CAPÍTULO VI

Condenado a muerte

No estuve mucho tiempo en las mazmorras de Tjanath antes de que llegaran los guerreros, y me quitaran los grilletes para sacarme del calabozo. Sólo eran dos y no pude por menos que darme cuenta de su descuido y de la laxitud de su disciplina mientras me escoltaban hasta el piso superior del palacio, pero, al mismo tiempo, pensé que esto sólo significaba que la actitud de los oficiales había cambiado y que me iban a poner en libertad.

Nada había digno de destacar en el palacio de jed de Tjanath. Era un lugar pobre, en comparación con los palacios de algunos de los grandes nobles de Helium, pero nunca antes, imagino, había considerado con mayor interés los detalles arquitectónicos, cada pasillo, cada puerta, o los modales, correajes y condecoraciones de las personas con quienes nos cruzábamos ya que, aunque abrigaba la esperanza de que me pondrían pronto en libertad, seguía considerando este lugar como mi prisión y esta gente como mis carceleros y, como mi objetivo principal en la vida era escapar, estaba determinado a que no se me escapara ningún detalle que pudiera ayudarme en alguna forma si llegaba el momento en que tuviera que buscar mi libertad.

Esos eran los pensamientos que ocupaban mi mente mientras me conducían por las elevadas puertas a presencia de un guerrero enjoyado.

Apenas posé los ojos en él supe que estaba en presencia de Haj Osis, jed de Tjanath.

Cuando mi guardián me detuvo delante de él, el jed escrutó mi rostro atentamente con el aire de desconfianza que es su característica más distinguida.

—Tu nombre y país —exigió.

—Soy Hadron de Hastor, padwar de la armada de Helium —contesté—. Eres de Jahar —me acusó—. Has venido desde Jahar con una mujer de Jahar en un avión de Jahar. ¿Puedes negarlo?

Expliqué en detalle a Haj Osis todo lo que había sucedido hasta que llegué a Tjanath. También le conté la historia de Tavia y debo decir en su favor que me escuchó pacientemente, aunque no pude reprimir la constante impresión de que mi defensa estaba dirigida a una mente ya tan predispuesta en mi contra que nada de lo que pudiera decir alteraría sus convicciones.

Los jefes y cortesanos que rodeaban al jed daban muestras, con sus modales, de un claro escepticismo, hasta que me convencí de que el miedo a Tul Axtar les obsesionaba hasta el punto de no ser capaces de considerar de forma inteligente ningún asunto relacionado con el jeddak de Jahar. El terror les hacía desconfiados y quien desconfía lo ve todo a través de una lente deformada.

Cuando terminé mi relato, Haj Osis ordenó que me sacaran de la habitación y me llevaron a una pequeña antecámara donde me retuvieron algún tiempo, me imagino que mientras debatía mi caso con sus asesores.

Cuando me llevaron de nuevo a su presencia, tuve la sensación de que la atmósfera estaba cargada de antagonismo al detenerme delante del dais en el que el jed estaba sentado en su trono tallado.

—Las leyes de Tjanath son justas —proclamó Haj Osis mirándome fijamente— y el jed de Tjanath es misericordioso. Los enemigos de Tjanath recibirán justicia, pero no pueden esperar merced. Tú, que dices llamarte Hadron de Hastor, has sido considerado espía de nuestro enemigo más maligno, Tul Axtar de Jahar y, como tal, yo, Haj Osis, jed de Tjanath, te condeno a morir en La Muerte. He dicho.

Con un gesto imperioso ordenó a los guardias que me retiraran. No había apelación, mi suerte estaba echada. Me volví en silencio y salí de la cámara escoltado por una guardia de guerreros, pero por el honor de Helium puedo decir que mi paso era firme y que llevaba la cabeza alta.

De regreso a las mazmorras pregunté al padwar jefe de mi escolta si sabía algo de Tavia, pero si había oído algo sobre ella se negó a decírmelo, y un instante después tenía puestos los grilletes en el sombrío calabozo al lado de Nur An de Jahar.

