CAPÍTULO VII

La muerte

Con Phao abriendo marcha y Tavia entre los dos, recorrimos el oscuro pasillo de vuelta a la habitación de Yo Seno. Cuando llegamos al panel que marcaba el final de nuestro viaje, Phao hizo alto y escuchamos atentamente durante un rato por si algún ruido delataba la presencia de un ocupante en la habitación. El silencio era sepulcral.

—Creo —dijo Thao— que sería más seguro que Tavia y tú os quedárais aquí hasta la noche. Yo volveré a mi habitación y haré las cosas habituales y, una vez que el palacio esté más tranquilo, estos pisos superiores estarán casi desiertos; entonces vendré y os recogeré con mucho menos riesgo de que nos sorprendan que si fuéramos ahora a la habitación.

Estuvimos de acuerdo en que su plan era bueno, se despidió momentáneamente de nosotros y abrió el panel lo bastante para permitirle inspeccionar la habitación que había detrás. Estaba vacía. Salió del pasillo, cerrando el panel a sus espaldas, y Tavia y yo nos encontramos de nuevo sumidos en la oscuridad.

Las largas horas de espera en el pasillo oscuro pudieron parecer interminables, pero no lo fueron. Nos acomodamos lo mejor que pudimos en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y nos inclinamos uno hacia el otro de manera que pudiéramos conversar musitando. Nos entretuvimos más de lo que hubiera parecido posible, tanto con nuestra conversación como con los largos silencios que la interrumpían, por lo que no pareció haber pasado tanto tiempo cuando se abrió el panel y vimos a Phao a la débil luz de la habitación que tenía detrás. Nos hizo señas de que la siguiéramos y obedecimos en silencio. El pasillo que había al otro lado de la habitación de Yo Seno estaba vacío, igual que la rampa que conducía al piso inferior y al pasillo al que se abría. La fortuna parecía estar con nosotros en cada paso que dábamos y una oración de agradecimiento subía a mis labios cuando Phao abrió la puerta que llevaba a la habitación del príncipe y nos hizo señas para que entráramos.

Pero, en ese mismo momento, el corazón me dio un vuelco: al entrar en la habitación con Tavia vi un grupo de guerreros que estaba a un lado y otro esperándonos. Con un grito de aviso hice que Tavia se situara a mi espalda y nos volvimos rápidamente hacia la puerta, pero entonces escuchamos el ruido de pies que corrían y el choque de armas en el pasillo que había detrás y un vistazo por encima del hombro me descubrió otros guerreros que llegaban corriendo desde la puerta de la habitación en el lado opuesto del pasillo.

Estábamos rodeados y perdidos y mi primer pensamiento fue que Phao nos había traicionado, conduciéndonos a una trampa de la que no había escapatoria. Nos empujaron de vuelta a la habitación y nos rodearon; fue entonces cuando vi a Yo Seno. Allí estaba, con una desagradable sonrisa en sus labios y de no ser porque Tavia me había asegurado que no le había causado daño alguno, hubiera saltado sobre él, aunque una docena de espadas me hubieran herido un instante después.

—Así es que pensaste que yo era tonto, ¿no es así? —gruñó burlón Yo Seno—. A mí no se me engaña tan fácilmente. Adiviné la verdad y os seguí por el pasillo; oí lo que proyectabais cuando hablabas con esa mujer, Tavia. Ya os tenemos a todos —volviéndose a uno de los guerreros, le hizo una indicación señalando el armario al otro lado de la habitación.

Traed al otro —ordenó.

El tipo aquel cruzó hasta la puerta, la abrió y pudimos ver que Nur An estaba tendido en el suelo, atado y amordazado.

—Corta las cuerdas y quítale la mordaza —ordenó Yo Seno—. Ya no tiene tiempo para estropear mis planes avisando a los demás.

Nur An avanzó hacia nosotros con paso firme, la cabeza erguida y lanzó una mirada de profundo desdén a nuestros captores.

Los cuatro permanecíamos de pie frente a Yo Seno. La sonrisa sardónica había sido sustituida por un brillo de odio en sus ojos.

—Has sido condenado a perecer por La Muerte —dijo—. La muerte de los espías. No se puede imponer un castigo más terrible. Si lo hubiera, lo aplicaríamos a vosotros dos —me miró y luego volvió los ojos hacia Nur An— para que pagarais el asesinato de dos de nuestros camaradas.

Así es que habían encontrado los dos guerreros que me cargué. Bueno, ¿y qué? Era evidente que por eso nuestra situación no iba a ser peor de lo que habría sido de otro modo. Nos llevaban a La Muerte y eso era lo peor que podían hacernos.

—¿Tienes algo que decir? —preguntó Yo Seno.

