso grito de caza a nuestras espaldas. Al volverme vi a un solo hombre que cruzaba el valle dirigiéndose a nosotros. Sabía que le habíamos visto, pero siguió avanzando sin vacilar, deteniéndose a veces para lanzar su extraño aullido. Llegó una respuesta desde el este, y luego otra, y otra más, de distintas direcciones. Nos apresuramos a trepar las bajas laderas que llevaban a la cumbre, mucho más lejos. Al mirar atrás vi que los cazadores convergían sobre nosotros desde todos lados. Nunca habíamos visto antes tantos juntos.

—Quizá si trepamos lo bastante alto por las montañas podamos escabullimos —dije.

Tavia agitó la cabeza.

—Por lo menos, Hadron, hemos luchado bien —respondió.

Comprendí que estaba desanimada y no podía reprochárselo, pero un instante después me miró y sonrió ampliamente.

—¡Seguimos vivos, Hadron de Hastor! —exclamó.

—Seguimos vivos y tenemos nuestras espadas —le recordé.

Mientras trepábamos nuestro perseguidores se fueron acercando y vi que otros llegaban por las colinas de la derecha y la izquierda. Nos vimos obligados a volvernos de las colinas por las que confiábamos en cruzar la cresta de la cordillera ya que por arriba aparecieron otros cazadores que descendían hacia nosotros. Directamente delante teníamos un elevado pico, el más alto de la cadena montañosa, por lo que podía ver, y sólo allí, en su lado más escarpado, no había cazadores que nos cerraran el paso.

Mientras trepábamos, las laderas de la montaña se hizo más pina hasta que el ascenso resultó no sólo arduo al máximo, sino difícil y peligroso en ocasiones. No teníamos, sin embargo, ninguna otra alternativa y proseguimos nuestra escalada hacia la cumbre, mientras los cazadores de U-Gor nos seguían. No se apresuraban, lo que me llevó a la conclusión de que nos tenían arrinconados. Yo buscaba un lugar donde detenernos, pero no encontré ninguno y finalmente llegué a la cima, un espacio circular llano de unos treinta metros de diámetro.

Como nuestros perseguidores seguían estando a corta distancia atravesé rápidamente la pequeña meseta de la cresta. Toda la cara norte descendía a pico en unos sesenta metros, lo que bloqueaba definitivamente nuestra retirada. Por todas las demás direcciones ascendían los cazadores. No teníamos salida, al parecer, pero nos negamos a admitir nuestra denota.

La cresta de la montaña estaba cubierta de rocas sueltas. Lancé una piedra al caníbal más próximo y tuve la fortuna de golpearle en la cabeza, con lo que le mandé ladera abajo, arrastrando consigo a un par de sus colegas. Tavia siguió entonces mi ejemplo y empezamos a bombardearles, pero fallábamos más que acertábamos y había tantos, tan fieros y hambrientos, que ni siquiera detuvimos su avance. Tan numerosos eran que se me antojaron una plaga de insectos que trepaban desde abajo; enormes, grotescos insectos que pronto caerían sobre nosotros y nos devorarían.

A medida que se acercaban lanzaban un nuevo grito que nunca había oído antes. Era distinto del grito de caza, pero igualmente terrible.

—Es su grito de guerra —dijo Tavia.

Poco a poco, con una persistencia incansable, la multitud de cazadores se cernía sobre nosotros. Sacamos las espadas; eran nuestro último recurso. Tavia se apretó contra mí y por primera vez creí sentir sus temblores.

—No dejes que me cojan —dijo—. No es la muerte lo que más temo.

Sabía lo que quería decir y la tomé en mis brazos.

—¡No puedo hacerlo, Tavia! —exclamé—. ¡No puedo!

—Debes hacerlo —respondió con voz firme—. Si me quieres, aunque sea como amigo, no puedes dejar que esas bestias me cojan viva.

No pude articular palabra, pero sabía que ella tenía razón. Desenvainé mi daga.

—¡Adiós, Hadron!… ¡Mi Hadron!

Me ofrecía el pecho desnudo para recibir mi daga, con el rostro levantado hacia mí. Seguía siendo una cara valiente, sin el menor rastro de miedo y ¡qué bella era!

Impulsivamente, movido por un poder que no pude controlar, me incliné y oprimí sus labios con los míos. Con los ojos entornados, ella apretó los suyos contra mi boca más fuerte aún.

—¡Oh, Issus! —musitó al apartarse, y añadió—. ¡Ya vienen! ¡Hiere ahora, Hadron, y hiere a fondo!

