PREFACIO

Correspondía a Jason Gridley de Tarzana, descubridor de la Onda Gridley, el mérito de haber establecido comunicación por radio entre Pellucidar y el mundo exterior.

Tuve la buena suerte de visitar con frecuencia su laboratorio en la época en que llevaba a cabo sus experimentos y, además, de recibir sus confidencias, de ahí que fuera plenamente consciente de que al tiempo que confiaba en establecer comunicación con Pellucidar apuntaba hacia logros todavía más sorprendentes: deambulaba por el espacio tratando de establecer contacto con otro planeta; ni siquiera intentó negar que la meta que satisfaría su ambición era la de establecer comunicación por radio con Marte.

Gridley había construido un sencillo aparato automático que lanzaba señales intermitentemente y registraba todo lo que se recibiera durante su ausencia.

Durante un espacio de tiempo de cinco minutos, la Onda Gridley lanzó al éter una simple señal codificada formada por dos letras: «J. G.», produciéndose a continuación una pausa de diez minutos. Hora tras hora, día tras día, una semana después de otra, estos silenciosos e invisibles mensajeros corrieron hacia los últimos rincones del espacio infinito, y después de que John Gridley salió de Tarzana para embarcarse en su expedición de Pellucidar, me encontré arrastrado a su laboratorio por el señuelo de las inquietantes posibilidades que ofrecía su sueño, así como por la promesa que le había hecho de que me ocuparía, de vez en cuando, de comprobar que el aparato funcionaba debidamente y de examinar los instrumentos de registro para ver si había alguna indicación de que las señales hubieran sido recibidas y contestadas.

Mi íntima asociación con Gridley me había permitido obtener unos conocimientos bastante buenos sobre el funcionamiento de sus aparatos y suficientes sobre el código Morse como para permitirme recibir mensajes con una precisión y una velocidad satisfactorias.

Pasaban los meses y el polvo se iba acumulando por todas partes, excepto en las piezas móviles del aparato de Gridley, y la blanca cinta del receptor telegráfico que debería recibir cualquier señal de respuesta seguía conservando su virginal pureza. Entonces hice un breve viaje a Arizona.

Después de una ausencia de diez días, más o menos, lo primero que me preocupó fue revisar el laboratorio de Gridley y los instrumentos que me había confiado. Penetré en la familiar sala y encendí las luces convencido de que sólo encontraría la misma falta de respuesta a la que ya me había acostumbrado.

A decir verdad, la esperanza de éxito no había arraigado profundamente en mi interior y tampoco Gridley se sentía muy optimista: lo que hacía era un simple experimento. Consideró que valía la pena el esfuerzo y yo, por mi parte, pensé que también valía la pena prestarle cuanta ayuda pudiera, por pequeña que fuera.

De ahí que me sintiera invadido por una sensación de asombro, que alcanzó la magnitud de una descarga eléctrica cuando vi en la cinta del receptor las conocidas marcas de los puntos y las rayas del código.

Ni que decir tiene que me daba cuenta de que quizá algún otro investigador hubiera duplicado el descubrimiento de Jason de la Onda Gridley y el mensaje tuviera su origen en la Tierra o, tal vez, podía ser un mensaje del propio Jason en Pellucidar. Sin embargo, cuando lo descifré acabé con todas las dudas. Era de Ulysses Paxton, capitán que fue de la Infantería de los Estados Unidos, quien, milagrosamente transportado desde el campo de batalla de Francia hasta el seno del gran Planeta Rojo, se había convertido en la mano derecha de Ras Thavas, el cerebro maestro de Marte, y más tarde en esposo de Valla Dia, hija de Kor San, jeddak de Duhor.

Por decirlo en pocas palabras, el mensaje explicaba que en Helium se venían recibiendo misteriosas señales desde hacía meses y, aun cuando no habían sido capaces de descifrarlas, tenían la sensación de que procedían de Jasoom, nombre con el que el planeta Tierra es conocido en Marte.

Como John Carter no estaba en Helium, un astronauta veloz había sido enviado a Duhor con la petición urgente de que Paxton regresara de inmediato a las ciudades gemelas para tratar de determinar si verdaderamente las señales que se estaban recibiendo tenían su origen en el planeta que le había visto nacer.

