Tavia
Hay ocasiones en la vida de todo hombre en que siente la impresión de la existencia de un extraño poder que guía todos sus actos, algo que se suele describir como la mano del destino, o que se explica con la hipótesis de un sexto sentido que nos traslada a la parte del cerebro que controla nuestras acciones, de cuyas percepciones no somos objetivamente conscientes; sin embargo, sea como sea queda el hecho de que yo estaba allí, aquella noche, en la cámara oscura del antiguo palacio de una ciudad fantasma dudando si clavar mi espada en el cuerpo blando que se movía a mis pies. Después de todo, éste podía haber sido el curso más razonable y lógico a seguir. En vez de eso, apreté con firmeza la punta de mi espada contra la carne, que cedió bajo la presión, y musité una sola palabra: ¡Silencio!
Desde entonces, más de mil veces he dado las gracias a mis primeros antepasados por no haber seguido mi impulso natural, ya que, en respuesta a mi orden, una voz femenina murmuró: «No me claves la espada, hombre rojo. Soy de tu propia raza y estoy prisionera».
Aparté la espada al instante y me arrodillé a su lado.
—Si has venido a ayudarme, corta las cuerdas —me dijo la muchacha—, pero date prisa porque volverán pronto a por mí.
Palpando su cuerpo con rapidez comprobé que tenía las muñecas y los tobillos sujetos con tiras de cuero. Saqué mi puñal y las corté rápidamente.
—¿Estás sola? —pregunté a la joven mientras la ayudaba a ponerse en pie.
—Sí —contestó—. En la habitación de al lado se están jugando a quién perteneceré.
En ese momento oímos el entrechocar de las armas en la habitación contigua.
—Ya vienen —dijo ella—. No te deben encontrar aquí.
Tomándola de la mano me dirigí a la ventana por la que había entrado al apartamento, pero tuve la precaución de atisbar el exterior antes de salir a la avenida, y en buena hora lo hice, porque al mirar a la derecha, siguiendo la fachada del edificio, vi a un guerrero verde marciano que salía por la puerta principal. Era evidente que lo que oímos fue el entrechocar de sus armas cuando cruzó la habitación de al lado al salir.
—¿Tiene alguna otra salida esta habitación? —pregunté en un susurro.
—Sí —respondió ella—. Al otro lado de la ventana hay una puerta que conduce a un pasillo. Estaba abierta cuando me trajeron, pero la han cerrado.
—Más valdrá que, por el momento, nos quedemos en el edificio, en vez de salir al exterior —dije—. ¡Ven!
Cruzamos juntos el apartamento y tanteando la pared localizamos la puerta inmediatamente. La entreabrí poniendo el máximo cuidado, temiendo que las viejas bisagras nos delatarían con sus chirridos. Más allá de la puerta se abría un pasillo tan oscuro como las profundidades de Omean, al que entré tirando de la muchacha y cerrando silenciosamente la puerta a nuestras espaldas. Avanzando a tientas hacia la derecha, alejándonos de la habitación ocupada por los guerreros verdes, nos desplazamos silenciosamente por el oscuro vacío hasta que vi delante de nosotros una débil luz que, al investigarla, resultó ser procedente de la puerta abierta de un apartamento que daba al patio central del edificio. A punto estaba de atravesarla para buscar un escondrijo dentro del remoto interior de la casa cuando atrajo mi atención el relincho de un thoat en el patio situado más adelante.
Desde mis primeros años infantiles he ido acumulando una gran experiencia con los pequeños thoats que los hombres de mi raza usan como animales de silla, y mientras visitaba a Tars Tarkas de Thark me familiaricé a fondo con los métodos que utilizaban los hombres verdes para controlar sus enormes, espantosas bestias.
Para viajar por la superficie del terreno, el thoat es comparable a cualquier otro método de transporte terrestre en la misma forma que el aparato explorador monoplaza en relación con todas las demás naves de transporte aéreo. Es, al mismo tiempo, el más rápido y el más peligroso, de manera que, enfrentado como me encontraba con el problema del transporte terrestre, lo más natural era que el relincho de los thoats llevara un plan a mi mente.
—¿Por qué vacilas? —me preguntó la joven—. No podemos escapar en esa dirección ya que no podemos cruzar el patio.
—Todo lo contrario —contesté—, creo que es en esa dirección donde está nuestra vía de escape más segura.