Las bestias casi habían alcanzado la cima. Levanté la mano armada para hundir la daga profundamente en su perfecto seno. Para mi sorpresa, mis nudillos golpearon algo duro por encima de mí. Levanté la vista: no había nada, pero algo me movió a palpar de nuevo para solucionar aquel extraordinario misterio, incluso en aquel instante intensamente trágico.

Y volví a sentir algo allá arriba. ¡Por Issus que había algo! Mis dedos recorrieron una superficie lisa, una superficie familiar. ¡No podía ser! Y, sin embargo, ¡tenía que ser el Jhama!

No me hice preguntas ni invoqué al destino en aquel instante. Los cazadores de U-Gor estaban casi encima de nosotros cuando mis dedos, a tientas, encontraron una de las argollas de amarre de la proa del Jhama. Elevé rápidamente a Tavia por encima de mi cabeza.

—¡Es el Jhama! —grité—. Trepa a bordo.

La querida muchacha, tan rápida para aprovechar las oportunidades fortuitas como el luchador mejor entrenado, no se detuvo a preguntar, sino que se elevó hasta el puente con la agilidad de una atleta y cuando yo cogí la argolla de amarre y me alcé, ella, tendida boca abajo, alargó los brazos para ayudarme; la fuerza de su cuerpo estuvo a la altura de la tarea que realizó.

Los jefes de la horda habían llegado a la cima. Hicieron una pausa, momentáneamente confusos al vernos trepar por el aire y detenernos en apariencia justo encima de sus cabezas, pero el hambre les empujó y saltaron tratando de agarrarnos, trepando unos a las espaldas y hombros de otros para tirar de nosotros.

Dos de ellos casi alcanzaron el puente y, mientras yo luchaba con ellos con una sola mano, Tavia elevó la escotilla y llegó a los mandos de un salto.

Otro ser de repelente cara había llegado al puente por el lado opuesto y fue la suerte la que me hizo verle antes de que pudiera atravesarme la espalda con su arma. El Jhama ya se estaba elevando y me volví para entablar combate con él. Había poco espacio, pero yo tenía la ventaja de saber hasta dónde llegaba el puente bajo mis pies, mientras que él no veía otra cosa que el aire. Creo que esto le asustó, además, porque cuando me lancé hacia él, dio un paso atrás y, con un alarido de terror, se precipitó al espacio cayendo a tierra.

Nos habíamos salvado, pero ¿cómo diablos había llegado el Jhama a aquel lugar?

¡Quizá Tul Axtar estaba a bordo! Ese pensamiento me llenó de alarma sobre la seguridad de Tavia, por lo que, pronta la espada salté por la escotilla a la cabina. Sólo Tavia estaba en ella.

Tratamos de llagar a una explicación sobre el milagro que nos había salvado, pero ninguna conjetura nos aportó cosa alguna que fuera en absoluto satisfactoria.

—Estaba allí cuando más la necesitamos —dijo Tavia—: Ese hecho debiera satisfacernos.

—Creo que nos tendremos que conformar, por el momento, cuando menos —dije. Ahora, pongamos, una vez más, proa a Helium.

Habíamos pasado un corto espacio más allá de las montañas cuando avisté una nave a distancia y poco después otra, y otra luego, hasta que comprendí que nos estábamos acercando a una gran flota que volaba en dirección este. Cuando nos acercamos vi que las naves estaban pintadas con el horroroso color azul de Jahar y comprendí que aquella era la formidable armada de Tul Axtar.

Entonces vi otros navíos que se aproximaban desde el este y supe que era la flota de Helium. No podía ser otra y, sin embargo, me tenía que asegurar por lo que aceleré en dirección a la nave más próxima de esta segunda flota hasta que vi las banderas y pendones de Helium flotando en la obra muerta y la insignia de combate del Señor de la Guerra pintada en la proa. Detrás venían otras aeronaves, una noble flota que avanzaba hacia su inevitable destino.

Un crucero jahariano avanzaba hacia el primer gran acorazado; me lancé a interceptarlo y utilicé uno de mis fusiles.

Me vi obligado a llegar muy cerca del blanco, lo mismo que el crucero jahariano, ya que la distancia efectiva del fusil desintegrador es extremadamente limitada.

