El manto de la invisibilidad
Mientras Haj Osis, jed de Tjanath, pronunciaba su sentencia de muerte sobre mí supe que lo que quiera que pudiera hacer para salvarme debía hacerlo de inmediato, porque en el momento en que los guardias me sujetaran de nuevo, mis esperanzas se habrían desvanecido ya que era evidente que la tortura y la muerte tendrían lugar de inmediato.
Los guerreros que formaban la guardia que me había escoltado desde las mazmorras estaban formados a unos pasos detrás de mí. El dais en el que se sentaba Haj Osis estaba elevado poco más de sesenta centímetros sobre el piso del salón del trono. No había persona alguna entre el jed de Tjanath y yo, porque al sentenciarme a muerte había avanzado desde el trono hasta el borde mismo de la plataforma.
La acción que emprendí no se demoró lo que cuesta contarla. De haberlo hecho, los guardias me hubieran agarrado. Concebí mi plan tan pronto como la última palabra salió de su boca y salté como un tigre hacia el dais, cayendo de lleno sobre Haj Osis, jed de Tjanath. Tan súbito a inesperado fue mi ataque que no pudo defenderse. Le así por la garganta con una mano y con la otra saqué su daga de la funda, la levanté por encima de su cabeza y grité con voz que todos oyeron:
—¡Atrás, o Haj Osis muere!
Habían empezado a correr hacia mí, pero cuando la importancia de mi amenaza entró en sus cerebros se detuvieron.
—Es mi vida o la tuya, Haj Osis —le dije—, a menos que hagas lo que te diga.
—¿Qué? —preguntó con la cara negra de terror.
—¿Hay una antesala detrás del trono? —pregunté.
—Sí —contestó—. ¿Qué quieres?
—Llévame allí. Solo —dije—. Ordena a tus hombres que se queden donde están.
—¿Y dejarte que me mates cuando estemos allí? —inquirió temblando.
—Te mataré ahora, si no lo haces —contesté—. Escucha, Haj Osis, no he venido a matarte, ni a matar a tu hijo. Lo que dije al padwar de tu guardia era mentira. He venido con otro fin, de muchísima más importancia para mí que la vida de Haj Osis o de su hijo. Te digo y te prometo que no te mataré. Di a tu gente que vamos a la antesala y que he prometido no hacerte daño si me dejan allí solo unos cinco xats.
Vaciló.
—¡Date prisa! —le previne—. No tengo tiempo que perder —añadí apretando la punta de su daga contra su garganta.
—¡No! —gritó encogiéndose—. ¡Haré lo que me digas! ¡Que nadie se mueva! —gritó a su gente—. Voy a la antesala con este guerrero y os ordeno, so pena de muerte, que no entréis allí durante cinco xats [8]. Podéis ir después de que pase ese tiempo, pero no antes.
Sujeté firmemente a Haj Osis por el correaje, entre los hombros y mantuve la punta de la daga apretada por debajo de la clavícula izquierda mientras le seguía a la antesala, mientras quienes se habían reunido detrás del trono se apartaban para abrirnos camino. En la puerta me detuve y me volví a ellos.
—¡Recordad! —dije—. Cinco xats exactos, ni un tal antes.
Entré en la antesala, cerré la puerta y corrí el pestillo y entonces, todavía obligando a Haj Osis a andar delante de mí, crucé la habitación y aseguré la única puerta que había al otro lado de la cámara. Luego llevé al jed a un lado.
—¡Al suelo, túmbate boca abajo! —dije.
—Has prometido no matarme —suplicó.
—No te mataré, a menos que vengan antes de que hayan pasado los cinco xats y tú hagas algo contrario a mis órdenes que pretenda retrasarme. Voy a atarte, pero no te haré daño.
Con gesto desmañado se tendió sobre el estómago y le até las manos a la espalda con su propio correaje. Luego le puse una venda en los ojos y le dejé tumbado.
