CAPÍTULO XI

¡Dejad que el fuego queme!

Cuando me levanté aquella noche, bajo el esplendor de la noche barsoomiana bajo la luz de las estrellas, el castillo de Phor Tak parecía una joya, bañado por la suave luz de Thuria. Estaba solo: Nur An se había quedado atrás, como rehén del científico loco. Tendría que volver a Jhama; aunque Nur An no me había arrancado promesa alguna, él sabía que no le abandonaría.

Jahar y Sanoma Tora estaban a dos mil quinientas haads de distancia, hacia el este. A mil quinientas al sudoeste estaban Tjanath y Tavia. Dirigí la proa de mi nave hacia la meta de mi deber, hacia la mujer que amaba y, con el regulador abierto en todo lo que daba mi avión invisible se dirigió a toda velocidad hacia Jahar.

Pero no era capaz de controlar mis pensamientos. A pesar de todos los esfuerzos que hacía por mantenerlos concentrados en la finalidad de mi aventura, seguían dirigiéndose a la torre de la prisión, a una mata de cabellos brillantes, a un hombro redondeado que cierto día se había apretado contra el mío. Agité la cabeza para desterrar la visión mientras volaba en plena noche, pero regresaba constantemente y tras ella, los pensamientos de la suerte que podía haber corrido Tavia durante mi ausencia.

Ajusté mi brújula de control de destino a Jahar, cuya posición exacta había obtenido de Phor Tak, con lo que alivié la necesidad de mantenerme constantemente a los mandos y me ocupé en otras cosas dentro de la nave. Busqué las municiones de los fusiles de rayos desintegradores y los dispuse de acuerdo con mi punto de vista.

Phor Tak se había equipado con tres tipos de rayos: uno que desintegraría el metal, otro que haría lo propio con la madera y un tercero con la carne humana. También me había traído algo que Phor Tak me negó cuando se lo pedí. Palpé el bolsillo para asegurarme de que seguía teniendo el vial cuyo contenido supuse que resultaría de inestimable valor para mí.

Levanté los cierres de todos los portillos y ajusté los ventiladores ya que, cuando menos, el interior de esta extraña nave resultaba cerrado y recargado para alguien que, como yo, estaba acostumbrado al puente despejado de las rápidas aeronaves exploradoras de Helium. Tendí las sedas y pieles para dormir y me dispuse a descansar, sabedor de que cuando llegara a Jahar la brújula de control de destino detendría la nave y la alarma me despertaría si seguía dormido. Pero no pude dormir. Pensaba en Sanoma Tora. La rememoraba en su fría y majestuosa belleza, pero en todos los casos sus soberbios ojos eran sustituidos por los de Tavia, que brillaban con la alegría de vivir y la suave luz de la amistad.

Todavía estaba lejos de Jhama cuando me levanté decidido y tomé los mandos. Desconecté la brújula de control de destino y con un solo giro suave de la proa de mi aeronave me dirigí a Tjanath.

La suerte estaba echada. Pensé que sentiría remordimientos y que me despreciaría a mí mismo, pero no sucedió lo uno ni lo otro. Me alegraba el pensamiento de que me apresuraba a ayudar a una amiga y sabía, en lo más profundo del corazón, que Tavia tenía más derecho a mi amistad que Sanoma Tora de la que, en el mejor de los casos, sólo había recibido un poco de cortesía.

No intenté dormir, no sentía la necesidad. Por ello, me mantuve ante los mandos y contemplé el desolado paisaje que corría por debajo de mí. Al amanecer vi Tjanath directamente delante de mí y, a medida que me acercaba a la ciudad se me había difícil comprender que podía hacerlo con absoluta impunidad y que mi nave, con las portillas cerradas, era totalmente invisible. Volaba ahora lentamente, en círculos, por encima del palacio de Haj Osis. Las zonas del palacio que tenían terrazas me permitieron ver a los adormilados centinelas. En el hangar principal hacía guardia un sólo hombre.

Me deslicé por encima de la torre este; podía imaginarme, allá abajo, a Tavia arrebujada en la seda y pieles de dormir. ¡Qué sorpresa se hubiera llevado de saber que estaba volando tan cerca de ella!