—¿Y bien? —me preguntó.

—La Muerte —le respondí.

Extendió la mano encadenada en la oscuridad y la puso sobre una de las mías.

—Lo lamento, amigo —dijo.

—El hombre sólo tiene una vida —contesté— y si se le permite entregarla por una buena causa, no se debe quejar.

—Mueres por una mujer —afirmó.

—Muero por una mujer de Helium —le corregí.

—Quizá debamos morir juntos —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Mientras estuviste fuera llegó un mensajero del mayordomo del palacio para decirme que me pusiera a bien con mis antepasados porque debía ir a La Muerte en un breve plazo.

—Me pregunto cómo será La Muerte —dije.

—No lo sé —respondió Nur An—, pero a juzgar por el miedo con que la mencionan me imagino que debe ser algo más que terrible.

—¿Quizá torturas? —pregunté—. Quizá —contestó.

—Pues van a ver que los hombres de Helium que saben vivir tan bien, saben también cómo morir —dije.

—Por mi parte, también confío en dar buena cuenta de mí mismo —dijo Nur An—. No voy a darles la satisfacción de verme sufrir. Pero desearía saber de antemano qué es lo que me van a hacer, para prepararme mejor para afrontarlo.

—No deprimamos nuestros pensamientos dándole vueltas —sugerí—. Vamos, más bien, a desempeñar nuestros papeles de hombres y considerar sólo los planes que nos permitan engañar a nuestros enemigos y escapar.

—Pienso que es inútil —dijo.

—A eso puedo contestar —dije— con las famosas palabras de John Carter: «¡Sigo estando vivo!».

—La filosofía ciega del valor absoluto —dijo admirado—, pero inútil.

—Pues me ha dado resultado muchas veces —insistí—, porque me infunde la voluntad para intentar lo imposible y salir airoso. Seguimos estando vivos, Nur An, no lo olvides. ¡Seguimos estando vivos!

—Aprovéchate de ello mientras puedas —dijo una voz hosca que venía del pasillo—, porque no va a ser verdad mucho tiempo.

Entró en la mazmorra un guerrero de la guardia, al que acompañaba una persona. Me pregunté hasta dónde nos habían oído, pero no tardé en tranquilizarme ya que las primeras palabras del guerrero que había hablado revelaron el hecho de que nada había oído, salvo que dije que seguíamos vivos.

—¿Qué querías decir con no lo olvides, Nur An, seguimos estando vivos?

Hice como si no hubiera oído su pregunta y no la repitió, sino que avanzó directamente hacia mí y me soltó los grilletes. Al darse la vuelta para soltar a Nur An se quedó de espaldas a mí, y no pude por menos que darme cuenta de su imperdonable descuido. Su compañero estaba distraído en la puerta mientras el primer guerrero se inclinaba sobre los candados que sujetaban los grilletes de Nur An.

Mis antepasados se portaron bien conmigo: no podía soñar con que se me presentaría una oportunidad como ésta, pero aguardé: como un gran banth listo para saltar, aguardé hasta que soltó a Nur An. Entonces, cuando todos los grilletes de mi compañero cayeron al suelo salté a la espalda del guerrero. Cayó de boca contra el suelo de piedra, empujado por mi peso y mi impulso y entonces extraje su puñal de la vaina y se lo clavé entre los omóplatos. Murió con un solo grito, pero no temí que su eco llegara muy lejos de los sombríos calabozos de Tjanath como para prevenir a sus compañeros del piso superior.

Pero el compañero del muerto había visto y oído. Atravesó el calabozo de un salto con la espada larga en la mano, y ahora me llegó la ocasión de ver de qué barro estaba hecho Nur An.