Al entrar en la habitación me había hecho cargo de un vistazo de su contenido y había visto, precisamente, las cosas que más necesitaba. Ahora, una vez que había terminado con Haj Osis, crucé rápidamente a una de las ventanas y arranqué parte de las cortinas de seda que la cubrían. Era una seda fina, ligera y muy ancha sin empalmes, destinada a colgar graciosamente plegada por debajo de unos cortinones más gruesos. Puse manos a la obra en el elegante escritorio donde el jed de Tjanath firmaba sus decretos. Saqué el vial del bolsillo y le quité el tapón: luego hice una bola con la seda; dada su extremada finura la pude comprimir entre las manos. Atando con tiras de otra cortina la bola de seda formando una masa ligeramente comprimida, vertí lentamente sobre ella el contenido del vial, dando vueltas a la bola con la punta de la daga de Haj Osis. Recordando el consejo de Phor Tak puse cuidado pala que nada del contenido del vial entrara en contacto con mi carne y pude ver rápidamente el porqué de su prevención al ver cómo la bola de seda desaparecía ante mis ojos.
Sabiendo que el compuesto de la invisibilidad se secaría casi a la misma velocidad que impregnaba la seda, esperé un breve instante después de vaciar casi la mitad del contenido del vial sobre la bola. Luego, palpando con los dedos, encontré las cintas que la mantenían en forma casi esférica y las corté, agitando luego la seda lo mejor que pude. Era invisible en su mayor parte, aunque había un par de puntos a los que no había llegado el compuesto. Los mojé con un poco de líquido que quedaba en el bolsillo.
Dependía tanto del éxito de mi experimento que casi temí hacer la prueba, pero era preciso hacerla y sólo quedaban unos xats antes de que los guerreros de Haj Osis irrumpieran en la antecámara.
Guiándome por el tacto me cubrí la cabeza con la seda de manera que me tapara por completo. Podía ver los objetos cercanos bastante bien, a través del fino y delicado tejido, como para abrirme camino. Crucé hasta Haj Osis y le quité la venda de los ojos, retrocediendo luego con rapidez. Miró apresurado y asustado en torno.
—¿Quién ha hecho eso? —preguntó, para añadir, como para sí mismo—. Se ha ido.
Estuvo silencioso unos momentos, volviendo los ojos en todas direcciones, examinando cada rincón de la habitación. Luego apareció en sus ojos una expresión mezcla de esperanza y alivio.
—¡Rápidos! —gritó—. ¡La guardia! ¡Se ha escapado!
Dejé escapar un suspiro de alivio: si Haj Osis no podía verme, nadie podría. Mi plan había tenido éxito.
No me atreví a regresar al salón del trono y huir por los corredores con los que estaba familiarizado porque oí los ruidos de carreras hacia la antesala y estaba seguro de que, aunque no pudieran verme, me podían palpar y con la carrera mi manto de invisibilidad, o al menos parte de él, podía dejarme al descubierto, lo que indudablemente supondría mi muerte.
Corrí rápidamente hacia la otra salida, corrí el pestillo, abrí la puerta y me volví a mirar a Haj Osis. Tenía los ojosfijos en la salida y estaban desencajados de incredulidad y horror. Por un momento no me di cuenta de la causa del terror de Haj Osis, pero entonces caí en ello y sonreí: había visto y oído que el pestillo se corría y la puerta se abría empujada por manos fantasmales.
Tuvo que haber sentido una vaga sospecha de la verdad porque se volvió rápidamente a la otra puerta y gritó una advertencia con voz de falsete.
—¡No entrar hasta que hayan pasado cinco xats! ¡Os lo mando yo, Haj Osis, el jed!
Cerrando la puerta a mis espaldas y sin dejar de sonreír, me apresuré por el corredor buscando una rampa que me condujera a los niveles superiores del palacio, desde el que podría localizar con facilidad la sala de guardia y el hangar donde había dejado mi aeronave.
El pasillo por el que entré conducía directamente a las habitaciones reales.
