Hadron de Hastor
Esta es la historia de Hadron de Hastor, guerrero de Marte, tal y como él mismo se la contó a Ulysses Paxton:
Soy Tan Hadron de Hastor, mi padre es Had Urtur, odwar del primer umak de las tropas de Hastor. Está al mando del buque de guerra más grande que Hastor haya aportado nunca a la armada de Helium, con capacidad para acomodar, como de hecho aloja, a los diez mil hombres del primer umak, junto con otros cinco mil barcos de guerra más pequeños y toda la parafernalia bélica. Mi madre es una princesa de Gathol.
Nuestra familia no es rica, excepto en el honor y, como valoramos éste por encima de las posesiones mundanas, elegí la profesión de mi padre, en vez de dedicarme a una carrera más rentable. Para llevar adelante mi ambición en mejores condiciones, me trasladé a la capital del imperio de Helium e hice el servicio en las tropas de Tardos Mors, jeddak de Helium, a fin de poder estar más cerca del gran John Carter, Señor de la Guerra de Marte.
Mi vida en Helium y mi carrera en el ejército fueron similares a las de muchos otros cientos de jóvenes. Pasé mis días de instrucción sin hacer notables logros. Ni por delante ni por detrás de mis compañeros, y a su debido tiempo me ascendieron a padwar del 91° umak, siendo asignado al 5° utan del 11° dar.
Al ser de noble linaje por parte de mi padre y haber heredado sangre real de mi madre, los palacios de las ciudades gemelas de Helium estuvieron siempre abiertos para mí y me introduje en buena medida en la alegre vida de la capital. Fue así como conocí a Sanoma Tora, la hija de Tor Hatan, odwar del 91° umak.
Tor Hatan sólo pertenece a la nobleza baja, pero es fabulosamente rico gracias a que los botines obtenidos en muchas ciudades los invirtió bien en terrenos de labranza y minas y, puesto que en la capital de Helium la riqueza cuenta mucho más de lo que importa en Hastor, Tor Hatan es un hombre poderoso, cuya influencia llega incluso hasta el trono del jeddak.
Nunca olvidaré la ocasión en que vi por primera vez a Sanoma Tora. Fue con ocasión de una gran fiesta que dieron en el palacio de mármol del Señor de la Guerra. Allí, reunidas bajo el mismo techo, se encontraban las mujeres más bellas de Barsoom, pero, a pesar de las espléndidas y radiantes bellezas de Dejah Thoris, Tara de Helium y Thuvia de Ptarth, el encanto de Sanoma Tora era tal que llamaba la atención. No diré que superaba al de las reconocidas reinas del encanto barsoomiano; sé que mi adoración por Sanoma Tora puede influir fácilmente sobre mi juicio, pero también otros subrayaron su esplendorosa belleza, que se diferencia de la de Dejah Thoris como la inmaculada belleza de un paisaje polar difiere de la hermosura de los trópicos, como la hermosura de un palacio blanco iluminado por la luz de la luna difiere de la belleza de su jardín a mediodía.
Cuando a mi solicitud me la presentaron, lo primero que hizo fue dirigir la mirada al emblema de mi armadura y, dándose cuenta de que yo sólo era un padwar, sólo se dignó murmurar unas palabras condescendientes para dirigir a renglón seguido su atención al dwar con el que había estado conversando.
Debo reconocer que sentí mi orgullo herido y, sin embargo, fue precisamente el trato ofensivo que me había dado el que fijó mi determinación de conseguirla; siempre me ha parecido la más deseable la meta que más difícil parece de alcanzar.
Y así fue como me enamoré de Sanoma Tora, la hija del comandante en jefe del umak al que yo pertenecía.
Durante largo tiempo me resultó muy difícil cortejar a la muchacha lo más mínimo; de hecho, no volví a ver a Sanoma Tora durante muchos meses, tras nuestro primer encuentro, ya que cuando descubrió que, además de ser de baja graduación yo era pobre, me resultó imposible lograr que me invitara a su casa y el caso fue que no me la tropecé en ningún otro sitio durante largo tiempo, pero cuanto más inaccesible se me hacía, más la amaba hasta el extremo de dedicarle mis pensamientos en todo momento en que no estuviera realmente ocupado en desempeñar mis deberes militares, tanto que proyectaba planes cada vez más osados para poseerla. Incluso pasé por un ramalazo de locura al pensar en raptarla y pienso que podía haber llegado a ello de no encontrar alguna otra forma para verla, pero más o menos por esta época, un oficial compañero del 91°, en realidad el dwar del utan en el que yo estaba destinado, se apiadó de mí y me consiguió una invitación para una fiesta que daban en el palacio de Tor Hatan.