Descendí para dar vueltas a la torre y me detuve, finalmente, frente a las ventanas de la habitación en la que habían encerrado a Tavia. Maniobré la nave para situar una de las portillas delante de la ventana y lo bastante cerca para que pudiera ver el interior de la habitación. Pero, aunque permanecí allí algún tiempo, nada pude ver y, finalmente, me convencí de que habían llevado a Tavia a otra habitación. Me sentí defraudado porque esto implicaba, necesariamente, una gran complicación para mis planes de rescate. Yo había previsto pocas dificultades para trasladar a Tavia a la aeronave durante la noche a través de la ventana de la torre; ahora tenía que forjar nuevos planes. Todo giraba, naturalmente, en tomo a mi habilidad en la localización de Tavia, para lo que era evidente que tenía que penetrar en el palacio. Pero en el momento en que abandonara la invisibilidad de mi aeronave estaría amenazado por los mayores peligros en cada esquina, y vestido como estaba con el correaje que habían hecho a mano los esclavos de Phor Tak, levantaría las sospechas de la primera persona que me viera.

Tenía que entrar en el palacio y para hacerlo con cierta seguridad tendría que disponer de un disfraz.

Tenía todas las portillas cerradas y el periscopio era mi único medio para explorar el exterior. Lo hice girar lentamente mientras intentaba imaginar algún método que pudiera tener aunque sólo fuera un mínimo de éxito.

A medida que el paisaje se desplegaba lentamente, sobre el cristal esmerilado fueron apareciendo el palacio principal, el hangar y el único guardián de éste. Aquí detuve el periscopio, aquí estaba la entrada al palacio y aquí se encontraba mi disfraz.

Maniobré lentamente la nave en dirección al hangar. Descendí sobre el tejado de su estructura. Me hubiera gustado amarrarla, pero no había medios para ello. Tendría que confiar en su peso y esperaba que no se levantara un viento fuerte.

Comprendiendo que en el momento mismo en que saliera del interior de la aeronave me haría totalmente visible, aguardé, vigilando por el periscopio, hasta que el guerrero que estaba en el tejado debajo de mí me diera la espalda. Salí entonces rápidamente de la nave por una de las escotillas superiores y me dejé caer al suelo por el lado más cercano al guerrero. Me encontraba a poco más de un metro del borde del tejado y él estaba de pie casi debajo de mí, vuelto de espaldas. Si se diera la vuelta me descubriría al instante y daría la alarma antes de que pudiera alcanzarle. Por tanto, mi única esperanza de éxito era silenciarle antes de que se diera cuenta de la amenaza que se cernía sobre él.

He aprendido, por las experiencias de John Carter, que el primer pensamiento suele ser inspiración, mientras que volver a pensar puede conducir al fracaso o, cuando menos, demorar la acción, anulando así sus efectos.

Por tanto, en este caso, actué dejándome llevar por la inspiración. Sin vacilar, avancé rápidamente hasta el borde del tejado y me lancé sobre los anchos hombros del centinela, empuñando una fina daga.

Todo terminó en un instante: dudo mucho que el pobre tipo aquel llegara a saber lo que le había sucedido. Arrastré su cuerpo al interior del hangar y le despojé del correaje al tiempo que, casi mecánicamente, tomé nota de las naves que había en el hangar. Con excepción de una, un barco patrulla, todas lucían la insignia personal del jed de Tjanath. Eran navíos reales —un elegante crucero poderosamente armado, dos naves de recreo pequeñas, una aeronave exploradora biplaza y otra monoplaza. No era mucho, desde luego, en comparación con las naves de Helium, pero estaba totalmente seguro de que eran lo mejor que Tjanath se podría permitir. Sin embargo, teniendo mi propia nave, no me preocuparon particularmente estas otras, aparte de mi interés de siempre por las naves de todos los modelos.

No lejos de donde me encontraba se abría una rampa que llevaba al palacio, hacia abajo. Comprendiendo que sólo la audacia podía hacerme triunfar, me dirigí a la rampa y entré en ella. Al rodear la primera vuelta me sorprendió ver que la rampa atravesaba directamente un cuarto de guardia. Tendidos en las sedas y pieles por el suelo había una veintena de guerreros.

No me atreví a detenerme, tenía que seguir adelante. Podía pasar entre ellos sin levantar sospechas. Había echado un breve vistazo a la habitación antes de entrar en ella y sólo vi hombres aparentemente sumidos en el sueño, y un instante después, al salir de ella, vi que no había más que los que observé al principio. Nadie estaba despierto, pero pude oír voces en una habitación contigua. Me apresuré a atravesar la habitación y entré en la rampa del lado opuesto.