Al principio me resultó difícil acostumbrarme a mi invisibilidad y cuando, sin darme cuenta, entré en una habitación en la que había varias personas, mi primer impulso fue darme la vuelta y echar a correr, pero aunque avancé directamente hasta el campo de visión de uno de los ocupantes de la habitación y estaba a una distancia de un par de metros sin atraer su atención, aunque sus ojosestaban aparentemente directamente encima de mí, recuperé rápidamente la confianza. Seguí cruzando la habitación tan despreocupado como si estuviera en la mía propia, en Helium.
Las habitaciones reales parecían interminables y aunque buscaba constantemente la salida hacia uno de los principales corredores del palacio, constantemente daba con lugares donde no quería estar y donde nada tenía que hacer, en ocasiones con bastante embarazo, como cuando entré en una acogedora habitación privada del gineceo en el momento en que estaban convencidas de que no esperaban a ningún hombre extraño.
No podía volverme, sin embargo, pues no tenía tiempo que perder, así es que, cruzando la habitación seguí por otro pasillo breve, sólo para saltar de la sartén al fuego: había entrado en las habitaciones privadas de la propia jeddara. Buena cosa fue para la dama real que fuera yo, y no Haj Osis, el que entró inesperadamente, porque su postura era de lo más comprometida y por el correaje de su guapo acompañante comprendí que era un esclavo. Me retiré disgustado, porque la habitación no tenía otra salida y fui a dar, de forma totalmente accidental, con uno de los principales corredores del palacio, un pasillo lleno de ajetreo con esclavos, guerreros y cortesanos, con hombres, mujeres y niños que deambulaban de un lado a otro a donde les llevaran sus quehaceres, o sentados en los bancos tallados que se alineaban ante las paredes.
Todavía no estaba acostumbrado a mi nuevo y sorprendente estado de invisibilidad. Podía ver a la gente que me rodeaba y parecía inevitable que me vieran. Vacilé un instante en la entrada que me había conducido al pasillo. Una esclava que llegaba por él se volvió repentinamente hacia la puerta donde estaba yo. Me miraba directamente, pero su mirada parecía atravesarme. Durante un instante me sentí consternado y entonces, dándome cuenta de que estaba a punto de chocar conmigo me aparté rápidamente. La muchacha pasó a mi lado, pero era evidente que detectó mi presencia, porque se detuvo y miró rápidamente en torno, con una expresión de sorpresa en sus ojos. Luego, ante mi mayúscula sorpresa, salió por la puerta: no me había visto, aunque sin duda me oyó al apartarme. Con una renovada sensación de confianza me uní al gentío del pasillo, abriéndome camino entre la gente evitando entrar en contacto con alguna persona buscando en todo momento la entrada a una rampa ascendente. La encontré y poco después llegué al piso superior del palacio, donde una breve búsqueda me llevó a la sala de guardia al pie de la rampa que conducía a los hangares reales.
Los guerreros francos de servicio que había en la sala de guardia entretenían su ocio de distintas maneras. Había quien estaba limpiando su correaje y pulimentando su insignia; dos jugaban al jetan, mientras otros hacían correr unas diminutas esferas numeradas hacia una serie de orificios igualmente numerados, un juego de suerte verdaderamente fascinante que denominaban yano y que es, supongo, casi tan antiguo como la civilización barsoomiana. Se oían risas y juramentos de los luchadores. ¡Cómo se asemejan los guerreros de todo el mundo! De no ser por sus correajes e insignias, aquellos hubieran pasado por un destacamento de la guardia de palacio de Helium.
Pasando entre ellos ascendí la rampa hacia la azotea donde estaban los hangares. Dos guerreros de guardia bloqueaban mi avance casi en lo más alto de la rampa. El espacio que quedaba entre ellos era muy estrecho y temí ser detectado. Al detenerme no pude por menos que oír su conversación.
—Te digo que le atacaron por la espalda —dijo uno—. Nunca supo quién le había matado.
Deduje que estaban hablando del guardia cuya vida había segado yo.
—¿Pero de dónde vino el asesino? —preguntó el otro.
—El padwar cree que tiene que haber sido un compañero de la guardia. Va a haber una investigación y nos van a preguntar a todos.
—¡Yo no fui! ¡Era mi mejor amigo!
—¡Tampoco fui yo!