A bordo del acorazado de Helium todo estaba dispuesto para entrar en acción, pero yo sabía por qué no habían disparado un cañón. John Carter, el Señor de la Guerra de Barsoom, había presumido siempre de que jamás desataría una guerra. El enemigo debía disparar primero. Si yo hubiera podido llegar a tiempo, le hubiera convencido de las fatales consecuencias de un código tan magnánimo y caballeroso y las naves de Helium, con sus cañones de largo alcance, podían haber aniquilado la flota completa de Jahar antes de que hubieran logrado llegar al alcance de sus mortales fusiles, pero el destino había dispuesto otra cosa, y lo mejor que podía hacer era llegar a la nave jahariana antes de que fuera demasiado tarde.

Tavia manejaba los mandos. Volábamos a gran velocidad hacia el crucero azul de Jahar. Yo estaba de pie, detrás del fusil de proa. Un instante después estaríamos dentro del alcance del arma, cuando vi que el gran acorazado de Helium se deshacía en el aire. Sus partes de madera cayeron lentamente a tierra y un millar de guerreros fueron lanzados a una muerte cruel en la yerma tierra que sobrevolaban.

Casi inmediatamente las restantes naves de Helium se pararon de golpe. Habían sido testigos de la catástrofe que había acabado con el primer navío de la línea y el comandante de la flota se dio cuenta de que estaban amenazados por una nueva fuerza de la que no tenían conocimiento.

Las naves de Tul Axtar, estimuladas por este primer éxito, se desplazaban ahora rápidamente lanzándose al ataque. El crucero que había destruido el gran acorazado encabezaba el grupo, pero ahora lo tenía a mi alcance.

Comprendiendo que la pintura azul de protección de Jahar evitaría que el rayo desintegrador alcanzara la nave, había metido en la recámara del fusil un cartucho de otro tipo y moviendo la boca del arma de manera que barriera toda la longitud de la nave apreté el gatillo.

Los hombres de a bordo de la nave se disolvieron instantáneamente en el aire; sólo quedaron sus correajes, sus insignias y sus armas.

Dando instrucciones a Tavia para que pusiera el Jhama al costado, levanté la escotilla superior y salté al puente del crucero y un instante después icé la señal de rendición. Cabe imaginarse la consternación a bordo de los buques más próximos de Jahar cuando sus tripulantes vieron la señal que ondeaba en el mástil de proa, pues ninguno había estado lo bastante cerca para ver lo que realmente pasaba a bordo.

Volviendo a la cabina del Jhama, bajé la escotilla y me dirigí al periscopio. Allá lejos, al final de la primera línea de naves jaharianas, vi la insignia real en un gran acorazado, señal de que Tul Axtar estaba a bordo, pero en una posición segura. Me hubiera gustado alcanzar su nave a continuación, pero la flota avanzaba hacia las de Helium y no me atreví a perder tiempo.

Las naves de Helium habían abierto fuego ya y los proyectiles explotaban entre las naves que abrían la marcha de la flota jahariana —unos proyectiles tan precisamente ajustados que se podían regular para que explotaran en cualquier punto hasta el máximo alcance del cañón que los disparaba. Hacía falta ser un buen cañonero para sincronizar el tiempo con la diana.

A medida que se abatía una nave de la flota jahariana tras otra, las restantes pusieron en acción sus enormes cañones. Por lo menos temporalmente, los fusiles de rayos desintegradores habían fallado, pero hubieran tenido éxito, lo sabía, si una nave, aunque fuera una sola, hubiera atravesado la línea heliumética, donde en unos pocos minutos hubiera podido destruir una docena de grandes acorazados.

Los artilleros jaharianos eran deficientes; los proyectiles solían explotar a gran altura en el aire antes de alcanzar el blanco, pero fueron mejorando a medida que discurría la batalla. Sin embargo, yo sabía que Jahar nunca podría soñar en derrotar a Helium con las propias armas de ésta.

Uno de los grandes acorazados de la flota de Tul Axtar fue alcanzado tres veces seguidas a mi costado. Vi cómo caía por popa y supe que estaba acabado; entonces vi cómo su comandante corría a proa y lanzaba la nave en una última y larga zambullida y supe que a bordo de la flota de Tul Axtar había tantos hombres valientes como en la de Helium; Tul Axtar, sin embargo, no era uno de ellos porque vi, allá a lo lejos, cómo su buque insignia se lanzaba a toda velocidad hacia Jahar.

La gran flota prosiguió con su ataque a pesar de la cobardía del jeddak. Si tenían el valor suficiente todavía podían ganar, ya que sus naves superaban en número de diez a uno a las de Helium y hasta donde alcanzaba la vista se les podía ver volando a toda velocidad desde el norte, el sur y el oeste aproximándose al campo de batalla.

