CAPÍTULO XXIV

De vuelta a Barsoom

Oscuras e inhóspitas aguas se cerraron sobre nuestras cabezas, formando remolinos a nuestro alrededor, mientras emergíamos a la superficie, e igualmente oscuro e inhóspito, el bosque que nos miró ceñudamente. Incluso el gemido del viento al azotar los árboles parecía una advertencia horripilante, prohibitiva, amenazadora. Detrás de nosotros, los guerreros que seguían nos lanzaron maldiciones desde la salida del pasadizo.

Comencé a nadar hacia la otra orilla, sosteniendo a Qzara con una mano, procurando mantener su boca y nariz sobre el nivel del agua. Su cuerpo estaba tan fláccido que pensé que se había desmayado, lo que no me sorprendió, ya que incluso una mujer de la fibra más resistente puede dar muestra de debilidad si tiene que aguantar lo que ella había soportado aquellos últimos dos días.

Pero cuando alcanzamos la ribera, ella se aferró a la tierra firme, en plena posesión de sus facultades.

—Creí que te habías desvanecido —le dije—, estabas tan…

—No sé, nadar —contestó ella—, y sabía que si me resistía sólo serviría de molestia.

La antigua Jeddara de los táridas era mucho más mujer de lo que me había imaginado.

—¿Qué vamos a hacer ahora, John Carter? —preguntó ella, mientras sus dientes castañeteaban de frío o de miedo, y parecía muy poca cosa.

—Tienes frío, si puedo encontrar algo lo bastante seco para arder, encenderé fuego.

La muchacha se acercó a mí. Pude sentir su cuerpo temblando contra el mío.

—Tengo un poco de frío —confesó ella—, pero no importa; estoy terriblemente asustada.

—¿De qué tienes miedo, Qzara? ¿Temes que Ul Vas envíe a alguien en nuestra persecución?

—No, no es eso. No podrá conseguir que nadie entre en este bosque de noche, e incluso de día la gente vacila en aventurarse por esta zona del río. Y mañana sabe que será inútil enviar a buscarnos, porque estaremos muertos.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Las bestias que cazan en el bosque durante toda la noche; no podremos escapar de ellas.

—A pesar de ello, aceptaste venir aquí.

—Ul Vas nos hubiera hecho torturar; las bestias serán más misericordiosas. ¡Escucha! Ya se las oye.

En la distancia oí extraños gruñidos, y luego un ruido pavorosamente próximo.

—No están cerca —dije.

—Ya llegarán.

—Entonces será mejor que encienda el fuego; eso los mantendrá alejados.

—¿Crees que sí?

—Así lo espero.

Sabía que en todo bosque hay ramas secas caídas, aunque estaba totalmente oscuro, comencé a buscarlas; pronto hube reunido un buen montón, junto con hojas secas.

Los táridas no me habían despojado de mi pequeño morral, y allí guardaba los útiles marcianos corrientes para encender fuego.

—Dijiste que los táridas vacilarían en entrar en esta zona del río, incluso de día —comenté, mientras prendía fuego a las hojas secas con las que esperaba encender la hoguera—. ¿Por qué?

—A causa de los masenas. A menudo merodean por el río en gran número, cazando táridas; y desgraciado el que encuentren fuera de las murallas del castillo. Sin embargo, rara vez pasan a la otra orilla.

—¿Por qué cazan táridas? ¿Para qué los quieren?

—Como comida.

—¿No querrás decir que los masenas comen carne humana?

Ella asintió.

—Sí, son muy aficionados a ella.

Yo había logrado prender fuego a las hojas, y estaba ocupado en colocar ramitas sobre mi recién nacida hoguera para convertirla en algo digno de tal nombre.

—Pero yo estuve encarcelado mucho tiempo, con uno de ellos, y parecía muy amistoso —le recordé.

