Phor Tak de Jhama
De vuelta a nuestro alojamiento en la torre de la chimenea, Nur An y yo discutimos los planes de fuga más alocados que tenían cabida en nuestras mentes. Por alguna razón, no nos habían vuelto a poner los grilletes, lo que nos daba, cuando menos, tanta libertad de acción como la que nos permitía la habitación y pueden estar seguros de que la aprovechamos al máximo, examinando minucigsamente cada centímetro cuadrado del suelo y las paredes hasta donde podíamos alcanzar; sin embargo, nuestros esfuerzos combinados no sirvieron para revelar cualquier medio de elevación del tabique que cerraba la única vía de escape de nuestra prisión, con la excepción de la ventana que, pese a estar fuertemente enrejada y a unos sesenta metros por encima del suelo no había sido eliminada, en absoluto, de nuestros planes.
Las gruesas barras verticales que protegían la ventana soportaron nuestros esfuerzos combinados para tratar de doblarlas, pese a que Nur An era un hombre poderoso y yo siempre he sido alabado por mi desarrollo muscular. Las barras estaban demasiado próximas entre sí como para permitir el paso de un cuerpo humano, pero si consiguiéramos quitar una quedaría una abertura de gran tamaño; sin embargo, ¿qué finalidad perseguíamos? Quizá en la mente de Nur An había la misma respuesta que en la mía: que abandonada toda esperanza y sin más alternativa que el fuego en la parrilla, cuando menos podríamos defraudar a Ghron lanzándonos por la ventana al exterior, allá abajo.
Pero, fuera cual fuera el final que cada uno contemplábamos, él se guardó el suyo y cuando empecé a escarbar con la punta de la hebilla de mi correaje en el cemento que sostenía por abajo una de las barras, Nur Am, sin hacer preguntas, se puso a trabajar de igual modo en la parte alta de la misma barra. Trabajamos en silencio y con escaso miedo a que nos descubrieran, ya que nadie había entrado en la prisión desde que nos encarcelaron en ella. Una vez al día elevaban el tabique unos centímetros y nos deslizaban la comida por la abertura, pero nunca vimos a la persona que la traía ni nadie se comunicó con nosotros desde el momento en que los guardias nos condujeron al palacio la primera noche hasta el momento en que, finalmente, logramos desencajar la barra que ahora podía retirar fácilmente de su lugar.
Nunca olvidaré la impaciencia con la que aguardamos a que llegara la noche para sacar la barra e investigar la superficie del exterior de la torre, porque se me había ocurrido que podía ofrecer un medio para descender hasta la calle, o quizá hasta el tejado del edificio sobre el que se elevaba, desde donde podríamos confiar en abrirnos camino, sin ser descubiertos, hasta la cima de la muralla que rodeaba la ciudad. En vista de cuya posibilidad, ya había proyectado hacer tiras con el tejido que cubría las paredes de nuestra celda para fabricar una cuerda por la que pudiéramos descender al suelo, más allá de las murallas.
A medida que iba oscureciendo empecé a darme cuenta de lo alto que había llegado en mis esperanzas sobre la idea concebida. Ya me parecía tan buena que la habíamos realizado, sobre todo cuando utilicé la cuerda al máximo de su alcance, lo que incluía hacerla lo bastante larga para que alcanzara desde nuestra ventana hasta el pie de la torre. De este modo se superaría cualquier obstáculo. Y fue entonces, justo al anochecer, cuando expliqué mi plan a Nur An.
—¡Estupendo! —exclamó—. Vamos a empezar a fabricar la cuerda ahora mismo. Ya sabemos lo fuerte que es el tejido y que un solo hilo sería capaz de soportar nuestro peso. En una sola pared hay bastante para hacer la cuerda que precisamos.
El éxito parecía casi asegurado cuando empezamos a descolgar la tela de una de las paredes más grandes, pero aquí nos topamos con el primer obstáculo. El tejido estaba sujeto, por arriba y por abajo, con clavos de grandes cabezas colocados muy próximos entre sí y que soportaron cuantos esfuerzos hicimos por soltarlos. La sorprendente tela, sutil y ligera de peso, parecía totalmente indestructible y ya estábamos al límite de nuestras fuerzas cuando tuvimos que admitir la derrota.