Mi anfitrión, que también era mi oficial comandante, nunca había advertido mi presencia hasta aquella noche y me sorprendió observar la calidez y cordialidad de su saludo.
—No se venda tan caro, Hadron de Hastor y déjese ver con más frecuencia por aquí —me dijo—. Le he estado observando y puedo profetizarle que llegará lejos en el servicio militar del jeddak.
Supe entonces, al decir que me había estado observando, que mentía, ya que era sabido que Tor Hatan demostraba una notoria laxitud en sus deberes como oficial comandante, de los que se ocupaba el primer teedwar del umak. Aun cuando no podía ni imaginarme cuál era la razón de su súbito interés por mí, resultaba muy agradable oírlo ya que, contando con ello, podría seguir, en cierto grado, mi acoso al corazón y la mano de Sanoma Tora.
La propia Sanoma Tora se mostró algo más cordial, sólo un poco más, que cuando nos conocimos, aun cuando era claro que prestaba más atención a Sil Vagis que a mí.
Y si hay algún hombre en Helium al que deteste en particular más que a ningún otro, ese es Sil Vagis, un desagradable esnob que hace ostentación del título de teedwar aunque, hasta donde pude averiguar, no tiene mando de tropas, sino que pertenece sencillamente, al Estado Mayor de Tor Hatan, principalmente, me figuro, gracias a las riquezas de su padre.
En tiempo de paz no queda otro remedio que apechar con tipos de esta especie, pero cuando se rompen las hostilidades y se pone al frente de las tropas el gran Señor de la Guerra, son los luchadores los que cuentan, no los ricos.
Fuera como fuera, el caso es que, aunque Sil Vagis me dio la tarde, como me estropearía muchas otras en el futuro, yo salí aquella noche del palacio de Tor Hatan con una sensación que estaba muy cerca de la euforia porque Sanoma Tora me había dado permiso para volver a verla en casa de su padre, cuando me lo permitieran mis deberes, para presentarle mis respetos.
Iba de vuelta a mi alojamiento acompañado por mi amigo el dwar y al comentarle la forma cálida en que me había recibido Tor Hatan se echó a reír.
—¿Lo encuentras divertido? —le pregunté—. ¿Por qué?
—Como sabes, Tor Hatan es muy rico y poderoso y, pese a ello, es muy raro, como quizá te hayas dado cuenta, que le inviten a cualquiera de los cuatro lugares de Helium a los que se perecen por acudir los hombres más ambiciosos.
—¿Quieres decir los palacios del Señor de la Guerra, el jeddak, el jed y Carthoris? —le pregunté.
—Naturalmente —respondió—. ¿Qué otros cuatro cuentan en Helium tanto como esos? Se supone que Tor Hatan —prosiguió— procede de la nobleza baja, pero sigo sospechando que no hay una sola gota de sangre noble en sus venas y uno de los hechos en que baso mis conjeturas es su reverencia aduladora y asustada por todo lo que guarde relación con la realeza: daría su alma sebosa porque le consideraran íntimo en cualquiera de esos cuatro lugares.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —pregunté.
—Muchísimo —replicó— porque, en realidad, gracias a eso te invitaron esta noche al palacio.
—Pues no te entiendo —le dije.
—Da la casualidad de que estaba hablando con Tor Hatan la mañana del día en que recibiste la invitación y, a lo largo de nuestra conversación, cité tu nombre. Él nunca había oído hablar de ti y, como padwar del 5° utan, no despertaste su interés en lo más mínimo, pero cuando le dije que tu madre era una princesa de Gathol, aguzó el oído y, cuando supo que eras recibido como amigo y en pie de igualdad en los palacios de los cuatro semidioses de Helium, se mostró casi entusiasta contigo. ¿Lo entiendes ahora? —concluyó soltando una carcajada.
—Ya lo creo —contesté—, pero te doy las gracias de todos modos. Todo lo que buscaba era la oportunidad y como quiera que estaba dispuesto a lograrla hasta recurriendo a acciones criminales, si era necesario, no me puedo quejar de los medios que se han empleado para obtenerla, por muy poco halagüeño que pueda resultarme.