—Bajo aquellas circunstancias, claro que no podía intentar comerte. Incluso podía ser muy amigable; pero si te lo encuentras aquí, en el bosque, con su propio pueblo, sería muy diferente. Son bestias tan depredadoras como las otras criaturas que habitan en el bosque.

Mi fuego creció hasta alcanzar un tamaño respetable. Iluminaba la maleza y la superficie del río, y también el castillo de la orilla opuesta.

Cuando su brillo nos hizo visibles, los táridas comenzaron a increparnos, profetizando nuestra próxima muerte.

El calor del fuego era agradable después de nuestra inmersión en el agua fría y nuestra exposición al relente de la noche. Qzara se acercó, estirando su cuerpo joven y flexible ante él. Las llamas amarillas iluminaron su blanca piel, impartiendo un tono verdoso a sus cabellos azules, despertando el fuego dormido en sus lánguidos ojos.

Repentinamente, se puso en tensión, abriendo los ojos de terror.

—¡Mira! —susurró, señalando con una mano.

Me volví en la dirección que indicaba. En las densas sombras de la noche brillaban dos ojos encendidos.

—Han venido a por nosotros —dijo Qzara.

Cogí una tea de la hoguera y se la arrojé al intruso. Se oyó un horripilante aullido a la vez que los ojos desaparecían.

La muchacha estaba temblando de nuevo. Lanzaba miradas aterrorizadas en todas direcciones.

—Allí hay otro —exclamó acto seguido—, y allí, y allí…

Vislumbré un gran cuerpo escabulléndose entre las sombras y, al volverme, vi ojos incandescentes rodeándonos por todas partes. Arrojé algunas teas más, pero los ojos desaparecían sólo unos segundos para volver casi instantáneamente, y cada vez parecían estar más cerca. Desde que había lanzado la primera, las bestias rugían, gruñían y aullaban continuamente, en un verdadero diapasón de horror.

Me di cuenta de que mi fuego no duraría demasiado si continuaba echándoselo a las bestias, ya que no tendría madera suficiente para mantenerlo encendido.

Tenía que hacer algo. Desesperado, miré en torno mío, buscando alguna vía de escape y descubrí un árbol cercano que parecía poderse escalar con facilidad. Sólo un árbol como aquel podía sernos de utilidad, ya que, sin duda, las bestias se abalanzarían sobre nosotros en cuanto empezáramos la escalada.

Recogí dos teas del fuego y se las pasé a Qzara, seleccionando luego otras dos para mí.

—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó ella.

—Vamos a intentar escalar ese árbol. Quizás algunos de esos brutos también sepan escalar, pero tendremos que arriesgarnos. Los que he visto me parecen demasiado grandes y pesados para ser escaladores.

«Caminemos lentamente hacia el pie del árbol. Cuando lleguemos allí, tírales las teas a las bestias que tengas más cerca y comienza a escalar. Cuando estés a salvo, fuera de su alcance, te seguiré».

Cruzamos lentamente de la hoguera al árbol, agitando las ramas encendidas alrededor de nosotros.

Qzara hizo entonces lo que le había pedido, y cuando estuvo en lo alto, mantuve una de las teas en la boca, lancé la otra, y comencé a subir.

Las bestias cargaron casi instantáneamente, pero alcancé un punto seguro antes de que pudieran atraparme, tuve suerte de lograr subir algo, pues el humo de la tea hería mis ojos y la brasa mi piel desnuda; pero me pareció que necesitaríamos su luz, ya que ignorábamos qué enemigos arbóreos podrían estar al acecho entre las ramas.

Examiné de inmediato el árbol, ascendiendo a las ramas más altas, capaces de aguantar mi peso. Con la ayuda de la tea, descubrí que no había en él ninguna criatura, salvo Qzara y yo; y entre las ramas más altas realicé un feliz descubrimiento: un enorme nido cuidadosamente tejido y forrado con hierbas verdes.

Me disponía a llamar a Qzara para que subiera cuando la vi ascendiendo por debajo de mí.