—¡Que seguimos estando vivos! —exclamé, y me eché a reír en su cara.

—Dentro de poco estarás suplicando a tus primeros antepasados que te den la muerte —murmuró rencoroso el guardián de las llaves—, pero no morirás demasiado pronto y recuerda que nadie sabe cuánto tiempo lleva parecer con La Muerte. Nada podemos añadir a tu tortura física, pero sí a la mental: déjame recordarte que te enviamos a La Muerte sin dejarte saber qué suerte correrán tus cómplices —concluyó mirando a Tavia y Phao.

Era un punto doloroso para mí, bien escogido. Nada podía haber dicho que me causara una tortura más aguda que esto, pero no iba a darle el gusto de ser testigo de mis auténticas emociones, de modo que me eché a reír de nuevo, en su cara. Su paciencia debió colmarse porque se volvió bruscamente al padwar de la guardia y le ordenó que nos sacara de allí inmediatamente.

Mientras nos sacaban de la habitación, Nur An dedicó un valiente adiós a Phao.

—¡Adiós, Tavia! —grité—. ¡Y recuerda que seguimos estando vivos!

—¡Seguimos vivos, Hadron de Hastor! —respondió ella—. ¡Seguimos vivos!

Al empujarnos por el pasillo adelante, desapareció de mi vista.

Nos llevaron, bajando una rampa tras otra, hasta las profundidades de las mazmorras del palacio y luego a un gran salón en el que vi a Haj Osis sentado en un trono, rodeado de nuevo por sus jefes y cortesanos, como cuando me interrogó. Enfrente del jed, en el centro de la cámara, colgada una enorme jaula de hierro suspendida de un pesado bloque embutido en el techo. Nos obligaron a empujones a entrar en la jaula, cerraron la puerta y la aseguraron con un gran candado. Me pregunté a qué venía todo aquello y qué tenía esto que ver con La Muerte; mientras me hacía estas preguntas, una docena de hombres empujaron una enorme trampilla debajo de la jaula. Nos envolvió una ráfaga de aire frío y húmedo y experimenté un escalofrío que me llegó hasta la médula de los huesos, como si me encontrara ya en brazos de la muerte. Llegaban a mis oídos una serie de gemidos y quejidos ahogados y entonces comprendí que estábamos justo encima del pozo donde se encontraba La Muerte.

Nadie dijo una palabra dentro de la cámara, pero a una señal de Haj Osis unos hombres poderosos hicieron bajar la jaula lentamente a la boca que se abría debajo de nosotros. El frío y la humedad eran más acentuados y penetrantes que antes y los fantasmales ruidos parecían redoblar su volumen.

Nos deslizamos hacia abajo, al abismo oscuro. Olvidamos el horror del silencio en la cámara ante el horror del pandemonio de asombrosos sonidos que nos llegaban desde abajo.

Hasta dónde nos bajaron es algo que no puedo ni siquiera adivinar, pero Nur An calculó que serían trescientos metros, por lo menos, cuando empezamos a detectar una ligera luminosidad que nos rodeaba. Los gritos y gemidos se habían vuelto un rumor casi ininterrumpido. A medida que nos acercábamos parecían menos gemidos y quejidos que el sonido del viento y el agua al pasar rauda.

De repente, sin el menor aviso, el fondo de la caja, dotado sin duda de una bisagra a un lado sujeta con un pestillo que se podía soltar desde arriba, se abrió. Fue tan rápido que poco pudimos pensar antes de hundirnos en las turbulentas aguas.

Cuando salí a la superficie descubrí que podía ver. Donde quiera que estuviéramos no estábamos envueltos en una oscuridad impenetrable, sino que había una ligera luminosidad.

Casi al momento, la cabeza de Nur An apareció a una braza de distancia de mí. Nos empujaba una fuerte corriente y me di cuenta, al instante de que estábamos en un gran río subterráneo, uno de aquellos a los que habían retrocedido las aguas que quedaban de la moribunda Barsoom. Divisé en la distancia una ribera escasamente visible en la amortiguada luz y grité a Nur An que me siguiera, nadando hacia ella. El agua estaba fría, pero no lo bastante como para alarmarme y no tenía dudas de que llegaría a la orilla.

Para cuando logramos nuestro objetivo y nos arrastramos por la rocosa orilla, nuestros ojos se habían acostumbrado a la débil luz del interior y ahora, estupefactos, miramos alrededor. ¡Qué inmensa caverna! Allá, muy lejos, por encima de nuestras cabezas, podíamos ver el techo a la luz de diminutas partículas de radio que impregnaba la roca que formaba sus paredes y techo, pero la orilla opuesta de la turbulenta corriente estaba fuera de nuestro campo de visión.

