CAPÍTULO VIII

La araña de Ghasta

Durante un momento permanecimos indecisos en mitad de la avenida desierta, observando nuestros alrededores, cuando nuestra atención fue atraída hacia una estrecha escalera que subía por el interior del muro, en cuya cumbre habían aparecido las muchachas que nos dieron la bienvenida.

Estaban bajando por ella seis muchachas en total. Sus preciosas caras estaban radiantes con sonrisas felices de bienvenida que inmediatamente disiparon la fealdad del oscuro entorno en la misma medida en que el sol naciente disipa la oscuridad nocturna y sustituye las sombras por luz, calor y felicidad.

Correajes hermosamente labrados, muchos de ellos enriquecidos con deslumbrantes joyas, acentuaban el encanto de aquellas figuras perfectas. A medida que se acercaban, la imagen de Tavia acudió a mi pensamiento. ¡Por muy bellas que fueran estas jóvenes, e incuestionablemente lo eran, Tavia lo era mucho más!

Recuerdo con claridad, incluso ahora, que en el mismo instante y a pesar de todo lo que estaba sucediendo para llamar mi atención, me asaltó repentinamente el asombro de que fuera el rostro y la figura de Tavia los que veía, en vez de los de Sanoma Tora. Pueden creerme que a partir de entonces fue la imagen de Sanoma Tora la que veía, ello sin deslealtad hacia mi amistad por Tavia —aquella bendita amistad que consideraba uno de mis más orgullosos y valiosos tesoros.

A medida que las muchachas llegaban al pavimento corrían alegremente hacia nosotros.

—¡Bienvenidos, guerreros! —gritó una— a la feliz Ghasta. Debéis estar hambrientos después de tan largo viaje. Venid con nosotros y os alimentaremos, pero, primero, el gran jed quisiera saludaros y daros la bienvenida a la ciudad, porque los visitantes de Ghasta son escasos.

Mientras nos conducían por la avenida, no pude por menos que observar el aspecto desértico de la ciudad. No había señales de vida en ninguno de los edificios por los que pasamos, ni vimos a ningún otro ser humano hasta que llegamos a una plaza despejada en cuyo centro se alzaba un poderoso edificio rodeado de altas torres, el mismo que habíamos visto al salir del bosque. Aquí había varias personas, hombres y mujeres —gente de aspecto triste, abatido, que andaban con los hombros caídos y los ojos hundidos. No había animación en su andar y todo su aspecto era el de la más absoluta desesperanza. ¡Qué contraste tan grande con las muchachas alegres y felices que nos conducían tan gozosamente hacia la entrada principal del que di por supuesto que sería el palacio del jed. Unos fornidos guerreros montaban la guardia; eran unos tipos gordos, grasientos cuyo aspecto me disgustó. Al acercarnos salió un oficial del interior del edificio. Más gordo y grasiento, si ello era posible, que sus hombres, sonrió e inclinó la cabeza al darnos la bienvenida.

—Saludos —exclamó—. Que la paz de Ghasta caiga sobre los extranjeros que atraviesan sus puertas.

—Envía un mensaje a Ghron, el gran jed —le instruyó una de las muchachas— de que traemos dos guerreros extranjeros que desean honrarle antes de participar en la hospitalidad de Ghasta.

Mientras el oficial enviaba un guerrero a notificar al jed nuestra llegada, nos escoltaron al interior del palacio. Los muebles eran sorprendentes, pero extremadamente fantásticos en su diseño y ejecución. Habían utilizado con gran maestría la madera de los bosques nativos para la construcción de numerosas piezas de muebles tallados, con la veta de la madera mostrándose brillante en sus diversos colores naturales cuya belleza acentuaba el delicado teñido y el alto pulimento, aunque quizá la característica más sorprendente de la decoración interior eran las telas, ricamente pintadas, que cubrían paredes y techos. Era un tejido de una ligereza increíble que daba la impresión de ser plata hilada. La trama era tan densa que, como sabría más tarde, era capaz de retener el agua, y tenía tal fortaleza que era casi imposible desgarrar la tela.

Lucían, pintados en brillantes colores, las más fantásticas escenas que pueda concebir la imaginación. Había arañas con cabezas de preciosas mujeres y mujeres con cabezas de arañas. Había flores y árboles que danzaban bajo un gran sol rojizo, y grandes lagartos, como aquel con el que nos habíamos topado en la oscura caverna en nuestro viaje hacia Tjanath. En conjunto, las figuras allí representadas en nada se parecían a las que la naturaleza había creado. Era como si la mente de un loco hubiera concebido el conjunto.