Todo había sucedido tan rápidamente, como un relámpago en el cielo despejado y cualquier hombre hubiera sido perdonado por haberse quedado momentáneamente atónito e inactivo a causa de mi acción, pero Nur An no incurrió en demora fatal alguna. Como si lo hubiéramos planeado juntos, pareció que saltaba en el mismo instante en que lo hice yo sobre el guerrero, para salir al paso del compañero de éste. A manos limpias se enfrentó a la larga espada de su antagonista.

La penumbra de la mazmorra redujo las ventajas del armado. Vio que una figura saltaba a oponérsele, pero en la excitación del momento y la oscuridad de la celda no se dio cuenta de que Nur An estaba desarmado. Dudó, hizo una pausa y retrocedió al recibir el impetuoso ataque que le llegaba de la oscuridad y, para entonces, yo había sacado la espada larga de la vaina del guerrero muerto y cargué contra él desde un ángulo distinto del de Nur An.

Un instante después estábamos luchando y pude comprobar que el individuo en cuestión no era un mal espadachín, pero desde el momento en que cruzamos nuestras espadas comprendí que le superaba y él debió darse inmediata cuenta de ello porque retrocedió, completamente a la defensiva y pensando, sin duda, en huir al corredor. Pero yo estaba dispuesto a que no lo lograra, por lo que le presioné más a fondo para que no se atreviera a dar la vuelta y echar a correr; no pidió ayuda, lo que me hace suponer que se dio cuenta de lo inútil que sería.

Nur An y yo luchábamos por nuestras vidas con la desesperación de los animales enjaulados. Aquí no entraban para nada las consideraciones sobre el escrupuloso respeto de las leyes de la esgrima. Era su vida o la nuestra. Nur An lo comprendió y sacó la espada corta del cadáver del guerrero caído y un instante después el segundo hombre estaba en el suelo en medio de un charco de sangre, de su propia sangre.

—¿Y, ahora, qué? —preguntó Nur An.

—¿Conoces el palacio?

—No.

—Entonces dependemos de lo poco que pude ver —dije—. Vamos a ponernos inmediatamente los correajes de éstos. Quizá serán un disfraz suficiente para permitirnos llegar a los pisos superiores, porque sin tener un conocimiento a fondo de las mazmorras es inútil tratar de escapar por los subterráneos.

—Tienes razón —dijo.

Un momento después salieron al corredor, con toda intención y propósito, dos guerreros de la guardia de Haj Osis, jed de Tjanath. Pensando que, hasta cierto punto, un tanto de osadía en el comportamiento sería la mejor salvaguardia contra nuestra detección, abrí la marcha hacia el piso bajo del palacio, sin intentar en forma alguna hacerlo a hurtadillas o en secreto.

—Hay muchos guerreros en la entrada principal del palacio —dije a Nur An— y sin saber algo sobre las normas que regulan la entrada y salida en el edificio, sería suicida que intentáramos alcanzar por ese camino la avenida que hay detrás del palacio.

—¿Y qué sugieres? —preguntó.

—El piso bajo del palacio es un lugar muy concurrido, con la gente deambulando de un lado a otro por los pasillos. No cabe duda de que algunos pisos superiores estarán menos frecuentados. Por tanto, vamos a buscar un escondite allí arriba y desde algún balcón podremos tener una perspectiva y proyectar algún plan factible de escape.

—Bien, abre la marcha —dijo.

—Subiendo por la rampa en caracol desde las mazmorras pasamos por dos pisos, antes de llegar a la planta baja del palacio, sin cruzarnos con una sola persona, pero en el instante mismo en que salimos a la planta baja vimos gente por todas partes: oficiales, cortesanos, guerreros, esclavos y comerciantes iban de un lado para otro con sus obligaciones o para resolver los asuntos que les habían llevado al palacio; el ser tan numerosa la concurrencia, sin embargo, era una salvaguardia para nosotros.

En el lado del corredor opuesto al punto donde entramos hay una puerta en arco que conduce a otra rampa ascendente. Sin dudar un instante, crucé por entre el gentío con Nur An a mi lado, pasé por el arco y accedí a la rampa.