—Pero sus thoats están en el patio —replicó— y los guerreros verdes no se apartan nunca de sus thoats.
—Es precisamente porque los thoats están allí por lo que deseo investigar el patio —contesté.
—En el mismo instante en que nos huelan —dijo— van a formar una escandalera que atraerá la atención de sus amos, y nos descubrirán y capturarán inmediatamente.
—Quizá —dije—, pero si mi plan tiene éxito valdrá la pena arriesgarse, ahora, si tienes mucho miedo, lo dejamos.
—No —respondió la muchacha—, no soy yo quien puede elegir o dirigir. Tú has sido tan generoso como para ayudarme y lo único que puedo hacer es seguirte, pero quizá si me dieras a conocer tus planes te podría seguir de forma más inteligente.
—Desde luego —respondí—, no puede ser más sencillo. Ahí hay thoats. Cogeremos uno y nos largaremos montados en él. Será mucho más fácil que ir andando y nuestras posibilidades de escape serán considerablemente mayores; al marchamos dejaremos la puerta del patio abierta; esperemos que los restantes thoats nos sigan, dejando a sus amos sin medios para perseguimos.
—Pero ese plan es una locura —exclamó la muchacha—, aunque sea muy valiente. Si nos descubren habrá lucha, y yo estoy desarmada Dame tu espada corta, guerrero, a fin de que, por lo menos, podamos defendernos hasta donde nos sea posible.
Solté el fijador de la vaina de mi espada corta para quitármela del correaje y lo ceñí en la cadera izquierda del de la muchacha; al tocar su cuerpo en esta operación, no pude por menos de notar que no había en ella el menor temblor que cabría esperar de quien estaba afectada por el miedo o la excitación. Ella parecía estar perfectamente calmada y reconcentrada y su tono de voz supuso un alivio para mí. Que no era Sanoma Tora lo supe desde que dijo la primera palabra en la oscuridad de la habitación en la que tropecé con ella y, aunque ello me decepcionó terriblemente, seguía estando dispuesto a hacer cuanto pudiera para que aquella mujer lograra escapar, aunque estaba convencido de que su presencia me retrasaría y obstruiría enormemente al tiempo que me sometería a un peligro muchísimo mayor que el que hubiera recaído sobre un guerrero que viajaba solo. Por tanto, fue muy gratificante comprobar que mi indeseada compañera no resultaría totalmente inerme.
—Confío en que no tendrás que usarla —dije mientras terminaba de enganchar la espada corta en su correaje.
—Si se presenta el caso, podrán comprobar que sé cómo usarla.
—Bien —dije—, ahora sígueme y no te separes de mí.
Un cuidadoso vistazo al patio desde la ventana de la cámara que se abría al mismo me reveló la presencia de unos veinte enormes thoats, pero ningún guerrero verde, lo que probaba que se sentían perfectamente seguros ante sus enemigos.
Los thoats estaban agrupados en el extremo opuesto del patio; unos cuantos se habían echado a dormir, pero los demás se movían sin descanso, como de costumbre. Al otro lado del patio y en el mismo extremo se alzaba un par de enormes portones. Hasta donde pude establecer, cerraban la única salida al patio lo bastante grande para dejar paso a un thoat y di por supuesto que al otro lado había un pasillo que conducía a una de las avenidas cercanas.
Llegar a las puertas sin que los thoats advirtieran nuestra presencia era el primer paso de mi plan y la mejor forma de hacerlo era la de buscar una habitación que estuviera cerca de la puerta, ya que a cada lado había unas ventanas similares a aquella desde la que estábamos mirando. Por tanto, haciendo señas a mi compañera para que me siguiera, regresé al pasillo y, de nuevo a tientas en la oscuridad, avanzamos por él. En la tercera habitación que exploré encontré una ventana que daba al patio y que estaba situada al lado de la puerta. Y en la pared que formaba ángulo recto con aquella en la que estaba la ventana vi una puerta que se abría a un gran corredor abovedado que estaba al lado opuesto de la puerta. Este descubrimiento me estimuló extraordinariamente ya que armonizaba a la perfección con el plan que había concebido, al tiempo que reducía el riesgo que mi compañera tenía que correr en el intento por escapar.