Creo que mi corazón se detuvo mientras atravesaba silenciosamente la habitación, deslizándome por entre los hombres dormidos, porque si uno sólo de ellos se hubiera despertado, inevitablemente hubiera comprendido que yo no era un compañero guardián.

Más allá, dentro del palacio propiamente dicho, el peligro sería menor porque el número de miembros de la residencia de un jed es tan grande que nadie puede conocerlos a todos ni siquiera de vista, por lo que las caras extrañas o poco familiares son casi tan cotidianas como en las avenidas de una ciudad.

Mi plan era tratar de alcanzar la habitación de la torre en la que habían encerrado a Tavia, porque estaba seguro de que, desde mi posición en la aeronave, no podía ver el interior completo y era posible que Tavia sí estuviese allí.

A causa de la construcción de mi nave, no me era posible llamar su atención sin elevar la escotilla, corriendo el riesgo de revelar mi presencia lo que, pensaba, hubiera perjudicado demasiado la oportunidad de Tavia para escapar como para que yo pretendiera lograrlo.

Quizá debería esperar hasta la noche; tal vez estaba demasiado excitado y mi celo me haría correr más riesgos de los necesarios. Pensaba esas cosas y quizá me reprendiera a mí mismo, pero ya había ido demasiado lejos como para dar marcha atrás. Estaba en ello y en ello seguiría, pasara lo que pasara.

Mientras seguía descendiendo a distintos niveles por la rampa, traté de descubrir algunos hitos familiares que me condujeran a la torre este y, al salir del pasillo en uno de los pisos, vi, casi directamente delante de mí, una puerta que reconocí al instante: era la de la oficina de Yo Seno, el guardián de las llaves.

—¡Bien! —me dije—. Sin duda ha sido la suerte la que me ha traído hasta aquí.

Crucé hasta la puerta y la abrí; entré rápidamente en la habitación cerrando a mis espaldas. Yo Seno estaba sentado ante su escritorio. No había nadie más. Ni siquiera levantó la vista. Era uno de esos hombres arrogantes —un personajillo con un poco de autoridad— que quieren dar sensación de importancia a todos sus inferiores. No cabía duda, por tanto, de que una forma de demostrarla era ignorar a sus visitantes unos momentos. Pero esta vez se equivocó. Tras cerrar silenciosamente con llave la puerta por la que había entrado, crucé la habitación hasta la del lado puesto y corrí el cerrojo.

Fue entonces, sin duda, cuando la curiosidad le empujó. Yo Seno levantó la vista. Al principio no me reconoció.

—¿Qué quieres? —preguntó malhumorado.

—A ti, Yo Seno —respondí.

Me miró fijamente un momento y la sorpresa se reflejó en su rostro. Con los ojos desencajados, se puso en pie de un salto.

—¿Tú? —gritó—. ¡Por Issus, no! ¡Tú estás muerto!

—He vuelto de la tumba, Yo Seno. He vuelto a por ti —dije.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó—. ¡Aparta! ¡Estás detenido!

—¿Dónde está Tavia?

—¡No lo sé!

—Eres el guardián de las llaves, Yo Seno. ¿Quién mejor que tú para saber dónde están los prisioneros?

—¿Y qué? Si lo sé no te lo voy a decir.

—Me lo dirás, Yo Seno. O morirás —le previne.

Salió de detrás de su mesa y no estaba muy lejos de mí cuando, sin previo aviso y, con una velocidad mucho mayor de la que yo hubiera creído que era capaz de desplegar, sacó su espada larga de la funda y se lanzó sobre mí.

Me vi obligado a dar un salto hacia atrás para evitar su embestida, pero cuando lo intentó por segunda vez ya tenía la espada en mi mano y estaba prevenido. Yo Seno demostró que no era un antagonista despreciable. Era diestro con la espada y sabía que estaba luchando por su vida. En principio me pregunté por qué no pedía ayuda, pero llegué a la conclusión de que no habría guerreros en la habitación contigua como los había cuando visité la sala de Yo Seno la vez anterior. Luchamos en silencio, con sólo el entrechocar de nuestras armas, fiel reflejo de lo mortal de nuestro combate.