Las naves de Helium presionaban cada vez más acercándose a las de Jahar. En su ignorancia, el Señor de la Guerra estaba entregándose directamente en manos del enemigo. Con su puntería superior y con veinte acorazados protegidos con la pintura azul de Jahar, Helium podría borrar del mapa la gran armada de Tul Axtar. Estaba seguro de ello, y esa seguridad me trajo una inspiración: se podía hacer y sólo Tan Hadron de Hastor podía hacerlo.

Explotaban proyectiles por todos lados. Las ondas expansivas hacían balancear el Jhama hasta que empezó a balancearse y cabecear como un navío de antaño en un mar antiguo. Una y otra vez nos situamos peligrosamente cerca de la línea de fuego de los fusiles de rayos desintegradores jaharianos. Pensé que no debía seguir poniendo a Tavia en riesgo, pero era necesario que llevara a cabo el plan que había concebido.

Es extraña la forma en que los hombres cambian por razones, al parecer, triviales. Toda mi vida había pensado que haría cualquier sacrificio por Helium, pero ahora sabía que no pondría en riesgo ni un solo cabello de aquella alborotada cabeza por todo Barsoom. Esto, me dije, es amistad.

Me puse a los mandos y volví la proa del Jhama a una de las naves de Helium que estaba temporalmente fuera de la línea de fuego y, a medida que nos acercábamos a su costado, entregué los mandos a Tavia de nuevo y elevando la escotilla de proa salté al puente del Jhama, alcanzado ambas manos sobre mi cabeza en señal de rendición, para el caso de que me tomaran por un jahariano.

¿Qué habrían pensado cuando me vieron flotando, aparentemente, erguido en el aire. A juzgar por las expresiones de los rostros de los que estaban más cerca de mí cuando el Jhama entró en contacto con el costado de su nave, era evidente que estaban los tripulantes del acorazado atónitos.

No dejaron de apuntarme cuando subí a bordo, dejando a Tavia para maniobrar el Jhama.

Antes de que pudiera presentarme un joven oficial de mi propio umak me reconoció. Lanzando un grito de sorpresa dio un paso adelante y me abrazó.

—¡Hadron de Hastor! —gritó—. Acabo de ser testigo de una resurrección, pero no, eres demasiado real, estás demasiado vivo como para ser un fantasma del otro mundo.

—¡Ahora es cuando estoy vivo! —exclamé— ¡pero ninguno lo estaremos a menos que pueda hablar con tu comandante! ¿Dónde está? —Aquí— dijo una voz a mis espaldas.

Me volví encontrándome con un viejo odwar que había tenido gran amistad con mi padre. Me reconoció de inmediato, pero no había tiempo ni siquiera para intercambiar saludos.

—¡Prevén a la flota que las naves de Jahar están armadas con fusiles de rayos desintegradores que pueden disolver cualquier buque como viste que disolvieron el primero. Sólo son eficaces a corta distancia. Manteniéndose a la distancia de un haad de ellos se está relativamente seguro. Y ahora, si me das tres hombres y apartas el fuego de tu flota de las naves jaharianas al sur de su línea, te daré veinte naves en una hora, naves protegidas con el color azul de Jahar a las que puedes dirigir sus fusiles de rayos desintegradores con toda impunidad.

El odwar me conocía bien y accedió a lo que le había pedido, asumiendo toda la responsabilidad.

Designó a tres padwars de mi propia clase para que me acompañaran. Traje a Tavia a bordo del acorazado y la puse bajo la protección del viejo odwar, aunque ella se opuso tenazmente a separarse de mí.

—Hemos pasado por todo esto juntos, Hadron de Hastor —protestó—; deja que sigamos juntos hasta el final.

Se me había acercado tanto y hablaba en un tono de voz tan bajo que nadie pudo oírla. Tenía fijos en mí sus ojos suplicantes.

—No puedo arriesgarte más, Tavia —dije.

—Eso es que crees que vas a correr un gran peligro —respondió ella.

—Vamos a correr peligro, desde luego —respondí—; estamos en guerra y nunca se puede decir. Pero no te preocupes, volveré sano y salvo.

—Entonces lo que pasa es que temes que me interponga —dijo la muchacha— y que otro haría el trabajo mejor que yo.

—¡Nada de eso! Sólo pienso en tu seguridad.

—Si mueres no viviré, lo juro —dijo—, por tanto, si puedes confiar en que sabré hacer el trabajo de un hombre, llévame contigo en vez de uno de ellos.

