CAPÍTULO V

Hacia los Fosos

Allá abajo, a la luz siempre cambiante de las dos lunas, se extendía el extraño paisaje de la noche barsoomiana, mientras nuestro pequeño aparato, demasiado recargado, se alejaba lentamente de Xanator por encima de las bajas colinas que marcan el límite sudoeste de las fieras hordas verdes de Torquas. Con la llegada del nuevo debatimos si era aconsejable aterrizar y esperar hasta la noche antes de ponernos en marcha, ya que comprendíamos que si nos avistaba algún avión enemigo no tendríamos la menor esperanza de escapar.

—Por esta parte pasan muy pocos aviones —dijo Tavia— y si nos mantenemos alertas creo que podremos estar tan seguros en el aire como en tierra, porque aunque hemos superado los límites de Torquas, todavía existe el peligro de sus incursiones, que suelen internarse mucho en el territorio.

Mientras avanzábamos lentamente en dirección a Tjanath, nuestros ojos exploraban continuamente el cielo en todas direcciones.

La monotonía del paisaje, combinada con nuestro lento avance, hubiera convertido el viaje en insoportable para mí, pero ante mi sorpresa el tiempo transcurrió rápidamente, un hecho que atribuí, exclusivamente, al ingenio e inteligencia de mi compañera, porque ocioso es decir que Tavia era una excelente acompañante. Creo que hablamos de todo sobre Barsoom y, naturalmente, gran parte de la conversación giró en torno a nuestras propias experiencias y personalidades, de manera que bastante antes de llegar a Tjanath pensaba que conocía a Tavia mejor que a ninguna otra mujer antes, y estaba completamente seguro de que nunca había confiado tan plenamente en ninguna otra persona.

Tavia tenía algo que parecía incitar a hacer confidencias de manera que, ante mi sorpresa, me encontré charlando con ella sobre los más íntimos detalles de mi vida pasada, mis esperanzas, ambiciones y aspiraciones, así como mis temores y dudas, los mismos que, supongo, asaltan la mete de cualquier hombre joven.

Cuando me di cuenta de hasta qué extremo me había desnudado ante esta muchachita esclava experimenté una clara sensación de embarazo, pero la sinceridad del interés de Tavia disolvió este pensamiento, igual que me hizo comprender que ella se había comportado conmigo con la misma sinceridad.

Viajamos durante dos noches y un día cubriendo la distancia entre Xanator y Tjanath y cuando aparecieron las torres y las rampas de aterrizaje de nuestro destino allá por el horizonte cuando nos acercábamos al primer zode de nuestro segundo día, me di cuenta de que las horas que habíamos dejado atrás desde Xanator eran, por alguna razón que no era capaz de explicar, uno de los períodos más felices que había vivido.

Ya había pasado. Tjanath estaba ante nuestros ojos y, al darme cuenta de ello, experimenté el claro disgusto de que Tjanath no estuviera en el lado opuesto de Barsoom.

Con la excepción de Sanoma Tora, nunca me había sentido particularmente inclinado a la compañía femenina. No quiero causar la impresión de que no me gustan, porque no es así. Su compañía ocasional suponía una diversión que disfrutaba y de la que me aprovechaba, pero me parecía sencillamente imposible que pudiera pasarme horas en la exclusiva compañía de una mujer a la que no amara, disfrutando cada minuto. Pues, pese a todo esto, me encontré preguntándome si Tavia había compartido mi disfrute de la aventura.

—Eso debe ser Tjanath —dije indicando con un movimiento de cabeza la lejana ciudad.

—Sí.

—Estarás contenta de que el viaje haya terminado —aventuré.

Ella me miró rápidamente, con las cejas fruncidas por sus pensamientos.

—Quizá debería estarlo —contestó enigmáticamente.

—Es tu hogar —le recordé.

—Yo no tengo hogar —replicó.

—Pero tus amigos están aquí —insistí.

—No tengo amigos.

—Te olvidas de Hadron de Hastor —le recordé.

—No —dijo—, no olvido que has sido amable conmigo, pero recuerda que yo soy sólo un incidente en tu búsqueda de Sanoma Tora. Mañana quizá te habrás ido y no volveremos a vernos jamás.

No lo había pensado y descubrí que no me gustaba pensarlo y, sin embargo, sabía que era cierto.