—¡Así que esto es La Muerte! —exclamó Nur An.

—Dudo mucho que ellos sepan qué es esto —contesté—. El fragor del río y el rumor del viento les ha llevado a hacerse una idea de algo horrible.

—Quizá el mayor sufrimiento de la víctima sea soportar la idea de lo que le espera en estas aparentemente horribles profundidades —sugirió Nur An—, mientras que lo peor que le podría suceder es morir ahogado.

—O de inanición —observé.

Nur An asintió con un gesto.

—Sin embargo —dijo—, desearía poder volver el tiempo suficiente para burlarme de ellos y ver la decepción cuando comprendieran que La Muerte no es tan horrible, después de todo.

—¡Qué río más poderoso! —añadió tras un momento de silencio—. ¿Será afluente del Iss?

—Quizá sea el mismo Iss —dije.

—En tal caso, nos dirigimos al último y largo peregrinaje hacia el perdido mar de Korus en el valle Dor —dijo Nur An con aspecto fúnebre—. Puede que sea un lugar encantador, pero no quiero ir allí todavía.

—Es un lugar de horror —repliqué.

—¡Calla! —me previno—. ¡Eso es sacrilegio!

—No lo es, desde que John Carter y Tars Tarkas alzaron el velo dei secreto del valle Dor y desvelaron el mito de Issus, Diosa de la Vida Eterna.

Pero Nur An siguió mostrándose escéptico, incluso después de que le conté toda la trágica historia de los falsos dioses de Marte, hasta ese punto están tejidas las supersticiones de la religión con las fibras de nuestro ser.

Los dos estábamos muy fatigados después de nuestra lucha con la fuerte corriente del río y, quizá también, por la reacción tras el choque nervioso de la durísima experiencia por la que habíamos pasado. Así, pues, nos quedamos tumbados, descansando sobre la orilla rocosa del río del misterio. En un momento dado, nuestra conversación derivó hacia lo que imperaba en nuestras mentes y que no nos atrevíamos a mencionar la suerte que habrían corrido Tavia y Phao.

—¡Ojalá las condenen también a La Muerte! —dije—. Porque entonces podríamos estar con ellas y protegerlas.

—Me temo que no volveremos a verlas —respondió Nur An con acento lúgubre—. ¡Qué cruel destino encontrar a Phao sólo para perderla de nuevo inevitablemente y de forma tan rápida!

—Desde luego, es una extraña broma del destino que después de que Tul Axtar te la robara, él la perdiera también y tú la encontraras en Tjanath.

Me miró un instante con expresión de asombro, pero luego se aclaró su rostro.

—Phao no es la mujer de la que te hablé en el calabozo de Tjanath —dijo—. A Phao la quise mucho antes; ella fue mi primer amor. Después de perderla pensé que no volvería a interesarme ninguna otra mujer, pero otra entró en mi vida y sabiendo que Phao se había ido para siempre, encontré consuelo en mi nuevo amor, pero ahora me doy cuenta de que no es lo mismo, de que ningún amor puede desplazar al que sentí por Phao.

—La perdiste irremediablemente una vez —le recordé—, pero la encontraste de nuevo; quizá la encuentres una vez más.

—¡Ojalá pudiera compartir tu optimismo! —dijo.

—Tenemos muy poco más para sentirnos optimistas —le recordé.

—Tienes razón —dijo, y se echó a reír mientras añadía—. ¡Seguimos estando vivos!

Ahora, descansados ya, caminamos por la orilla siguiendo la corriente del río, ya que habíamos decidido seguir esa dirección aunque sólo fuera porque era más fácil ir cuesta abajo que arriba. No teníamos ni la más ligera idea de hacia dónde nos llevaría; tal vez a Korus; quizá a Omean, el mar enterrado donde yacían los barcos de los primogénitos.

Trepamos por las grandes piedras caídas y seguimos avanzando por senderos de suave grava, bastante al azar, sin saber a dónde nos dirigíamos ni qué meta tratábamos de alcanzar. Había una vegetación rala y grotesca, casi incolora por escasez de luz solar. Veíamos algunas plantas arbóreas con extrañas ramas angulares que se encogían al menor toque y, lo mismo que los árboles no parecían árboles, había capullos que no semejaban flores. Era un mundo tan distinto del mundo real como las criaturas de la imaginación difieren de la realidad.

Pero cualquier pensamiento que pudiera tener sobre la flora de esta extraña tierra terminó repentinamente al dar la vuelta a un promontorio que se alzaba ante nosotros y nos encontramos cara a cara con el ser más espantoso que habían visto mis ojos. Era un enorme lagarto blanco dotado de unas quijadas tan grandes como para tragarse a un hombre de una sola vez. Al vernos emitió un silbido de ira y avanzó amenazador a nuestro encuentro.