—¡Quédate aquí! —le dije colocándola justo detrás de la puerta—. Si mi plan tiene éxito, entraré en este pasillo montado en uno de los thoats y, cuando lo haga, debes estar preparada para agarrar mi mano y montarte a la grupa. Si me descubren y fallo, gritaré «¡Por Helium!» y esa será la señal para que escapes como mejor puedas.
Ella puso una mano en mi brazo.
—Déjame ir al patio contigo —suplicó—. Dos espadas son mejor que una.
—No —respondí—, estando solo tengo más posibilidades de manejar los thoats que si otra persona distrae su atención.
—Muy bien —respondió.
Me marché entonces y volví a entrar en la habitación, me dirigí a la ventana y por un momento observé el interior del patio y, como comprobé que las condiciones no habían cambiado, me deslicé a hurtadillas por la ventana y me dirigí lentamente a la puerta. Examiné cuidadosamente el pestillo y comprobé que era muy fácil de manipular, por lo que no tardé en hacer que una de las hojas de la puerta girara sobre sus goznes. Cuando se abrió lo bastante para permitir el paso de un thoat, me dirigí a las bestias que había en el patio. Estas criaturas salvajes, prácticamente sin domar, lo son casi tanto como las que andan en libertad por los remotos fondos de los mares y, como sólo se les puede controlar por medios telepáticos, únicamente obedecen las órdenes de las mentes más poderosas de sus amos, pero, incluso así, se requiere una considerable habilidad para dominarlas.
Yo aprendí el método del propio Tars Tarkas y había conseguido una considerable eficiencia, por lo que afronté la prueba crucial de mi poder a sabiendas de que éste era un requisito imprescindible para tener éxito.
Situándome detrás de la puerta, concentré todas las facultades de mi mente en la dirección de mi voluntad, telepáticamente, hasta el cerebro del thoat que había elegido para mi propósito, selección que fue determinada exclusivamente por el hecho de ser el que estaba más cerca. El efecto de mi esfuerzo se evidenció de inmediato. La bestia, que había estado olisqueando las grietas de las losas de piedra del patio en busca de macizos de musgo, levantó la cabeza y miró hacia donde yo estaba. Se puso muy inquieto, pero no emitió sonido alguno ya que mi voluntad le impuso silencio. Ahora sus ojos se detuvieron en mi persona y entonces, lentamente, se fue acercando. Avanzaba con mucha lentitud porque, sin lugar a dudas, se daba cuenta de que yo no era su amo, pero siguió avanzando. En una ocasión, ya cerca de mí, se detuvo y gruñó airado. Debió ser cuando captó mi olor y comprendió que yo no era, siquiera, ni de la misma raza a la que estaba acostumbrado. Fue entonces cuando ejercí al máximo cada poder de mi mente. El animal se detuvo moviendo su fea cabeza, con los labios ocultando sus grandes colmillos. Puede ver que, detrás de él, los demás thoats habían sido atraídos por su actitud. Miraban hacia donde yo estaba y se movían inquietos, cada vez más cerca de mí. Yo sabía que si me descubrían y empezaban a relinchar, que es siempre la primera señal, siempre dispuesta, de su ira que se despierta con prontitud, sus jinetes caerían sobre mí sin pérdida de tiempo, ya que dado su nerviosismo y su naturaleza irritable, el thoat es el perro guardián, al tiempo que la bestia de carga, de los barsoomianos verdes.
Por un momento, la bestia que había elegido vaciló ante mí como si no hubiera decidido si debía retirarse o atacar, pero no hizo ni lo uno ni lo otro, por el contrario, vino lentamente hacia mí y, cuando me metí al pasillo situado detrás de la puerta, me siguió. Aquello era más que lo que yo había deseado, porque me permitía ordenarle que se tumbara para que la muchacha pudiera montar con facilidad.
Delante de nosotros se abría un largo pasillo abovedado en cuyo extremo puede adivinar una arcada bañada por la luz lunar, por la que salimos a la ancha avenida.
Las colinas estaban hacia la izquierda y, dirigiéndome hacia ellas, aguijoneé al animal a lo largo de las desiertas calles en medio de hileras de majestuosas ruinas que conducían al oeste; donde la avenida daba la vuelta para dirigirse a las colinas eché un vistazo atrás y, para mi sorpresa e irrefrenable alegría, vi a la luz de la luna que nos seguía una fila de enormes thoats y yo tenía la confianza de que sabrían que hacer cuando estrenaran libertad.