Apenas habíamos empezado a subirla cuando nos encontramos con un joven oficial que bajaba. Apenas nos dirigió una mirada al pasar y respiré tranquilo al ver que nuestros disfraces, de hecho, nos disfrazaban.

En el segundo nivel del palacio había menos gente, pero seguían siendo demasiadas las personas como para que nos conviniera, de forma que seguimos ascendiendo hasta el tercer nivel; los pasillos aquí estaban casi desiertos.

Cerca de la entrada de la rampa confluían dos pasillos principales. Aquí vacilamos un instante para echar un vistazo. Varias personas se acercaban desde ambas direcciones hasta el lugar por donde habíamos salido, pero uno de los corredores transversales parecía desierto y nos apresuramos a entrar en él. Era un pasillo muy largo que, al parecer, se extendía por toda la longitud del palacio. Estaba flanqueado a intervalos por puertas que se abrían a ambos lados, varias cerradas o entreabiertas. Por una de las puertas abiertas vimos a varias personas, mientras que otros cuartos estaban vacíos. Mientras avanzábamos lentamente, tomamos cuidadosa nota del emplazamiento de estos, observando con sumo cuidado cada detalle que pudiera sernos de valor más adelante.

Habríamos recorrido dos tercios del largo pasillo cuando un hombre entró por una puerta situada a unos cincuenta metros más adelante. Era un oficial, aparentemente un padwar de la guardia. Se detuvo en el centro del pasillo en el momento en que una fila de guerreros salía por la misma puerta. Formaron en columna de a dos y marcharon en nuestra dirección con el oficial cerrando la marcha.

Era una prueba para nuestros disfraces, pero no quise correr el riesgo. Había una puerta abierta a nuestra izquierda y no había persona alguna al otro lado.

—Ven —dije a Nur An y, sin acelerar el paso, nos dirigimos despreocupadamente a la habitación. Cerré la puerta a espaldas de Nur An y, al hacerlo, vi que una joven estaba de pie en el lado opuesto de la cámara, mirándonos fijamente.

—¿Qué hacéis aquí, guerreros? —preguntó.

Una situación embarazosa, sin duda. Pude oír en el pasillo la marcha acompasada de los guerreros que se acercaban y sabía que la muchacha los oía también. Si llegaba a despertar sus sospechas no tardaría en pedir ayuda, pero cómo podía evitar que sospechara si no tenía ni la más mínima idea de cuál sería una excusa válida que explicara la presencia de dos guerreros en aquella habitación en particular que, por lo que imaginaba, podía ser el gineceo de una princesa de la casa real en el que entrar sin permiso podía fácilmente significar la muerte de un guerrero ordinario. Pensaba rápidamente, o quizá no pensaba en absoluto; con frecuencia solemos actuar por impulso y achacarlo a ser superinteligentes.

—Hemos venido a por la muchacha —dije bruscamente—. ¿Dónde está?

—¿Qué muchacha? —preguntó la joven sorprendida.

—La prisionera, naturalmente —respondí.

—¿La prisionera? —parecía más sorprendida aún.

—¡Pues claro! ———exclamó Nur An—, ¡la prisionera! ¿Dónde está?

No pude por menos que sonreír porque sabía que Nur An no tenía ni la menor idea de lo que yo pensaba.

—No hay ninguna prisionera aquí —dijo la joven—. Éstos son los apartamentos del hijo pequeño de Haj Osis.

—El muy imbécil nos dio la dirección equivocada —dije—. Lamento haberle interrumpido. Nos enviaron a buscar a una muchacha, Tavia, que está prisionera aquí, en el palacio.

Era un flecha lanzada al aire. Yo no sabía si Tavia estaba prisionera, pero después del trato que me habían dando supuse que así era.

—Pues no está aquí —respondió la muchacha— y en cuanto a ustedes, mejor será que salgan de estos apartamentos inmediatamente, porque si les descubren aquí lo pasarán mal.

Nur An, que estaba de pie a mi lado, mirando fijamente a la joven, dio un paso y se acercó a ella.