—Le gustaban mucho las mujeres y quizá…
Los pasos de un guerrero que corría por la rampa distrajeron mi atención y dieron término a su charla. Ahora me encontraba en una posición muy precaria. La rampa era estrecha y el hombre que venía podría chocar fácilmente conmigo. Tenía, por tanto, que pasar por entre los centinelas inmediatamente y abrirme camino hacia la azotea. Ahora había espacio apenas suficiente para pasar entre el guerrero de mi izquierda y la pared de la rampa, si no daba un paso atrás, por lo que acopiando todo el valor que pude me deslicé lentamente por detrás y puedo asegurarles que lancé un suspiro de alivio cuando estuve al otro lado.
El guerrero que subía la rampa había llegado ya a donde estaban los dos hombres.
—Han descubierto al asesino del hangar —les dijo—. No es otro que el espía de Jahar que dijo llamarse Hadron de Hastor quien, junto con otro espía, Nur An, fue sentenciado a La Muerte. Escapó de forma milagrosa y volvió al palacio de Haj Osis. Además del centinela del hangar mató a Yo Seno, pero fue capturado después de atacar al príncipe Haj Alt.
Se escapó otra vez y ahora está en algún lugar del palacio. El padwar de la guardia me ha enviado para deciros que redobléis la vigilancia. Será grande la recompensa para el que capture a Hadron de Hastor, vivo o muerto.
—Por mi insignia que me gustaría que tratara de escapar por aquí —exclamó uno de los centinelas.
—Nunca lo hará a la luz del día.
Sonreí mientras avanzaba rápidamente hacia el hangar. Llegar al tejado sin quitarme el manto que me cubría era difícil, pero me las arreglé. Tenía el tejado vacío ante mí, no había nave alguna a la vista, pero sonreí de nuevo para mis adentros, sabedor de lo que había allí. Busqué el ojo del periscopio que me revelaría la presencia de la nave, pero no era visible. No me preocupé mucho por ello, ya que comprendí que estaría vuelto hacia otra dirección. Bastaba con que anduviera hasta donde había dejado la aeronave, lo que hice con los brazos extendidos.
Crucé el tejado de un lado a otro, ¡pero no encontré la nave! Ni que decir tiene que estaba perplejo. Sabía con certeza que la había dejado allí. Quizá el viento la había desplazado ligeramente, por lo que empecé a buscar por otra parte del tejado, pero con un resultado igualmente decepcionante. Ya empezaba a sentir aprensión por lo que decidí hacer una búsqueda sistemática por todo el tejado hasta que cubrí cada centímetro cuadrado del mismo y me convencí que el peor de los desastres había caído sobre mi cabeza: mi nave había desaparecido. ¿Dónde estaría? Ni que decir tiene que el compuesto de invisibilidad tiene sus pegas. Mi nave estaría probablemente, casi con toda seguridad, a escasos metros de mí, pero no podía verla. Un viento suave soplaba del sudeste. Si la nave se había elevado, tenía que haber avanzado en dirección noreste, pero, aunque forcé mi vista para escrutar aquel punto de la rosa de los vientos, no pude encontrar el diminuto ojo del periscopio.
Debo admitir que me sentí momentáneamente desalentado. Daba la impresión de que cada vez que tenía el éxito al alcance de mi mano, alguna suerte maligna me impedía alcanzarlo, pero agité la cabeza para alejar aquel pensamiento de debilidad, erguí la cabeza y me dispuse a afrontar el futuro y lo que pudiera traer.
Estudié unos instantes mi posición en todos sus aspectos y traté de encontrar la mejor solución al problema. Debía rescatar a Tavia, pero pensé que sería inútil no disponiendo de la aeronave. Tenía que hacerme con una y sabía que estaban justo debajo de mí, en los hangares reales.
Por la noche, los hangares estarían cerrados con llave y vigilados por centinelas. Si quería un aparato, tenía que cogerlo ahora y el éxito de mi acción dependería de la rapidez y la audacia.