Mientras aguardábamos en el gran vestíbulo del palacio del jed, cuatro muchachas danzaron para divertirnos —una extraña danza como nunca antes habíamos visto en Barsoom. Sus pasos y movimientos eran tan extraños y fantásticos como las decoraciones murales del salón en el que los practicaron; sin embargo, había cierto ritmo y sugestión en las ondulaciones de los ágiles cuerpos que nos infundían una sensación de bienestar y satisfacción.

El gordo y grasiento padwar de la guardia se humedeció los abultados labios mientras las contemplaba y aunque sin duda las había visto bailar en muchas ocasiones, pareció estar mucho más afectado que nosotros, pero quizá no tenía Phao o Sanoma Tora que ocupara sus pensamientos.

¡Sanoma Tora! La belleza cincelada de su noble rostro se mantuvo claramente en la pantalla de mi memoria durante breves momentos; luego empezó a desvanecerse. Traté de traerla de nuevo a mi pensamiento para ver de nuevo el breve y arrogante labio y la fría mirada, pero retrocedió perdiéndose en una bruma de la que emergió entonces un par de maravillosos ojos, húmedos por las lágrimas, un rostro perfecto y una cabeza con el cabello revuelto.

Fue entonces cuando el guerrero regresó para informar que Ghron, el jed, nos recibiría inmediatamente. Sólo las muchachas nos acompañaron; el gordo padwar se quedó atrás, aunque podría jurar que no lo hizo voluntariamente.

El salón donde nos recibió el jed estaba en el segundo piso del palacio. Era una sala grande, más grotescamente decorada, si cabe, que aquellas por las que habíamos pasado. Los muebles tenían formas y tamaños extraños, nada armonizaba con nada y, sin embargo, el resultado era de una armonía discordante que no resultaba desagradable, en absoluto.

El jed estaba sentado en un trono absolutamente enorme de vidrio volcánico. Era, quizá, el mueble más ornado y asombroso que había visto jamás, el más sorprendente espécimen de artesanía en toda la ciudad de

Ghasta, pero si atrajo mi atención en tal momento fue por un solo instante, ya que nada podía distraer mucho rato la atención de nadie sobre el jed propiamente dicho. A primera vista, más parecía un simio peludo que un hombre. De construcción robusta, con grandes, pesados hombros inclinados y largos brazos cubiertos de pelo negro desgreñado, quizá lo más sorprendente ya que en Barsoom no existe ninguna raza de hombres peludos. Tenía la cara ancha y plana y sus ojos estaban tan separados que parecían estar literalmente en los ángulos de su rostro, Cuando nos situamos delante de él frunció la boca en lo que entonces supuse que sería una sonrisa, aunque sólo logró hacer su expresión más horrible que antes.

Como se acostumbra, depositamos nuestras espadas a sus pies y dijimos en voz alta nuestros nombres y nuestras ciudades.

—Hadron de Hastor, Nur An de Jahar —repitió—. Ghron, el jed, os da la bienvenida a Ghasta. Pocos son los visitantes que consiguen abrirse camino hasta nuestra hermosa ciudad. Es, por tanto, un acontecimiento, que dos guerreros tan ilustres nos visiten. Rara vez recibimos noticias del mundo exterior. Contadnos, pues, vuestro viaje y qué es lo que sucede en Barsoom, allá encima de nosotros.

Sus palabras y sus modales eran los del anfitrión más solícito dando la bienvenida apropiada y cordial a unos extranjeros, pero no pude desprenderme de la sugerencia que me producía su repulsivo aspecto, aunque no pude por menos que interpretar el papel de un invitado agradecido y apreciativo.

Le contamos nuestras historias y le facilitamos muchas noticias sobre las partes de Barsoom con las que cada uno estábamos más familiarizados y, mientras Nur An hablaba, yo miraba alrededor contemplando la decoración de la gran cámara. Casi todos los presentes eran mujeres, muchas de ellas jóvenes y hermosas. Los hombres, en su mayoría, eran grandotes, gordos y grasientos y había ciertas líneas de crueldad en sus ojosy bocas que no se me escaparon, aunque intenté atribuirlas a la primera y deprimente impresión que los sombríos edificios negros de las avenidas desiertas habían traído a mi pensamiento.