—¡Por mi primer antepasado! —exclamó sin alzar la voz—, ¡eres Phao!

La chica retrocedió unos pasos, con los ojos desorbitados por la sorpresa y luego, lentamente, se dio cuenta de quién hablaba.

—¡Nur An! —exclamó.

El aludido se acercó a la muchacha y cogió su mano.

—Todos estos años, Phao, creí que habías muerto —dijo—. Cuando el barco volvió, el capitán informó que tú y varios más habíais muerto.

—Mintió —dijo ella—, nos vendió como esclavos aquí, en Tjanath; ¿pero qué haces tú, Nur An, con el correaje de Tjanath?

—Estoy prisionero contestó mi acompañante, —igual que este guerrero. Nos han encerrado en las mazmorras del palacio y hoy nos iban a enviar a La Muerte, pero hemos matado a los dos guerreros que mandaron a buscarnos y ahora estamos intentando salir del palacio.

—Entonces, ¿no estáis buscando a la muchacha llamada Tavia? —preguntó ella.

—Sí —respondí—, también la estamos buscando. La hicieron prisionera al mismo tiempo que a mí.

—Tal vez pueda ayudaros —dijo Phao—. Quizá —añadió melancólica— yo pueda escaparme con vosotros. Todos juntos.

—No me escaparé sin ti, Phao —dijo Nur An.

—Mis antepasados han sido, por fin, generosos conmigo —dijo la muchacha.

—¿Dónde está Tavia? —pregunté.

—Está en la Torre Este —contestó Phao.

—¿Nos puedes llevar allí, o decirnos cómo podemos llegar hasta ella? —pregunté.

—De nada valdrá que os conduzca hasta ella —contestó la joven— ya que la puerta está cerrada con llave y hay guardias delante. Pero hay otro modo.

—¿Y?

—Sé dónde están las llaves —contestó— y sé otras cosas que podrán sernos útiles.

—Que nuestros antepasados te protejan y recompensen, Phao —dije—. Dime dónde encontraré las llaves.

—Tendré que llevaros personalmente —contestó—, pero tendríamos más oportunidades de éxito si no fuéramos demasiados. Sugiero, por tanto, que Nur An se quede aquí. Le esconderé de forma que no le encuentren. Y te conduciré hasta la prisionera y, con un poco de suerte, podremos regresar a estas habitaciones. Yo soy la encargada. Sólo en horas normales, dos veces al día, por la noche y por la mañana, alguien visita las habitaciones del principito. Aquí te puedes esconder y alimentarte largo tiempo y quizá, llegado el momento, podamos desarrollar algún plan factible para escapar.

—Estamos en tus manos, Phao —dijo Nur An—. Si va a haber lucha, sin embargo, quisiera acompañar a Hadron.

—Si tenemos suerte, no habrá lucha —respondió la muchacha. Se dirigió rápidamente a la puerta y la abrió, revelando un armario de grandes dimensiones—. Aquí, Nur An, es donde debes estar hasta que volvamos. No hay razón para que nadie abra esta puerta y, hasta donde yo sé, nadie, excepto yo, la ha abierto desde que ocupo estas habitaciones.

—No me gusta la idea de esconderme —dijo Nur An haciendo una mueca—, pero últimamente he tenido que hacer muchas cosas que no me gustaban.

Sin añadir palabra, cruzó la habitación y entró en el armario. Sus ojos se cruzaron un instante con los de Phao cuando ella cerró la puerta, y pude leer en ellos algo que me sorprendió al recordar el relato de Nur An sobre la otra mujer que Tul Axtar le había robado. Pero no era asunto de mi incumbencia ni tenía que ver con lo que me traía entre manos.