—No tardarás en hacer amigos aquí —le dije.

—Eso espero —contestó—, pero he estado fuera mucho tiempo y era muy joven cuando me raptaron, tanto que no tengo más que algún ligero recuero de mi vida en Tjanath. Tjanath no significa, realmente, nada para mí. Podría ser tan feliz aquí como en cualquier otro lugar de Barsoom si tuviera… si tuviera un amigo.

Ya estábamos cerca de las murallas exteriores de la ciudad y nuestra conversación fue interrumpida al aparecer una aeronave, evidentemente una patrulla, que descendía hacia nosotros. Hacía sonar la alarma y el penetrante aullido de su bocina rompía en pedazos el silencio del amanecer. Casi al instante, sirenas y gongs recogieron el aviso por toda la ciudad. La nave patrulla varió su rumbo y se elevó rápidamente por encima de nosotros, al tiempo que de las rampas de lanzamiento partieron decenas de aviones de combate que nos rodearon por completo.

Intenté saludar al que estaba más cerca, pero el infernal pandemonio de las señales de alerta ahogaron mi voz. Estábamos cubiertos por cientos de fusiles, con sus servidores listos para lanzar la destrucción sobre nosotros.

—¿Siempre recibe Tjanath a sus visitantes de una forma tan hostil? —pregunté a Tavia.

Ella agitó la cabeza.

—No lo sé —contestó—. Si nos hubiéramos aproximado en un avión de combate extranjero, podría entenderlo, pero cuál es la razón para que un aparato explorador atraiga a la mitad de la armada de Tjanath es algo que… ¡Aguarda! —gritó repentinamente—. El diseño y el color de nuestro aparato delata que es de Jahar. La gente de Tjanath ha visto este color antes y le tiene miedo; pero, si es así, ¿por qué no nos han disparado?

—No sé por qué no nos dispararon antes —contesté—, pero es evidente por qué no lo hacen ahora. Estamos tan rodeados de sus aviones que no pueden dispararnos sin poner en peligro algunos de ellos y sus tripulaciones.

—¿No puedes hacerles entender que somos amigos? —preguntó la muchacha.

Procedí a hacer señas amistosas y de rendición, pero parecía que a los aviadores les daba miedo acercarse. Las alarmas habían cesado y las naves nos rodeaban en silencio.

Saludó de nuevo a la más cercana.

—No disparen —grité—, somos amigos.

—Los amigos no vienen a Tjanath en las naves de muerte azules de Jahar —me respondió un oficial de la nave a la que saludé.

—Ponte a nuestro costado —insistí— y podré demostrarte, por lo menos, que no somos peligrosos.

—No te acercarás a mi nave —contestó—, pero si sois amigos lo podéis demostrar haciendo lo que os diga.

—¿Qué deseas? —pregunté.

—Lleva tu avión más allá de los muros de la ciudad. Aterriza a un haad, por lo menos, más allá de la puerta este y entonces, con tu compañero, dirigíos andando a la ciudad.

—¿Me prometes que seremos bien recibidos? —pregunté.

—Te interrogaremos —contestó— y si todo está bien no tenéis nada que temer.

—Muy bien —contesté—, haremos como dices. Haz señales a las otras naves para que nos abran camino y entonces, por el pasillo que nos abran, volaremos lentamente por encima de los muros de Tjanath y aterrizaremos a un haad de distancia de la puerta este.

Al acercarnos a la ciudad, las puertas se abrieron de repente y un destacamento de guerreros salió a nuestro encuentro. Era evidente que eran muy desconfiados y que nos tenían miedo. El padwar al mando les dio la voz de alto mientras todavía mediaban entre nosotros un ciento de sofads.

—Arrojad vuestras armas —ordenó— y avanzad hacia nosotros.

—Pero no somos enemigos —contesté—. ¿La gente de Tjanath no sabe recibir a sus amigos?

—Haced lo que os digo u os destruiré a los dos —fue su única respuesta. No pude evitar un gesto de disgusto al tener que prescindir de mis armas, al tiempo que Tavia hacía entrega de la espada corta que le había prestado. Avanzamos desarmados hacia los guerreros, pero ni siquiera entonces se dio el padwar por satisfecho y ordenó que nos registraran el correaje con cuidado antes de conducirnos al interior de la ciudad bien rodeados por los guerreros.