Cuando terminamos nuestros relatos, Ghron anunció que se había preparado un banquete en nuestro honor y abrió en persona la comitiva desde el salón del trono, por un largo pasillo hasta un imponente salón de banquetes en cuyo centro se alzaba una enorme mesa, cuya longitud total estaba cubierta con una decoración a base de frutas y flores del bosque por el que habíamos pasado. En la cabecera de la mesa estaba el trono del jed y en el otro extremo había tronos más pequeños, uno para Nur An y otro para mí. A nuestros costados se sentaron las muchachas que nos habían dado la bienvenida a la ciudad y cuya misión, al parecer, era entretenernos.

El diseño de los platos colocados en la mesa estaba a la altura de los restantes diseños enloquecidos del palacio de Ghron. No había dos platos, copas o fuentes del mismo tamaño, forma o diseño y nada parecía apropiado para el fin al que estaba destinado. Me sirvieron vino en una taza de forma triangular y poca profundidad, mientras que la carne me la ofrecieron en una copa de alto y delgado tallo. Sin embargo, yo tenía mucha hambre como para ser detallista y confiaba en conversar con educada amenidad, como se exige en sociedad, para ocultar el asombro que sentía.

Aquí, como en otros lugares del palacio, las cubiertas de las paredes eran del tejido de plata semejante a telas de araña que llamó mi atención y atrajo mi admiración en el momento de entrar en el edificio. Tan fascinado estaba que no pude reprimir mencionarlo a la muchacha sentada a mi derecha.

—No hay tejidos de este tipo en ningún otro lugar de Barsoom —dijo—. Se fabrica aquí, solamente.

—Es precioso —dije—. Otros países lo pagarían bien.

—Si se lo pudiéramos mandar —replicó ella—, pero no tenemos relaciones con el mundo situado encima de nosotros.

—¿Con qué está tejido? —pregunté.

—Ustedes entraron por el valle Hohr —respondió— y vieron el hermoso bosque a orillas del río Syl. Sin duda vieron la fruta del bosque y, estando hambrientos, tratarían de coger alguna, pero se lo impidieron unas enormes arañas que descendieron presurosas por los hilos de plata, más finos que el cabello femenino.

—Así, precisamente, sucedió, en efecto —dije.

—Pues es con esta red tejida por las terribles arañas con la que hacemos nuestros tejidos. Es tan fuerte como el cuero y tan resistente como las rocas con las que está construida Ghasta.

—¿Son las mujeres de Ghasta las que hilan este maravilloso tejido? —pregunté.

—Los esclavos, hombres y mujeres —dijo ella.

—¿Y de dónde proceden sus esclavos —inquirí—, si no tienen relaciones con el mundo superior?

—Muchos de ellos bajaron por el río desde Tjanath, donde habían sido sometidos a La Muerte, y hay otros que llegaron desde más arriba del río, pero porqué o de dónde vinieron es algo que no sé. Son gente silenciosa que no quiere hablar; también vienen a veces de aguas abajo del río, pero son pocos y, por lo general, tan enloquecidos por los horrores de su viaje que no se les puede sacar ninguna información.

—¿Y alguien se ha ido alguna vez río abajo desde Ghasta —pregunté, porque era en esa dirección en la que Nur An y yo habíamos confiando en seguir nuestro camino en busca de la libertad, porque en el fondo de mi corazón alimentaba la esperanza de que podríamos alcanzar el valle Dor y el mar perdido de Korus, desde el que tenía el convencimiento de que podría escapar, como hicieron John Carter y Tars Tarkas.

—Quizá unos pocos —respondió—, pero no sabemos qué es de ellos, porque ninguno regresa.

—¿Sois felices aquí?

Ella forzó una sonrisa en sus preciosos labios, pero pensé que un escalofrío había recorrido su cuerpo.

El banquete era minucioso y los alimentos deliciosos. En el extremo de la mesa donde se sentaba el jed se reía mucho, porque los que le rodeaban estallaban en carcajadas cuando él se reía de sus propias bromas.