Había caído ya la rápida noche barsoomiana y ahora podíamos, con comparativa seguridad, retirar la barra de la ventana y hacer un reconocimiento, por primera vez, más allá de los límites restringidos de nuestra celda, pero ahora la esperanza que teníamos era escasa y fue con poca confianza en mejorarla que me alcé sobre el alféizar y saqué la cabeza y los hombros por la abertura.
Allá abajo estaba, sombría, la deprimente ciudad, con su negrura apenas subrayada por unas pocas luces débiles, la mayoría de las cuales brillaban en las ventanas del palacio. Pasé la palma de la mano por la superficie de la torre hasta donde alcanzaba con el brazo y el corazón se hundió aún más en mi pecho. La superficie era de roca volcánica pulimentada, lisa como un espejo, perfectamente tallada y encajada y no ofrecía el menor asidero —en realidad, hasta un insecto hubiera tenido dificultades para posarse en ella.
—No hay nada que hacer —dije volviendo a la habitación—. La torre está más lisa que un seno femenino.
—¿Y qué hay arriba? —preguntó Nur An.
Me incliné de nuevo al exterior, esta vez mirando hacia arriba. Justo por encima de mí estaban los aleros de la torre —nuestra celda estaba en lo más alto del edificio. Algo me impulsó a investigar en aquella dirección: quizá un impulso alocado, hijo de la desesperación.
—Sujétame por los tobillos, Nur An —dije— y, en nombre de mi primer antepasado, ¡no me sueltes!
Agarrándome a dos de las barras que quedaban me elevé hasta quedar de pie en el alféizar de la ventana, con Nur An fuertemente aferrado a mis tobillos. Podía alcanzar la parte alta de los aleros extendiendo los dedos. Bajando de nuevo al alféizar musité a Nur An:
—Voy a tratar de alcanzar el tejado de la torre.
—¿Por qué?
—No lo sé —admití, echándome a reír—, pero algo en mi subconsciente parece insistir en que lo haga.
—Si te caes, te habrás escapado del fuego —dijo él— y yo te seguiré. ¡Buena suerte, amigo mío de Hastor!
Me alcé de nuevo a mi posición de pie en el alféizar y alcé los brazos hasta que mis dedos engarfiados se aferraron por encima del alero del elevado tejado. Lentamente me fui izando; por debajo de mí, a más de sesenta metros, estaban el tejado del palacio… y la muerte. Soy muy fuerte; sólo un hombre muy fuerte podía confiar en tener éxito porque, en el mejor de los casos, mi asidero al tejado plano por encima de mí era precario, pero, por fin, conseguí pasar el brazo por encima hasta que, finalmente, me quedé tendido, con la respiración entrecortada, sobre el resalte de basalto que coronaba la esbelta torre.
Descansé unos instantes y me puse de pie. La loca y apasionada Thuria corría por el cielo sin nubes; Cluros, su frío cónyuge, describía su círculo a distancia, espléndidamente aislado; allá abajo estaba el valle de Hohr como si fuera un país encantado de los antiguos romances; por encima de mí se alzaba la oscura escollera que encerraba este mundo de locos.
Repentinamente me golpeó el rostro un soplo de aire caliente, lo que trajo a mi mente la imagen de lo que estaba sucediendo allá abajo, en las mazmorras de Ghasta: una orgía de torturas. De la negra boca de la chimenea que había detrás de mí me llegó, atenuado, un aullido de terror. Me estremecí, pero mi atención estaba centrada en la abertura a la que me estaba acercando. Unas olas de calor casi insoportables ascendían de la boca de la chimenea. Había poco humo, tan perfecta era la combustión, pero el que salía se dispersaba en el aire a una velocidad terrorífica. Daba la sensación de que si me arrojara a él sería transportado a larga distancia.
Y entonces concebí una idea —una idea alocada, imposible, al parecer, pero que se aferraba a mí mientras descendía cautelosamente por el borde exterior de la torre hasta que alcancé la mayor seguridad de la celda.