Vacilé.

—¡Oh, Hadron de Hastor! Por favor, no me dejes aquí sola —suplicó. No pude resistirme.

—Está bien —respondí—, ven conmigo. Mejor tú que cualquier otro. Así fue como Tavia sustituyó a uno de los padwars a bordo del Jhama, ante el considerable disgusto del oficial.

Antes de embarcar en el Jhama me volví al viejo odwar.

—Si tenemos éxito —dije—, varios acorazados de Tul Axtar avanzarán lentamente hacia las líneas de Helium enarbolando señales de rendición. Sus tripulaciones habrán sido destruidas. Haz que haya partidas de abordaje listos para subir a bordo.

Ni que decir tiene que todo el personal a bordo del acorazado estaba profundamente interesado en el Jhama, aunque todo lo que podían ver del mismo era una escotilla abierta y el ojo del periscopio. La oficialidad y el resto de la tripulación se agrupó en la barandilla y cuando subimos a bordo de la nave invisible y cerré la escotilla oí que nos dedicaban una prolongada ovación.

Mi primera acción puso plenamente de manifiesto cuánto necesitaba a Tavia, ya que la situé en la torreta de popa a cargo del fusil instalado en ella, mientras que uno de los padwars se hizo cargo de los mandos y giró la proa del Jhama hacia la flota jahariana.

Yo permanecí de pie en una posición desde la que podía contemplar la cambiante escena en el cristal esmerilado del periscopio y en el momento en que un gran acorazado pasaba lentamente por la imagen en miniatura que tenía delante di instrucciones al padwar para que lo siguiera en línea recta; sin embargo, un instante después vi otro acorazado que se ponía por delante del primera. Era mejor éste, por lo que cambiamos el rumbo para pasar entre los dos.

Avanzaban valientemente hacia la flota de Helium, mientras disparaban sus grandes cañones y reservaban sus fusiles de rayos desintegradores para cuando estuvieran más cerca. ¡Qué espectáculo tan magnífico y, sin embargo, qué impotente! El diminuto e invisible Jhama, con sus pequeños fusiles, suponía una amenaza mayor para ellos que toda la flota de Helium. Proseguían su avance, ignorantes del inevitable destino que se cernía sobre ellos.

—Barre la nave de estribor de proa a popa —instruí a Tavia—. Yo me ocuparé de su compañera por nuestra portilla. ¡A media máquina! —dije al padwar que estaba a los mandos.

Pasamos lentamente a sus proas. Oprimí el gatillo de mi fusil y por la diminuta abertura de la mira vi cómo, al pasar las dos naves, las tripulaciones se disolvían al paso de los terribles rayos. Estábamos muy cerca, tanto que pude ver las expresiones de consternación y horror en los rostros de algunos guerreros al observar cómo sus compañeros desaparecían ante sus ojos, pero entonces les llegó el turno y también ellos se desvanecieron en un abrir y cerrar de ojos, mientras sus armas y emblemas chocaban con sonido metálico contra el suelo del puente.

Cuando pasamos a popa, una vez terminada nuestra tarea, hice que el padwar pusiera el Jhama al costado de una de las naves, a la que abordé rápidamente izando la señal de rendición. Con la muerte del oficial que estaba a los mandos iba a la deriva empujada por el viento, pero me apresuré a arrumbarla de nuevo para dirigir su proa, a media máquina, hacia las naves de Helium. Fijé los mandos y abandoné la nave.

Volviendo al Jhama, pasamos rápidamente a la otra nave que unos instantes más tarde también empezó a navegar lentamente hacia la flota del Señor de la Guerra con la señal de rendición ondeando sobre ella.

Habíamos asestado el golpe con tal rapidez que incluso las naves de Jahar más próximas tardaron algún tiempo en darse cuenta de que algo andaba mal. Quizá no pudieran dar crédito a sus ojos al ver cómo dos acorazados de gran porte se rendían sin haber recibido ni un solo disparo; sin embargo, en aquel momento, el comandante de un crucero ligero pareció comprender lo grave de la situación, aunque no pudiera entenderla por completo. Ya nos estábamos desplazando hacia otro acorazado cuando vi que el crucero se lanzaba directamente hacia una de las presas ya capturadas por nosotros y tuve la seguridad de que nunca llegaría hasta la flota de Helium si el crucero conseguía abordarla, algo que tenía que evitar a toda costa. El rumbo que seguía el crucero le llevaría a cruzar por delante de nuestra proa; al pasar lo acribillé con el fusil delantero.

