Los caníbales de Ugor
Cuando dejé caer el manto de la invisibilidad saqué mi espada larga y el roce que produjo al salir de la vaina hizo que Tul Axtar se diera la vuelta. La sangre fluyó a su corazón y le dejó el rostro pálido cuando me vio. Estaba a punto de gritar cuando la punta de mi espada la detuvo.
—¡Silencio! —musité.
—¿Quién eres? —preguntó.
—¡Silencio!
Hice mis planes en un instante. Le obligué a darse la vuelta y le desarmé, después de lo cual le até fuertemente y le amordacé.
—¿Dónde puedo ocultarle, Sanoma Tora? —pregunté.
—Hay un armario pequeño aquí —dijo indicando una puertecita de un lado de la habitación. La cruzó y abrió la puerta. Yo arrastré a Tul Axtar y le metí en el armario, no con mucha suavidad, lo puedo jurar.
Cuando cerré la puerta vi que Sanoma Tora estaba pálida y temblorosa.
—Tengo miedo —dijo—. Si vuelven y le encuentran así, me matarán.
—Sus cortesanas no volverán hasta que las llame —le recordé—. Oíste que tal era su deseo, su orden.
Ella asintió sin decir palabra.
—Aquí está su daga —le dije—. Si la cosa empeora, puedes mantenerles fuera amenazando con matar a Tul Axtar.
Vi, sin embargo, que la muchacha estaba aterrada, temblando como una hoja, y temí que no lograra superar la prueba, si llegaba el caso. ¡Cuánto deseaba que Tavia estuviera aquí! Sabía que ella no fallaría y, en nombre de mi primer antepasado, ¡cuánto dependía del éxito!
—Volveré pronto —dije recogiendo del suelo el manto de la invisibilidad—. Deja la ventana grande abierta y estate preparada para cuando regrese.
Al ponerme el manto vi que temblaba y que no podía hablar; a decir verdad, hasta le faltaban fuerzas para sujetar la daga, que yo temía cayera de sus dedos carentes de nervios, pero nada podía hacer yo, salvo dirigirme apresuradamente al Jhama e intentar regresar antes de que fuera demasiado tarde.
Alcancé la cima de la torre sin incidentes. Por encima de mí parpadeaban las brillantes estrellas de la noche barsoomiana, mientras que justo encima del tejado del palacio parecía colgado el precioso planeta Jarsoom[11].
Ni que decir tiene que el Jhama era invisible, pero mi confianza en Tavia era tan grande que al alzar la mano al cielo supe que tocaría la quilla de la aeronave, como así fue. Golpeé tres veces la escotilla de proa, señal que habíamos establecido antes de penetrar en el palacio. La escotilla se alzó instantáneamente y un segundo después ya estaba yo a bordo.
—¿Dónde está Sanoma Tora? —preguntó Tavia.
—No me hagas preguntas ahora —respondí—. Tenemos que proceder con rapidez. Prepárate para coger los mandos en cuanto yo los suelte.
Ocupó en silencio el asiento junto al mío, con su suave hombro tocando mi brazo. En silencio, hice descender el Jhama hasta el nivel de la ventana del gineceo. En líneas generales, sabía dónde estaba la de Sanoma Tora, pero mientras me acercaba escrutaba por el periscopio las ventanas, hasta que vi la figura de Sanoma Tora en el cristal esmerilado. Acerqué el Jhama al alféizar, con el puente superior justo debajo del mismo.
—Hazte cargo, Tavia —dije.
Levanté la escotilla superior unos centímetros y llamé a la muchacha. Al oír mi voz, aunque sabía que yo llegaría y me estaba esperando, San orna Tora tembló y a punto estuvo de dejar caer la daga.
—Apaga la luz —musité.