Estaba a punto de explicar mi loco plan a Nur An cuando me interrumpieron unos ruidos en la cámara contigua y un instante después empezó a elevarse el tabique. Pensé que nos traían alimentos, una vez más, pero el tabique se fue elevando más de lo que era necesario para pasar los cacharros con la comida por debajo, y un instante después vimos los tobillos y las piernas de una mujer. Seguidamente, ella se inclinó y penetró en nuestra celda. La luz de la habitación contigua me permitió reconocerla: era la que había sido elegida por Ghron para doblegarme a su voluntad. Se llamaba Sharu.
Nur An había colocado rápidamente la barra en la ventana y cuando entró la muchacha nada había que indicara que estaba suelta o que uno de nosotros había estado recientemente fuera de la celda. El tabique siguió alzado a medias permitiendo que la luz entrara en la habitación y la muchacha, que me miraba, debió advertir que mis ojos examinaban la sala contigua.
—No dejes crecer tu esperanza —me dijo con triste sonrisa—. Hay guardias que esperan en el piso de abajo.
—¿Por qué has venido, Sharu? —pregunté.
—Ghron me ha enviado —contestó—. Está impaciente por conocer tu decisión.
Puse mi cerebro a pensar rápidamente. Nuestra única esperanza estaba en la simpatía de esta muchacha cuya actitud, anterior, había demostrado, cuando menos, su actitud amistosa.
—Si tuviéramos una daga y una aguja —dije en un suspiro—, podríamos dar a Ghron su respuesta pasado mañana por la mañana.
—¿Y qué razón puedo darle para este nuevo aplazamiento? —preguntó la muchacha tras pensar un momento.
—Dile —exclamó Nur An— que estamos comunicando con nuestros antepasados y que nuestra decisión dependerá de lo que nos aconsejen.
Sharu sonrió. Extrajo la daga de la funda que llevaba al costado y la dejó en el suelo y de un bolsillo que llevaba unido al correaje sacó una aguja, que colocó al lado de la daga.
—Convenceré a Ghron de que es mejor esperar —dijo—. Mi corazón había confiado, Hadrom de Hastor, en que decidirías permanecer a mi lado, pero me alegra comprobar que no me equivoqué al juzgar tu carácter. Morirás, guerrero mío, pero al menos morirás como corresponde a un valiente. ¡Adiós! Te miro vivo por última vez, pero hasta que me reúna con mis antepasados, tu imagen tendrá siempre un trono en mi corazón.
Salió y el tabique descendió, dejándonos de nuevo en la semipenumbra de la noche con luna, pero ahora tenía las dos cosas que deseaba más: la daga y una aguja.
—¿Qué utilidad tienen? —me preguntó Nur An cuando cogí los dos objetos del suelo.
—Ya lo verás —respondí e, inmediatamente, puse mano a la tarea de cortar la tela de las paredes de nuestra celda y, luego, de pie sobre los hombros de Nur An, quité también la que cubría el techo. Trabajé rápidamente, sabedor de que no teníamos mucho tiempo para hacer lo que deseaba. Era un plan enloquecido, pero dentro de las posibilidades de hacerlo.
Trabajando en la oscuridad, más con el sentido del tacto que con el de la vista, debí sentirme inspirado por algún elevado poder para llevar a cabo, con cierto grado de perfección, la tarea que había emprendido.
El resto de la noche y todo el día siguiente, lo dedicamos Nur An y yo a trabajar sin descanso confeccionando una enorme bolsa con la tela que había cubierto las paredes y techo de nuestra celda y con los retales que sobraron hicimos largas cuerdas, de manera que al caer de nuevo la noche nuestra tarea estaba terminada.
—¡Ojalá tengamos suerte! —dije.
—El plan es digno del cerebro enloquecido del propio Ghron —dijo Nur An—, pero, dentro de lo que cabe, puede que tenga éxito.
—Ya es de noche —dije— y no hay razón para dejar pasar más tiempo. Hay algo, sin embargo, de lo que podemos estar seguros: tengamos éxito o no, habremos escapado al fuego y, en cualquier caso, quizá nuestros antepasados muestren amor y compasión por Sharu, cuya amistad ha hecho posible nuestra intentona.
