Arrinconado
Mi aterrizaje fue muy desafortunado ya que me dejó al descubierto de quien estuviera en la ciudad, sin lugar alguno donde ocultarme si se daba la circunstancia de que las ruinas estuvieran ocupadas por una de las numerosas tribus de hombres verdes que infestan los fondos muertos del mar de Barsoom, instalando con frecuencia sus cuarteles generales en una u otra de las ciudades abandonadas que se extienden a lo largo de la antigua costa.
El hecho de que por lo general solían escoger habitar en el más grande y magnífico de los palacios antiguos y el que éstos estuvieran a cierta distancia de los pozos hacía bastante posible que, aun en el caso de que hubiera hombres verdes en la ciudad, pudiera alcanzar la seguridad de un refugio en alguno de los edificios más próximos, antes de que me descubrieran.
Mi aeronave estaba inutilizada y nada podía hacer más que abandonarla, de modo que me dirigí rápidamente hacia la antigua costa llevando conmigo solamente mis armas, municiones y unas cuantas raciones de alimentos concentradas. No pude determinar si llegué a los edificios sin ser observado o no; en cualquier caso, los alcancé sin ver señal alguna de criaturas vivientes.
Partes de muchas de estas ciudades antiguas están habitadas por los grandes simios blancos de Barsoom a los que, en muchos sentidos, hay que temer más que a los mismos guerreros verdes porque estas criaturas de aspecto humano no sólo están dotadas de una enorme fuerza y se caracterizan por su extremada ferocidad, sino que son, además, voraces comedores de hombres. Tan terribles que se dice que son las únicas criaturas vivas que pueden inspirar miedo en los pechos de los hombres verdes de Barsoom.
Conociendo los posibles peligros que se podían esconder dentro de las murallas de esta ruina, uno podía preguntarse por qué me dirigí a ellas, pero lo cierto es que no tenía otra alternativa segura. Allá fuera, en medio de la monotonía muerta del musgo ocre del fondo del mar no hubiera tardado en descubrirme el primer simio blanco o marciano verde que se dirigiera a la ciudad desde aquella dirección o que por casualidad surgiera del interior de las ruinas para dirigirse a los pozos. Por tanto, era necesario buscar abrigo hasta que cayera la noche, ya que sólo de noche podría viajar con seguridad por el fondo muerto del mar y, como la ciudad no me ofrecía ningún otro escondite cercano, no tuve más remedio que entrar en él. Puedo asegurarles que no estaba desprovisto de una extrema preocupación cuando trepé a la superficie de la amplia avenida que antaño rodeaba la playa de un activo puerto. A todo lo largo y ancho de su enorme espacio se elevaban las ruinas de lo que habían sido tiendas y almacenes, pero aquellas ventanas sin ojos todo lo que tenían delante era una escena de desolación. ¡Habían desaparecido los grandes navíos! ¡Ya no existía la ajetreada muchedumbre! ¡Ni el océano!
Crucé la avenida y penetré en uno de los edificios más altos que, como observé, estaba coronado por una elevada torre. Toda la estructura, incluyendo la torre, parecía estar en excelente estado de conservación y se me ocurrió que si pudiera subir a la torre podría tener una excelente perspectiva de la ciudad y del territorio que estaba mas allá de ella, hacia el sudoeste, que era la dirección en la que pretendía seguir la búsqueda de Jahar. Llegué al edificio, aparentemente sin que nadie me viera, y cuando entré me encontré en un gran salón cuya naturaleza y finalidad ya no era posible discernir ya que habían desaparecido las decoraciones que podían haber adornado sus paredes en el pasado cualquier mueble que pudiera haber contenido, y que hubiera dado una pista sobre su identidad, había sido retirado largo tiempo atrás. Había una enorme chimenea en el extremo opuesto del salón y a un lado de la misma una rampa que conducía hacia abajo y otra que conducía hacia arriba en el lado contrario.
Agucé el oído durante un momento, pero no escuché sonido alguno ni dentro ni fuera del edificio, por lo que empecé a ascender la rampa confiado.