Vi que se dirigía temblando a un botón embutido en la pared y un instante después la habitación estaba sumida en la oscuridad. Entonces levanté la escotilla y me subí al alféizar. Como no quería que los pliegues del manto de invisibilidad me molestaran, lo había plegado y metido en el correaje, donde lo tendría dispuesto para usarlo si surgía la necesidad. Encontré a Sanoma Tora en la oscuridad, tan debilitada por el terror que tuve que cogerla en brazos y llevarla hasta la ventana, donde Phao se las arregló para introducirla en la nave por la escotilla abierta. Entonces volví al armario donde Tul Axtar estaba atado y amordazado. Me incliné y corté las cuerdas que ataban sus tobillos.
—Haz exactamente lo que te diga, Tul Axtar —dije—, o mi acero encontrará el camino de tu corazón. Está sediento de tu sangre, Tul Axtar, y tengo dificultades para contenerle, pero si no me fallas tal vez te pueda salvar todavía. Puedo utilizarte, Tul Axtar, y de tu utilidad depende tu vida, porque muerto nada vales para mí.
Hice que se levantara y se dirigiera a la ventana. Le ayudé a subir al alféizar. Estaba aterrorizado cuando intenté que diera un paso hacia el vacío, como él pensaba, pero cuando subí al puente del Jhama delante de él y vio que aparentemente flotaba en el aire, hizo de tripas corazón y, finalmente, conseguí subirle a bordo.
Cerré la escotilla detrás de él y encendí una tenue luz interior. Tavia se volvió esperando mis órdenes.
—Mantente donde estás, Tavia.
En la cabina del Jhama había un escritorio diminuto, donde el oficial del buque guardaría su diario de a bordo y se ocuparía de otros registros e informes que tuviera necesidad de hacer. Había material para escribir y al sacarlo del cajón donde estaba guardado llamé a Phao.
—Tú eres de Jahar —le dije—. ¿Sabes escribir en el idioma de tu país?
—Naturalmente —dijo ella.
—Entonces, escribe lo que te voy a dictar.
Se dispuso a seguir mis instrucciones.
—Si se destruye una sola nave de Helium —dicté—, tul Axtar morirá. Y, ahora, fírmalo Hadron de Hastor, padwar de Helium.
Tavia y Phao me miraron y volvieron luego la vista al prisionero con los ojos llenos de asombro, porque a la tenue luz del interior de la nave no habían reconocido al prisionero.
—Tul Axtar de Jahar —consiguió decir Tavia incrédula—. Tan Hadron de Hastor, esta noche has salvado a Helium y Barsoom.
No pude por menos que observar su rapidez mental, con qué celeridad había entendido las posibilidades que suponían tener en nuestro poder a la persona de Tul Axtar, jeddak de Jahar.
Tomé la nota escrita por Phao y volviendo rápidamente a la habitación de Sanoma Tora la dejé sobre el tocador. Un instante después estaba en la cabina del Jhama y nos elevábamos rápidamente por encima de los tejados de Jahar.
El amanecer nos sorprendió más allá de la última línea de naves jaharianas, por debajo de las cuales habíamos pasado guiados por sus luces, una prueba para mí de que la oficialidad de la flota era deficiente, porque ningún hombre bien entrenado que espera a una fuerza enemiga mantiene las luces de a bordo de sus naves encendidas toda la noche.
Nos dirigíamos ahora a toda velocidad en dirección a la lejana Helium, siguiendo un curso que confiaba que nos llevara a interceptar la flota del Señor de la Guerra si ya estaba camino de Jahar, como Tul Axtar había anunciado.
Sanoma Tora había recuperado algo de su forma de ser habitual y controlaba sus nervios. La dulce solicitud de Tavia por su bienestar me conmovió profundamente. Ella la había aquietado y calmado como si hubiera sido su hermana pequeña, aunque ella era más joven que Sanoma Tora, pero con el retorno de la confianza, también la antigua altivez de Sanoma Tora estaba de vuelta y me pareció que mostraba poca gratitud por las amabilidades de Tavia, pero me di cuenta de que esa era su forma de proceder, innata en ella y que, sin duda, en el fondo de su corazón apreciaba y agradecía profundamente lo que hizo por ella. Como quiera que fuera, no puedo por menos que admitir que en ese momento deseaba que ella pronunciara alguna palabra o hiciera algo para mostrar su gratitud. Estábamos volando suavemente, un poco por encima de la altitud normal de los acorazados. La brújula de control del destino seguía fija y el Jhama seguía su curso por lo que, después de todo lo que había pasado, sentí la necesidad de dormir un poco. Phao ya había descansado antes, siguiendo mi sugerencia, y todo lo que había que hacer era mantener una cuidadosa vigilancia sobre las naves. Encomendé esta tarea a Phao, y Tavia y yo nos envolvimos en nuestras sedas y pieles y no tardamos en quedar profundamente dormidos.