—Este es mi plan, guerrero —dijo Phao al regresar a mi lado—. Cuando entraste en mis habitaciones dijiste que buscabas a la prisionera Tavia. Aunque ella no estaba allí, te creí. Por tanto, vamos a ir a buscar a Yo Seno, el guardián de las llaves, y le contaremos la misma historia: que te han enviado a buscar a la prisionera Tavia. Si Yo Seno te cree, todo irá bien, porque será él mismo el que libere a la prisionera y te la entregue.

—¿Y si no me cree? —pregunté.

—Es una bestia —respondió— que mejor está muerta que viva, de modo que ya sabes qué hacer.

—Te entiendo —dije—. Muéstrame el camino.

La oficina de Yo Seno, el guardián de las llaves, estaba en el cuarto nivel del palacio, casi directamente encima de las habitaciones del principito. Phao se detuvo en la puerta y acercando los labios a mi oído musitó sus instrucciones finales.

—Entraré primero —dijo—. Con algún pretexto. Tú entras un instante después, pero no me prestes atención. No tiene que parecer que hemos llegado juntos.

—Entiendo —dije y me alejé un poco por el pasillo para no quedar a la vista cuando se abriera la puerta. Más tarde, ella me contó que había pedido a Yo Seno que le hiciera una llave nueva para una de las numerosas puertas del alojamiento del pequeño príncipe.

Esperé un momento y entré en la habitación. Era oscura, sin ventanas. De sus paredes colgaban llaves de todos los tamaños y formas imaginables. Sentado a una gran mesa estaba un hombre de aspecto basto. Alzó rápidamente la vista molesto por la interrupción al entrar yo.

—¿Bien? —gruñó.

—He venido a por la mujer, Tavia —dije—, la prisionera de Jahar.

—¿Quién te envía? ¿Qué quieres de ella? —preguntó.

—Tengo órdenes de llevarla a Haj Osis —respondí.

Me miró desconfiado.

—Traerás una orden por escrito.

—Desde luego que no —repliqué—. No hace falta. No va a salir del palacio, va simplemente de unas habitaciones a otras.

—¡Tienes que traer una orden por escrito! —gritó.

—Haj Osis se va a disgustar —dije— cuando sepa que te has negado a obedecer sus órdenes.

—No me niego —dijo Yo Seno—. No te atrevas a decir que me niego. Lo que no puedo es entregar un prisionero si no tengo una orden por escrito. Muéstrame la autorización y te daré las llaves.

Comprendí que mi plan había fallado y que debía adoptar otras medidas. Saqué la espada larga.

—¡Aquí está mi autorización! —exclamé saltando hacia él.

Lanzó un juramento y tiró de espada, pero en vez de enfrentarse a mí con ella, saltó rápidamente hacia atrás, al otro lado de la mesa, y golpeó un gong fuertemente con la hoja del arma.

Me lancé hacia él cuando oí el sonido de unos pies que corrían y el golpe de metales en la habitación contigua. Yo Seno, que seguía huyendo, sonrió sardónico. Y entonces las luces se apagaron y la habitación sin ventanas se sumió en la más profunda oscuridad. Unos dedos suaves me agarraron la mano izquierda y una voz musitó en mi oído.

—Ven conmigo.

Tiró de mí hacia un lado y pasamos por una abertura en el preciso instante en que se abría de golpe una puerta al otro lado de la habitación, revelando las siluetas de media docena de guerreros contra la luz que tenían detrás. Entonces la puerta se cerró justo delante de mi cara y me encontré de nuevo en la más absoluta oscuridad. Los dedos de Phao seguían aferrados a mi mano.

—Silencio! —musitó una voz suave.

Desde detrás del tabique me llegaron unas voces airadas y excitadas. Sobre ellas se elevó otra que gritó autoritaria:

—¿Qué pasa aquí?

Oí exclamaciones y juramentos ahogados mientras los hombres chocaban con los muebles y entre sí.

—¡Encended una luz! —gritó una voz y, a poco—. ¡Así está mejor!

—¿Dónde está Yo Seno? ¡Oh, ahí estás gordinflón granuja! ¿Qué es todo este lío?

—¡Por Issus, ha desaparecido! —gritó la voz de Yo Seno.