—Cuyo amor —corrigió Nur An
Realicé una vez más la peligrosa ascensión al tejado, llevando conmigo una de nuestras cuerdas recién hechas. Entonces, desde arriba, la dejé caer para que la cogiera Nur An, quien ató a ella la gran bolsa, tras lo cual yo tiré cuidadosamente del fruto de nuestro trabajo hasta depositarlo en el tejado, junto a mí. Era ligera como una pluma, pero tan fuerte como el cuero bien curtido de un zitidar. A continuación, descolgué la cuerda de nuevo y ayudé a Nur An a situarse a mi lado, pero no antes de reponer en posición la barra que habíamos quitado de la ventana.
Sujetos al fondo de la bolsa, que estaba abierta, había varios cordones terminados en lazadas. Pasamos por éstas la cuerda más larga que habíamos fabricado, una cuerda tan larga que daba la vuelta completa a la torre y la bajamos más allá del saliente alero. La atamos allí, pero con un nudo deslizante que soltaríamos fácilmente con un simple tirón.
A continuación, deslizamos las lazadas por el extremo de las cuerdas sujetas al fondo de la bolsa junto con la cuerda que rodeaba la torre por debajo del alero, hasta que conseguimos situar la abertura de la bolsa directamente encima de la chimenea que llevaba al horno de la muerte en las mazmorras de Ghasta. De pie a cada lado de la chimenea, Nur An y yo elevamos la bolsa hasta que se empezó a llenar con el aire ardiente que salía de la chimenea. Cuando ya estaba lo bastante inflada para mantenerse en posición erecta, con lo que, dejando que Nur An la situara en posición, moví los lazos hasta que estuvieron a igual distancia uno de otro, con lo que anclé la bolsa justo en el centro de la chimenea. Luego, pasé otra cuerda por los lazos, sin apretar y uní sus extremos y Nur An y yo colocamos en los extremos opuestos de esta cuerda los ganchos de abordaje que forman parte del correaje de cualquier guerrero barsoomiano, cuya principal finalidad es bajar a los asaltantes de la cubierta de un buque a la de otro situado directamente debajo, pero que en la práctica se utilizan de innumerables maneras y en numerosísimos casos.
Esperamos, con Nur An preparado para deshacer el nudo que mantenía la cuerda alrededor de la torre por debajo del alero y yo, en el lado opuesto, con la afilada daga de Sharu preparada para cortar la cuerda que tenía cerca.
Vi que la gran bolsa que habíamos fabricado se llenaba de aire caliente. Empezó por inflarse un poco y cabeceó de un lado a otro, pero, ahora, con los lados tensos, estaba en posición elevada y quieta. El tejido se estiró hasta el extremo de que parecía que iba a reventar y, mientras yo esperaba, daba tirones de las cuerdas que la retenían.
En el valle de Hohr, allá abajo, casi no había viento, lo que facilitaba en gran medida el desarrollo de nuestro osado plan.
La enorme bolsa, casi tan grande como la habitación en la que habíamos estado encerrados, se hinchaba por encima de nosotros. Estaba quieta, con las cuerdas tensas, en su impaciencia por volar, hasta que comprendí que nos sostendría y di la orden.
Nur An y yo soltamos simultáneamente la cuerda por cada lado. Libre de su anclaje, la gigantesca bolsa se elevó arrastrándonos tras su estela. Subió a una velocidad sorprendente hasta que el valle de Hohr no fue más que un pequeño agujero abierto en la superficie del gran mundo que teníamos debajo.
En este momento nos cogió una ráfaga de aire y pueden estar seguros de que dimos las gracias a nuestros antepasados al darnos cuenta de que, finalmente, nos alejábamos por encima de la cruel ciudad de Ghasta. El viento se hizo más fuerte hasta soplar rápidamente en dirección noreste, aunque a nosotros nos preocupaba poco la dirección, con tal de que nos alejara del río Syl y del valle de Hohr.
Una vez que hubimos pasado del cráter del antiguo volcán, que formaba la superficie del valle donde se alzaba la sombría Ghasta, vimos bajo nosotros, a la luz de la luna, un irregular paisaje volcánico que daba una extraña e impresionante impresión de irrealidad; profundas simas y montones de roca basáltica parecían presentar una barrera infranqueable para el hombre, lo que por sí sólo explica por qué en esta remota y desolada esquina de Barsoom el valle de Hohr había permanecido oculto incontables eras.