Durante meses frecuenté el palacio de Tor Hatan, y siendo por naturaleza buen conversador y habiendo aprendido bien las majestuosas danzas de salón y los alegres juegos de Barsoom, no era, en modo alguno, un invitado mal recibido. Además, me propuse llevar a Sanoma Tora a uno u otro de los cuatro grandes palacios de Helium. Siempre era bien recibido por la relación consanguínea existente entre mi madre y el Hagan de Gathol, que se había casado con Tara de Helium.
Naturalmente, pensé que estaba progresando satisfactoriamente con mi cortejo, pero no lo bastante aprisa como para mantener el paso de los desbocados deseos de mi pasión. No había conocido el amor antes y pensaba que me moriría si no poseía pronto a Sanoma Tora, hasta el extremo de que cierta noche visité el palacio de su padre definitivamente dispuesto a poner mi corazón y mi espada a los pies de mi amada antes de abandonar su residencia y, aunque los naturales complejos de un enamorado me convencieron de que yo no pasaba de ser un despreciable gusano, y que habría estado totalmente justificado que ella lo rechazara desdeñosamente, estaba dispuesto a declararme para que se me considerara abiertamente como aspirante a su mano lo cual, después de todo, le da a uno más libertad, aun cuando no sea por completo al pretendiente favorito.
Fue una de esas noches encantadoras que trasforman el viejo Barsoom en un mundo embrujado. Thuria y Cluros se perseguían por el cielo lanzando su suave luz sobre el jardín de Tor Hatan, tiñendo de púrpura el césped rojo escarlata vivo y prestando extraños matices a los preciosos capullos de pimalia y sorapus, mientras los serpenteantes paseos, cubiertos de grava de piedras semipreciosas, devolvían millares de relámpagos luminosos que, revestidos con colores continuamente cambiantes, danzaban a los pies de las estatuas de mármol que prestaban un encanto artístico adicional al conjunto.
En uno de los espaciosos salones que se abrían sobre los jardines del palacio, un joven y una doncella estaban sentados en un enorme banco de rica madera de sorapus, un banco que hubiera llenado de gracia los salones del mismo gran jeddak, tan delicado y difícil era su rico dibujo, tan perfecta la talla del artesano maestro que lo construyó.
Sobre el correaje de cuero del joven se veían las insignias de su grado y servicio: era un padwar del 91° umak. El joven era yo, Hadron de Hastor, y la muchacha que estaba conmigo, Sanoma Tora, hija de Tor Hatan. Yo había venido lleno de audaz determinación a suplicar por mi causa, pero repentinamente me di cuenta de lo poco que valía. ¿Qué podía ofrecer a la bella hija del rico Tor Hatan? Yo sólo era un padwar, y además pobre. Claro que había sangre real de Gathol en mis venas y eso, yo lo sabía, hubiera pesado en el ánimo de Tor Hatan, pero no soy dado a presumir y no podía recordar a Sanoma Tora las ventajas que se podrían derivar de ello, ni siquiera si hubiera sabido que influiría positivamente en su ánimo. No tenía, por tanto, cosa alguna que ofrecer, aparte de mi gran amor que quizá sea, después de todo, el mejor regalo que se pueden hacer entre el hombre y la mujer, y últimamente había pensado que Sanoma Tora podría amarme. Ella había enviado a buscarme en algunas ocasiones y, aunque en cada caso había sugerido que fuera al palacio de Tara de Helium, yo había sido lo bastante vanidoso como para penar que no era esa la única razón por la que deseaba estar conmigo.
—Te noto distraído esta noche, Hadron de Hastor —dijo ella tras un silencio particularmente prolongado, durante el cual me había esforzado por formular mi declaración con algunas frases convincentes y llenas de gracia.
—Quizá —contesté—, pero es porque estoy tratando de encontrar las palabras con las que engalanar el pensamiento más interesante que jamás he tenido.
—¿Y cuál es? —me preguntó cortésmente, aun cuando sin mostrar excesivo interés.
—¡Que te amo, Sanoma Tora! —conseguí tartamudear sintiéndome incómodo.
Ella se echó a reír. Una risa que era como el tintineo de la plata sobre el cristal, bella pero fría.