Cuando vio el nido, me manifestó que era probablemente uno de los que construían los masenas, para el uso temporal, durante sus incursiones en aquella parte del bosque. Era un hallazgo providencial, ya que nos proporcionaba un lugar cómodo en el que pasar el resto de la noche.

Transcurrió algún tiempo, antes de que nos acostumbráramos a los ruidos de las bestias debajo de nosotros, pero al fin nos dormimos. Cuando nos despertamos por la mañana, habían partido y el bosque estaba en silencio.

Qzara me había contado que encontraría su país, Domnia, detrás de las montañas que se alzaban más allá del bosque, y que podríamos alcanzarlo siguiendo primero río abajo durante una considerable distancia, hasta más allá de la sierra, donde podríamos seguir el curso de otro río que fluía hacia Domnia.

Las características más destacables de los dos días siguientes fue el hecho de que sobreviviéramos. Encontramos comida en abundancia y, como nunca nos alejamos del río, no sufrimos carencia de agua, pero días y noche estuvimos en constante peligro de que los depredadores carnívoros nos atacasen.

Siempre intentamos salvarnos encaramándonos a los árboles, pero en tres ocasiones nos sorprendieron, y me vi obligado a recurrir a mi espada, que hasta la fecha había considerado como un arma nada adecuada para defenderse de las bestias salvajes.

Sin embargo, en las tres ocasiones logré matar a nuestros atacantes, aunque debo confesar que me pareció entonces, y aún me parece, una cuestión de pura suerte el que lo lograra.

Por aquel entonces, Qzara se encontraba en un estado de ánimo más optimista. Habiendo logrado sobrevivir hasta entonces, le parecía que era factible que sobreviviéramos hasta alcanzar Domnia, aunque al principio estaba convencida de que pereceríamos a lo largo de nuestra primera noche en los bosques.

A menudo se encontraba bastante alegre, y era en realidad una compañía muy agradable. Esto fue especialmente cierto en la mañana del tercer día, mientras progresábamos a buen ritmo hacia nuestro distante objetivo.

La floresta parecía estar inusualmente tranquila y no vimos bestias peligrosas en todo el día, cuando un repentino coro de espantosos ruidos se levantó en torno nuestro y, simultáneamente, una veintena o más de criaturas, se dejaron caer alrededor de nosotros, desde sus escondrijos en el follaje de los árboles.

La alegre charla de Qzara murió en sus labios.

—¡Los masenas! —chilló.

En tanto nos rodeaban y comenzaban a acercársenos, cesaron de rugir, empezaron a maullar y a ronronear. Mientras se aproximaban, decidí hacerle pagar cara nuestra captura, aunque tenía la certeza de que acabarían por atraparnos. Había visto luchar a Umka y sabía lo que nos esperaba.

Aunque se me acercaron no parecían ansiosos por entablar combate. Amagando por un lado y luego por el otro, cediendo terreno, aquí y luego allí, me obligaron a moverme considerablemente; pero hasta que fue demasiado tarde, no me di cuenta que me movía en la dirección en que ellos deseaban y de acuerdo con sus designios.

No tardaron en tenerme donde me querían, bajo las ramas de un frondoso árbol, e inmediatamente un masena saltó sobre mis hombros y me derribó al suelo. Simultáneamente, la mayoría de los otros se abalanzaron sobre mí, mientras unos cuantos atrapaban a Qzara; de esta forma me desarmaron antes de que pudiera dar un solo golpe.

Después de esto, se levantó un gran coro de maullidos, como si mantuvieran algún tipo de discusión, pero como la sostuvieron en su propia lengua, no la comprendí. Sin embargo, poco después partieron río abajo, llevándonos con ellos.

Aproximadamente una hora más tarde, llegamos a una zona del bosque que había sido despejada de toda maleza. El terreno entre los árboles era casi un campo de césped. Las ramas habían sido podadas hasta una distancia considerable del suelo.