Cuando la puerta este de Tjanath se cerró detrás de nosotros, me di cuenta de que éramos prisioneros, no los huéspedes que deseábamos ser, pero Tavia trató de tranquilizarme insistiendo en que cuando oyeran nuestro relato nos dejarían en libertad y nos concederían la hospitalidad que, según insistía, nos debían.

Nuestros guardas nos condujeron hasta un edificio del lado opuesto de la avenida, de cara a la puerta este y en ese momento nos encontramos en una gran pista de aterrizaje del tejado del edificio. Un avión patrulla nos esperaba y el padwar nos entregó al oficial al mando, cuya actitud hacia nosotros era de odio y desconfianza mal disimulados.

Tan pronto como nos recibió a bordo, el avión patrulla se elevó y se dirigió al centro de la ciudad.

Debajo de nosotros estaba Tjanath, que daba la impresión de ser una ciudad que no estaba al día de las mejoras alcanzadas. Había señales de antigüedad por todas partes: los edificios reflejaban la arquitectura antigua y muchos de ellos estaban en un estado desesperado, si bien gran parte de la fealdad de la ciudad estaba oculta o atemperada al menos por el follaje de los grandes árboles y parras trepadoras por lo que su aspecto, en conjunto, era bastante más agradable que si no los hubiera tenido. Hacia el centro de la ciudad había una gran plaza, totalmente rodeada por impresionantes edificios públicos, incluyendo el palacio del jed, y fue sobre el tejado de uno de éstos donde aterrizamos.

Rodeados por una fuerte guardia fuimos conducidos al interior del edificio y tras breve espera se nos llevó a presencia de algún oficial de alta graduación. Era evidente que ya estaba informado de las circunstancias que rodearon nuestra llegada a Tjanath, pues parecía esperarnos y estar familiarizado con lo sucedido hasta el momento.

—¿Qué haces en Tjanath, jahariano? —preguntó.

—No soy de Jahar —respondí—, mira mi emblema.

—Cualquier guerrero puede cambiar de emblema —replicó molesto.

—Este hombre no ha cambiado de emblema —dijo Tavia—. No es de Jahar; es de Hastor, una de las ciudades de Helium. Yo soy de Jahar.

El oficial la miró sorprendido.

—¡Así que lo admites! —gritó.

—Pero antes fui de Tianath —añadió la muchacha—. ¿Qué significa eso? —preguntó.

—Cuando era niña en Tjanath me raptaron —contestó Tavia— y, desde entonces, toda mi vida he sido esclava en el palacio de Tul Axtar, jeddak de Jahar. Hace poco conseguí escaparme en un avión con el que llegué a Tjanath. Aterricé cerca de la ciudad fantasma de Xanator y fui capturada por los hombres verdes de Torquas. Este guerrero, Hadron de Hastor, me rescató y hemos venido juntos a Tjanath, esperando ser recibidos como amigos.

—¿De qué familia de Tjanath eres? —preguntó el oficial.

—No lo sé —contestó Tavia—. Era muy joven y prácticamente no guardo ningún recuerdo de mi vida en Tjanath.

—¿Cómo te llamas?

—Tavia.

El interés del hombre por su relato, que había resultado bastante somero, pareció alterado y galvanizado repentinamente.

—¿No sabes nada de tus padres o tu familia? —preguntó.

—Nada —respondió Tavia.

El oficial se volvió entonces al padwar que mandaba nuestra escolta.

—Retenles aquí hasta que vuelva —dijo. Se levantó y salió de la habitación.

—Parece que te ha reconocido por tu nombre —dije a Tavia.

—¿Y cómo?

—Quizá conoció a tu familia —sugerí—, cuando menos, su comportamiento parece sugerir que no nos van a ignorar.

—¡Ojalá! —dijo ella.

—Me da la sensación de que nuestros problemas están a punto de terminar —la tranquilicé— y ello me hará muy feliz por lo que significa para ti.

—Y tú, supongo, tratarás de buscar ayuda para seguir la pista de Sanoma Tora.

—Naturalmente —contesté—. ¿Qué menos se puede esperar de mí?

—Claro —admitió ella en un murmullo.