Y seguí subiendo un piso tras otro, cada uno de ellos formado por un solo salón grande, un hecho que terminó por convencerme de que el edificio había sido un almacén de mercancías que pasaban por este antiguo puerto.
Desde el piso superior una escalera de madera subía por el centro de la torre. Su armazón era sólido, de skeel macizo, prácticamente indestructible, de manera que aunque sabía que podía tener de quinientos mil a un millón de años de antigüedad no dudé un instante en confiar en ella.
El núcleo interior circular de la torre, por el que pasaba la escalera, estaba bastante oscuro. En cada descansillo había una abertura sobre el salón de la torre, pero como muchas de estas aberturas estaban cerradas, sólo llegaba al núcleo central una luz difusa.
Había ascendido hasta el segundo nivel de la torre cuando me pareció escuchar un sonido extraño debajo de mí.
No era más que un rumor, pero sobre la ciudad fantasma reinaba un silencio tan extremado que hubiera oído hasta el sonido más débil.
Haciendo una pausa en mi ascenso, miré abajo y presté oído, pero el sonido que no pude identificar no se repitió y seguí subiendo.
Teniendo la intención de subir hasta lo más alto de la torre que me fuera posible, no me detuve a examinar ninguno de los pisos por los que iba pasando.
Siguiendo mi ascenso hasta una distancia considerable, mi avance quedó finalmente bloqueado por un entablado de gruesos tablones que parecían formar el techo del pozo. A unos ocho o diez pies por debajo de mí había una puertecita que tal vez condujera a los niveles superiores de la torre, y no pude por menos que preguntarme por qué seguía subiendo la escalera por encima de esta puerta ya que si terminaba en el techo no tenía finalidad práctica alguna. Tanteando con los dedos por encima seguí el contorno de lo que parecía ser una trampilla. Afirmando mis pies sobre la escalera al máximo que pude subir, apliqué el hombro contra la barrera. En esta posición podía ejercer una considerable presión hacia arriba, hasta el extremo de que notaba que el entablado se levantaba y un momento más tarde, con el acompañamiento de unos crujidos suaves la trampilla se abrió hacia arriba, sobre sus antiguas bisagras de madera que no se usaban desde hacía tanto tiempo. Trepando al apartamento que había encima, me encontré en el nivel superior de la torre, que se elevaba unos doscientos pies por encima de la avenida. Ante mí estaban los restos podridos de un viejo y largo tiempo anticuado faro, como el que usaban los antiguos antes del descubrimiento del radio y de su práctica y científica aplicación a las necesidades de iluminación de la moderna civilización de Barsoom. Estas antiguas lámparas funcionaban con costosas máquinas que generaban electricidad y ésta, sin lugar a dudas, se usaba como faro para guiar a buen puerto a los antiguos marinos, por las aguas que antaño formaban oleaje al pie de la torre.
Este nivel superior de la torre me permitió disfrutar de una excelente vista en todas direcciones. Al norte y noreste se extendía un terreno inmenso. Hacia el sur había una cadena montañosa baja que se desviaba ligeramente hacia el noreste, lo que formaba en días pasados la línea meridional de la costa de lo que todavía se conoce como Golfo de Torquas. Pude ver, hacia el oeste, las ruinas de una gran ciudad que se extendía hasta las colinas, por cuyos costados había trepado al extenderse desde la orilla del mar. Allá, en la distancia, todavía podía discernir las antiguas casas de campo de los ricos, mientras que en primer plano había enormes edificios públicos, los más pretenciosos de los cuales habían sido construidos en los cuatro costados de un enorme cuadrángulo que podía ver fácilmente a escasa distancia de la costa. Allí, sin duda, estaba el palacio oficial del jeddak que un día gobernó este rico país del que la ciudad era la capital y puerto más importante, donde hoy sólo reina el silencio. Desde luego, era una vista deprimente cargada de amenazadoras profecías para nosotros, los que vivimos en el Barsoom de hoy.