Cuando alcanzábamos el límite de esta zona ajardinada, nuestros captores la emprendieron a rugidos, que fueron contestados, acto seguido desde los árboles, a los cuales nos acercábamos.

Nos condujeron hasta el pie de un árbol enorme, al cual varios de nuestros guardianes escalaron como un enjambre de gatos.

Ahora el problema era aupamos a nosotros. Noté que eso desconcertaba a los masena, lo cual no me extraña. El diámetro del tronco del árbol era tan grande que ningún hombre podría escalarlo, y habían cortado todas las ramas hasta una altura superior a la que un hombre normal pudiera saltar. Yo podría haberlo hecho fácilmente, pero me lo callé. Qzara, sin embargo, nunca lo hubiera logrado sola.

En aquel momento, después de considerables maullidos, ronroneos y no pocos gruñidos, algunos de los que estaban en lo alto del árbol dejaron caer una liana flexible. Uno de los masenas que se encontraban abajo, cogió a Qzara por la cintura con una mano y a la liana con su otra mano libre y ambos pies. Entonces los de arriba izaron aquel rudimentario montacargas hasta que pudo encaramarse en las ramas con su pasajera.

Me izaron de igual modo hasta las primeras ramas, desde las cuales la ascensión era sencilla.

Sin embargo, subimos sólo unos pocos pies antes de llegar a una tosca plataforma sobre la que se hallaba construida una de las extrañas casas arbóreas de los masenas.

Entonces, en todas direcciones, pude ver casas similares hasta donde mis ojos podían penetrar, a través del follaje. Advertí que en algunos lugares habían cortado ramas, tendiéndolas de árbol a árbol. En otros puntos había solamente lianas para que los masenas pudieran pasar de un árbol al próximo.

La casa a la que nos condujeron era bastante grande, y podía acomodar fácilmente, no sólo a los veintitantos miembros del grupo que nos habían capturado, sino a los más de cincuenta que pronto se congregaron en ella.

Los masenas se pusieron en cuclillas de cara al otro extremo de la habitación donde se sentaba solo un macho, al que tomé por su rey.

Maullaron y ronronearon mucho tiempo, mientras discutían sobre nosotros, en su lengua, y finalmente me emocioné recordando que Umka había dominado la lengua de los táridas, pensé que no era nada improbable que algunos de éstos otros la hablara, así que los interpelé ese idioma.

—¿Por qué nos habéis capturado? —exigí saber—. No somos enemigos vuestros. Estamos huyendo de los táridas, que sí lo son vuestros. Nos habían encarcelado y se disponían a matamos. ¿Algunos de vosotros comprende mis palabras?

—Yo te entiendo —contestó la criatura a la cual yo había tomado por el rey—. Comprendo tus palabras, pero tus argumentos carecen de sentido. Cuando abandonamos nuestras casas y bajamos al bosque, aunque no nos propongamos hacer daño a ninguna criatura, eso no nos protege de las bestias de presa que se alimentan con la carne de sus víctimas. Hay pocos argumentos capaces de convencer a un estómago hambriento.

—¿Quieres decir que vais a devoramos?

—En efecto.

Qzara se encogió más cerca de mí.

—Así que este es el fin —dijo—: ¡y qué horrible fin! De nada nos sirvió escapar de Ul Vas.

—Gozamos de tres días de libertad, de los que en caso contrario, no hubiéramos dispuesto —le recordé—, y, de cualquier forma, alguna vez teníamos que morir.

El rey de los masenas habló a su pueblo, en su propia lengua, y de inmediato prorrumpieron en maullidos y ronroneos, y, con gruñidos salvajes, unos cuantos nos agarraron a Qzara y a mí, y comenzaron a arrastramos hacia la entrada.

Casi habíamos alcanzado el umbral, cuando un masena entró y se detuvo ante nosotros.

—¡Umka! —grité.

—¡John Carter! —exclamó él—. ¿Qué estás haciendo aquí con la Jeddara de los táridas?