—¿Quién? —exigió la otra voz—. ¿Por qué nos llamaste?

—Me atacó un guerrero —explicó Yo Seno— que vino a pedirme la llave de la habitación donde Haj Osis tiene encerrada a la hija de… —no pude oír el resto de la frase.

—Bien, ¿dónde está ese tipo? —preguntó el otro.

—Se ha largado… y se ha llevado la llave. La llave ha desaparecido —la voz de Yo Seno fue un aullido.

—Vamos rápido, entonces, a la habitación donde está encerrada la muchacha —gritó el primero que habló, sin duda el oficial de la guardia, y casi al instante oí cómo salían a todo correr de la habitación.

A mi lado, la muchacha se movió ligeramente y escuché que se reía por lo bajo.

—No encontrarán la llave —dijo.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque la tengo yo —respondió.

—De poco nos va a servir —dije pesaroso—, porque van a poner guardia a la puerta y no podremos usar la llave.

Phao se echó a reír de nuevo.

—No necesitamos la llave —dijo—. La cogí para que siguieran una pista falsa. Ellos vigilarán la puerta, mientras nosotros entramos por otro lado.

—No te entiendo —dije.

—Este pasillo conduce, entre tabiques, a la habitación donde tienen a la prisionera. Lo sé porque cuando yo estuve encerrada en esa habitación, Yo Seno venía por aquí a visitarme. Es una bestia. Confió en que no visitara a esta muchacha, lo confío por tu bien, si la amas.

—No la amo —respondí—. No es más que una amiga.

Pero apenas era consciente de lo que estaba diciendo; las palabras me salían mecánicamente ya que era presa de unas emociones que nunca había sentido o soportado. Se había apoderado de mí en el mismo instante en que Phao sugirió que Yo Seno pudo haber visitado a Tavia pasando por este corredor secreto. Experimenté una sensación que se parecía mucho a una convulsión, algo que me había convertido en otro hombre. Antes, hubiera matado a Yo Seno con mi espada y me hubiera alegrado; lo que deseaba ahora era descuartizarle, mutilarle, hacerle sufrir. Jamás en mi vida había experimentado un deseo tan bestial. Era una idea espantosa, pero con la que me regodeaba.

—¿Qué te sucede? —exclamó Phao—. Creí notar que temblabas.

—Sí que temblaba —respondí.

—¿Por qué?

—Por Yo Seno —contesté—, pero démonos prisa. Si este pasillo conduce a la habitación donde Tavia está prisionera siento impaciencia por llegar a ella, porque cuando Haj Osis se entere de que han robado la llave, hará que la trasladen a otra prisión.

—No se enterará, si Yo Seno y el padwar de la guardia pueden impedirlo —dijo Phao—, porque si llega a oídos de Haj Osis podría costarles la vida. Esperarán a que llegues para matarte y coger la llave, pero te esperan a la puerta de la prisión y nollegarás por ese camino.

Mientras hablaba, empezó a andar siguiendo el oscuro y estrecho pasillo, llevándome de la mano. Fue una progresión lenta, porque Phao tenía que andar a tientas porque el corredor tenía esquinas en ángulo recto siguiendo la configuración de las habitaciones por las que pasaba, y había numerosas escaleras que llevaban a las habitaciones superiores y, al final, una escalera de mano hasta el piso superior.

Hizo alto, finalmente.

—Ya estamos aquí —musitó—, pero primero debemos escuchar para asegurarnos de que nadie ha entrado en la habitación donde está la prisionera.

La oscuridad me impedía ver lo más mínimo, sin poder adivinar cómo sabía Phao que habían llegado a su destino.

—Está bien —dijo ella entonces.

Al decirlo, empujó un panel de madera que se abrió ligeramente y por la abertura pude ver una parte de una habitación circular con estrechas ventanas fuertemente enrejadas. En el lado opuesto de la abertura, sobre un montón de sedas y pieles para dormir había una mujer reclinada. Sólo pude distinguir un hombro desnudo, una oreja diminuta y el cabello despeinado. Al primer vistazo comprendí que pertenecían a Tavia.