Tavia y yo estábamos en la parte central de la nave, Phao a proa, con los mandos, manejando continuamente el periscopio buscando naves en el cielo. Cuando me retiré, Sanoma Tora estaba de pie en una de las portillas de estribor contemplando la noche, mientras que Tul Axtar estaba tumbado a popa. Hacía rato que le había quitado la mordaza, pero parecía demasiado acobardado para dirigirse a nosotros y estaba sumido en un silencio hosco, o quizá dormido, no lo sé.
Yo estaba destrozado y dormí como un leño desde el momento en que me tumbé hasta que, repentinamente, me despertó el impacto de un cuerpo sobre el mío. Luché por liberarme y descubrí con disgusto que me habían atado fuertemente las manos mientras dormía, para mi, algo que mi costumbre de dormir siempre con las manos juntas delante de la cara había facilitado.
Tenía la rodilla de un hombre oprimiéndome el pecho, apretándome fuertemente contra el suelo, mientras una mano me agarraba la garganta. A la débil luz de la cabina vi que era Tul Axtar, que sostenía la daga en la otra mano.
—¡Silencio! —musitó—. ¡Si quieres conservar la vida no hagas el menor ruido!
Para asegurarse, me amordazó y me ató los tobillos. Luego cruzó rápidamente a donde estaba Tavia, la ató y al hacerlo mis ojos buscaron ayuda en el interior de la cabina. Vi que Phao estaba atada y amordazada, igual que yo. Sanoma Tora estaba acurrucada junto a la pared, aparentemente poseída por el terror. No la había atado ni amordazado. ¿Por qué no me previno? ¿Por qué no había acudido en mi ayuda? ¡Si hubiera sido Tavia la que no estaba atada, en vez de Sanoma Tora, qué distinto hubiera sido el resultado de la búsqueda de la libertad y la venganza por parte de Tul Axtar!
¿Cómo había podido suceder todo aquello? Estaba seguro de haber atado a Tul Axtar tan fuertemente que no podía liberarse por sí solo, y, sin embargo, tuve que haberme equivocado y me maldecí por mi descuido, que había tirado por tierra todos mis planes y que fácilmente podía poner en juego el destino de Helium.
Una vez que se hubo deshecho de Phao, Tavia y de mí, Tul Axtar se dirigió rápidamente a los mandos ignorando a Sanoma Tora al pasar ante ella. Viendo el marcado terror que sentía la muchacha, pude entender fácilmente que no la considerara una amenaza para sus planes; ella era tan inocua estando suelta como atada.
Dio la vuelta a la nave para regresar a Jahar y aunque no entendía el mecanismo de la brújula de control del destino y no podía abortarla, eso carecía de importancia mientras manejara los mandos; el único efecto de la brújula sería el de hacer regresar la nave a su rumbo anterior si se soltaban los mandos mientras estaba en movimiento.
Ahora se volvió a mí.
—Te hubiera destruido, Hadron de Hastor —dijo—, de no haber dado mi palabra de jeddak de que no lo haría.
Me pregunté vagamente a quién había dado semejante palabra de no matarme, pero había otros pensamientos más importantes que me atravesaban el cerebro, haciendo que todo lo demás quedara en segundo término. Sobre todo, desde luego, estaban mis planes para retomar el control del Jhama y, en segundo lugar, mi temor por la suerte de Tavia, Sanoma Tora y Phao.