Aumentó la velocidad del viento. Flotando a gran altitud nos arrastró a una velocidad considerable, aun cuando podía ver que descendíamos a medida que se enfriaba el aire contenido en la bolsa. Cuánto tiempo seguiríamos volando no podía adivinarlo, pero confiaba en que el viento nos arrastrara, por lo menos, hasta más allá del hostil territorio que sobrevolábamos.
La llegada del amanecer nos encontró flotando a unos centenares de metros del suelo; el país volcánico había quedado atrás, lejos, y lo que veíamos ahora eran suaves colinas encantadoras apenas pobladas con skeel, el árbol resistente a la sequía sobre el que, según la leyenda, se había construido la civilización de Barsoom.
Al sobrevolar una colina de poca altura, pasando sobre ella a apenas cincuenta sofads, vemos unas construcciones blancas brillantes. Como todas las ciudades y edificios aislados de Barsoom estaban rodeadas por un elevado muro, pero en todo lo demás diferían materialmente del tipo normal de arquitectura barsooniana. El conjunto formado por una serie de edificaciones, con las torres, cúpulas y minaretes de costumbre que marcan todas la ciudades barsoomianas y que sólo en épocas recientes han dado paso lentamente a los lisos planos de aterrizaje de un mundo aéreo. La estructura que teníamos debajo estaba compuesta por varios edificios con azotea de diversas alturas, ninguno de los cuales, sin embargo, parecía tener más de cuatro pisos. Entre los edificios y los muros exteriores y en varios patios abiertos entre edificios había una profusión de árboles y macizos de arbustos con césped escarlata y paseos bien conservados. Realmente era un espectáculo sorprendente y hermoso, pero habiendo escapado tan recientemente de la casi destrucción por las bellezas de Hohr y las seducciones de sus hermosas mujeres, no pensábamos dejarnos engañar de nuevo por las apariencias externas. Flotaríamos sobre el palacio encantador y aprovecharíamos nuestras oportunidades en el campo abierto situado más allá.
Pero el destino había dispuesto otra cosa. El viento había dejado de soplar y descendíamos rápidamente. Vimos, allá abajo, algunas personas en el edificio y nos dimos cuenta de que, al descubrirnos, se sintieron consternados. Se dirigieron rápidamente a las puertas más cercanas y en un momento no había ningún ser humano a la vista cuando, finalmente, aterrizamos en la azotea de una de las secciones más altas del conjunto.
Mientras nos soltábamos de los lazos en los que habíamos estado sentados, la gran bolsa, libre de nuestro peso, se elevó rápidamente en el aire hasta una corta distancia, se dio la vuelta por completo y cayó al suelo justo más allá del muro exterior. Nos había servido bien y ahora parecía un ser vivo que hubiera dado su existencia por nuestra salvación.
Sin embargo, íbamos a tener muy poco tiempo para lamentos sentimentales, ya que, casi inmediatamente, una cabeza apareció por una pequeña abertura de la azotea en la que estábamos. A la cabeza siguió el cuerpo de un hombre, cuyo correaje era tan escaso que casi parecía desnudo. Era viejo, tenía una cabeza finamente formada cubierta con escasos mechones grises.
La aparente edad física avanzada es tan rara en Barsoom que siempre atrae inmediatamente la atención. En nuestra vida natural solemos vivir miles de años, pero durante ese largo período nuestra apariencia sólo cambia un poco. Es cierto que la mayoría de nosotros encuentra una muerte violenta muchísimo antes de alcanzar una edad avanzada, pero hay algunos que superan el plazo de vida concedido y otros que no se cuidan bien de sí mismos, y estos pocos constituyen los físicamente viejos entre nosotros; a éstos, evidentemente, pertenecía el viejo que se enfrentó a nosotros.
Tan pronto le vio, Nur An dejó escapar una exclamación de agradable sorpresa.
—¡Phor Tak! —gritó.
—¡Hola! —rió el viejo con un tono elevado de falsete—. ¿Quién llega de los altos cielos y conoce al pobre Phor Tak?
—¡Soy yo… Nur An! —exclamó mi amigo.
—¡Hola! —exclamó Phor Tak—. ¡Nur An, uno de los favoritos de Tul Axtar!
—Como antes lo fuiste tú, Phor Tak.