Estaba ya la comida en sus últimos instantes cuando un grupo de danzantes apareció en el salón. Mi primera visión casi me dejó sin aliento porque, con una sola excepción, todos ellos eran horriblemente deformes. La excepción citada era la muchacha más bella que había visto jamás, con la cara más triste que había presenciado en mi vida. Danzaba divinamente y a su alrededor se arrastraban y contorsionaban las pobres y desgraciadas criaturas cuyas tristes aflicciones les hubieran convertido en objetos de simpatía antes que de ridículo y, sin embargo, era evidente que habían sido elegidos con el exclusivo propósito de dar a los espectadores la oportunidad de vejarles. Su vista pareció incitar a Ghron a un extremo inconcebible de alegría y para aumentar su propio placer y la incomodidad de los pobres y patéticos danzarines, les arrojaba comida y platos mientras bailaban alrededor de la mesa del banquete.

Intenté no mirarles, pero había una fascinación en sus deformidades que atraía mi vista y ahora se evidenció que la mayoría estaba artificialmente deformada, que habían sido rotos y doblados por el capricho de una mente maligna y, al mirar al otro lado de la larga mesa la horrible cara de Ghron, deformada por una risa maníaca, no pude por menos que pensar que era el autor de aquellas desfiguraciones.

Cuando, finalmente, se fueron un esclavo trajo a la mesa tres enormes copas de vino; dos de las copas eran rojas y una negra. Colocaron la copa negra delante de Ghron y las rojas ante Nur An y yo. Entonces, Ghron se levantó y toda la compañía siguió su ejemplo.

—Ghron, el jed, bebe a la felicidad de sus honrados huéspedes —anunció el gobernante y, alcanzado la copa a sus labios la vació de un trago.

Parecía evidente que esta pequeña ceremonia ponía fin al banquete y que se pretendía que Nur An y yo bebiéramos a la salud de nuestro anfitrión. Por tanto, alcé mi copa. Era la primera vez que me habían servido algo en el recipiente adecuado y me alegraba de poder beber sin incurrir en el riesgo de derramar la mayor parte del contenido del recipiente sobre mi regazo.

—A la salud y el poder del gran jed Ghron —ofrecí y, siguiendo el ejemplo de mi anfitrión, vacié el contenido de la copa.

Mientras Nur An seguía mi ejemplo con algunas palabras apropiadas, sentí que un súbito letargo se cernía sobre mí y en el instante anterior a perder la consciencia, comprendí que el vino estaba drogado.

Cuando recobré el conocimiento me encontré tumbado sobre el suelo desnudo de una habitación con una forma tan peculiar que sugería que era parte del arco de un círculo situado en las periferias de dos círculos concéntricos. El extremo estrecho de la habitación se curvaba hacia dentro, con el extremo más ancho hacia fuera. En este último había una sola ventana enrejada, sin puerta ni abertura alguna en ninguna de las paredes, cubiertas con el mismo tejido de plata que había visto en las paredes y techos del palacio del jed. Cerca de mí estaba tumbado Nur An, evidentemente todavía bajo la influencia de la droga que nos habían administrado con el vino.

Miré otra vez en torno. Me levanté para acercarme a la ventana. Vi, allá abajo, los tejados de la ciudad. No cabía duda: estábamos prisioneros en la elevada torre que se alzaba en el centro del palacio del jed, ¿pero cómo nos habían dejado en la habitación? No a través de la ventana, evidentemente, que debía alzarse a más de sesenta metros por encima de la ciudad. Mientras consideraba este problema, al parecer insoluble, Nur An recobró el conocimiento; al principio permaneció callado, mirándome con una sonrisa compungida.

—¿Y bien? —pregunté.

Nur An agitó la cabeza

—Seguimos vivos —dijo en tono sombrío—, pero eso es lo máximo que se puede decir.

—Estamos en el palacio de un maníaco, Nur An —respondí—. No me cabe la menor duda. Todo el mundo vive aquí constantemente aterrorizado por Ghron y, a juzgar por lo que he visto hoy, tienen razón para sentirse aterrorizados.

—Sin embargo, yo creo que hemos visto muy poco, prácticamente nada —dijo Nur An.

—Yo he visto bastante —repliqué.

—Esas muchachas eran tan preciosas —dijo él después de un momento de silencio— que me cuesta creer que puedan existir juntas tanta belleza y tanta falsedad.

—Quizá no sean más que las herramientas involuntarias de su cruel amo —sugerí.

—Me gustaría creerlo —respondió.