Donde ellos lucharon valiente, pero fútilmente, contra la amenaza de una reservas de agua en continuo descenso, nosotros nos vemos enfrentados a un problema que supera con mucho al de ellos en la importancia que tiene sobre el mantenimiento de la vida en nuestro planeta. A lo largo de los últimos miles de años, sólo el valor, los recursos y la riqueza de los hombres rojos de Barsoom han hecho posible que la vida siga existiendo en nuestro planeta moribundo, pues de no haber sido por las enormes fábricas de atmósfera, concebidas, construidas y mantenidas por la raza roja de Barsoom, todas las formas de criaturas que respiran aire se hubieran extinguido hace miles de años.
Al observar la ciudad, mi mente estaba ocupada con estos sombríos pensamientos y, en aquel momento, fui consciente de que llegaba un sonido desde el interior de la torre en dirección a mí; me dirigí a la trampilla abierta, miré al pozo y allí, directamente por debajo de mí, vi lo que muy bien podía ser el más aterrador espectáculo para el más firme corazón barsoomiano, el horroroso rostro de un enorme simio blanco de Barsoom.
Cuando nuestros ojos se encontraron, la criatura lanzó un enojado rugido y, abandonando su avance cauto, corrió rápidamente escalera arriba. Actuando de forma casi mecánica hice la única cosa que podía detener, siquiera fuera temporalmente, su carrera hacia mí; cerré de golpe la pesada trampilla sobre su cabeza y, al hacerlo, vi por primera vez que la trampilla estaba equipada con un grueso travesaño de madera, y, pueden creerme, no perdí un instante en fijarlo, con lo que cerré de forma eficaz el paso al ascenso de la criatura por este camino hasta el callejón sin salida en el que me había situado a mí mismo.
Ni que decir tiene que me encontraba en un bonito apuro, a doscientos pies por encima de la ciudad, con mi única vía de escape bloqueada por una de las bestias salvajes más temidas de Barsoom.
Yo había cazado estas criaturas en Thank, siendo huésped, del gran jeddak verde Tars Tarkas, y sabía algo sobre su astucia y sus recursos, así como sobre su ferocidad. De constitución extremadamente semejante a la del hombre, también se asemejan a éste, más que otros órdenes menores, en el tamaño y desarrollo de su cerebro. En ocasiones, se capturan criaturas de estas cuando son jóvenes, y se les domestica para representar y son tan inteligentes que se les puede enseñar a hacer casi todo lo que hace el hombre y que esté dentro del alcance de su limitada capacidad de raciocinio. Sin embargo, el hombre nunca ha podido someter a esta feroz criatura y son siempre los animales más difíciles de manejar, lo que probablemente explica, más incluso que su inteligencia, el interés desplegado por los nutridos espectadores que indefectiblemente atraen.
En Haston he pagado a buen precio poder ver a una de estas criaturas y ahora me encontraba en una posición en la que hubiera pagado con gusto mucho más por no ver a una, pero a juzgar por el ruido que hacía en el pozo debajo de mí me dio la impresión de que estaba decidida a darme un espectáculo gratis y darse una comida gratis. Empujaba con todas sus fuerzas contra la trampilla, sobre la que me encontraba yo con cierto recelo que se calmó no poco cuando me di cuenta de que ni siquiera el enorme poderío de un simio blanco le servía contra el firme y fortísimo skeel de la vieja puerta.
Convencido por fin de que no podía llegar hasta mí por ese camino, me puse a considerar cuál era mi situación. Andando en círculo por la torre, examiné su estructura externa por el sencillo procedimiento de inclinarme hacia fuera por los cuatro costados. Tres de ellos terminaban en el tejado del edificio a unos ciento cincuenta pies más abajo, mientras que el cuarto se extendía hasta el pavimento del patio, que estaba a doscientos pies. Como gran parte de la arquitectura de la antigua Barsoom, la superficie de la torre estaba tallada de arriba abajo y en cada piso había alféizares de ventana, algunos de ellos con balconcillos de piedra. La regla general era de una ventana por piso y, como la ventana del situado inmediatamente debajo no se abría en ningún caso al mismo lado de la torre que la del piso de encima, había siempre una distancia de treinta a cuarenta pies entre una y otra de la misma fachada. Al examinar el exterior de la torre con vistas a averiguar si me ofrecía una salida de urgencia, este punto cobró gran importancia para mí ya que una serie de antepechos situados uno debajo de otro hubiera sido algo que un hombre en mi situación hubiera deseado fervientemente.