Los aviones reales suelen ser rápidos y si los de Haj Osis no constituían una excepción a esta norma barsoomiana general, podía confiar en distanciarme de mis perseguidores… si era capaz de pasar ante los centinelas del hangar.
De una cosa estaba seguro: no podría llevar a cabo mi plan si permanecía en el tejado del hangar, por lo que descendí con cautela, eligiendo el momento en que la atención de los centinelas estaba centrada en otro lugar ya que siempre cabía el riesgo de que el viento me despojara en parte del manto, dejando mis extremidades al descubierto.
Me deslicé con rapidez al interior del hangar y después de inspeccionar las aeronaves elegí una que estaba seguro de que podría transportar fácilmente a cuatro personas y que, a juzgar por su aerodinamismo, tendría una velocidad considerable.
Trepé a la carlinga y me situé ante los mandos; con sumo cuidado elevé la nave unos centímetros y entonces abrí el regulador en todo lo que daba.
Pude ver, directamente delante, por la puerta abierta del hangar, a los centinelas de pie en lados opuestos de la habitación. Cuando la nave salió a pleno sol lanzaron simultáneamente un grito de sorpresa y alarma. Siendo, como eran, bravos guerreros, se lanzaron a la carga sacando sus espadas largas y vi que pretendían abordarme antes de que alcanzara altura, pero uno de ellos se paró repentinamente, con los ojos desencajados y se hizo a un lado.
—¡Sangre de mis primeros antepasados! —gritó— ¡no hay nadie en la cabina!
Su compañero había descubierto lo mismo, indudablemente, porque saltó a un lado mientras yo, con la hélice rugiendo, salí como una centella del hangar real del jed de Tjanath.
Pero el asombro de los centinelas sólo duró un instante. Inmediatamente oí el ulular de las sirenas y el sonido de los grandes gongs y, al mirar hacia atrás, vi que ya habían lanzado un avión en mi persecución. Era un biplano y, casi al instante, comprendí que era mucho más rápido que el avión elegido por mí y, entonces, para empeorar las cosas, vi las naves patrulla que se elevaban de los hangares situados en diversos lugares de la azotea del palacio. Era evidente que todos habían visto mi nave y se dirigían hacia ella; parecía imposible que pudiera escapar; un patrullero se acercaba cualquiera que fuera la dirección que tomara yo; volaba ya ascendiendo en espiral buscando con la mirada cualquier vía de escape que se abriera ante mí.
¡Parecía perdido! Mi nave era demasiado lenta; mis perseguidores, numerosos.
No podría aguantar mucho, pensé, y, en aquel preciso instante vi algo por mi portilla de babor a un poco más de altura que me produjo la sorpresa más grande de mi vida. No era más que un pequeño ojo redondo de cristal, pero que significaba la vida, y más que la vida: la vida y felicidad de Tavia… y, naturalmente, de Sanoma Tora.
Un patrullero se aproximaba diagonalmente desde abajo y se situó casi encima de mí cuando dirigí mi avión hasta situarlo debajo del ojo flotante, juzgando la distancia con tal precisión que sólo había distancia para mi cabeza con la quilla de la nave invisible. Localizando una de las escotillas, que estaban construidas de manera que se abrieran tanto desde el interior como desde fuera, me introduje rápidamente en el Jhama, nombre que le había dado Phor Tak.
Cerré la escotilla y salté a los mandos, elevándome inmediatamente por encima de cualquier peligro inmediato. Luego, haciéndome a un lado, observe a mis perseguidores.
Pude leer la consternación en sus rostros a medida que se situaban al costado del aparato real robado por mí y se daban cuenta de que no había nadie a bordo. Como no nos habían visto, ni a mí ni a mi nave, lo tuvieron difícil para encontrar cualquier explicación al fenómeno.
Mientras les vigilaba se hizo necesario cambiar de posición constantemente a causa del elevado número de patrulleros y otras naves que se reunían. No deseaba abandonar las inmediaciones del palacio por completo porque mi intención era permanecer allí hasta después de que anocheciera, momento en que haría otra intentona por llevar a Tavia y Phao a bordo del Jhama. También tenía pensado hacer un reconocimiento de la torre este durante el día y tratar de ponerme en comunicación con Tavia, si ello era posible. Ya estábamos en el quinto zode. El sol se pondría dentro de unos cincuenta xats[9].