—Eso era evidente desde hacía largo tiempo —dijo—, pero ¿por qué quieres hablar de ello?
—¿Y por qué no? —quise saber.
—Porque aunque correspondiera tu amor, no soy para ti, Hadron de Hastor —contestó fríamente.
—Entonces, ¿no puedes amarme, Sanoma Tora? —pregunté—. No he dicho tal cosa —me respondió.
—Entonces, ¿podrías amarme?
—Podría, si me permitiera a mí misma esa debilidad —dijo, pero ¿qué es el amor?
—El amor lo es todo —le contesté.
Sanoma Tora se echo a reír de nuevo.
—Si piensas que voy a unirme de por vida a un raído padwar, aunque le ame, estás equivocado —dijo arrogante—. Soy la hija de Tor Hatan, cuya riqueza y poder en nada tienen que envidiar a los de las familias reales de Helium. Tengo pretendientes cuya riqueza es tan grande que podrían comprarte mil veces. Este año, un emisario del jeddak Tul Axtar de Jahar vino a servir a mi padre; me había visto y dijo que regresaría y tú crees, que simplemente por amor, la que un día puede ser jeddara de Jahar se va a convertir en la esposa de un pobre padwar.
Su respuesta me soliviantó.
—Tal vez tengas razón —repliqué—. Eres tan hermosa que no parece posible que estés en un error, pero en lo más profundo de mi corazón no puedo por menos que sentir que la felicidad es el mayor de los tesoros que uno puede poseer y que el amor es el mayor de los poderes. Sin ellos, Sanoma Tora, incluso una jeddara es pobre, no lo dudes.
—Correré el riesgo —dijo.
—Confío en que el jeddak de Jahar no sea tan seboso como su emisario —dije, me temo que con bastante grosería.
—A mí me da igual que sea un barril de grasa con piernas si quiere hacerme su jeddara —replicó Sanoma Tora.
—Entonces, ¿no tengo esperanzas? —pregunté.
—No, mientras tengas tan poco que ofrecer, Padwar —contestó ella.
Fue entonces cuando un esclavo anunció a Sil Vagis y yo me marché. Nunca, en mi vida, había caído en un abatimiento tan profundo como el que se apoderó de mí mientras regresaba, sintiéndome desgraciado, a mi alojamiento, pero aun cuando parecía haber muerto cualquier esperanza, no renuncié a mi determinación de conseguir a Sanoma Tora. Si el precio que ponía era el de riqueza y poder, yo lograría poderes y riquezas. Cómo los iba a lograr era algo que no tenía claro del todo, pero yo era joven y para la juventud todo es posible.
Había estado dando vueltas en la cama, entre la seda y las pieles, desde hacía largo rato, desvelado, cuando un oficial de la guardia irrumpió repentinamente en mi cuarto.
—¡Hadron! —gritó—. ¿Estás ahí?
—¡Sí! —respondí.
—¡Benditas sean las cenizas de mis antepasados! ——exclamó—. Temí no encontrarte.
—¿Y dónde iba a estar? —pregunté a mi vez—. ¿Y a qué viene tanto jaleo?
—¡Tor Hatan, el viejo y gordo saco del tesoro, se ha vuelto loco! —exclamó.
—¿Qué Tor Hatan se ha vuelto loco? ¿Qué estás diciendo? ¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
—Jura que has secuestrado a su hija.
Me puse en pie de un salto.
—¡Sanoma Tora raptada! —grité—. ¿Le ha pasado algo? Dime, aprisa. —Sí, se ha marchado, sin duda— respondió mi informante, —pero hay algo muy misterioso en todo esto.
Sin embargo, yo no esperé a oír más. Recogí mi correaje y me lo fui poniendo mientras corría por la pista en espiral en dirección a los hangares situados en el techo del cuartel. Carecía de autoridad, y hasta de permiso, para coger un aparato, ¿pero qué importancia tenía todo eso cuando Sanoma Tora estaba en peligro?
Los centinelas del hangar trataron de detenerme y me preguntaron; no recuerdo lo que les contesté. Lo que sé es que tuve que haberles mentido, porque me permitieron subir a un rápido avión monoplaza y un instante después volaba en medio de la noche hacia el palacio de Tor Hatan.