Para cuando terminé de examinar el exterior de la torre no me cabía duda de que el simio habría llegado a la conclusión de que no podía derribar la barrera que me mantenía fuera de su alcance, y tenía la esperanza de que abandonara la idea del todo y se largara. Pero cuando me arrodillé y apliqué el oído pude oír claramente cómo cambiaba de postura en la escalerita situada justo debajo de mí. No sabía hasta qué punto habían desarrollado estas criaturas la obstinación, pero confiaba en que se cansara pronto de su guardia y que sus pensamientos le llevaran por algún otro lado. Sin embargo, a medida que caía la tarde, esta posibilidad parecía cada vez más remota, hasta que me convencí de que la criatura estaba decidida a mantener el asedio hasta que el hambre o la desesperación me obligaran a rendirme.
¡Con cuánto anhelo contemplé las suaves colinas, más allá de la ciudad, donde estaba mi ruta hacia el sudeste, hacia la fabulosa Jahar!
El sol había descendido por poniente y pronto llegaría el súbito cambio de la luz diurna a la oscuridad, ¿y entonces, qué? Quizá la criatura abandonaría su guardia, quizá el hambre o la sed le hicieran irse a otro lado, ¿pero cómo podía saberlo? ¡Qué fácil le sería descender hasta el piso bajo de la torre y esperarme allí, confiando en que más pronto o más tarde tendría que bajar.
Quien no conociera los rasgos de estas criaturas salvajes podía preguntarse por qué, armado como estaba con mi espada y mi pistola, no levantaba la trampilla y presentaba batalla a mi carcelero. Si hubiera sabido que era el único simio de las inmediaciones no hubiera dudado en hacerlo, pero la experiencia me había enseñado que toda la manada tenía que estar, sin duda, merodeando por la ciudad en ruinas. Tan escasa es la carne que consiguen encontrar que normalmente cazan en solitario, de manera que tengan la certeza de que si consiguen una presa la pueden guardar para sí, pero si le atacara formaría tal escándalo, sin lugar a dudas, que atraería a sus compañeros, en cuyo caso mis oportunidades de escapar se habrían reducido a cero.
Un solo disparo de mi pistola podía acabar con él, pero también podía ser que no lo lograra ya que estos grandes simios blancos de Barsoom son criaturas enormes, dotadas de una vitalidad casi increíble. Muchos de ellos tienen una estatura de cuatro metros y medio y la naturaleza les ha dado una tremenda fuerza. Su aspecto mismo es desmoralizador para su enemigo: sus cuerpos blancos lampiños son, en sí mismos, repulsivos para el hombre rojo; las grandes greñas blancas que se alzan en su coronilla acentúan la brutalidad de su aspecto, mientras que sus extremidades intermedias, que utilizan como brazos o como piernas según les convenga o les sugiera la necesidad, les convierten en los más formidables antagonistas. Por lo general suelen portar una maza, en cuyo manejo muestran una terrible eficiencia. Uno de ellos, por tanto, parece ser una amenaza suficiente en sí mismo, de manera que no sentí el menor deseo de atraerme a otros congéneres, aunque tenía plena conciencia de que llegado el momento me vería obligado a entrar en combate con él.
Se estaba el sol poniendo, justamente, cuando algo llamó mi atención hacia le parte de la costa, por donde se extendían ya las largas sombras de la ciudad que se internaban en el fondo muerto del mar. Por las suaves laderas que conducían a la ciudad cabalgaba un grupo de guerreros verdes montados en sus grandes thoats salvajes. Calculé que serían unos veinte, que se desplazaban silenciosamente atravesando el musgo blando que alfombraba el fondo del antiguo puerto, mientras las patas almohadilladas de sus monturas no hacían el menor ruido. Se movían como espectros en las sombras del día que acababa, lo que me dio una prueba más de que el destino me había llevado a un lugar muy poco hospitalario, y, entonces, como para completar la trilogía de aterradoras amenazas barsoomianas, el rugido de un banth bajó por las colinas situadas detrás de la ciudad.