—Da gracias a la magnanimidad de Tul Axtar —prosiguió—, que no va a castigar la afrenta que le hiciste. En vez de eso, te dejaré libre —se echó a reír—. ¡Libre! Te dejaré en tierra en la provincia de U-Gor.
Había algo desagradable en el tono de su voz que hizo que su promesa sonara más como amenaza. Nunca había oído hablar de U-Gor, pero di por supuesto que era alguna provincia remota desde la que me sería difícil, cuando no imposible, regresar a Jahar o Helium. De una cosa estaba seguro: de que Tul Axtar no me dejaría libre en ningún lugar donde pudiera suponer una amenaza para él.
El Jhama voló silencioso durante horas. Tul Axtar no había tenido la decencia ni el rasgo humanitario de quitarnos las mordazas. Estaba absorto con los mandos y Sanoma Tora, que permanecía acurrucada contra el costado de la cabina, no abrió la boca para nada; ni siquiera me miró en todo ese tiempo. ¿Qué pensamientos cruzaban por su preciosa cabeza? ¿Trazaba algún plan que volviera las tornas contra Tul Axtar, o simplemente estaba abatida ante la desesperada perspectiva: la de ser devuelta a la esclavitud en Jahar? No lo sabía ni podía adivinarlo; ella era un enigma para mí.
No podía decir qué distancia habíamos recorrido ni en qué dirección. Había amanecido hacía mucho tiempo y el sol ya estaba alto cuando caí en la cuenta de que Tul Axtar estaba descendiendo. Repentinamente cesó el rugido del motor y la nave se detuvo. Soltando los mandos se volvió a donde estaba yo.
—Hemos llegado a U-Gor —anunció—. Aquí te quedarás libre pero, primero, dame esa cosa tan extraña que te hizo invisible en mi palacio.
¡El manto de la invisibilidad! ¿Cómo lo había sabido? ¿Quién pudo decírselo? Sólo parecía haber una explicación, pero todas las fibras de mi ser se encogieron al pensar en ella. Lo había enrollado hasta formar una bola de pequeño tamaño que había escondido en el fondo de mi bolsillo ya que la finísima seda permitía comprimirlo al mínimo de espacio. Me quitó la mordaza.
—Cuando regreses a tu palacio de Jahar —le dije—, mira en el suelo al lado de la ventana de la habitación que ocupaba Sanoma Tora. Si lo encuentras, para ti. Por lo que a mí respecta ya sirvió bien a mis propósitos.
—¿Por qué lo dejaste allí? —preguntó.
—Tenía mucha prisa por salir del palacio y a veces suceden accidentes.
Admito que no fui muy inteligente, pero tampoco lo era Tul Axtar y le engañé.
Abrió, refunfuñando, una de las escotillas de la quilla y sin la menor ceremonia me arrojó por ella. Por fortuna, la nave estaba cerca del suelo y no me lastimé. A continuación hizo descender a Tavia y la situó a mi lado y luego él mismo bajó. Se inclinó para cortar las cuerdas que ataban sus muñecas.
—Me quedaré con la otra —dijo—, me gusta.
No sé por qué comprendí que se refería a Phao.
—Esta parece un hombre y juro que sería tan fácil de someter como una banth. Conozco el tipo. La dejaré aquí, contigo.
Era evidente que no había reconocido a Tavia como una de las ocupantes de las habitaciones femeninas de su palacio y me sentí muy complacido por ello.
Regresó a bordo del Jhama, pero antes de cerrar la escotilla se dirigió a nosotros de nuevo.
—Dejaré caer vuestras armas cuando esté donde no podáis usarlas contra mí y podéis dar las gracias a la futura jeddara de Jahar por la clemencia que tengo con vosotros.
El Jhama se elevó lentamente. Tavia se estaba soltando los tobillos y cuando terminó se volvió hacia mí y me quitó las ataduras, pero yo estaba demasiado obnubilado, demasiado aplastado por el golpe que había recibido como para darme cuenta de ninguna otra cosa que no fuera que Sanoma Tora, la mujer que amaba, me había traicionado, pues ahora comprendía claramente lo que el más tonto hubiera comprendido desde el principio: que Tul Axtar la había comprado para que le liberara, prometiéndole que sería la jeddara de Jahar.