A pesar del hecho de que algo en el comportamiento del oficial que nos había interrogado elevaba mi confianza en el futuro, seguía siendo consciente de una sensación deprimida a medida que nuestra conversación subrayaba que estábamos cerca de la separación. Parecía como si conociera a Tavia de toda la vida, pues los pocos días que llevábamos juntos nos habían hecho íntimos. Sabía que echaría de menos su chispeante ingenio, su simpatía instantánea y la tranquila compañía de sus silencios, y entonces las bellas facciones de Sanoma Tora aparecían en la pantalla de mi memoria y, sabedor de dónde estaba mi deber, dejaba a un lado los vanos lamentos ya que el amor, lo sabía, era más fuerte que la amistad y yo estaba enamorado de Sanoma Tora.

El oficial regresó largo rato después. Busqué en su rostro alguna señal de buena noticia pues su expresión era inescrutable; pero sus primeras palabras, dirigidas al padwar, resultaron de una claridad meridiana.

—Encerrad a la mujer en la Torre Este —dijo— y mandad al hombre a los fosos.

Fue todo. Como un puñetazo en el rostro. Miré a Tavia y vi que contemplaba al oficial con los ojosdesorbitados.

—¿Quieres decir que somos prisioneros? —preguntó—. ¿Yo, hija de Tjanath y este guerrero que vino de una nación amiga buscando vuestra ayuda y protección?

—Compareceréis ante el jed más adelante —respondió el oficial con acento cortante—. He hablado. Lleváoslos.

Unos guerreros me cogieron rudamente por los brazos. Tavia daba la espalda al oficial y se me quedó mirando.

—Adiós, Hadron de Hastor —dijo—. Es culpa mía que estés aquí. ¡Que mis antepasados me perdonen!

—No te hagas reproches, Tavia —le rogué—, porque nadie podía prever una recepción tan estúpida.

Nos sacaron de la habitación por distintas puertas, nos volvimos a mirarnos y vi que había lágrimas en los ojos de Tavia; y en mi corazón.

Los fosos de Tjanath, a los que fui conducido inmediatamente, son deprimentes, pero no están envueltos en una oscuridad impenetrable como las mazmorras de la mayoría de las ciudades barsoomianas. Poca luz se filtraba a través de la reja de hierro desde el corredor donde algunas antiguas bombillas de radio brillaban débilmente. Pero alguna luz había y yo di gracias por ello, porque siempre creí que me encerrarían en la más absoluta oscuridad.

Me cargaron con cadenas, innecesariamente a mi parecer, porque las sujetaron a una enorme anilla de hierro profundamente embutida en el muro de mampostería de mi celda y luego cerraron la enorme reja de hierro de la puerta.

A medida que se apagaban los pasos de los guerreros hacia la nada en la distancia llegó a mis oídos un débil sonido que parecía venir de la mazmorra misma. ¿Qué podría ser? Traté de taladrar la tenue oscuridad con los ojos.

Un momento después, con los ojosacostumbrados a la débil luz de la celda, vi la figura de un hombre acurrucado contra la pared, cerca de mí. De nuevo escuché el ruido al moverse, acompañado esta vez por el tintineo de la cadena y vi entonces un rostro que se volvía hacia mí, pero no pude distinguir sus facciones.

—Otro huésped que viene a compartir la hospitalidad de Tjanath —dijo una voz que llegaba desde la borrosa figura situada a mi lado. Una voz clara, de hombre y había algo en su tono que me agradó.

—¿Tienen nuestros anfitriones muchos huéspedes como nosotros? —pregunté.

—En esta celda sólo estaba yo —contestó—, pero ahora somos dos. ¿Eres de Tjanath o de otro sitio?

—Soy de Hastor, ciudad del imperio de Tardos Mors, jeddak de Helium.

—Estás muy lejos de casa —dijo.

—Así es —contesté—. ¿Y tú?

—Yo soy de Jahar. Me llamo Nur An.

—Y yo Hadron —contesté—. ¿Por qué estás aquí?

—Soy prisionero por ser de Jahar —contestó—. ¿Qué crimen has cometido?

—Creen que soy de Jahar —le dije.

—¿Y por qué lo creen? ¿Es que llevas el emblema de Jahar?