Desarmados y absolutamente a merced de aquella criatura que nos atacaba pusimos en práctica el único plan que nos podía dictar la inteligencia: retirarnos. No me avergüenza confesar que lo hicimos con toda rapidez.

Corriendo con todas nuestras fuerzas, dimos la vuelta al promontorio y nos alejamos rápidamente de la orilla del río. El suelo de la caverna ascendía bruscamente y al trepar dirigí la vista atrás varias veces para ver qué acción emprendía nuestro perseguidor. Ahora estaba plenamente a la vista ya que también había dado la vuelta al promontorio y miraba a un lado y otro como si nos buscara. No parecía vernos, aunque no estábamos lejos y pronto llegué al convencimiento de que le fallaba la vista; pero como no deseaba depender de esto, seguí trepando hasta que llegamos a la cúspide del promontorio; al mirar al otro lado vi una considerable franja de grava suave que se extendía hasta difuminarse en la distancia siguiendo la orilla del río. Pensé que si lográramos descender por el lado opuesto de la barrera y alcanzar el nivel de la grava podríamos eludir la atención del enorme monstruo. Un vistazo final me demostró que seguía allí, mirando atentamente en una dirección y luego en la otra, como si nos buscara.

Nur An se había pegado a mis talones y nos deslizamos juntos por el borde de la escarpada cresta y aunque las rocas nos produjeron grandes arañazos, logramos alcanzar la grava por la que, tras haber escapado de, nuestra amenaza, corrimos río abajo. Apenas habíamos dado cincuenta pasos cuando Nur An tropezó con un obstáculo y yo me incliné para ayudarle a levantarse y entonces vi que el objeto que le hizo caer era el correaje casi podrido de un guerrero; un instante después vi que la empuñadura de una espada sobresalía de la grava. La arranqué del suelo. Era una buena espada larga y puedo decirles que la sensación de tenerla en la mano hizo más por restablecer mi autoconfianza que cualquier otra cosa. Al ser de metal no corrosivo, como toda las armas barsoonianas, la espada seguía en tan buenas condiciones como cuando su dueño la abandonó.

—¡Mira! —dijo Nur An.

Seguí su indicación y vi, a poca distancia, otro correaje y otra espada. Esta vez había dos: una corta y una larga, de las que se apoderó Nur An.

Siempre he pensado que pocas cosas hay en Barsoom de las que tengan que huir dos guerreros bien armados.

Mientras seguíamos andando por la franja nivelada de grava tratábamos de solventar el misterio de las armas abandonadas, misterio que se hizo más profundo con el descubrimiento de muchas más. En algunos casos, el correaje se había podrido por completo, sin dejar otra cosa que las partes metálicas, mientras que en otros estaba, comparativamente, en buenas condiciones, casi nuevo. Descubrí un montículo blanco delante de nosotros, pero a la difusa luz de la caverna no pude determinar de qué se trataba. Cuando lo descubrimos nos sentimos poseídos por el horror: el montículo eran huesos y cráneos humanos. Y fue entonces, finalmente, cuando creí haber hallado la solución al misterio de los correajes y armas abandonados. Ésta era la guarida del gigantesco lagarto. Era aquí a donde traía el peaje cobrado a las infelices criaturas que pasaban río abajo, pero la cuestión era cómo habían llegado aquí los hombres armados. A nosotros nos habían arrojado a la caverna sin armas y tenía la seguridad de que igual habría sucedido con todos los prisioneros condenados de Tjanath. ¿De dónde vinieron los otros? No lo sé y, sin duda, nunca lo sabré. Era un misterio de principio a fin y seguiría siéndolo hasta el final.

A medida que avanzábamos íbamos encontrando correajes y armas desperdigados por todas partes, pero los correajes abundaban infinitamente más que las armas.

Yo había añadido una espada corta de calidad a mi equipo, además de una daga, igual que Nur An, y me había inclinado para examinar otra arma que habíamos encontrado, una espada corta con empuñadura y guarda bellamente ornamentadas, cuando Nur An lanzó una exclamación de aviso.

—¡En guardia! —gritó—. ¡Hadron, ahí viene!

Me erguí de un salto y di la vuelta, con la espada corta en la mano y vi que el enorme lagarto blanco se lanzaba a considerable velocidad sobre nosotros con las enormes mandíbulas abiertas al tiempo que silbaba aterradoramente. Era una visión horrible, que hubiera hecho que más de un valiente se diera la vuelta y echara a correr, lo que, sin duda, hicieron casi todas sus víctimas; pero aquí había dos que no pensaban en huir. Quizá por estar tan cerca nos dimos cuenta de la futilidad de una huida sin pensarlo bien; fuera lo que fuera, allí nos quedamos: Nur An con su larga espada en la mano, yo con la corta espada curva ornamentada que había estado examinando, aunque me di cuenta instantáneamente de que no era aquella el arma apropiada para defenderme de la enorme bestia.