—Pero no ahora, no ahora —casi gritó el viejo—. El tirano me exprimió como si fuera una fruta jugosa y luego tiró la cáscara a la basura. ¡Hola! Pensó que ya no quedaba zumo, pero yo rezo todos los días a todos mis antepasados para que viva lo bastante como para comprender que estaba equivocado. Te lo puedo decir con seguridad, Nur An, porque te tengo en mi poder y te prometo que nunca vivirás para llevar a Tul Axtar noticias sobre mi paradero.
—No temas, Phor Tak —dijo Nur An—. También yo he sufrido la villanía del jeddak de Jahar. A ti te permitieron salir de la capital en paz, pero a mí me confiscaron todas mis propiedades y me condenaron a muerte.
—¡Hola! ¡Entonces tú también le odias! —exclamó el viejo.
—Odio es una palabra débil para expresar lo que siento por Tul Axtar —respondió mi amigo.
—Eso está bien —dijo Phor Tak—. Cuando os vi descender del cielo pensé que mis antepasados os habían enviado a ayudarme y sé que era cierto. ¿Éste es otro guerrero de Jahar? —añadió señalándome con un gesto de su vieja cabeza.
—No, Phor Tak —respondió Nur An—. Éste es Hadron de Hastor, un noble de Helium, pero también a él le ha perjudicado Jahar.
—¡Bien! —exclamó el anciano—. Ya somos tres. Hasta ahora sólo contaba con esclavos y mujeres para ayudarme, pero ahora, con dos guerreros bien entrenados, jóvenes y fuertes, la meta de mi triunfo parece estar a la vista.
Mientras los dos hombres charlaban yo había recordado parte de la historia que Nur An me había contado en las mazmorras de Tjanath, referida a Phor tak y su invención del fusil que disparaba rayos desintegradores y que tan mortal había resultado para la patrulla a bordo de la nave que sobrevoló Helium la noche en que Sanoma Tora fue raptada. Era extraño, desde luego, que la suerte me hubiera traído al palacio del hombre que guardaba el secreto que tanto podía significar para Helium y para todo Barsoom. Extraño, igualmente, además de tortuoso, había sido el camino que la suerte me hizo recorrer, aunque sabía que eran mis antepasados quienes me guiaban y que todo estaría dispuesto para que tuviera un final feliz.
Cuando Phor Tak oyó sólo una parte de nuestro relato insistió en que estábamos agotados y hambrientos y, como el buen anfitrión que demostró ser, nos llevó al interior del palacio y, llamando a los esclavos, les ordenó que nos bañaran y alimentaran y que permitieran que nos retiráramos hasta que descansáramos. Le dimos las gracias por su amabilidad y su consideración, de las que nos aprovechábamos con todo gusto.
Los días que siguieron fueron, a un tiempo, interesantes y beneficiosos. Phor Tak, en compañía solamente de unos cuantos esclavos fieles que le habían seguido al exilio, estaba encantado con nuestra compañía y con la ayuda que pudiéramos darle en su experimento que, una vez seguro de nuestra lealtad, nos explicó en detalle.
Nos explicó en detalle sus andanzas después de salir de Jahar y de cómo había dado por casualidad con este castillo, largo tiempo abandonado, cuyo constructor y ocupantes no habían dejado más rastros que sus huesos. Nos dijo que cuando descubrió sus esqueletos éstos estaban esparcidos por el patio y que en la entrada principal había un montón de huesos de una veintena de guerreros, lo que atestiguaba la fiera defensa que los ocupantes habían librado contra algún enemigo desconocido, al tiempo que en otras habitaciones superiores encontró otros esqueletos, de mujeres y niños.
—Creo —dijo— que el lugar fue sitiado por miembros de alguna horda salvaje de guerreros verdes que no dejaron un solo superviviente. Los patios y jardines estaban invadidos por matorrales y el interior de los edificios lleno de polvo; por lo demás, pocos daños se habían causado. Yo llamo a este lugar Jhama y aquí estoy realizando el trabajo de mi vida.
—¿Qué es? —pregunté.
—Vengarme de Tul Axtar —respondió el anciano—. Le entregué mi rayo desintegrador; le di la pintura aislante que protege sus naves y armas de dicho rayo y algún día le daré algo más: algo que será tan revolucionario en el arte de la guerra como el propio rayo desintegrador; algo que arrojará al suelo los restos destrozados de la flota de Jahar; algo que buscará el palacio de Tul Axtar y enterrará al tirano debajo de sus ruinas.