Como el palacio se encuentra a poco más de dos haads del cuartel, llegué en un instante pero, cuando aterrizaba en el jardín, fuertemente iluminado en aquellos momentos, vi a mucha gente reunida y, entre ellos, Tor Hatan y Sil Vagis.
Salté de la carlinga del aparato y el primero de los citados corrió hacia mí con el rostro contraído por la ira.
—¡Así que eres tú! —gritó—. ¿Qué excusa tienes? ¿Dónde está mi hija?
—Eso es lo que he venido a preguntar, Tor Hatan —contesté.
—Tú estás metido en esto —gritó—. Tú has raptado a mi hija. Ella le dijo a Sil Vagis que esta misma noche le habías pedido la mano en matrimonio y que ella se había negado.
—Le pedí su mano —acepté— y ella me la negó. Hasta ahí es verdad; pero si ella ha sido secuestrada, en el nombre de tu primer antepasado, no pierdas el tiempo tratando de involucrarme en este diabólico complot. Yo nada tengo que ver con esto. ¿Qué ha pasado? ¿Quién estaba con ella?
—Sil Vagis estaba con ella. Estaban paseando por el jardín —contestó Tor Hatan.
—¿Tú viste que la raptaban? —pregunté dirigiéndome a Sil Vagis— y sigues aquí ileso y con vida?
Empezó a tartamudear.
—Eran muchos —dijo—, me superaban en número.
—¿Les viste? —pregunté.
—¡Sí!
—¿Y yo estaba entre ellos? —requerí.
—Estaba muy oscuro. No pude reconocer a ninguno de ellos; tal vez estaban disfrazados.
—¿Y te superaban en número? —le pregunté.
—Sí —respondió.
—¡Mientes! —exclamé—. Si te hubieran cogido estarías muerto. Lo que hiciste fue echar a correr y esconderte, sin sacar siquiera un arma para defender a la muchacha.
—¡Eso es mentira! —gritó Sil Vagis—. Luché con ellos, pero me vencieron.
Me volví a Tor Hatan.
—Estamos perdiendo el tiempo —dije—. ¿No hay nadie que nos pueda dar una pista sobre la identidad de estos hombres y la dirección que tomaron con sus aparatos? ¿Cómo y de dónde vinieron? ¿Cómo y hacia dónde se fueron?
—Está intentando confundirte, Tor Hatan —dijo Sil Vagis—. ¿Quién podía haber sido más que un pretendiente despechado? ¿Qué contestarías si te dijera que la insignia de los hombres que secuestraron a Sanoma Tora era la de los guerreros de Hastor?
—Contestaría que eres un embustero —respondí—. Si estaba tan oscuro como para no permitirte reconocer las caras, ¿cómo pudiste descifrar la insignia de sus correajes?
Llegados a este punto, otro oficial del 91° umak se me unió.
—Hemos encontrado a uno que quizá esté en condiciones de arrojar alguna luz sobre este asunto —dijo—. Suponiendo que viva lo bastante para hablar.
Los hombres habían estado buscando por los jardines de Tor Hatan y por la parte de la ciudad adyacente al palacio y varios de ellos venían hacia nosotros: trasladaban a un hombre al que dejaron sobre el césped, a nuestros pies. Su cuerpo, herido y magullado, estaba totalmente desnudo y permaneció tendido haciendo esfuerzos por respirar; un espectáculo que inspiraba compasión.
Un esclavo, al que habían enviado al palacio, regresó con algunos estimulantes y cuando le obligaron a tragar algunos, el hombre se recuperó ligeramente.
—¿Quién eres? —le preguntó Tor Hatan.
—Soy un guerrero de la guardia de la ciudad —contestó el hombre con voz débil.
Un oficial preso de excitación se acercó a Tor Hatan.
—Mis hombres acaban de dar con seis más en el mismo sitio donde descubrimos a este hombre —dijo—. Todos están desnudos y en las mismas condiciones de magullamiento de éste.
—Quizá lleguemos, a fin de cuentas, al fondo de este asunto —dijo Tor Hatan y volviéndose al infeliz que estaba sobre el césped rojo, le ordenó que siguiera.