Yo tenía prisa por acabar con él y le apretaba a fondo cuando recurrió a un truco que casi me desarma: le había acorralado contra la mesa de trabajo y pensé que no podría escaparse. No podía ver su mano izquierda, que mantenía a la espalda, ni el pesado jarrón que había agarrado, pero un instante después vi un objeto que volaba directo a mi cabeza; pero, al mismo tiempo, vi que Yo Seno me dejaba el camino abierto en el momento de lanzarme el jarrón: tan ocupado estaba en hacer blanco que bajó la punta de la espada. Inclinándome por debajo del objeto arrojado contra mí, salté hasta situarme ante a Yo Seno y le hundí la espada en el corazón.

Limpié la sangre de la hoja en el cabello de mi víctima, sin poder evitar la sensación de euforia al pensar que había sido mi mano la que había acabado con la vida del seductor de Phao con lo que, en cierto modo, había vengado el honor de mi amigo Nur An.

Pero no podía perder tiempo meditando. Oí pasos que se acercaban por el pasillo exterior y me apresuré a agarrar el cadáver por el correaje y arrastrarlo hacia el panel que ocultaba la entrada del corredor secreto que conducía a la habitación de la torre este —el conocido pasillo donde pasé felices momentos en solitario con Tavia.

Con más prisa que respeto, lancé el cuerpo de Yo Seno al interior oscuro y, cerrando el panel a mis espaldas, seguí mi camino en la oscuridad hacia la habitación de la torre, guardando en mi corazón la gran esperanza de que Tavia siguiera allí.

A medida que me acercaba al panel de la torre, en el extremo del pasillo, sentía los rápidos latidos de mi corazón, una sensación a la que no estaba acostumbrado y que no podía explicarme. Estaba seguro de que mi estado físico era excelente y, aunque lo normal es que cualquier cosa poco usual que nos sorprenda, o algún peligro inminente, hacen que el corazón del hombre acelere su ritmo, incluso aunque sea un valiente, pero, por lo que a mí respecta, nunca había tenido tal sensación y debo admitir que estaba profundamente perplejo.

Pensar en que iba a ver a Tavia de nuevo me hizo olvidar la desagradable sensación y, cuando me detuve delante del panel, mi mente sólo estaba ocupada por la agradable consideración de lo que me esperaba al otro lado: el deseado encuentro con mi mejor amiga.

Estaba a punto de agarrar el pomo para abrir el panel cuando unas voces que sonaron en el cuarto, al otro lado, llamaron mi atención. Eran un hombre y una mujer quienes hablaban, pero no pude entender lo que decían. Abrí, con toda cautela, el panel lo suficiente para ver el interior de la habitación.

La escena que vi hizo que mi ardiente sangre luchadora corriera alocada por todo mi cuerpo. En el centro de la habitación, un guerrero joven, ricamente vestido, tenía sujeta a Tavia y la arrastraba por la habitación hacia la puerta. Tavia se debatía golpeándole.

—No seas idiota —gruñó el hombre—. Haj Oasis ha dicho que eres mía. Te daré una vida como esclava mucho mejor que la de la mayoría de las mujeres libres.

—¡Prefiero la prisión o la muerte! —exclamó Tavia.

Phao estaba a su lado, inerme, con los ojos llenos de compasión por Tavia. Era evidente que nada podía hacer por defender a su amiga; el vestido del guerrero delataba su elevado rango, aunque por el momento no me detuve a imaginar cuál sería, no me interesaba. Me planté de un salto en el centro de la habitación y agarré firmemente al guerrero por el hombro, tirando de él tan brutalmente que se dio un espaldarazo contra el suelo. Escuché las exclamaciones de asombro, tanto de Phao como de Tavia, quien pronunció mi nombre con dulce acento.

Al tirar de la espada, un guerrero se puso de pie, pero no sacó su arma.

—¡Estúpido! ¡Idiota! —aulló—. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿No sabes quién soy?

—Dentro de un momento serás quién eras —respondí en voz baja—. ¡En guardia!

—¡No! —gritó, retrocediendo—. Llevas el correaje y la insignia de un guerrero de la guardia. No puedes tener la osadía de sacar la espada frente al hijo de Haj Osis. Atrás, joven, soy el príncipe Haj Alt.