Bien, ya estaba satisfecha su ambición, pero a un coste espantoso. Nunca, aunque viviera mil años, podría mirarse a sí misma o a su acción sin despreciarse y odiarse, salvo que estuviera más degradada de lo que era posible pensar. No. Ella sufriría; de eso estaba seguro, pero pensarlo no me produjo el menor placer. La amaba y no podía desear que fuera desgraciada.
Sentado en el suelo incliné la cabeza abrumado. Sentí que un suave brazo se deslizaba sobre mis hombros y una dulce voz me habló al oído.
—¡Mi pobre Hadron!
Eso fue todo, pero tan pocas palabras tenían tal riqueza de simpatía y comprensión que, como si fueran un milagroso bálsamo, aliviaron al instante la agonía de mi atribulado corazón.
Nadie, salvo Tavia, podía haberlas pronunciado. Me volví, tomé entre las mías una de sus delicadas manos y me la llevé a los labios.
—Amada amiga mía —dije—. Doy las gracias a todos mis antepasados porque no fuiste tú.
No sé qué impulso me movió a decir aquello. Pareció que las palabras surgían por sí solas, sin mi voluntad, pero, al pronunciarlas, comprendí todo el horror que me hubiera producido de haber sido Tavia la traidora. Ni siquiera podía pensarlo sin sentir un agudo dolor en mi interior. La tomé en brazos, impulsivamente.
—¡Tavia! —grité— ¡prométeme que no me abandonarás jamás! No podría vivir sin ti.
Ella rodeó mi cuello con sus fuertes y jóvenes brazos.
—¡Nunca a este lado de la muerte! —musitó y se apartó de mí. Vi que estaba llorando.
¡Qué amiga! Sabía que nunca podría volver a amar a una mujer, pero qué me importaba si podría poseer la amistad de Tavia toda mi vida.
—No nos separaremos jamás, Tavia —dije—. Si nuestros antepasados son piadosos con nosotros y nos permiten regresar a Helium, encontrarás un hogar en la casa de mi padre y una madre en la mía.
Se enjugó los ojos y me miró con una extraña expresión melancólica que no logré descifrar y entonces me sonrió a través de sus lágrimas, con la sonrisa extraña, inquisitiva, que ya le había visto antes y que no entendí, como no entendía una docena de actitudes y expresiones suyas que la ha cían tan distinta de otras muchachas y que, pienso, coadyuvaban a su atractivo sobre mí. No todas sus características eran visibles: había profundidades y corrientes subterráneas que no se podían adivinar fácilmente. Si alguna vez pensaba que iba a llorar, se echaba a reír; cuando creía que debía ser feliz, lloraba, pero nunca como lo hacen otras mujeres, nunca era un llanto histérico, porque Tavia no perdía el control de sí misma en ningún caso. Su llanto era silencioso, como si surgiera de un corazón lleno, más que de unos nervios tensados y a pesar de las lágrimas siempre asomaba una sonrisa.
Pienso que Tavia era la muchacha más maravillosa que había conocido y a medida que la conocía mejor y veía más cosas de ella, más me daba cuenta de que a pesar de su intento de masculinizar su atuendo, que aún lucía, era la muchacha más bella que había visto jamás. Su belleza no era como la de Sanoma Tora, pero al contemplar su hermoso rostro me di cuenta repentinamente, no sé por qué razón, que la belleza de Tavia superaba con creces la de Sanoma Tora ya que la hermosura de su alma, que resplandecía en sus ojos, transfiguraba su semblante por completo.
Tul Axtar cumplió su promesa y nos arrojó las armas por la escotilla inferior del Jhama y mientras nos las ceñíamos pudimos escuchar cómo el ruido de las hélices de la nave se iba perdiendo en la distancia. Estábamos solos y a pie en un país extraño y, sin lugar a dudas, hostil.
—U-Gor —dije—, nunca he oído hablar de ti. ¿Y tú, Tavia?