Pero no podía soportar la idea de desprenderme de un arma que ya empuñaba, sobre todo teniendo en cuenta una proeza mía de la que me sentía muy orgulloso.

En Helium, oficiales y paisanos suelen apostar grandes sumas sobre la precisión con que pueden lanzar dagas y espadas cortas, y he presenciado cómo importantes cantidades de dinero cambian de manos en una hora, pero mi maestría era tal que había elevado considerablemente lo que percibía por mi paga al ganar los torneos, hasta que mi fama se extendió de tal manera que no conseguía encontrar quien estuviera dispuesto a medir su habilidad frente a la mía.

Jamás había lanzado un arma con una plegaria más ardiente por la precisión de mi lanzamiento que ahora, al enviar rápidamente la espada corta contra las fauces abiertas del lagarto que se acercaba. No fue un buen lanzamiento, en Helium hubiera perdido dinero, pero en este caso, creo que salvé mi vida. La espada, en vez de surcar el aire en línea recta, con la punta por delante como debería haber sucedido, giró lentamente hacia arriba hasta que se desplazó en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, con la punta hacia delante y abajo. En esta posición, la punta golpeó justo dentro de la quijada inferior de la bestia, mientras que la pesada empuñadura, arrastrada por el impulso, se alojó en el paladar del monstruo.

Se quedó instantáneamente inerme: la punta de la espada había atravesado la lengua hasta llegar a la sustancia ósea de su mandíbula inferior, al tiempo que la empuñadura se alojaba en el cielo de la boca detrás de los aterradores colmillos. No pudo quitarse la espada, ni adelante ni atrás y por un momento se detuvo con un silbido desmayado; al tiempo, Nur An y yo saltamos a los lados opuestos de su enorme cuerpo blanco. Trató de defenderse con la cola y las garras, pero fuimos más rápidos y en un momento estaba tumbado en un charco de su propia sangre púrpura con la reacción muscular espasmódica final de la muerte.

Había algo particularmente desagradable y repelente en relación con la purpúrea sangre de la bestia, no sólo en su aspecto, sino en su olor casi nauseabundo, por lo que Nur An y yo no tardamos un momento en abandonar el escenario de nuestra victoria. Lavamos en el río nuestras espadas y seguimos nuestra infructuosa búsqueda.

Cuando lavábamos las hojas de las espadas observamos la presencia de peces en el río, por lo que después de poner una distancia aconsejable entre la guarida del lagarto y nosotros, determinamos dedicar nuestras energías, un rato al menos, en llenar las mochilas y satisfacer nuestro apetito.

Ninguno de los dos había pescado nunca ni comido uno de aquellos peces, pero habíamos oído decir que eran comestibles. Siendo espadachines consideramos, naturalmente, que nuestras espadas eran los mejores medios para procurarnos alimento, así es que vadeamos el río blandiendo las espadas largas, dispuestos a matar peces hasta el hartazgo, pero no conseguimos acercarnos a ellos. Podíamos verlos por todas partes, pero no al alcance de nuestras espadas.

—Quizá los peces no sean tan tontos como parecen —dijo Nur An—. Quizá vean que nos acercamos y se pregunten el porqué.

—Creo que tienes razón —contesté—. Supón que intentamos alguna estrategia.

—¿Cuál? —preguntó.

—Ven conmigo y volvamos a la orilla.

Tras una corta búsqueda aguas abajo encontré una roca que sobresalía por encima del agua.

—Nos tumbaremos aquí a ratos, con los ojos fijos en la punta de nuestra espada por encima de la orilla. No podemos hablar ni movernos o asustaremos a los peces. Quizá de este modo consigamos alguno —concluí, dando por terminada la idea de hacer una matanza general.

Para mi satisfacción, el plan dio resultado y no pasó mucho tiempo antes de que cada cual hubiera conseguido un gran pez.

Naturalmente, como el resto de las personas, preferimos los alimentos cocinados, pero siendo guerreros estamos acostumbrados a una u otra cosa, por lo que rompimos nuestro largo ayuno con pescado crudo del río del misterio.