Phao cerró el panel a nuestras espaldas al entrar en la habitación. Atraída por el ruido de nuestra entrada, por bajo que fuera, Tavia se sentó y nos miró; al reconocerme, se puso en pie de un salto. Sus ojos estaban desorbitados por la sorpresa y había una exclamación en sus labios que silencié con un gesto. Crucé la habitación dirigiéndome a ella, que me salió al encuentro casi corriendo. Al mirarle los ojos, vi en ellos una expresión que nunca había visto antes en los de ninguna otra mujer —al menos no en relación conmigo— y si alguna vez había dudado de la amistad de Tavia, esa duda se desvaneció en aquel instante, pero no había dudado de ello, sino que me sorprendió comprender la profundidad de sus sentimientos. Si Sanoma Tora me hubiera mirado alguna vez de aquel modo, hubiera leído amor en su expresión, pero yo no había hablado de amor a Tavia y sabía que lo que sentía por mí era solamente. Amistad. Sumido siempre a fondo en mi profesión como para hacer amistades de este tipo, nunca había sentido, hasta ese instante, lo maravillosa que puede ser la amistad.

Al encontrarnos en el centro de la habitación, sus ojos llenos de lágrimas se alzaron hacia los míos.

—Hadron —musitó con voz que la emoción hacía temblar. Rodeé sus suaves hombros con mis brazos y la atraje hacia mí; algo que no hice voluntariamente me impulsó a besar su frente. Instantáneamente se soltó de mi abrazo y temí que hubiera interpretado mal el impulsivo beso amistoso, pero sus siguientes palabras me tranquilizaron.

—Temí no verte más, Hadron de Hastor —dijo—. Temí que te hubieran matado. ¿Cómo es que estás aquí con el uniforme de un guerrero de Tjanath?

Le conté brevemente lo sucedido desde que nos separamos y cómo había conseguido escapar a La Muerte, siquiera temporalmente. Me preguntó qué era La Muerte, pero no supe decírselo.

—Es algo horrible —dijo Phao.

—Pero ¿qué es? —pregunté.

—No lo sé —respondió la muchacha—, sólo sé que es horrible. Hay un pozo profundo, algunos dicen que sin fondo, debajo de las mazmorras del palacio; de él salen perpetuamente ruidos horribles: gemidos y quejidos y a este pozo arrojan a quienes tienen que afrontar La Muerte, pero lo hacen de forma que la caída no les mate. Tienen que llegar vivos al fondo y soportar todos los horrores de La Muerte que les espera allí. Que la tortura es casi interminable lo evidencia el hecho de que los quejidos y gemidos de las víctimas no cesan jamás, por mucho tiempo que haya pasado entre ejecuciones.

—Y tú has escapado de ella —exclamó Tavia—. Mis oraciones han sido bien acogidas. Días y noches he rogado a mis antepasados que te protegieran. Ojalá ahora pudiéramos escapar de un lugar tan odioso como éste. ¿Tienes algún plan?

—Tenemos un plan que puede tener éxito con la ayuda de esta joven, Phao. Nur An, de quien te hablé, está oculto en un armario de una de las habitaciones del principito. Vamos a regresar a esa habitación a la primera oportunidad, y Phao nos ocultará a los tres hasta que se presente la oportunidad de huir.

—No debemos perder más tiempo —dijo Phao—. Vamos, debemos irnos ya.

Al volvernos al panel por el que habíamos entrado, vi que estaba entreabierto, aunque tenía la seguridad de que Phao lo había cerrado cuando entramos; además, hubiera jurado que vi un ojo por la estrecha grieta, como de alguien que nos vigilara desde el oscuro interior del pasillo secreto.

Atravesé la habitación de un salto y abrí el panel. Llevaba la espada en la mano, pero no había nadie en el corredor.