—No, llevo el emblema de Helium, pero da la casualidad de que llegué a Tjanath a bordo de un avión jahariano.

Emitió un silbido.

—Eso será difícil de explicar —dijo.

—Eso creo —admití—. No creerían ni una palabra, mía ni de mi acompañante.

—Tenías un compañero —dijo—. ¿Quién es?

—Era una mujer, nacida en Tjanath pero esclava durante muchos años en Jahar. Quizá más adelante crean mi historia, pero por el momento ambos somos prisioneros. Oí que la mandaban a la Torre Este, mientras a mí me mandaban a esta mazmorra.

—Y aquí te quedarás hasta que te pudras, a menos que tengas la suerte de que te elijan para los juegos, o lo bastante desgraciado como para que te condenen a ir a La Muerte.

—¿Qué quiere decir ir a La Muerte? —pregunté, picado en mi curiosidad por el hincapié que puso en sus palabras.

—No lo sé —contestó—. Los guerreros que vienen aquí suelen hablar de ella como si fuera algo horrible. Quizá lo hagan para asustarme, pero si es así obtienen muy pocas satisfacciones, porque, asustado o no, no les dejo que se enteren.

—Confiemos, entonces, en los juegos —dije.

—La gente de aquí, de Tjanath, es bruta y estúpida —dijo mi compañero—. Los guerreros me han dicho que en ocasiones pasan muchos años de unos juegos a otros en el estadio, pero no cabe duda de que es mejor morir allí, con una espada larga en la mano, antes que dejar que te pudras aquí en la oscuridad, o que te entreguen a La Muerte, lo que quiera que esto sea.

—Tienes razón —respondí—. Vamos a suplicar a nuestros antepasados que el jed de Tjanath decrete los juegos en un futuro próximo.

—Así es que eres de Hastor —dijo, meditativo, tras un momento de silencio—. Eso está muy lejos de Tjanath. ¡Muy apremiante ha tenido que ser el servicio que te trajo hasta aquí!

—Estaba buscando Jahar —contesté.

—Quizá hayas tenido la suerte de encontrar Tjanath primero —respondió— porque aunque soy jahariano, no puedo presumir de la hospitalidad de Jahar.

—¿Crees, entonces, que no me hubiera recibido cordialmente allí? —pregunté.

—¡Por mi primer antepasado, no! —exclamó enfático—. Tul Axtar te hubiera lanzado a las mazmorras antes, incluso, de preguntarte cómo te llamas. Y las mazmorras de Jahar no tienen tanta luz ni son tan agradables como éstas.

—No pretendía que Tul Axtar supiera que estoy de visita aquí —dije.

—¿Eres un espía?

—No —respondí—. La hija del comandante del umak en el que yo estaba destinado fue raptada por jaharianos y tengo razones para pensar que por orden del propio Tul Axtar. El motivo de mi viaje fue intentar rescatarla.

—¿Y le dices eso aun jahariano? —preguntó como sin darle importancia.

—Con absoluta impunidad —contesté—. En primer lugar. He leído en tus palabras y el tono de tu voz que no eres amigo de Tul Axtar, jeddak de Jahar y, en segundo, evidentemente hay muy pocas posibilidades de que pueda volver a Jahar.

—Tienes razón en ambas suposiciones —dijo—. No dudes de que no siento el menor afecto por Tul Axtar. Es una bestia al que todos los hombres decentes odiamos. La causa de mi odio hacia él se parece tanto a las razones que tú tienes para odiarle que, en realidad, tú y yo estamos en el mismo bote.

—¿Pues? —pregunté.

—Toda mi vida no he sentido otra cosa que desprecio por Tul Axtar, jeddak de Jahar, pero este desprecio no se trocó en odio hasta que robó una mujer, y fue el robo de una mujer, igualmente, el que dirigió su veneno hacia mí.

—¿Una mujer de tu familia? —inquirí.