—Sí, es una de las provincias lejanas de Jahar —respondió—. En tiempos fue un país agrícola rico y próspero, pero al caer bajo la maldición de la loca ambición de poder de Tul Axtar, que quería hombres para su ejército, la población creció hasta proporciones tan enormes que U-Gor no pudo subvenir a las necesidades de sus gentes. Entonces se desató el canibalismo. Empezaron por devorar a los oficiales enviados por Tul Axtar para hacer cumplir sus crueles decretos. Mandó un cuerpo de ejército a someter a la provincia, pero la gente era tan numerosa que derrotaron al ejército y se comieron los guerreros. Sus campos de labranza estaban ya arruinados en aquellos momentos. No tenían semillas y habían desarrollado una gran afición por la carne humana. Los que querían arar los campos fueron abatidos por bandas de vagabundos que les devoraron. Durante un siglo se han ido alimentando con la carne de los demás y la provincia ha dejado de estar poblada para convertirse en un páramo habitado por las bandas trashumantes que se buscan para poder comer.
Su relato me produjo un temblor. Era evidente que teníamos que escapar, lo más rápidamente posible, de un lugar maldito como éste. Pregunté a Tavia si conocía el emplazamiento de U-Gor y me contestó que estaba a un millar de haads al sudeste de Jahar, y a unos dos mil haads al sudoeste de Xanator.
Comprendí que era inútil tratar de llegar a Helium desde aquí. Un viaje de estas características a pie, si era posible hacerlo, llevaría años. La ciudad amistosa más próxima a la que podríamos dirigimos era Gathol que, en mi estimación, estaba a siete mil haads hacia el norte. La posibilidad de llegar a Gathol parecía remota en extremo, pero era nuestra única esperanza, por lo que nos pusimos en camino hacia el norte, en un viaje desesperado hacia la ciudad natal de mi madre.
El paisaje que nos rodeaba era poco accidentado, con una cordillera de colinas bajas aquí y allá mientras que allá lejos, al norte, se adivinaban unas colinas más altas silueteadas contra el horizonte. La tierra era yerma, salvo por algunos arbustos venenosos, lo que demostraba la terrible batalla por la supervivencia que libró este pueblo infeliz. No había reptiles, ni insectos, ni aves: todos habían sido devorados a lo largo del siglo de miseria que asoló esta tierra.
Mientras avanzábamos lenta, pesadamente, por estos páramos desolados y deprimentes, tratamos de mantener altos nuestros espíritus de la mejor manera posible y un ciento de veces tuve oportunidad de dar las gracias porque Tavia, y ninguna otra persona, fuera mi acompañante.
¿Qué podría haber hecho en circunstancias similares con la carga de Sanoma Tora? Dudo que ella hubiera andado una docena de haads, mientras que Tavia se mantenía a mi lado con la gracia alada de una salud y una fuerza perfectas. Un hombre tiene que ser muy fuerte para no quedarse rezagado marchando conmigo, pero Tavia no cedió en ningún momento; ni mostró síntomas de cansancio con más rapidez que yo.
—Formamos una buena pareja, Tavia —dije.
—Ya lo había pensado… hace mucho tiempo —respondió en voz baja.
Seguimos andando hasta casi el crepúsculo sin encontrar la menor señal de vida y nos felicitábamos por nuestra buena suerte cuando Tavia, como hacíamos con frecuencia, miró hacia atrás.
Me tocó en el brazo y me hizo una seña con la cabeza.
—¡Ahí vienen! —dijo sencillamente.
Miré hacia atrás y vi tres figuras que seguían nuestras huellas. Estaban demasiado lejos para que pudiera hacer otra cosa que identificarles como seres humanos. Era evidente que nos habían visto y que reducían distancias corriendo a un ritmo sostenido.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Tavia—. ¿Nos quedamos aquí y luchamos, o tratamos de escapar amparados por la oscuridad de la noche?
—Ni lo uno ni lo otro —respondí—. Vamos a eludirles sin hacer el más mínimo esfuerzo.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Con el genio inventivo de Phor Tak y el compuesto de invisibilidad que le sisé.