A su llegada a Helium, Paxton reconoció al instante las señales de código Morse y despejó las dudas de los científicos marcianos de que en la búsqueda de la solución de las intercomunicaciones entre Jasoom y Barsoom se había logrado ya, por lo menos, algo tangible.

Los repetidos intentos por transmitir las señales de respuesta a la Tierra fueron infructuosos y entonces las mentes más privilegiadas de Helium pusieron mano a la tarea de analizar y reproducir la onda Gridley.

Pensaban que, por fin, habían tenido éxito. Paxton había enviado su mensaje y ellos esperaban ansiosos el acuse de recibo.

Desde entonces me he mantenido en comunicación casi constante con Marte, pero por lealtad a Jason Gridley, en cuyo haber hay que anotar todo el crédito y todos los honores, no he hecho ningún anuncio oficial ni facilitaré información importante alguna. Lo dejo para cuando él regrese al mundo exterior. Creo, sin embargo, que no traiciono ningún secreto si les cuento la interesante historia de Hadron de Hastor, que Paxton me relató una noche, no hace mucho tiempo.

Confío en que les guste tanto como a mí.

Pero, antes de ir adelante con el relato, quizá mis lectores encuentren interesante una breve descripción sobre las razas principales de Marte, su organización política y militar y algunas de sus costumbres. El aspecto físico de la raza dominante, en cuyas manos están el progreso y la civilización —sí, la vida de Marte propiamente dicha— sólo difiere un poco del nuestro. Las diferencias más notables en relación con el modelo anglosajón son su cutis de un color cobre rojizo claro y el hecho de que son ovíparos. Aunque no sólo, también hay otra: su longevidad. Un millar de años es un ciclo vital natural de un marciano, aunque debido a las actividades bélicas y los frecuentes asesinatos entre ellos son pocos los que culminan dicho ciclo.

Su organización política en general ha cambiado poco a lo largo de incontables eras; la unidad sigue siendo la tribu, a cuya cabeza se encuentra un jefe, llamado también jed, que corresponde al rey de nuestra época moderna. A los príncipes se les conoce como jeds menores, mientras que el jefe de jefes, o cabeza de las tribus consolidadas, es el jeddak, o emperador, cuyo cónyuge es la jeddara.

La mayoría de los marcianos rojos vive en ciudades amuralladas, aun cuando muchos de ellos residen en casas de campo aisladas, aunque bien valladas y defendidas, dispersas a lo largo de las franjas de tierra ricamente irrigadas con lo que en la Tierra hemos dado en llamar los canales de Marte.

En el profundo sur se encuentra la región polar meridional, en la que reside una raza de hombres negros de gran belleza y extraordinaria inteligencia. También quedan allí restos de una raza blanca; mientras que las regiones polares septentrionales están dominadas por una raza de hombres amarillos.

Entre los dos polos, diseminados por todas las tierras residuales de los fondos marítimos muertos, habitando con frecuencia ciudades en ruinas de otras eras, encontramos a las aterradoras hordas verdes de Marte.

Los terribles guerreros verdes de Barsoom son los enemigos hereditarios de todas las demás razas que pueblan el planeta marciano. Son de estatura elevada y además de estar bien dotados con dos piernas y dos brazos cada uno, disponen de otro par de miembros intermedios que pueden usar, a su voluntad, como brazos o como piernas. Tienen los ojos en los lados extremos de la cabeza, ligeramente por encima del centro, sobresaliendo de manera que los pueden dirigir hacia delante o atrás, con independencia uno del otro, lo que permite a estas asombrosas criaturas mirar en todas direcciones, o en dos direcciones al mismo tiempo, sin tener que volver la cabeza.

Las orejas, emplazadas un poco por encima de los ojos y más cercanas entre sí, son pequeñas antenas acopadas que sobresalen unos centímetros por encima de la cabeza, mientras que la nariz son simples ranuras longitudinales en el centro del rostro, a mitad de camino entre la boca y las orejas.

Sus cuerpos carecen de vello; el cuerpo es de color verde amarillento muy claro en la infancia, para oscurecerse hasta alcanzar la tonalidad verde oliva al alcanzar la madurez y los varones adultos son de color más oscuro que las mujeres.