Seguro de que no me veían, escondido en la alta torre por encima de ellos, observé cómo el grupo surgía del fondo poco profundo del puerto y cabalgaba por la avenida situada debajo de mí y fue entonces cuando por primera vez observé una pequeña figura sentada delante de uno de los guerreros. La oscuridad lo invadía todo rápidamente, pero antes de que la pequeña tropa se ocultara a mi vista tras la esquina del edificio, para entrar en otra avenida que conducía al centro de la ciudad, pensé que reconocía la pequeña figura: era una mujer de mi propia raza. Que era una cautiva era una conclusión lógica y no pude por menos que estremecerme al considerar la suerte que le esperaba. Quizá mi propia Sanoma Tora estuviera en un peligro semejante. Quizá…, pero, no, eso no era posible, ¿cómo podía Sanoma Tora haber caído en las garras de los guerreros de la feroz horda de Torquas?
No podía ser ella, No, era imposible. Pero se mantenía el hecho de que la cautiva era una mujer roja y tanto si era Sanoma Tora como otra, tanto si era de Helium o de Jahar, mi corazón sintió piedad de ella y olvidé mi propio peligro como si algo dentro de mí me empujara a perseguir a sus captores y tratar de arrebatársela, pero ¡ay de mí!, qué absurda parecía mi fantasía. ¿Cómo podría yo, que ni siquiera podía salvarme a mí mismo, aspirar a rescatarla de brazos de otros?
El pensamiento me irritó, sentí mi orgullo herido y decidí inmediatamente que si no me arriesgaba a morir por salvarme a mí mismo, lo menos que podía hacer era correr el riesgo por una mujer de mi propia raza; en todo momento tuve presente el pensamiento de que el objeto de mi preocupación podía, desde luego, ser la mujer a la que amaba.
Había caído la oscuridad cuando apliqué el oído de nuevo a la trampilla. Allá abajo todo estaba en silencio, por lo que llegué al convencimiento de que la fiera se había marchado. Pero quizá me estaba esperando más abajo; bueno ¿y qué? Tarde o temprano tendría que enfrentarme a ella si había decidido esperar. Aflojé la pistolera y estaba a punto de apartar la barra que bloqueaba la trampilla cuando oí claramente a la bestia: seguía debajo de mí.
Hice una ligera pausa. ¿De qué servía? Levantar la trampilla era la muerte segura y, entonces, ¿qué provecho podía sacar, la pobre cautiva o yo mismo, si daba mi vida de esa forma tan absurda? Y, sin embargo había una alternativa, que había proyectado adoptar en caso de necesidad desde el momento en que me asomé a examinar la construcción exterior de la torre. Me ofrecía una ligerísima posibilidad de escapar de mi terrible situación, pero incluso una ligera oportunidad era mejor que lo que tendría que afrontar si levantaba la trampilla.
Me incliné sobre una de las ventanas de la torre y contemplé la ciudad que se extendía por debajo de mí. No había luna y nada pude ver. Oí, hacia el centro de la ciudad, los gruñidos de los thoats. Quizá hubiera allí un campamento de hombres verdes. Así, los gruñidos de las terribles monturas me guiarían. Rugió de nuevo el banth cazador de las colinas. Me senté en el alféizar, moví las piernas y entonces, girando sobre la barriga me deslicé silenciosamente hasta quedar colgado de las manos. Tanteando con las puntas de los dedos de los pies, calzados con sandalias, noté que había apoyo en las tallas, profundamente grabadas, de la fachada de la torre. Por encima de mí no había más que un espacio negro azulado lleno de estrellas. Por debajo, un vacío oscuro. Podía estar a mil sofads del tejado de abajo, o podía estar a sólo uno; pero, aunque nada podía ver sabía que estaba a ciento cincuenta pies de altura y que la muerte me esperaba allá abajo si se me resbalaba un pie o una mano.