—Tus captores no podrán perseguimos mucho tiempo —dije a la muchacha señalando los thoats con un gesto de la cabeza.
—Nuestros antepasados nos acompañan esta noche —dijo—. Roguemos que no nos abandonen.
Fue entonces cuando, por primera vez, gracias a que Cluros y Thuria brillaban en el cielo y había buena luminosidad, tuve la ocasión de ver claramente a mi compañera. Si no supe disimular mi sorpresa, no es algo reprochable, ya que en la oscuridad, con solamente la voz de mi compañera como guía, yo tenía la absoluta certeza de estar prestando ayuda a una mujer, pero ahora, al ver su cabello corto y su cara andrógina no supe qué pensar: tampoco el correaje de mi compañera me sirvió de ayuda para justificar mi primera conclusión, ya que evidentemente era de hombre.
—¡Pensé que eras una muchacha! —balbucí.
Su fina boca se distendió en una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes blancos y fuertes.
—Lo soy —respondió.
—Pero tu cabello… tu correaje… incluso tu figura desmienten tu afirmación.
Ella se echó a reír alegremente. Más adelante descubriría que aquél era uno de sus encantos principales, poderse reír tan fácilmente, pero sin herir.
—Me delató la voz —dijo— y eso es muy malo.
—¿Por qué es tan malo?
—Porque te hubieras sentido mejor con un luchador a tu lado, mientras que ahora piensas que te ha caído una pesada carga.
—Una carga ligera —contesté, recordando lo fácil que había sido izarla a lomos del thoat—. Pero dime quién eres y por qué te disfrazas de muchacho.
—Soy una esclava —contestó—, sólo una esclava que ha huido de su amo. Quizá eso suponga alguna diferencia —añadió con tristeza—. Quizá te arrepientas de tener que defender a una simple esclava.
—No —dije—, no hay diferencia alguna. También yo soy un pobre padwar, no lo bastante rico para permitirme tener una esclava. Tal vez seas tú la que se lamente de no haber sido rescatada por un hombre rico.
—Yo me escapé del hombre más rico del mundo —contestó ella echándose a reír—. Cuando menos, pienso que tiene que ser el hombre más rico del mundo, porque quién puede ser más rico que Tul Axtar, jeddak de Jahar?
—¿Perteneces a Tul Axtar, jeddak de Jahar? —exclamé.
—Sí —dijo ella—. Me raptaron cuando era muy joven en una ciudad llamada Tjanath y desde entonces he vivido en el palacio Tul Axtar. Tiene muchas mujeres, miles de mujeres. Algunas veces se pasan la vida entera en el palacio, pero nunca le ven. —Se estremeció—. Es un hombre terrible. Yo me sentía desgraciada porque no había conocido a mi madre; ella murió siendo yo muy niña y mi padre no es más que un vago recuerdo. Porque yo era muy joven, mucho, cuando los emisarios de Tul Axtar me robaron de mi casa de Tjanath. Me hice amiga de todos los que estaban en el palacio de Tul Axtar. Todos me querían, las esclavas y los guerreros, y los jefes, y como tenía aspecto de niño les encantaba estrenarme en el uso de las armas e incluso a navegar con las pequeñas naves; pero, un día mi felicidad se terminó: Tul Axtar me vio y mandó a buscarme. Fingí estar enferma y no fui y cuando llegó la noche fui al dormitorio de un soldado que sabía que estaba de guardia, le robé un correaje, me corté el cabello, que tenía largo, y me pinté la cara para tener aspecto de hombre. Entonces fui a los hangares del tejado del palacios, engañé a los guardias con un ardid y robé un monoplaza.
»Pensé —prosiguió— que si me buscaban lo harían en dirección a Tjanath, por lo que volé en dirección opuesta, hacia el noreste, con la intención de describir un gran círculo hacia el norte y volver entonces hacia Tjanath. Después de volar por encima de Xanator, descubrí un gran macizo de mantalia en el fondo muerto del mar e inmediatamente descendí para tomar leche de estas plantas ya que me había ido del palacio con tanta prisa que no tuve la oportunidad de aprovisionarme. La plantación de mantalia era anormalmente grande y las plantas crecían hasta una altura de ocho a doce sofads, por lo que ofrecía una excelente protección para no ser vista. No tuve dificultad para hallar un lugar donde aterrizar dentro de sus límites. Para evitar que me pudieran localizar desde arriba, me metí con el aparato entre dos mantalias gigantescas que formaban un arco de follaje, y me puse a coger leche. Como los objetos vistos de cerca nunca parecen tan atractivos como cuando se contemplan de lejos, estuve deambulando un rato, alejándome del aparato, hasta que encontré las plantas que parecían ofrecer más cantidad de rica leche.