—Estábamos de patrulla nocturna por la ciudad cuando vimos un aparato que avanzaba sin luces. Cuando nos acercamos y encendimos una linterna pude echarle un vistazo, pero breve. No llevaba banderas ni insignias que indicara cuál era su origen y su diseño no se parecía al de ninguna otra nave que yo hubiera visto antes. Tenía una cabina larga, baja, cerrada a cada lado de la cual había montados dos cañones de aspecto muy raro. Esto fue todo lo que pude observar, excepto que vi que un hombre apuntaba uno de los cañones en nuestra dirección. El padwar que mandaba nuestra nave dio la orden de disparar inmediatamente sobre el intruso, al mismo tiempo que le gritaba. En ese instante, nuestra nave se disolvió en el aire e incluso el correaje se me desprendió. Lo último que recuerdo es que yo iba cayendo…
Tor Hatar hizo que la gente se congregara a su alrededor.
—Tiene que haber alguien en los terrenos del palacio que haya visto algo de lo que ocurrió —dijo—. Os ordeno que no importa quién sea, quien quiera que tenga algún conocimiento de este asunto, tiene que hablar.
Un esclavo se adelantó y al acercarse a Tor Hatan le miró con arrogancia.
—Bien —preguntó el odwar—, ¿qué tienes que decir? ¡Habla!
—Tú lo mandas, Tor Hatan —dijo el esclavo—, de lo contrario yo no hablaría, porque cuando te haya dicho lo que vi me habré ganado la enemistad de un poderoso noble —dirigió una rápida mirada a Sil Vagis.
—Y si tu boca dice verdad, hombre, te habrás ganado la amistad de un padwar cuya espada está pronta a protegerte, incluso frente a un poderoso noble —dije rápidamente echando, también yo, un vistazo a Sil Vagis, porque me rondaba el cerebro que lo que aquel tipo tenía que decir podía no ser demasiado halagüeño para el suave petimetre que se ocultaba detrás del título de un guerrero.
—¡Habla! —ordenó Tor Hatan con impaciencia—. ¡Y cuídate muy mucho de mentir!
—A lo largo de catorce años, desde que me trajeron a Helium como prisionero de guerra tras la caída y el saco de Kobol, donde estaba en la guardia personal del jed de Kobol, he sido un fiel servidor de tu palacio, Tor Hatan —contestó el hombre— y en todo ese tiempo no te he dado motivos para que cuestionaras mi honradez. Sanoma Tora confiaba en mí y de haber tenido yo una espada aquella noche, quizá ella estaría todavía entre nosotros.
—¡Vamos, vamos! —gritó Tor Hatan—. ¡Al asunto! ¿Qué es lo que viste?
—Este tipo no vio nada —saltó Sil Vagis—. ¿Por qué perder el tiempo con él? Sólo busca la gloria de un poco de notoriedad pasajera.
—¡Déjale hablar! —exclamé.
—Acababa de subir la primera rampa que conduce al segundo nivel del palacio —explicó el esclavo— camino del dormitorio de Tor Hatan para arreglarle el lecho de seda y pieles para que durmiera, como es mi costumbre, y 'al hacer una pausa un momento para mirar al jardín, vi que Sanoma Tora y Sil Vagis paseaban a la luz de la luna. Consciente de que no estaba bien que les espiara, estaba a punto de proseguir con mi tarea cuando vi un aparato que surgía silenciosamente de la oscuridad de la noche dirigiéndose al jardín. Usaba motores silenciosos y no llevaba luces. Parecía una nave fantasma y tenía un diseño tan extraño que aun cuando no fuera por otras razones hubiera atraído mi atención… pero hubo otras razones. Las naves que circulan de noche sin luces no lo hacen por buenas razones, por lo que me detuve a vigilar.
»Aterrizó silenciosa y rápidamente detrás de Sanoma Tora y Sil Vagis, quienes no se dieron cuenta de su presencia hasta que les llamó la atención el tintineo del pertrecho de uno de los muchos guerreros que salieron de su cabina baja al aterrizar. Sil Vagis se dio entonces la vuelta. Por un instante permaneció de pie, como petrificado y luego, cuando los extraños guerreros avanzaron hacia él, se dio media vuelta y echó a correr para esconderse entre los matorrales del jardín.
—¡Eso es mentira! —gritó Sil Vagis.
—¡Silencio, cobarde! —le ordené.
—Prosigue, esclavo —dijo Tor Hatan.