Deseaba iniciar mi plan de rescate a la brevedad posible, en cuanto oscureciera, ya que la experiencia me había enseñado que los planes no siempre se desarrollan con la suavidad que lo hacen en el proyecto.
Un guerrero de uno de los patrulleros había abordado la nave real que yo había robado y la dirigía hacia el hangar. La seguían algunas aeronaves, mientras otras volvían a sus estacionamientos. Por encima de mí sólo se mantenía vigilante un patrullero y, al observarle, caí en la cuenta de que un joven oficial que estaba de pie en el puente había visto el ojode mi periscopio. Vi que señalaba hacia él e inmediatamente después el avión cambió su curso y se dirigió recto hacia mí. No dudé en apartarme instantáneamente girando el periscopio de manera que no pudiera verlo y seguirme.
Me desplacé a corta distancia fuera de su curso y cuando volví el periscopio hacia ellos me quedé asombrado al ver que también ellos habían cambiado de dirección y me seguían.
Me elevé rápidamente y tomé otro curso, pero al mirar de nuevo observé que se lanzaban sobre mí y, no sólo eso, sino que me apuntaban con el cañón.
¿A qué se debía? Era evidente que algo había salido mal y que ya no era invisible por completo; fuera lo que fuera, ya no disponía de tiempo para rectificar, aunque hubiera podido. Sólo me quedaba un recurso y rogué a mi primer antepasado que no fuera demasiado tarde para ponerlo en práctica. Si me disparaban, estaba perdido.
Frené el Jhama en seco y salté rápidamente hacia atrás, a donde tenía el fusil montado en la plataforma, justo dentro de la torreta de popa.
En ese instante tuve ocasión de refocilarme ante el pensamiento de que tuve la idea de disponer los proyectiles debidamente previendo la necesidad de tener que usarlos en un caso de urgencia como éste. Eligiendo uno, lo introduje en la recámara y la cerré. La torreta, pese a haber sido construida de mala manera y a toda prisa, respondió al toque y un instante después la mira de mi arma cubría el patrullero que se acercaba. Entonces pude comprobar, por la estrecha abertura de la mira, el efecto del primer disparo con el fusil de rayos desintegradores de Phor Tak.
El proyectil que había utilizado era desintegrador de metales y el resultado fue asombroso.
Amaba las aeronaves y me destrozaba el corazón ver que un aparato tan hermoso se deshacía en pleno aire al desaparecer sus piezas ante el rayo desintegrador.
Pero no fue eso todo: la madera, el cuero y los tejidos se precipitaban a tierra a una velocidad creciente, arrastrando a los bravos guerreros a su muerte. ¡Era horrible!
Soy un auténtico hijo de Barsoom; alegre en la batalla porque el conflicto armado es mi derecho de nacimiento y la guerra es la meta de mi ambición; pero esto no había sido una guerra, sino un asesinato.
No me alegró mi victoria en la forma que lo hizo cuando acabé con Yo Seno en combate mortal y ahora, más que nunca, estaba dispuesto a hacer que este instrumento de destrucción fuera, de algún modo, prohibido para siempre en todo Barsoom. La guerra con un arma semejante, totalmente oculta por un compuesto de invisibilidad, era demasiado horrible para pensar en ella. Armadas, ciudades, naciones completas podrían ser borradas en una sola batalla con equipos semejantes. El sueño loco de Phor Tak podría hacerse verdad con facilidad y un maníaco ser quien mandara en Barsoom.
Pero no era el momento de meditar y filosofar. Tenía trabajo que hacer y, aunque fuera necesario barrer toda Tjanath, me propuse realizarlo.
Las sirenas y los gongs empezaron a sonar alarmados de nuevo; los patrulleros se reunieron otra vez. Pensé que debía irme de allí hasta la noche, porque no tenía corazón para verme obligado a volver de nuevo el mortal fusil hacia personas como yo, mientras hubiera otras alternativas.