—Un grupo de guerreros verdes había entrado en el sembrado para coger leche y yo estaba golpeando el árbol que había elegido cuando uno de ellos me descubrió, y un instante después me habían capturado. Por lo que me preguntaron, tuve la seguridad de que no me habían visto entrar en el bosquecillo y que desconocían la presencia de mi aparato. Tenían que haber estado, cuando yo aterrizaba, en algún sitio donde el follaje fuera especialmente denso; pero, fuera como fuera, no conocían la presencia de mi avión y yo decidí dejarles en la ignorancia. Luego, cuando recogieron toda la leche que necesitaban, volvieron a Xanator, llevándome con ellos. El resto ya lo conoces.
—¿Es esto Xanator? —pregunté.
—Sí —respondió.
—¿Cómo te llamas?
—Tavia —contestó—. ¿Y tú?
—Tan Hadron de Hastor.
—Es un bonito nombre —dijo.
Había cierta franqueza juvenil en la forma en que lo dijo que tuve la seguridad de que me hubiera dicho que no le gustaba mi nombre con idéntica claridad. No había en su tono el menor halago y no tardaría en aprender que la honradez y el candor eran dos de sus características más marcadas. Sin embargo, por el momento, no pensaba en estas cosas ya que mi mente estaba ocupada en una parte de su relato que me había sugerido un método rápido y fácil para escapar a nuestra peligrosa situación.
—¿Crees —pregunté— que podrías encontrar el bosquecillo de mantalia donde escondiste el aparato?
—Sin la menor duda —respondió.
—¿Podrá el avión llevamos a los dos?
—Es monoplaza —contestó ella—, pero nos llevará a los dos, aunque se reducirán la velocidad y la altitud.
Me dijo que el macizo estaba hacia el sudeste de Xanator, por lo que volví la cabeza del thoat hacia el este. Una vez que nos encontramos bien lejos de los límites de la ciudad, nos dirigimos hacia el sudeste, siguiendo las colinas hacia el fondo muerto del mar.
Thuria seguía su rápido camino por el cielo, arrojando extrañas sombras móviles sobre el musgo ocre que cubría el suelo, mientras que allá en lo alto, Cluros emprendía su camino lento y majestuoso. La luz de ambas lunas iluminaban claramente el paisaje y yo tenía la seguridad de que unos ojos alertas nos podrían detectar fácilmente desde las ruinas de Xanator, aunque las sombras en rápido movimiento proyectadas por Thuria eran una gran ayuda para nosotros ya que las sombras de los arbustos, de los árboles secos producían un movimiento tan complejo sobre la superficie del fondo del mar que hacían menos perceptible nuestras propias sombras, pero el pensamiento que más me confortaba era el de que todos los thoats habían seguido al nuestro desde el patio y que los guerreros verdes marcianos se habían quedado sin monturas, por lo que no podían alcanzamos.
La enorme bestia que nos llevaba se movía rápida y silenciosamente, por lo que no pasó mucho tiempo antes de que viéramos el sombreado follaje de la plantación de mantalias, en cuyos oscuros confines entramos poco después. Nos costó trabajo encontrar el avión de Tavia y nos sentimos muy satisfechos cuando comprobamos que estaba en buenas condiciones, porque habíamos percibido más de una forma sombría que pasaba por entre las plantas y yo sabía que a los feroces animales de las estériles colinas y a los grandes simios blancos, por igual, les encantaba la leche de mantalia y que seríamos muy afortunados si escapábamos sin ser vistos.
Cabalgué hasta lo más cerca del aparato que me fue posible y, dejando a Tavia montada en el thoat, me deslicé rápidamente a tierra y arrastré al pequeño aparato para sacarlo a espacio abierto. Un examen de los mandos me demostró que no habían sido manipulados, lo que supuso un gran alivio porque había temido que el avión pudiera hacer sufrido daños de los grandes simios, que suelen ser tanto inquisitivos como destructivos.