—Mi prometida, la mujer con la que iba a casarme —contestó Nur An—. Pertenezco a la nobleza. Mi familia es de antiguo linaje y una gran riqueza. Por estas razones, Tul Axtar sabía que tenía buenas razones para temerme e, impulsado por este miedo, confiscó mis propiedades y me condenó a muerte, pero tengo amigos en Jahar y uno de ellos, un simple guerrero de su guardia, arregló mi huida después de haber estado prisionero en las mazmorras. Logré llegar a Tjanath y relaté mi historia a Haj Osis, el jed, y depositando mi espada en el suelo, a sus pies, me ofrecí a su servicio. Pero Haj Osis es un viejo desconfiado y sólo vio en mí a un espía de Jahar. Ordenó que me encerraran en las mazmorras y aquí estoy desde hace largo tiempo.

—No cabe duda de que Jahar tiene que ser un país desgraciado —dije—, bajo las órdenes de un hombre como Tul Axtar. Ultimamente he oído hablar mucho de él, pero hasta el momento nunca he oído que le achaquen una sola virtud.

—Ni una tiene —dijo Nur An—. Es un tirano cruel, podrido por la corrupción y el vicio. Si cualquiera de los grandes de Barsoom hubiera adivinado lo que pensaba, Jahar hubiera sido reducida hace largo tiempo y Tul Axtar destruido.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Durante doscientos años, por lo menos, Tul Axtar ha alimentado un magnífico sueño: la conquista de todo Barsoom. Durante todo este tiempo ha ido convirtiendo la mano de obra en su fetiche; estaba prohibido destruir los huevos, ni uno sólo, y cada mujer estaba obligada a conservar los que pusiera [7]. Todo un ejército de funcionarios a inspectores se dedicó a registrar la producción de cada mujer. Se recompensaba a las que tenían mayor número de varones; se destruía a las improductivas. Cuando se descubrió que el matrimonio tendía a reducir la productividad de las mujeres de Jahar, fue proscrito, por edicto imperial, entre las clases que no fueran nobles.

—El resultado prosiguió —ha sido un sorprendente aumento de la población hasta el extremo de que muchas provincias de Jahar ya no pueden alimentar al incalculable número que las invade, como las hormigas de una colina. Ni los terrenos agrícolas más ricos de Barsoom podrían mantener a semejante número; se han agotado todos los recursos naturales; hay millones de indigentes y en los grandes distritos prevalece el canibalismo. A lo largo de todo este tiempo, los oficiales de Tul Axtar han estado instruyendo a los hombres para la guerra. Desde que tienen uso de razón se implanta el pensamiento de la guerra en sus cerebros. La guerra, solamente la guerra, es, para ellos, el alivio de las terribles condiciones que les oprimen; en la actualidad son incontables los millones que claman por la guerra, comprendiendo que la victoria significa pillaje y que el pillaje significa alimento y riquezas. Tul Axtar manda ya un ejército de tan vastas proporciones que la suerte de Barsoom estaría prácticamente en su mano, de no ser por un solo obstáculo.

—¿Cuál es?

—Tul Axtar es un cobarde —contestó Nur An—. Una vez alcanzado su sueño de apoderarse de la mano de obra, le da miedo usarla por si, accidentalmente, fallaran sus planes militares y sus tropas fueran vencidas. Por tanto, ha preferido esperar mientras empujaba a los científicos de Jahar a producir un arma que tuviera una potencia destructora muy superior a la de cualquier otra nación de Barsoom, haciendo a su ejército invencible. Durante años, los mejores cerebros de Jahar han estado dando vueltas al problema hasta que uno de nuestros científicos más eminentes, un anciano llamado Phor Tak, desarrolló un fusil que tiene unas propiedades sorprendentes. El éxito de Phor Tak excitó la envidia de otros científicos, y aunque Tul Axtar había obtenido lo que buscaba, el tirano no mostró gratitud alguna y Phor Tak fue objeto de tales indignidades y opresiones que terminó por huir de Jahar.

»Eso no importa, sin embargo —prosiguió—, pues todo lo que Phor Tak podía hacer por Tul Axtar ya lo había hecho y teniendo el nuevo fusil en su poder, al jeddak le satisfizo deshacerse del viejo científico.