—Rogaría a Issus que fueras el propio Haj Osis —contesté—, pero, cuanto menos, habrá alguna recompensa en saber que he destruido a su vástago. En guardia, estúpido, a menos que quieras morir como un sorak.

Seguía retrocediendo y me miraba con el terror retratado en sus débiles facciones. Espiaba el panel que yo había dejado abierto inadvertidamente y antes de que pudiera impedirlo se lanzó como una flecha, cerrado a sus espaldas. Salí en su persecución, pero había corrido el pestillo y yo desconocía dónde estaba el mecanismo que lo abría.

—¡Rápido, Phao! —grité—. Tú conoces el secreto del panel. Ábrelo. No debemos permitir que ese tipo se escape o hará sonar la alarma y estaremos perdidos.

Phao corrió a mi lado y pulsó con el pulgar un botón inteligentemente oculto entre la elegante talla del panel de madera que cubría la pared. Esperé conteniendo el aliento, pero el panel no se abrió. Phao pulsó el botón frenética, una y otra vez, y luego se volvió a mí con gesto resignado, vencido.

—Ha manipulado el cerrojo al otro lado —dijo—. Es un bribón listo y habría pensado en ello.

—Debemos seguirle —exclamé alzando la espada larga. Golpeé el panel con una fuerza que hubiera roto en pedazos una plancha mucho más gruesa, pero sólo conseguí hacer un arañazo escasamente más ancho que una uña, pero que me reveló la terrible verdad: el panel estaba hecho de forandus, el metal más duro y ligero conocido por los barsoomianos. Me di la vuelta—. Es inútil —dije— tratar de romper el forandus con una espada de acero.

Tavia se había situado junto a mí, mirándome a la cara sin decir palabra. Sus ojos estaban llenos de lágrimas que no pretendía ocultar y le temblaban los labios.

—¡Hadron! —musitó al fin— ¡has vuelto de la muerte! ¿Por qué has venido? Esta vez no cometerán ningún error.

—Tú sabes por qué he venido, Tavia —respondí.

—¡Dímelo! —dijo en tono suave, bajísimo.

—Por amistad, Tavia —contesté—, porque eres la mejor amiga que ningún hombre haya tenido.

Pareció un tanto sorprendida en principio, pero luego una suave sonrisa se dibujó en sus labios.

—Prefiero la amistad de Hadron de Hastor —dijo— antes que cualquier otro regalo que el mundo me pudiera hacer.

Fue muy agradable oírselo decir y, ciertamente, aprecié sus palabras, aunque no entendí su ligera sonrisa. Pero entonces no tenía tiempo para resolver adivinanzas; el problema más importante era el de nuestra seguridad. Fue entonces cuando me acordé del vial que llevaba en el bolsillo. Busqué rápidamente con la vista por toda la habitación: en un rincón había sedas y pieles para dormir, algo que podría responder a mis fines; el contenido del vial podía damos la libertad si tuviéramos tiempo suficiente. Atravesé corriendo la habitación y busqué rápidamente hasta que encontré tres trozos de tela que servían mejor a mis propósitos que los restantes. Abrí el bolsillo parta sacar el vial en el momento en que llegaron a mis oídos unos pasos apresurados y el entrechocar de armas.

¡Demasiado tarde! Ya estaban en la puerta. Abotoné el bolsillo y aguardé. Mi primera idea fue entablar combate con ellos a medida que entraran, pero la deseché por más que inútil, ya que de ello no se deduciría otra cosa que mi propia muerte, mientras que el tiempo podría darme una oportunidad para utilizar el contenido del vial.

La puerta se abrió de golpe y vi en el pasillo no menos de cincuenta guerreros. Un padwar de la guardia entró, seguido por sus hombres.

—¡Ríndete! —me ordenó.

—No he sacado mi arma —contesté—. Ven a cogerla.

—¿Admites que eres el guerrero que atacó al príncipe Haj Alt? —preguntó.

—Lo soy —respondí.

Me eché a reír, porque sabía que no era tan tonto como para hacer a un asesino profesional de Barsoom una pregunta como aquella. Los miembros de esta antigua hermandad se guían por un código ético que respetan escrupulosamente y rara vez, casi ninguna, se consigue convencer o forzar a uno de sus miembros a que dé a conocer el nombre de quien le manda.