Convencido de que todo estaba bien, ayudé a Tavia a saltar al suelo y un instante después estábamos en la carlinga del aparato, que respondió a los mandos satisfactoriamente, aunque un tanto lento, e inmediatamente estuvimos subiendo suavemente hacia la seguridad temporal de una noche barsoomiana.
El aparato, que era de un modelo casi anticuado ya en Helium, no estaba equipado con la brújula de control del destino, por lo que el piloto se veía precisado a estar constantemente con los mandos en la mano. El espacio en la estrecha cabina nos hacía estar enormemente apretados y yo preveía que teníamos por delante un viaje de lo más incómodo. Sujetamos nuestros cinturones de seguridad a la misma argolla ya que estábamos tumbados tocándonos uno a otro sobre la dura madera de skeel. El parabrisas que protegía nuestros rostros del viento generado a pesar de la baja velocidad que llevábamos, no era lo bastante alto como para permitirnos cambiar de posición aunque sólo fuera un poco, aunque en ocasiones encontrábamos alivio sentándonos con la espalda hacia proa, aliviando así el tedio de tener que estar siempre en decúbito prono. Cada vez que yo descansaba mis agarrotados músculos, Tavia pilotaba el avión, pero el frío viento de la noche barsoomiana me obligaba a cada instante a buscar cobijo detrás del parabrisas.
Por mutuo acuerdo viajábamos en dirección sudoeste mientras charlábamos sobre nuestro posible destino.
Yo había dicho a Tavia que mi deseo era ir a Jahar, y le expliqué la razón. La muchacha pareció muy interesada en el relato del secuestro de Sanoma Tora y, basándose en lo que sabía de Tul Axtar y de las costumbres de Jahar, pensaba que lo más probable era que la muchacha estuviera allí, pero la posibilidad de rescatarla era algo muy distinto en relación con el cual agitó la cabeza dubitativa.
Era evidente que Tavia no quería regresar a Jahar, aunque no puso obstáculos en mi búsqueda de mi gran objetivo; en realidad, me indicó la posición de Jahar y fue ella misma la que dirigió la proa del avión para situarlo en el curso apropiado.
—¿Estarás en gran peligro si regresas a Jahar? —le pregunté.
—El riesgo será muy grande —respondió—, pero allí donde va el amo debe seguirle la esclava.
—No soy tu amo —le dije— y tú no eres mi esclava. Debemos considerarnos compañeros de armas.
—Eso será muy agradable —respondió ella simplemente y luego, tras una pausa, prosiguió—: Si vamos a ser camaradas, permíteme que te prevenga del peligro de ir directamente a Jahar. Reconocerían este avión de inmediato. Tu correaje te señalaría como un forastero y lo único que lograrías, en vez de rescatar a tu Sanoma Tora, será ir a las mazmorras de Tul Axtar y, más tarde o más temprano, al gran circo para participar en los juegos, en los que, llegado el momento, te matarán.
—¿Y qué me sugieres? —pregunté.
—Más allá de Jahar, al sudoeste, se encuentra Tjanath, la ciudad donde nací. De todas las ciudades de Barsoom es la única donde abrigo la esperanza de que me reciban amistosamente y, si me reciben a mí, te recibirán a ti. Allí podrás preparar mejor tu entrada en Jahar, lo que solamente conseguirás disfrazándote de jahariano, ya que Tul Axtar no permite más extranjeros dentro de los límites de su imperio que los que ha llevado como prisioneros de guerra y esclavos. En Tjanath puedes obtener un correaje y una insignia de Jahar, y allí te podrán instruir sobre las costumbres y modos del imperio de Tul Axtar de manera que en breve tiempo podrás entrar en él con cierta razonable seguridad, aunque sea muy ligera, de que podrás engañarles en cuanto a tu identidad. Entrar sin esa preparación sería fatal.
Comprendí lo sensato de su consejo y, en consecuencia, cambiamos de rumbo para pasar al sur de Jahar y dirigirnos directamente a Tjanath, seis mil haads más lejos.
Viajamos sin descanso el resto de la noche a razón de unos seiscientos haads por zode —una velocidad lenta en comparación con la del buen monoplaza que me había traído de Helium.
Al salir el sol, lo primero que me llamó la atención fue el horroroso color azul del aparato.
—¡Qué color para un avión! —exclamé.
Tavia me miró.
—Pero hay una excelente razón para ello —dijo—, una razón que debes entender plenamente antes de entrar en Jahar.