—Sanoma Tora no se dio cuenta de la presencia de los extraños guerreros hasta que la agarraron bruscamente por detrás. Todo sucedió con tal rapidez que apenas me dio tiempo para darme cuenta de lo que perseguían con su siniestros propósitos antes de que la atraparan. Cuando comprendí que mi ama era el objeto de este ataque nocturno eché a correr rampa abajo pero, lamentablemente, cuando llegué al jardín ya la habían arrastrado a bordo de su aparato. Incluso entonces, si hubiera tenido una espada podría, por lo menos, podía haber muerto al servicio de Sanoma Tora, porque llegué al misterioso aparato cuando subía a él el último guerrero. Le agarré por el correaje y traté de tirarle al suelo, al tiempo que gritaba con todas mis fuerzas para alertar a la guardia del palacio, pero en ese momento uno de los compañeros que ya estaba a bordo sacó su larga espada y me amagó un violento golpe en la cabeza. Aunque tropezó y me dio de rebote, fue bastante para dejarme atontado un momento, lo que me hizo soltar al que tenía sujeto y caer sobre el césped. Cuando me recuperé la nave se había ido y la guardia de palacio salía entonces de su alojamiento, demasiado tarde. He hablado y he hablado la verdad.
La fría mirada de Tor Hatan se clavó en los ojosde Sil Vagis, que bajó la vista.
—¿Qué tienes que decir a esto? —exigió.
—Este individuo está a las órdenes de Hadron de Hastor —aulló Sil Vagis—, por eso no dice más que mentiras. Yo les ataqué cuando vinieron, pero eran muchos y me vencieron. Y este tipo no estaba presente.
—Déjame ver tu cabeza —dije entonces al esclavo. Cuando se arrodilló delante de mí vi que tenía un enorme verdugón violáceo a un lado de la cabeza, por encima de la oreja, justo donde se habría levantado un verdugón si una espada hubiera golpeado de canto y de rebote.
—Mira —dije a Tor Hatan, indicándole el verdugón—, esto es prueba de la lealtad y el valor de un esclavo. Vamos a ver las heridas que ha recibido el noble de Helium quien, según su propias palabras, luchó con una sola mano en un combate en el que llevaba las de perder. Sin duda en un encuentro semejante tiene que haber recibido por lo menos un arañazo.
—Salvo que sea un espadachín tan maravilloso como el gran John Carter —añadió el dwar de la guardia de palacio con soma apenas velada.
—Es un complot —chilló Sil Vagis—. ¿Aceptas la palabra de un esclavo, Tor Hatan, en vez de la de un noble de Helium?
—Yo confío en el testimonio de mis ojos y mis sentidos —respondió el odwar y dio la espalda a Sil Vagis para dirigirse de nuevo al esclavo. ¿Reconociste a alguno de los raptores de Sanoma Tora?— le preguntó. —¿O pudiste ver su correaje a sus insignias?
—No pude ver bien la cara de ninguno, pero sí que vi el correaje y la insignia del que traté de sacar del aparato.
—¿Era la insignia de Hastor? —preguntó Tor Hatan.
—Por mi primer antepasado, no —replicó el esclavo lleno de convencimiento. Y tampoco era la insignia de ninguna otra ciudad del Imperio de Helium. El dibujo era desconocido para mí y, sin embargo, había algo que me era familiar y que me tiene preocupado. Creo que la he visto antes, pero no logro recordar cuándo y dónde. Al servicio de mi jed tuve que luchar contra invasores de muchas tierras y quizá fuera a alguno de ellos al que le vi una insignia similar, hace muchos años.
—¿Estás convencido, Tor Hatan —pregunté— de que las sospechas que Sil Vagis ha pretendido arrojar sobre mí carecían de fundamento?
—¡Sí, Hadron de Hastor! —respondió el odwar.
—Entonces, con tu permiso, me retiro —dije.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—A buscar a Sanoma Tora —contesté.
—Si la encuentras —respondió él— y me la devuelves sana y salva, será tuya.
Me limité a acoger su generoso ofrecimiento con una profunda inclinación de cabeza, porque pensé que Sanoma Tora tendría mucho que decir al respecto y, tuviera que decir algo o no, yo no quería tener por compañera a alguien que no viniera voluntariamente a mi lado.
Saltando a la carlinga del aparato en el que llegué, me elevé en medio de la noche y salí a toda velocidad en dirección del palacio de mármol del Señor de la Guerra de Barsoom porque, aunque la hora era avanzada, estaba decidido a verle sin perder un instante.