Empezaba a dirigirme a los mandos de nuevo cuando vi, por casualidad y con sorpresa, que el cierre de una de las portillas estaba levantado. No sé cómo sucedió y siempre ha sido un misterio para mí, pero, cuando menos, explicó lo que había hecho posible que el patrullero me siguiera… El agujero redondo de la portilla desplazándose en el aire tenía que haberles sorprendido, pero, al mismo tiempo, fue la pista para que me siguieran y, aunque no entendieran de qué iba la cosa, siendo bravos guerreros como eran cumplieron con su deber haciendo el seguimiento.
Me apresuré a cerrar la portilla y, después de examinar las otras y comprobar que estaban cerradas recuperé la confianza: con excepción del ojo del periscopio estaba rodeado por la más absoluta invisibilidad y, por tanto, sin la inmediata necesidad de abandonar los alrededores del palacio, ya que podría maniobrar la nave para mantenerla fuera del rumbo de los patrulleros que se congregaban ahora cerca del hangar real.
Creo que estaban más que alterados con lo que había sucedido y, evidentemente, no había unanimidad de opiniones sobre lo que deberían hacer.
Los patrulleros iban de un lado para otro, evidentemente a la espera de órdenes, pero no empezaron a hacer una búsqueda sistemática por encima de la ciudad hasta cerca del crepúsculo. No llevaban mucho tiempo con esta maniobra cuando comprendí las órdenes que habían recibido, como si las hubiera leído personalmente. Las naves situadas a menor altura se desplazaban a no más de quince metros por encima de los edificios más altos; a unos sesenta metros por encima de este grupo se desplazaba el siguiente. Las naves de cada nivel volaban formando círculos concéntricos en direcciones opuestas, con lo que peinaban el espacio por encima de la ciudad tan de cerca que ninguna nave enemiga podría acercarse. Por debajo, miles de ojos escrutaban el cielo; en cada punto destacado había centinelas de guardia y en los tejados de todos los edificios públicos aparecieron cañones como por arte de magia.
Empecé a sentirme bastante aprensivo: tal y como se estaban desarrollando las cosas ni siquiera el diminuto ojo de mi periscopio pasaría desapercibido, por lo que hice descender mi aeronave a un pequeño claro entre algunos árboles de gran altura que había dentro del jardín del palacio, donde aguardé a unos seis metros del suelo, con el periscopio totalmente oculto a la vista, sin ser visto, pero, a mi vez, sin poder ver hasta que la noche barsoomiana cayó rápidamente sobre Tjanath; entonces me elevé lentamente de la fronda que me protegía.
Hice una pausa por encima de los árboles para echar un vistazo por el periscopio. Muy por encima de mí vi las luces parpadeantes de los patrulleros que volaban en círculos y, por debajo, las luces de los miles de ventanas del palacio. Delante de mí se alzaba la silueta oscura de la torre este contra el cielo estrellado.
Elevándome lentamente di la vuelta a la torre hasta que situé el Jhama frente a la ventana de Tavia.
Mi nave no tenía luces, naturalmente, y yo no había encendido las de la cabina, por lo que pensé que podría levantar impunemente una de las escotillas superiores. Así lo hice. El Jhama estaba con el puente superior a unos cuarenta centímetros por debajo del alféizar de la ventana de Tavia. Antes de aventurarme desde abajo me puse el manto de invisibilidad.
La habitación de Tavia estaba a oscuras. Acerqué la oreja a la reja y escuché: no percibí el menor sonido. El corazón me dio un salto. ¿La habrían trasladado a algún otro lugar del palacio? Podría ser que Haj Alt había venido y se la había llevado? Este simple pensamiento me hizo estremecer y maldije la suerte que le había permitido escapar de mi espada. Temí que, con tantos ojosy oídos alerta en la oscuridad, el menor sonido me delatara, aunque pensé que había pocas probabilidades de que vieran en la oscuridad reinante la escotilla abierta; sin embargo, tenía que asegurarme de que Tavia estaba en la habitación o no. Me incliné hacia la reja y musité su nombre. No hubo respuesta.