A la luz del día, las tallas parecían grandes, profundas, osadas, ¡pero qué distintas eran de noche! Parecía como si mis dedos de los pies sólo encontraran huequecitos superficiales en una superficie lisa de piedra pulimentada. Se me estaban cansando los brazos y los dedos. Tenía que encontrar donde apoyar el pie, o caer; y fue entonces, cuando toda esperanza parecía perdida, que mi pie derecho se introdujo en un surco horizontal y un instante después el izquierdo también encontró un apoyo.
Permanecí aplastado contra la escarpada pared de la torre dando descanso durante un momento a mis martirizados dedos y brazos y cuando pensé que podrían soportar de nuevo mi peso busqué otra vez asideros para las manos. Y así, dolorosa, peligrosa, monótonamente fui descendiendo centímetro a centímetro, evitando las ventanas que, naturalmente, aumentaban en gran manera la dificultad y el riesgo de mi descenso; sin embargo, me preocupé por no pasar directamente por delante de ellas, por miedo a que, por casualidad, el simio hubiera descendido desde la cumbre de la escalera y pudiera verme.
No puedo recordar ningún otro momento en mi vida en que me haya sentido más solo que aquella noche en que descendía de la antigua torre faro de aquella ciudad fantasma; ni siquiera me acompañaba la esperanza. Tan precaria era mi sujeción en la basta piedra que mis dedos se quedaron pronto insensibles y exhaustos.
Cómo lograban agarrarse a aquellos cortes tan poco profundos, es algo que no sé. Lo único agradable en aquel descenso era la oscuridad, y di las gracias más de cien veces a mis primeros antepasados por no poder ver el abismo que había debajo de mí, pero, por otra parte, estaba tan oscuro que no podía decir cuánto había descendido; tampoco me atrevía a mirar hacia arriba, a la cima de la torre que tenía que estar silueteada contra el cielo estrellado, por temor de que al hacerlo podría perder el equilibrio y precipitarme al patio o tejado que tuviera debajo. El aire de Barsoom es enrarecido; apenas difunde la luz de las estrellas y, por tanto, aunque el cielo por encima estuviera tachonado de brillantes puntos de luz, el suelo estaba borrado por la oscuridad.
Sin embargo, tenía que estar más cerca del tejado de lo que había pensado cuando sucedió algo que me había preocupado por evitar: la vaina de mi larga espada golpeó ruidosamente contra la fachada de la torre. En la oscuridad y el silencio sonó como un auténtico estruendo, pero, por muy exagerado que me pareciera, yo sabía que era suficiente para llegar a los oídos del gran simio de la torre. Si le llevaría alguna idea, es algo que no podía adivinar, lo único que podía hacer era confiar en que fuera demasiado bruto para relacionarlo con mi huida.
Pero no me iba a quedar largo tiempo con la duda, ya que casi inmediatamente después llegó un ruido desde el interior de la torre que rebotó sobre mis nervios tensadísimos como el de un cuerpo pesado que bajara rápidamente por una escalera. Me doy cuenta ahora de que la imaginación podía haber interpretado un silencio extremado como un sonido, ya que había estado escuchando con tanta atención aquello, precisamente, que quizá me había metido en un estado de aprensión nerviosa en la que casi cualquier alucinación es posible.
Con redoblada velocidad y con un cierto descuido que era casi suicida, me apresuré a descender y un instante después sentí el sólido tejado debajo de mis pies.
Exhalé un suspiro de alivio, pero estaban destinados a ser muy corto el suspiro y muy breve el alivio, porque casi al instante me di cuenta de que el sonido del interior de la torre no había sido una alucinación cuando el enorme bulto de un gran simio blanco surgió repentinamente de la puerta situada a una docena de pasos de mí.
No hizo el menor sonido al lanzarse al ataque. Era evidente que no había hecho guardia tanto tiempo para compartir su festín con otros. Me mataría en silencio y, con una intención similar saqué yo mi larga espada, en vez de la pistola, para hacer frente a su salvaje ataque.