Tanto Nur An como yo nos sentimos recuperados y fortalecidos con nuestra comida, por muy poco sabrosa que hubiera sido. Había pasado algún tiempo desde la última vez que dormimos y aunque no teníamos la menor idea de si sería de noche en el exterior, en la superficie de Barsoom, o si había amanecido ya decidimos que lo mejor sería descabezar un sueñecito, por lo que Nur An se tumbó donde estábamos mientras yo montaba la guardia. Yo ocupé su sitio cuando despertó. Creo que ninguno de los dos durmió más de una zode, pero el descanso nos sentó tan bien como la comida que habíamos ingerido y estoy seguro de que nunca me he sentido tan en buena forma que cuando reanudamos nuestro viaje sin meta fija.

No sé cuánto tiempo estuvimos viajando después de dormir, porque el camino se había hecho muy monótono, con escasas oportunidades para contemplar el apenas iluminado paisaje que nos rodeaba y sólo el incesante murmullo del río y el silbido del viento nos hacían compañía.

Nur An fue el primero en observar un cambio: me cogió del brazo y señaló ante sí. Yo debía haber caminado con los ojos en el suelo delante de mí, pues, de lo contrario, hubiera advertido lo mismo simultáneamente.

—¡Es de día! —exclamé—. Es el sol.

—No puede ser ninguna otra cosa —dijo.

Allí, justo delante de nosotros, había una gran arcada iluminada. Eso era todo lo que podíamos ver desde el punto donde la habíamos descubierto, pero ahora nos apresuramos a acercarnos, casi a la carrera, tan ansiosos estábamos de encontrar una solución, tan confiados en que, desde luego, era la luz solar y que de alguna forma inexplicable y misteriosa el río se había abierto camino hasta la superficie de Barsoom. Sabía que no podía ser verdad y también Nur An lo sabía, y éramos conscientes de lo grande que sería nuestro desencanto cuando se nos revelara la verdadera explicación del fenómeno.

Pero cuando nos acercamos al gran parche de luz se hizo más evidente cada vez que el río había salido de su oscura caverna para alcanzar la luz diurna y al llegar a la poderosa arcada vimos una escena que hinchó nuestros corazones con calor y agrado, porque allí, ante nosotros, se extendía un valle —un valle pequeño, ciertamente—, encerrado entre acantilados altísimos, pero un valle, al fin, de vida, fertilidad y belleza bañado por la cálida luz del sol.

—No es el suelo de Barsoom —dijo Nur An—, pero es el mejor sustituto.

—Y tiene que haber una salida —dije—. Tiene que haberla y, si no la hay, abriremos una.

—Tienes razón, Hadron de Hastor —gritó—. Nos abriremos camino, ¡ven!

Ante nosotros aparecieron las orillas del estruendoso río llenas de lujuriosa vegetación; grandes árboles que alzaban sus ramas llenas de hojas por encima del agua; el brillante césped escarlata estaba bañado por la ondulación del agua y por todas partes surgían preciosas flores y arbustos de todos los tonos y formas. Nunca antes había visto en la superficie de Barsoom la vegetación que se ofrecía ante nosotros. Había formas similares a aquellas con las que estaba familiarizado y otras totalmente desconocidas para mí, pero todas ellas hermosas, aunque algunas eran rarísimas.

Al salir de las oscuras y deprimentes entrañas de la tierra, la escena que veíamos era de una belleza abrumadora y, aunque sin duda mejorada por el contraste, tenía un aspecto que rara vez pueden presenciar los ojos de un barsoomiano. A mí me parecía un pequeño jardín en un mundo agonizante conservado desde los antiguos tiempos en que Barssom era joven y las condiciones meteorológicas favorecían el crecimiento de la vegetación, algo que ya prácticamente se ha extinguido en la práctica totalidad de la superficie del planeta. En este profundo valle, rodeado de altas crestas la atmósfera era, sin lugar a dudas, considerablemente más densa que en la superficie del planeta. Los rayos del sol se reflejaban en las escarpadas cimas que debían retener el calor durante los períodos nocturnos más fríos y, por añadidura, había agua abundante para el riego, que la naturaleza podía haber recibido fácilmente mediante filtración de las del río a través y por debajo del suelo del valle.

Durante varios minutos, Nur An y yo permanecimos de pie, hechizados por aquella encantadora visión y luego, al ver la jugosa fruta que colgaba en grandes racimos de algunos árboles y los arbustos cargados de bayas, subordinamos lo estético a lo corpóreo y nos dispusimos a completar nuestro almuerzo de pescado crudo con las tentadoras y exquisitas ofertas que se nos ofrecían.

Al empezar a movernos por entre la vegetación nos dimos cuenta de que unas finas hebras de una sustancia que parecía tela de araña festoneaba los árboles pasando de uno a otro y de un arbusto al siguiente. Era tan fina que resultaba casi invisible, pero tan fuerte como para impedir nuestro avance. Resultaba sorprendentemente difícil romperla y cuando las que se interponían en nuestro camino eran una docena o más, tuvimos que recurrir a nuestras dagas para abrirnos camino.