Pasó el día y cayó la noche; nadie se acercó a nosotros, pero, en el ínterin, descubrí algo: al apoyarme accidentalmente contra la pared del extremo más estrecho de la habitación me di cuenta de que estaba bastante caliente, mucho, en realidad, por lo que deduje que el cañón de la chimenea por la que vimos salir humo del centro de la torre y la pared de la misma formaban la pared trasera de la habitación. Fue un descubrimiento, pero, por el momento, no tenía significado alguno para nosotros.

No había luz en la habitación y como en el cielo sólo brillaba Cluros en el lado opuesto de la torre, nuestra prisión estaba sumida en una oscuridad casi total. Estábamos sentados, contemplando tristemente nuestra situación, cada uno envuelto en sus propios y tristes pensamientos, cuando oímos unos pasos que, al parecer, llegaban desde abajo. Se fueron acercando más y más hasta que, finalmente, sonaron en otra habitación, al parecer contigua a la nuestra. Un momento más tarde se produjo el sonido de un roce y una línea de luz apareció en la parte baja de una de las paredes laterales. Se fue haciendo más ancha hasta que, finalmente, me di cuenta de que el tabique completo se estaba levantando. Por la abertura vimos, primero, los pies calzados con sandalias de unos guerreros cuyos cuerpos fueron quedando a la vista poco a poco —dos hombres leales, musculosos, fuertemente armados.

Llevaban unos grilletes con los que nos ataron las muñecas a la espalda. No dijeron una palabra, pero uno de ellos nos indicó por gestos que les siguiéramos y, al salir de la habitación, el segundo guerrero se colocó detrás. Entramos en silencio en una pina rampa en espiral que descendía hasta el cuerpo principal del palacio, pero nuestros guardianes nos condujeron más abajo aún, hasta que comprendí que nos encontrábamos en las mazmorras situadas debajo del palacio.

¡Las mazmorras! Me acometió un temblor interno; prefería muchísimo más la torre porque desde siempre había sentido un horror innato por las mazmorras. Quizá éstas serían oscuras al máximo y sin duda pobladas de ratas y lagartos.

La rampa terminaba en una habitación lujosamente decorada en la que estaba reunido el mismo grupo de hombres y mujeres que habían participado en el banquete con nosotros horas antes. También estaba Ghron, sentado en el trono. Esta vez no sonrió al entrar nosotros en el salón. No pareció darse cuenta de nuestra presencia. Permanecía sentado, inclinado hacia delante, con los ojos fijos en algo que estaba en el extremo opuesto del salón sobre el que se cernía un denso silencio súbitamente roto por un penetrante grito de agonía, preludio de toda una serie de aullidos similares.

Miré en dirección a los gritos, la dirección en la que estaba clavada la mirada de Ghron y vi a una mujer desnuda, encadenada a una parrilla situada delante de un fuego vivo. Era evidente que la acababan de colocar allí al entrar nosotros en el salón y que fue suyo el primer grito de agonía que atrajo mi atención.

Al volver mis ojos a los presentes vi que la mayoría de las jóvenes sentadas allí miraban al frente, con los ojos fijos llenos de horror en la terrible escena. No creo que disfrutaran con ella; sabía que no. También ellas eran víctimas indefensas de las crueles fantasías de la mente enferma de Ghron, pero, igual que la pobre criatura sujeta a la parrilla, estaban indefensas.

Además de la tortura propiamente dicha, la más diabólica concepción de la mente que la había ordenado, estaba el profundo silencio de todos los espectadores que hacía resaltar aún más los gritos y lamentos de la víctima torturada que, evidentemente, alcanzaban su máxima eficacia en el enloquecido cerebro del jed.

El espectáculo hacía enfermar. Desvié la vista y, en ese momento, uno de los guerreros que nos habían escoltado me tocó en el brazo y me hizo señas de que le siguiera.

Me condujo a otra habitación en la que fui testigo de una escena infinitamente más terrible que el asado de una víctima humana. No puedo describirla; el mero hecho de pensar en ella es una tortura para mi memoria. Mucho antes de llegar a la habitación oí los gritos y juramentos de quienes en ella se encontraban. Sin pronunciar una sola palabra, el guardián nos empujó al interior. Era la cámara de los horrores, donde el jed de Ghasta estaba creando deformidades anormales para su cruel baile de tullidos.