El iris de sus ojos es de color rojo sangre, como en los albinos, mientras que la pupila es oscura. El globo ocular propiamente dicho es blanco, igual que los dientes, siendo estos últimos los que dan un aspecto feroz a unos rostros —que, por lo demás, resultan siempre aterradores y terribles— a medida que sus colmillos inferiores se curvan hacia arriba hasta terminar en puntas aguzadas que terminan en el punto en el que están situados los ojos de los seres humanos terrestres. La blancura de sus dientes no es la del marfil, sino la de la porcelana nívea y más brillante. Sus colmillos sobresalen de la forma más sorprendente del fondo oscuro de sus pieles verde oliva, haciendo que estas armas presenten un aspecto singularmente formidable.

Forman una raza cruel y taciturna, totalmente desprovista de amor, simpatía o piedad.

Es una raza ecuestre que no anda por el suelo más que para desplazarse de un lado a otro en sus campamentos.

Sus monturas, a las que llaman thoats, son grandes bestias salvajes, cuyas proporciones armonizan con la de sus gigantescos amos. Tienen ocho patas y anchas colas planas, más grandes en los extremos que en sus raíces. Mantienen las colas rectas mientras corren. La boca es enorme y parte en dos la cabeza, desde el morro a sus largos y robustos cuellos. Al igual que sus jinetes, carecen por completo de pelo y tienen la piel de color pizarra oscuro, demasiado liso y brillante, con excepción del vientre, que es blanco, y las patas, cuyas tonalidades van del pizarra de los hombros y las caderas al amarillo brillante de los pies. Los pies tienen gruesos almohadillados y carecen de uñas.

Como los hombres rojos, las hordas verdes son gobernadas por jeds y jeddaks, pero su organización militar no tiene el mismo detalle de perfección que la de aquellos.

Las fuerzas militares de los hombres rojos están perfectamente organizadas, siendo su principal arma la Marina, una enorme flota aérea de acorazados, cruceros y una variedad infinita de naves de menor porte hasta llegar a las aeronaves exploradoras monoplaza. Le sigue en orden de importancia la rama del servicio formada por la Infantería, mientras que la Caballería, que monta una raza de thoats pequeños similares a los que usan los gigantes verdes marcianos, se dedica principalmente a patrullar las avenidas de las ciudades y los distritos rurales que bordean los sistemas de riego.

La unidad básica principal, aunque no la más pequeña de la organización militar, es una utan, formada por cien hombres y mandada por un dwar ayudado por varios padwars, es decir, tenientes, más jóvenes que él. Un odwas manda una umak de diez mil hombres, mientras que su superior es el jedwar, que sólo es menor que el jed o rey.

La ciencia, la literatura, el arte y la arquitectura están, en algunos de los departamentos, más avanzados en Marte que en la Tierra, algo sorprendente si se considera la interminable batalla por la supervivencia que es la característica más marcada de la vida en Barsoom.

No sólo tienen que librar una continua batalla contra la Naturaleza, que lentamente va agotando su ya bastante depauperada atmósfera, sino que desde que nacen hasta que mueren han de enfrentarse a la terrible necesidad de defenderse de las naciones enemigas de su propia raza y de las nutridas hordas de guerreros verdes errantes del fondo del mar muerto, al tiempo que dentro de las murallas de sus propias ciudades hay bandas de incontables asesinos, cuya demanda está tan bien reconocida que en determinadas localidades están agrupados en gremios.

A pesar de todas las sombrías realidades con las que tienen que enfrentarse, sin embargo, los marcianos rojos son gente feliz y social. Tienen sus juegos, danzas y canciones, y la vida social de una gran capital de Barsoom es tan alegre y magnífica como la que podríamos encontrar en las ricas capitales de la Tierra.

Son, por añadidura, gente valiente, noble y generosa, como lo indica el hecho de que ni John Carter ni Ulysses Paxton quieran regresar a la Tierra, si pueden quedarse.

Y, ahora, volvamos al relato que recibí de Paxton, a través de setenta millones de kilómetros en el espacio.