—¡Soberbio! ¡Me había olvidado del manto —exclamó Tavia—. Con él no tendremos dificultad para eludir todos los peligros que nos acechen de aquí a Gathol.
Abrí el bolsillo y busqué el manto. ¡No estaba! ¡Tampoco el vial que contenía el resto del compuesto! Miré a Tavia, quien leyó la verdad en mi expresión.
—¿Lo has perdido?
—No, me lo han robado —respondí.
Se me acercó de nuevo y puso su mano en mi brazo en un gesto de simpatía. Entonces supe que ella pensaba lo mismo que yo: que no pudo ser nadie más que Sanoma Tora la que lo había robado. Incliné la cabeza.
—¡Y pensar, Tavia, que puse en riesgo tu seguridad por salvar a una mujer como ella!
—No la juzgues precipitadamente —respondió ella—. No podemos saber hasta qué punto fue tentada o qué amenazas usaron para hacerla abandonar el camino del honor. Quizá no sea tan fuerte como nosotros.
—No hablemos de ella —dije—. Es una sensación extraña, Tavia, ver cómo el amor se vuelve odio.
Apretó mi brazo.
—El tiempo cura todas las heridas —exclamó— y algún día encontrarás una mujer digna de ti, si es que existe.
La miré fijamente.
—Sí existe —musité pensativo, pero interrumpió mi meditación con una pregunta.
—¿Luchamos o huimos, Hadron de Hastor?
—Preferiría luchar y morir —contesté—, pero debo pensar en ti, Tavia.
—Entonces nos quedamos y luchamos —dijo ella—, pero Hadron, no debes morir.
Había un tono de reproche en su voz que no se me escapó y me sentí avergonzado de mí mismo y sentí vergüenza de mí mismo por haberme olvidado de la gran deuda que tenía con ella por su amistad.
—Lo lamento —dije—. Tavia, no puedo desear morir mientras tú vivas.
—Así está mejor —replicó—. ¿Cómo vamos a luchar? ¿Me sitúo a tu derecha, o a tu izquierda?
—Debes ponerte detrás de mí, Tavia —le dije—. Mientras mi mano pueda sostener una espada no necesitarás otra defensa.
—Hace mucho tiempo, después de conocernos —respondió—, me dijiste que debíamos ser camaradas de armas, lo que significa luchar juntos, codo con codo o espalda contra espalda. Te tomo la palabra, Hadron de Hastor.
Sonreí y, aunque pensé que lucharía mejor solo que con una mujer a mi lado, admiré su valor.
—Muy bien —dije—, lucha a mi derecha porque así estarás entre dos espadas.
Los tres tipos que seguían nuestras huellas se acercaron tanto que esta vez pude determinar qué clase de criaturas eran y lo que vi fueron salvajes desnudos, con cabellos enredados y grasientos, cuerpos llenos de suciedad y rostros degradados. La alocada luz de sus ojos, sus labios que se entreabrían dejando al descubierto unos colmillos amarillos, su sigiloso comportamiento les daban más aspecto de bestias salvajes que de hombres.
Iban armados con espadas que empuñaban y no tenían correaje ni vainas. Se detuvieron a corta distancia mirándonos con expresión hambrienta y no cabía duda de que lo estaban, porque sus vientres fláccidos sugerían que frecuentemente estaban vacíos y que sólo se llenaban cuando les tocaba en suerte carne en cantidades suficientes. Esta noche, los tres confiaban en saciar su hambre, podía verlo en sus ojos. Conferenciaron en voz baja unos minutos y se separaron para atacarnos desde distintos puntos simultáneamente.
—Vamos a llevar nosotros la batalla, Tavia —musité—. Cuando se hayan situado a nuestro alrededor, daré la voz y atacaré al que tenga enfrente y trataré de deshacerme de él antes de que los otros puedan atacarnos. Mantente pegada a mí, para que no puedan apartarte.
—¡Codo con codo hasta el fin! —respondió Tavia.