Siempre en silencio, nos condujeron de este horrible lugar a una habitación lujosamente amueblada de la planta superior. Tendidas en los divanes estaban dos de las hermosas muchachas que nos habían dado la bienvenida a Ghasta.

Por primera vez desde que salimos de nuestra habitación en la torre, uno de nuestros escoltas rompió el silencio.

—Ellas te explicarán —dijo señalando a las muchachas—. No intentes escapar. Esta es la única salida de esta habitación y estaremos de guardia fuera.

Entonces nos quitó los grilletes y salió de la habitación con su compañero, cerrando la puerta a sus espaldas.

Una de las ocupantes de la habitación era la muchacha que se sentó a mi derecha durante el banquete. La encontraba graciosa e inteligente en grado sumo y a ella me volví ahora.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté—. ¿Por qué nos han hecho prisioneros? ¿Por qué nos han traído aquí?

Me hizo señas para que me acercara al diván donde estaba reclinada y me hizo sitio para que me sentara a su lado.

—Lo que has visto esta noche —dijo— representan los tres destinos que guardan para ti. Le has gustado a Ghron y te da a elegir.

—No acabo de entenderlo —dije.

—¿Has visto a la víctima de la parrilla? —preguntó.

—Sí.

—¿Te gustaría sufrir eso mismo?

—Lo dudo.

—¿Viste los desgraciados doblados y rotos para la danza de los tullidos? —siguió.

—Los vi —contesté.

—Y ahora estás viendo esta habitación tan lujosa, y a mí. ¿Qué eliges?

—No puedo creer que la alternativa final sea sin condiciones —repliqué— lo que podría hacer que pareciera menos atractiva de lo que parece ahora ya que, de lo contrario, no habría discusión sobre lo que se puede elegir.

—Estás en lo cierto —dijo ella—. Hay ciertas condiciones.

—¿Cuáles son? —pregunté.

—Te nombrarán oficial del palacio del jed y, como tal, tendrás que realizar torturas semejantes a las que viste en las mazmorras del palacio. Tendrás que satisfacer cualquier capricho que tenga tu amo.

Me erguí cuanto pude.

—Elijo el fuego —repliqué.

—Sabía que lo harías —dijo ella con tristeza—, aunque tenía la esperanza de que no fuera así.

—No es por ti —me apresuré a aclarar—, es por las otras condiciones, que un hombre de honor no podría aceptar.

—Lo sé —afirmó ella— y si las hubieras aceptado, te hubiera despreciado en su momento, como hice con los demás.

—¿Eres desgraciada aquí? —pregunté.

—Desde luego —respondió—. ¿Quién, de no ser un maníaco, podría ser feliz en este horrible lugar? Hay unas seiscientas personas en la ciudad y ni una de ellas conoce la felicidad. Un centenar formamos la corte del jed; los demás son esclavos. En realidad, todos somos esclavos, sujetos a los deseos malignos o caprichos del maniaco que es nuestro amo.

—¿Y no hay forma de escapar?

—Ninguna.

—Yo me escaparé —dije.

—¿Cómo?

—El fuego —contesté.

Ella se estremeció.

—No sé por qué me preocupa tanto —musitó—, como no sea porque me gustaste desde el principio. Incluso estaba ayudando a tenderte el anzuelo para que entraras en la ciudad de la araña humana de Ghasta, deseaba poder avisarte para que no lo hicieras, pero estaba asustada, como estoy asustada de morir. Desearía tener tu valor para escapar a través del fuego.

Me volví a Nur An, quien había estado escuchando nuestra conversación.

—¿Has decidido algo? —pregunté.

—Desde luego —respondió—. No hay más que una decisión para un hombre de honor.

—¡Bien! —exclamé, y me volví a la joven—. ¿Informarás a Ghron de nuestra decisión? —le pregunté.

—Espera —dijo ella—, solicita tiempo para considerar el asunto. Sé que al final seguirás pensando igual, pero… ¡Oh!, sigue habiendo dentro de mí un germen de esperanza que ni siquiera la máxima desesperanza puede destruir.

—Tienes razón —convine—, la esperanza siempre queda. Dejémosle pensar que casi me has convencido para aceptar la vida de lujo y facilidades que me ha ofrecido como alternativa a la muerte o la tortura y que si te concede más tiempo podrás tener éxito. Entretanto, podemos elaborar algún plan de escape.

—Nunca —dijo ella.