Ni que decir que yo estaba muy interesado en los que Nur An había dicho sobre el fusil y confiaba en que siguiera dándome una descripción más detallada del arma, pero no me atreví a insinuárselo por temor a que la lealtad natural que todo hombre siente por el país donde ha nacido pudiera coartarle de divulgar sus secretos militares a un extranjero. Sin embargo, pronto aprendería que esos elevados sentimientos de patriotismo que son parte de cada hombre de Helium, eran inducidos tanto por el amor y el respeto que sentimos por nuestros jeddaks como por nuestro afecto natural a la tierra que nos vio nacer; aunque, por otra parte, los jaharianos sólo consideraban con desprecio y desdén a su jefe de estado y no sentían lealtad hacia él, que era en efecto el Estado, consideraban el patriotismo como una muletilla, una palabra sin sentido, que un amo indigno había utilizado para sus propios fines hasta despojarla de significado y así, aunque por el momento me sentí sorprendido, no tardé en comprender porqué Nur An me explicó voluntariamente todo lo que sabía sobre la nueva y extraña arma de Jahar y los medios de defensa contra ella.

—Este nuevo fusil —prosiguió tras un instante de silencio— dejará impotentes a todos los ejércitos y armadas de Barsoom frente a nosotros. Lanza un rayo invisible cuyas vibraciones provocan tal cambio en la constitución de los metales que los desintegra. No soy científico y no entiendo por completo la explicación exacta del fenómeno, pero por lo que pude colegir cuando se discutía sobre la nueva arma en Jahar tengo la impresión de que los rayos cambian la polaridad de los protones de las sustancias metálicas, liberando toda la masa como electrones libres. También he oído la teoría de que Phor Tak descubrió en el curso de su investigación que el principio fundamental en el que se basan el tiempo, la materia y el espacio es el mismo y que lo que realmente hacen los rayos lanzados por este fusil es convertir cualquier masa de metal a la que sean dirigidos en sus constituyentes de espacio más elementales.

»Sea como sea —continuó—, tul Axtar tenía los hombres y el arma, pero dudó. Estaba asustado y buscó alguna otra excusa para retrasar la guerra de conquista y rapiña que sus millones de súbditos exigían ahora, y para ello insistió en el plan de encontrar algún medio de defensa contra el nuevo fusil, basando su exigencia en la posibilidad de que alguna otra potencia pudiera descubrir un arma similar o llegara, mediante el empleo de espías y soplones, a conocer el secreto de Jahar. Probablemente muy para su sorpresa y sin duda para su vergüenza, un hombre, que había sido ayudante en el laboratorio de Phor Tak logró desarrollar una sustancia que disipaba los rayos de la nueva arma, con lo que la convertía en inocua. Con esta sustancia, que tiene un color azulado, es con la que se pintan ahora las partes metálicas de los buques, armas y correajes de Jahar.

Abrió una pausa.

—Pese a todo, Tul Axtar pospuso la guerra una vez más, insistiendo en la producción de un número enorme de fusiles del nuevo modelo y una poderosa flota de buques de guerra en los que montarlos y entonces, como él dice, salir a conquistar Barsoom.

Ahora estaba totalmente clara para mí la destrucción de un barco patrulla sobre Helium la noche en que Sanoma Tora fue raptada. Y cuando Nur An me contó, más adelante, que Tul Axtar había enviado aviones experimentales a atacar Tjanath, comprendí que el aparato azul en el que Tavia y yo habíamos llegado había causado gran preocupación, pero el pensamiento que tenía alterada mi mente, al extremo de olvidarme de las vicisitudes de Sanoma Tora, era que en algún lugar en el aire viciado del moribundo Barsoom una gran flota heliuménica se disponía a atacar Jahar; eso, al menos, era lo que yo suponía ya que no tenía razones para dudar de que el mensaje que entregué al mayordomo del palacio de Tor Hatan no hubiera sido entregado al Señor de la Guerra. Encontrarme así, cargado con cadenas en las mazmorras de Tjanath mientras la gran flota de Helium se dirigía a su destrucción me llenó de horror. Había visto con mis propios ojos los efectos de esta nueva arma y sabía que no era un sueño de Nur An cuando dijo que con ella Tul Axtar conquistaría el mundo. Pero había defensa contra ella. Si no podía recobrar la libertad no conseguiría alertar a las naves de Helium y salvarlas de su inevitable sino, pero, también en relación con mi búsqueda de Sanoma Tora en la ciudad de Jahar, podría descubrir el secreto de la defensa contra el arma desarrollada por los jaharianos.

¡Libertad! Antes me había parecido lo más deseable del mundo; ahora se había hecho imprescindible.