Vi que iba a ser imposible que el Jhama alcanzara a este rápido crucero, que se desplazaba a toda velocidad, por lo que nos vimos precisados a dejarle seguir su rumbo. En principio temimos que se lanzaría sobre nuestra presa más próxima y que si chocaba de frente con ella a la velocidad a la que iba el crucero se incrustaría hasta la mitad del casco del acorazado. Por fortuna, pasó rozando la gran nave por el grosor de un cabello y se internó volando a toda velocidad hasta el centro de la flota de Helium.

Al instante se convirtió en blanco de cien cañones; una barrera de proyectiles estallaban a su alrededor y debió recibir no menos de una docena de impactos simultáneos porque desapareció, sin más, convertido en una masa de chatarra que caía a tierra.

Cuando volví a nuestra tarea vi los estragos que estaban causando los poderosos cañones de Helium entre las naves enemigas situadas al norte. Justo cuando las miraba vi que tres grandes acorazados iniciaban su zambullida final, mientras que otros cuatro estaban al garete, empujados sin remedio por el viento, pero otras naves de la poderosa armada se lanzaban ya a la acción. Hasta donde podía apreciarlo, llegaban desde el norte, el sur y el oeste. No parecían tener fin y ahora comprendí que sólo un milagro podía dar la victoria a Helium.

Según había sugerido yo, nuestra propia flota estaba a la espera, concentrando el fuego de los grandes cañones en las naves de Jahar más próximas, tratando constantemente de mantener los mortíferos fusiles fuera de alcance.

Volvimos al trabajo, al lúgubre trabajo que el dios de las batallas nos había asignado. Uno a uno, veinte grandes acorazados rindieron sus puentes desiertos a nuestro empuje y conté que otra veintena, por lo menos, había sido destruida por los cañones del Señor de la Guerra.

En la realización de nuestro trabajo nos habíamos visto obligados a destruir no menos de una docena de naves pequeñas, tales como patrulleros y cruceros ligeros, que ahora volaban erráticos entre las demás naves de la flota jahariana, llevando la consternación, e indudablemente el terror, a los corazones de los guerreros de Tul Axtar ya que las naves más cercanas tenían que haberse dado cuenta, largo tiempo atrás, de que las aeronaves de Helium habían lanzado contra ellos alguna fuerza nueva y extraña.

A estas alturas habíamos llegado tan lejos, por detrás de la primera línea jahariana, que ya ni veíamos las naves de Helium, aunque los estallidos de los proyectiles demostraban que seguían allí.

La experiencia me había demostrado que sería necesario proteger a las naves jaharianas capturadas para evitar que fueran recuperadas, por lo que di la vuelta y tomé una posición desde la que podía vigilar al mayor número posible; hice bien, porque, como comprobé, se hizo necesario destruir las tripulaciones de tres naves más, antes de que llegáramos a la línea de batalla de Helium.

Ya habían enviado tripulantes a una docena de acorazados jaharianos capturados que, con las banderas y pendones de Helium ondeando al viento, habían dado la vuelta y se desplazaban para entrar en acción contra sus hermanos.

Ahí fue donde la moral de Jahar quedó destrozada. Creo que fue demasiado para ellos ya que, sin lugar a dudas, la mayoría pensaba que esas naves se habían pasado voluntariamente al enemigo con toda su oficialidad y resto de tripulantes ya que muy pocos, quizá ninguno, podía saber que aquellos habían sido destruidos.

Hacía mucho tiempo que su jeddak les había abandonado a su suerte. Veinte de sus naves más poderosas se habían pasado al enemigo y, protegidas ahora por el color azul de Jahar y tripuladas por los mejores artilleros de Barsoom, estaban abriendo auténticos surcos entre ellos, extendiendo muerte y destrucción por todos lados.

Una docena de naves de Tul Axtar se rindió voluntariamente, visto lo cual por otras, se dieron la vuelta y se dispersaron. Muy pocas se dirigieron a Jahar, de lo que deduje que pensaban que la ciudad caería inevitablemente.

El Señor de la Guerra no hizo esfuerzo alguno por perseguir a las naves que huían; en vez de ello, estacionó las que habíamos capturado al enemigo, más de treinta en total, alrededor de la flota de Helium para que sirvieran de coraza contra los fusiles de rayos desintegradores del enemigo si se producía un nuevo ataque; luego, lentamente, avanzamos hacia Jahar.