Sólo habíamos avanzado unos pasos penetrando en la vegetación, cortando los hilos de telaraña, cuando nos encontramos con un nuevo y sorprendente obstáculo que impedía nuestro avance: una araña enorme, de aspecto venenoso, que se deslizaba hacia nosotros en posición invertida, aferrándose con una docena de patas a los hilos que le servían tanto de apoyo como de camino. Si su aspecto indicaba el veneno que llevaba dentro, no cabía duda de que era un insecto mortal.

Al avanzar hacia nosotros, al parecer con las más siniestras intenciones, me apresuré a meter la daga en su vaina y sacar mi espada corta, con la que ataqué a la aterradora criatura. Cuando descendía el golpe, se retiró presurosa, con lo que la punta de la espada sólo le produjo un ligero arañazo; al recibirlo, abrió su espantosa boca y lanzó un grito terrorífico, tan desproporcionado para el tamaño y la naturaleza de insectos semejantes con los que yo estaba familiarizado que produjo un efecto de lo más aterrador sobre mis nervios. Al momento, el grito fue secundado por un coro infernal de aullidos semejantes que nos rodearon, e inmediatamente una oleada de horribles insectos se lanzó a la carrera sobre nosotros por los hilos de telaraña. Era evidente que aquella constituía su única posición de desplazamiento y sus redes la única vía para hacerlo ya que sus doce patas salían de sus espaldas, lo que les daba un aspecto de lo más grotesco.

Temiendo que las bestias pudieran ser venenosas, Nur An y yo nos retiramos rápidamente de la boca de la caverna, por lo que las arañas no pudieron proseguir su avance más allá del final de los hilos, con lo que pronto estuvimos a cubierto de ellas; los frutos se nos antojaban ahora más apetitosos que nunca, toda vez que nos habían sido negados.

—El camino río abajo está bien guardado —dijo Nur An con una sonrisa triste—, lo que podría indicar una meta de lo más deseable.

—Por el momento, esa fruta es la cosa más deseable del mundo para mí —contesté— y voy a ver si encuentro el medio de hacerme con ella.

Desplazándome a la derecha, alejándome del río, busqué una entrada a la foresta que estuviera desprovista de los hilos de telaraña, hasta que llegué a un punto del que partía un sendero bien marcado de un metro o metro y medio de ancho, aparentemente obra del hombre. En su entrada, sin embargo, colgaban miles de hilos y tocarlos, lo sabíamos bien, sería la señal para atraer miríadas de airadas arañas que nos rodearían. Aunque nuestro mayor temor era, naturalmente, que los insectos pudieran ser venenosos, sus bocas, dotadas de crueles colmillos, también sugerían que, venenosos o no, en gran número podían constituir una auténtica amenaza.

—¿Te das cuenta —dije a Nor An— de que esos hilos parecen estirados en la entrada al sendero solamente? Más allá no veo ninguno aunque, naturalmente, son tan tenues que pueden desafiar nuestra visión, incluso de cerca.

—No veo arañas por aquí —dijo Nur An—. Quizá podamos abrirnos camino sin riesgos en ese lugar.

—Hagamos la prueba —dije, sacando mi espada larga.

Avancé cortando algunos hilos, e inmediatamente surgieron de los árboles y arbustos a cada lado un número incalculable de insectos, cada uno de ellos deslizándose por su propio hilo. Allí donde estaban intactos, las bestias cruzaban el sendero una y otra vez, en uno y otro sentido, mirándonos con sus ojos perlados, aterradores y sus poderosos y deslumbrantes colmillos amenazadoramente adelantados hacia nosotros.

Los hilos cortados flotaban en el aire hasta que los aplastaba el peso de las arañas que avanzaban llegando hasta los extremos cortados, pero no más adelante. Aquí se detenían, con la vista fija en nosotros, o trepaban y descendían excitadas, pero ni una sola se aventuró más allá de su hilo.

Mientras les observaba, sus modales me sugirieron un plan.

—Cuando se les corta el hilo se encuentran desvalidas —dije a Nur An—. Por tanto, si cortamos sus redes no pueden alcanzarnos.

Así dije y, avanzando, agité mi espada larga por encima de la cabeza y corté lo hilos restantes. Las bestias aquellas iniciaron instantáneamente un infernal coro de aullidos. Algunas de ellas, arrancadas de sus hilos por el golpe de mi espada, yacían en el suelo sobre sus vientres, agitando las patas en el aire. Parecían extremadamente inermes y aunque gritaban ensordecedoramente y movían las patas con frenesí, era evidente que no podían moverse. Tampoco nos podían alcanzar las que colgaban a uno y otro costado del sendero. Destruí con mi espada las que se oponían a mi paso y entré en el bosque, seguido por Nur An.