No pasó mucho tiempo desde que llegamos a Jhama antes de que tanto Nur An como yo nos convenciéramos de que la mente de Phor Tak estaba un tanto desviada, por lo menos, de tanto pensar en los males que le infligió Tul Axtar; aunque amable por naturaleza, estaba obsesionado por el maníaco deseo de vengarse del tirano, sin que le importaran lo más mínimo las consecuencia que ello pudiera tener para sí y para otros. En este asunto estaba más allá de la influencia de la razón y habiendo decidido, para su propia satisfacción, que Nur An y yo éramos factores potenciales para que su designio tuviera éxito, se dejaba llevar por ataques de ira cada vez que yo apuntaba el tema de nuestra marcha.
Inquieto como estaba yo por la urgencia de dirigirme a Jahar al rescate de Sanoma Tora, esta demora forzosa no me complacía lo más mínimo, pero Phor Tak era inconmovible y no quería permitir que me fuera; la absoluta lealtad de sus esclavos posibilitó que se saliera con la suya. En cuanto a nosotros, les explicó que éramos huéspedes, huéspedes bien recibidos siempre que no nos esforzáramos por marcharnos sin su permiso, pero que si nos descubrían tratando de salir de Jhama subrepticiamente, nos destruyeran.
Nur An y yo debatimos largamente el asunto. Habíamos descubierto que entre nosotros y Jahar se extendían cuatro mil haads de territorio difícil y hostil. Careciendo de una nave y de thoats, había muy pocas probabilidades de que pudiéramos llegar a Jahar a tiempo para ayudar a Sanoma Tora, sin es que llegábamos allí siquiera, por lo que decidimos aguardar a que se presentara una oportunidad, dejando creer a Phor Tak que estábamos dispuestos a ayudarle en la confianza de que en su momento podríamos contar con su ayuda y apoyo, y lo hicimos con tanto éxito que en breve tiempo nos habíamos ganado la confianza del viejo científico hasta tal extremo que empezamos a abrigar la esperanza de que nos haría partícipes de sus confidencias más íntimas y nos revelaría la naturaleza del instrumento de destrucción que estaba preparando para Tul Axtar.
Debo admitir que el mayor interés que yo tenía en su invención era porque confiaba en que para utilizarlo contra Tul Axtar tenía que encontrar algún medio para transportarlo hasta Jahar, en lo que yo veía una oportunidad para llegar a la capital del tirano.
Llevábamos en Jhama unos diez días, durante los cuales Phor Tak dio muestras de un nerviosismo y una irritabilidad extremados. Nos mantenía a su lado casi en todo momento, a menos que estuviera encerrado en lo más profundo de su laboratorio secreto.
Durante la cena del décimo día, Phor Tak se mostró más angustiado que nunca. Hablando sin cesar, como de costumbre, de su odiado Tul Axtar, su rostro mostraba la expresión de una furia maníaca.
—Pero estoy desamparado —casi gritó finalmente—, y lo estoy porque no tengo a nadie a quien confiar mi secreto, alguien con el valor y la inteligencia necesarios para llevar adelante mi plan. Soy demasiado viejo, demasiado débil para soportar una presión que nada significaría para hombre jóvenes como vosotros, pero que tengo que aguantar si quiero cumplir con mi destino de salvador de Jahar. ¡Si al menos pudiera confiar en vosotros! ¡Si al menos pudiera confiar en vosotros!
—Tal vez podrías, Phor Tak —sugerí.
No sé si fueron las palabras, o el tono de mi voz, lo que le calmaron.
—¡Hola! —exclamó—. A veces casi creo que puedo.
—Tenemos una meta común —dije— o, por lo menos, nuestras metas difieren tan poco que convergen en algún lugar, Jahar. Déjanos, pues, trabajar contigo. También nosotros deseamos llegar a Jahar. Si tú puedes ayudarnos, nosotros te ayudaremos.
Permaneció sentado, meditativo y silencioso durante largo rato.
—Lo haré —dijo al fin—. ¡Hola! Claro que lo haré. Venid.
Se levantó de la silla y nos condujo a la puerta cerrada con llave que impedía la entrada a su laboratorio secreto.