Vi que Tavia tenía los ojos fijos en mí y me pareció que había un ligero interrogante en su mirada, pero yo sabía que no se le escapaba que yo estaba mintiendo para protegerlas a ambas, ella y Phao.

Me arrastraron al exterior de la cámara y mientras me llevaban por los corredores, rampas abajo del palacio, el padwar me hizo preguntas tratando de averiguar mi verdadera identidad. Me alivió mucho comprobar que no me había reconocido y confié en que nadie lo haría, no porque ello supusiera diferencia alguna en la suerte que me esperaba, ya que comprendía que a quien había tratado de asesinar al príncipe de la casa de Haj Osis sólo podía esperarle lo peor, sino porque tenía miedo de que al reconocerme acusaran a Tavia de complicidad en el ataque a Haj Alt y la hicieran sufrir por ello.

Ya estaba de nuevo en las mazmorras y, causalmente, en la misma celda que ocupamos Nur An y yo. Experimenté una sensación como de vuelta a casa, aunque con variaciones y, una vez más, me encontré solo, aherrojado a una pared. Mi única esperanza era el vial que reposaba en el fondo de mi bolsillo. Pero no era aquél el lugar, ni el momento, para usar su contenido, ni, aunque no tuviera puesto los grilletes, tenía a mano los materiales que precisaba.

No estuve mucho tiempo en la mazmorra: los guerreros regresaron pronto y soltándome las manos me condujeron hasta el gran salón del trono de palacio, donde Haj Osis estaba sentado en su dais rodeado por los altos oficiales de su ejército y cortesanos.

También estaba allí Haj Alt, el príncipe, y cuando vio que me empujaban hacia el trono tembló de ira. Me situaron delante del jed, quien se volvió a su hijo.

—¿Es este el guerrero que te atacó, Haj Alt? —preguntó.

—Este es el granuja que me cogió por sorpresa —respondió el joven— y me hubiera apuñalado por la espalda si no hubiera sido más listo que él.

—¿Sacó su espada contra ti? ¿Contra la persona de un príncipe? —preguntó Haj Osis.

—Lo hizo, y me hubiera matado, como mató a Yo Seno cuyo cadáver encontré en el corredor que va de su oficina a la torre.

Así, pues, habían encontrado el cadáver de Yo Seno. Bueno, no me matarían más por aquel crimen que por haber amenazado de muerte al príncipe.

En este momento, un oficial entró en el salón del trono casi a la carrera. Respiraba agitado y se detuvo al pie del trono. Estaba de pie, a mi lado, y vi que se volvía y me miraba rápidamente, con sus ojos recorriendo mi cuerpo de los pies a la cabeza. Luego se dirigió al hombre que ocupaba el asiento regio.

—Haj Osis, jed de Tjanath —dijo—. He venido a todo correr para decirte que hemos encontrado en el hangar del jed el cadáver del guardia. Le han arrancado el correaje y las armas y han dejado junto a su cuerpo otros extraños. Al acercarme a tu trono, Haj Osis, he reconocido el correaje de mi guerrero muerto en el cuerpo de ese hombre —me señaló con un dedo acusador.

Haj Osis me estaba mirando ahora con sumo cuidado. Sus ojos mostraban una expresión extrañada que no me gustaba nada. Delataba que estaba empezando a reconocerme y luego, de repente, vi que ya sabía quién era yo. El jed de Tjanath dejó escapar un rotundo juramento que resonó por el gran salón del trono.

—¡Por el aliento de Issus! —tronó—. ¡Miradle! ¿No le reconocéis? Es el espía de Jahar que dijo llamarse Hadron de Hastor. Fue condenado a La Muerte. Lo vi con mis propios ojos y, sin embargo, ahora está en mi palacio, asesinando a mi gente y amenazando a mi hijo. ¡Pero esta vez morirá!

Haj Osis se había levantado del trono y con los brazos en alto parecía clavar los dedos en el aire, algo así como un horroroso corphal lanzando una maldición sobre su víctima.

—Primero, sin embargo, averiguaremos quién le envió. No vino por su propia voluntad a matarme y matar a mi hijo: detrás de él hay alguna mente maligna que busca destrozar al jed de Tjanath y a su familia. Quemadle lentamente, pero no dejadle morir hasta que declare el nombre. ¡Lleváoslo! Dejad que el fuego queme, pero lentamente.