No veía redes por delante de nosotros, pero antes de internarme entre los árboles volví los ojosa los inermes insectos para ver qué hacían. Habían dejado de aullar y regresaban lentamente hacia el follaje, evidentemente hacia sus guaridas, y como no parecían ofrecer amenaza alguna, proseguimos nuestro avance. Los árboles y arbustos del sendero estaban horros de frutos o bayas, aunque más allá crecían profusamente, detrás de una barrera de telaraña que tan rápidamente habíamos aprendido a evitar.

—Este camino parece abierto por el hombre —dijo Nur An.

—Pues quienquiera que lo abriera, o cuándo —dije—, no cabe duda de que algunas criaturas lo siguen utilizando. La falta de fruta, por sí sola, lo demuestra fehacientemente.

Avanzamos cautelosamente por el serpenteante sendero, sin saber en qué momento nos podríamos enfrentar a alguna nueva amenaza en forma de hombre o bestia. Ahora vimos algo más allá lo que parecía un claro del bosque, al que llegamos un momento después. Delante de nosotros se alzaba, a una distancia de menos de un haad, probablemente, una elevada construcción de mampostería. Su aspecto era fúnebre y parecía construida en negra roca volcánica. El negro muro se alzaba unos nueve metros por encima del suelo y no tenía mas que una sola abertura, una puertecita situada casi directamente frente a nosotros. Esta parte de la estructura parecía un pozo, detrás del cual se alzaban unos edificios de contornos extraños y grotescos, todo ello dominado por una poderosa torre de cuya cima surgía una ligera columna de humo que se rizaba el subir por el aire en calma.

Desde este nuevo punto estratégico se nos ofrecía una vista mejor del valle que la que tuvimos en principio y ahora había indicaciones, más marcadas que nunca, de que aquello era el cráter de algún volcán gigantesco largamente extinguido. Entre nosotros y los edificios, que sugerían una pequeña ciudad amurallada, el claro contenía unos cuantos árboles dispersos, pero la mayor parte del suelo estaba dedicada al cultivo, atravesada por acequias de un tipo arcaico que en la superficie había dejado de utilizarse hacía muchas eras, siendo sustituido por un sistema de subirrigación cuando las disponibilidades cada vez menores de agua forzaron a adoptar medidas de ahorro.

Convencido de que no lograríamos más información permaneciendo donde estábamos me dirigí osadamente hacia el claro que conducía a la ciudad.

—¿A dónde vas? —preguntó Nur An.

—Voy a averiguar quién vive en este lugar tan sombrío —contesté.

Aquí hay campos de labranza y jardines, por lo que tiene que haber comida que es, después de todo, el único favor que les pediré.

Nur An agitó la cabeza.

—La simple vista de un lugar así, me deprime —dijo, pero se unió a mí, como sabía que haría porque Nur An es un soberbio compañero de cuya lealtad puede uno fiarse siempre.

Habíamos recorrido dos tercios de la distancia a través del claro y en dirección a la ciudad antes de que viéramos señales de vida, cuando aparecieron varias figuras en lo alto del muro sobre la puerta de entrada.

Portaban largas y delgadas bufandas que parecían agitar en señal de bienvenida y cuando estuvimos más cerca pudimos ver que eran muchachas que se inclinaban sobre el pretil y nos sonreían, haciendo señas para que entráramos.

Tan pronto como llegamos a una distancia del muro desde la que nos pudieran oír, hice alto.

—¿Qué ciudad es ésta? —pregunté— ¿y quién es el jed aquí?

—Entrad, guerreros —gritó una de las muchachas— y os conduciremos al jed.

Era bonita y sonreía dulcemente, igual que sus compañeras.

—No es un lugar tan deprimente como pensabas —dije en voz baja a Nur An.

—Estaba equivocado —respondió—. Parece gente amable y hospitalaria. ¿Entramos?

—Venid —exclamó otra muchacha—, detrás de estas sombrías paredes hay alimentos, vino y amor.

¡Comida! Por ella hubiera entrado en un lugar mucho más amenazador que éste.

Mientras Nur An y yo nos dirigíamos a la pequeña puerta, ésta se deslizó suavemente de costado. Detrás de ella, al otro lado de una avenida pavimentada en negro, se elevaban edificios de roca volcánica del mismo color. La avenida parecía desierta cuando entramos. Oímos el apagado ruido de un pestillo al cerrarse cuando la puerta se deslizó a la posición anterior a nuestras espaldas y fui acometido por un súbito presentimiento de peligro que hizo que mi mano derecha buscara la empuñadura de la espada larga.