¡Qué cosita más canija y fútil debí parecer enfrentado a esa montaña inmensa de ferocidad bestial!
Gracias a mil antepasados guerreros yo manejaba la larga espada con rapidez y fuerza, de otro modo hubiera caído en el salvaje abrazo de la bestia a la primera oportunidad que cargó contra mí. Cuatro poderosas garras se adelantaron para cogerme, pero yo moví mi larga espada con terroríficos golpes cortantes que desprendieron una de ellas limpiamente de la muñeca, al tiempo que yo saltaba raudo de costado y cuando la bestia pasaba a todo correr a mi lado, empujada por la inercia de su impulso, le hundí la espada en el cuerpo. Con un salvaje rugido de ira y dolor trató de volverse contra mí, pero su pie resbaló al pisar su mano desmembrada y trastabilló de un lado a otro tratando de recuperar el equilibrio, cosa que no logró y, agitándose grotescamente, cayó por el borde del tejado hasta el patio de abajo.
Temiendo que el rugido de la bestia podía atraer la atención de otros congéneres hacia el tejado, corrí rápidamente al borde norte del edificio, donde aquella tarde había observado desde la torre que había una serie de edificios más pequeños por cuyos tejados podría llegar al nivel de la calle.
La fría Cluros se alzaba ya sobre el lejano horizonte arrojando su pálida luz sobre la ciudad, cuyos tejados veía ya claramente por debajo de mí mientras descendía por el ángulo septentrional del edificio. Era una caída desde bastante altura, pero no tenía otra alternativa segura ya que era más que probable que si trataba de bajar por el interior del edificio me encontraría con otros miembros de la manada de simios que hubieran sido atraídos por el alarido de su congénere.
Deslizándome por el ángulo del tejado me colgué un instante de las manos y me dejé caer. La distancia hasta el siguiente tejado era de unos dos ads, pero puse pie con seguridad y sin daño. Supongo que en el planeta del lector, con su volumen y gravedad mayores que los del mío, una caída desde esa distancia podía haber implicado graves riesgos, pero no necesariamente en Barsoom.
Desde este tejado hasta el siguiente no había más que un saltito y desde éste me dejé caer a una pared de poca altura para alcanzar luego el suelo.
De no haber sido por la visión pasajera de la muchacha cautiva que había captado al ponerse el sol, me hubiera dirigido en línea recta hacia las colinas al oeste de la ciudad, con o sin banth, pero ahora me sentía cada vez más fuertemente poseído por cierta obligación moral de hacer cuanto estuviera en mi mano por socorrer a la infortunada joven que había caído en las garras de estas criaturas de una crueldad extrema.
Manteniéndome al cobijo de las sombras de los edificios me dirigí sigilosamente hacia la plaza central de la ciudad, dirección de donde me habían llegado los relinchos de los thoats.
La plaza esta llena de haads de la zona costera y me vi obligado a cruzar por varias avenidas diagonales mientras avanzaba cautamente hacia ellos, guiado por algún relincho ocasional de los thoats que estaban en la corraliza de algún lugar desierto.
Llegué a la plaza sin problemas, confiando en que no hubieran advertido mi presencia.
En el lado opuesto vi luz dentro de uno de los grandes edificios que se abrían a ella, pero no me atreví a atravesar el espacio abierto bajo la luz lunar, por lo que guarecido en las sombras me desplacé hasta el extremo más alejado donde Cluros proyectaba las sombras más densas y, así, finalmente, alcancé el edificio donde se alojaban los hombres verdes. Justo enfrente de mí había una ventana baja que sin duda daba acceso a la habitación contigua a la sala donde estaban reunidos los guerreros. Escuchando atentamente no pude oír ruido alguno dentro de la habitación por lo que penetré en el interior con el máximo sigilo pasando las piernas por encima del alféizar.
Atravesé la habitación de puntillas buscando una puerta por la que pudiera observar la cámara contigua, pero me quedé repentinamente rígido cuando toqué con el pie un cuerpo suave; me quedé en una rigidez congelada, con la mano en la empuñadura de mi espada larga, cuando el cuerpo se movió.