—¡Tavia! —repetí, ahora mucho más alto, tanto que me pareció que mi voz se alzó hasta los altos cielos en un tono que incluso los muertos hubieran podido oír.
Esta vez llegó una respuesta del interior de la habitación. Sonó como un grito sofocado y oí moverse a alguien que se acercaba a la ventana. El interior estaba tan oscuro que no podía ver cosa alguna, pero entonces escuché una voz que sonó a mi lado.
—¡Hadron! ¿Dónde estás?
Había reconocido mi voz. Por alguna razón me sentí emocionado al pensar en ello.
—Estoy aquí, en la ventana, Tavia —respondí.
Se acercó mucho.
—¿Dónde? —preguntó—. ¡No te veo!
Se me había olvidado el manto de invisibilidad.
—No importa —dije—. No me puedes ver, pero ya te lo explicaré más adelante. ¿Está Phao contigo?
—Sí.
—¿Nadie más?
—Nadie.
—Os voy a llevar conmigo, Tavia, a Phao y a ti. Ponte a un lado, fuera de la línea de la ventana, para no causarte daño cuando quite los barrotes. Luego, subid a mi nave inmediatamente.
—¿Tu nave? —inquirió—. ¿Dónde está?
—Eso no importa ahora. Hay una nave aquí. Haz exactamente lo que te diga. ¿Confías en mí?
—Con mi propia vida, Hadron, siempre —musitó.
Algo dentro de mí entonó un himno de alegría. Era más que una simple emoción. No puedo explicarla, no podía entenderlo, pero tenía otras cosas en las que pensar.
—Apártate rápidamente, Tavia y que Phao se mantenga lejos de la ventana hasta que os llame de nuevo.
Pude ver su figura borrosa un instante y luego se retiró de la ventana. Volviendo a los mandos situé la torreta de proa de la nave enfrente de la ventana, sobre las barras, a las que apunté con el fusil. Cargué el arma y pulsé el disparador. A través de la diminuta abertura de la mira y a causa de la oscuridad no pude ver el resultado, pero sabía perfectamente bien lo que había sucedido y cuando descendí con la nave de nuevo y salí al puente vi que los barrotes se habían desvanecido en el aire.
—¡Rápido, Tavia, venid! —dije.
Con un pie en el puente de la aeronave y el otro en el alféizar de la ventana, mantuve la nave junto a la pared de la torre y de la mejor forma que pude sostuve el manto de invisibilidad como un toldo para ocultar a las muchachas mientras subían a bordo del Jhama.
Era una operación arriesgada y difícil. Deseaba tener unos ganchos de abordaje, pero no los tenía de manera que, como mejor pude, sostuve el manto con una mano y ayudé a Tavia a subir al alféizar con la otra.
—No hay ninguna nave —dijo ella ligeramente asustada.
—Está aquí, Tavia —respondí—. Piensa solo en tu confianza en mí y haz lo que te digo. —La sujeté firmemente por el correaje, en el punto donde se cruzaba en la espalda—. No tengas miedo —dije mientras la hacía pasar por la escotilla y la depositaba suavemente en el interior del Jhama.
Phao venía detrás de ella y debo reconocer que se portó tan valientemente como Tavia. Tiene que haber sido una experiencia aterradora sentir que las llevaban por el aire a treinta metros del suelo, ya que no podían ver la nave, que no era más que un agujero más negro que la negrura de la noche.
Tan pronto como estuvieron a bordo las seguí, cerrando la escotilla a mis espaldas.
Estaban acurrucadas en la oscuridad, en el suelo de la cabina, débiles y agotadas por la prueba por la que acababan de pasar, pero no disponía de tiempo para responder a las muchas preguntas que, lo sabía muy bien, se agolpaban en sus cabezas.
Si lográbamos pasar por entre los vigilantes de los tejados y los patrulleros que sobrevolaban tendríamos muchísimo tiempo para preguntas y respuestas. De no ser así, las primeras serían inútiles y no habría las segundas.