—Logramos escapar de Ul Vas, y ahora nos vamos a convertir en alimento para los tuyos.

Unika se dirigió a los hombres que nos arrastraban, quienes vacilaron un momento, pero luego nos condujeron de nuevo ante el rey de los masenas, con el cual habló Umka durante varios minutos.

Una vez que concluyó su alegato, el rey y algunos de los allí presentes entablaron lo que parecía ser una acalorada discusión. Cuando hubieron terminado, Unika se volvió hacia mí.

—Os van a liberar —me comunicó—, en pago por cuanto hiciste por mí. Pero debéis abandonar mi país de inmediato.

—Nada nos complacería más.

—Algunos de nosotros te acompañaremos para cuidar que ningún masena os ataque mientras permanezcáis en nuestro territorio.

Una vez que partimos con nuestra pintoresca escolta, pedí a Unika que me contara lo que sabía de mis amigos.

—Cuando dejamos el castillo —relató—, volamos a la deriva durante largo tiempo. Ellos querían seguir al hombre que se había llevado a la mujer en la otra nave, mas no sabían dónde buscar. Esta mañana miré hacia abajo y, al ver que sobrevolábamos Masena les pedí que me dejaran en tierra. Así lo hicieron y, por lo que sé, aún se encuentran allí, ya que pensaban recoger agua fresca y cazar algo de carne.

Resultó ser que el aterrizaje no había tenido lugar muy lejos de donde nos hallábamos, y Umka nos condujo allí a petición mía.

Mientras nos acercábamos, los corazones de dos de los miembros del grupo casi dejaron de latir, tan grande era la expectación. Para Qzara y para mí, podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.

Entonces la vimos, la extraña nave descansaba en un pequeño claro entre los árboles.

Umka pensó que sería mejor para él y sus amigos no acercarse a la nave, ya que quizás él no fuera capaz de contenerlos ante la presencia de otras criaturas a las que no se habían comprometido a respetar, de modo que le dimos las gracias y nos despedimos. Él y sus fantásticos compañeros desaparecieron entre la vegetación.

Ninguno de los tres que se encontraban en la nave se había percatado de nuestra presencia, y pudimos acercarnos bastante antes de ser descubiertos. Nos saludamos efusivamente, como si de dos resucitados se tratara. Incluso Ur Jan se alegró sinceramente cuando me vio.

El asesino de Zodanga estaba furioso con Gar Nal, porque éste había quebrantado su juramento y, ante mi sorpresa, arrojó su espada a mis pies y me juró eterna fidelidad.

—En toda mi vida —dijo— he luchado hombro con hombro junto a un espadachín de tu calibre, y nunca se dirá que he desenvainado mi espada contra él.

Acepté sus servicios, y luego les pregunté cómo habían podido conducir la nave hasta aquel lugar.

—Zanda era la única que sabía algo del mecanismo de control —me explicó Jat Or—, y después de algunos experimentos, descubrió que podía controlarla.

La contemplé orgullosamente, y leí mucho en la mirada que ambos intercambiamos.

—No parece que hayas salido malparada de tus experiencias, Zanda —indiqué—. De hecho, pareces muy feliz.

—Soy feliz, Vandor —contestó ella—, más feliz de lo que nunca hubiera soñado ser.

Ella hizo énfasis en la palabra Vandor, y creí detectar una sonrisa maliciosa agazapada en el fondo de sus ojos.

—¿Es tan grande tu felicidad que te ha hecho olvidar tu voto de matar a John Carter?

Ella me devolvió mi burla, replicando:

—No conozco a nadie que se llame John Carter.

Jat Or y Ur Jan se rieron, pero noté que Qzara no entendía nada.

—Por su bien, espero que nunca se encuentre contigo, Zanda, porque me cae bastante bien y no me gustaría verlo muerto.

—Y a mí no me gustaría tenerlo que matar, puesto que ahora sé que es el hombre más valiente y el amigo más fiel del mundo… con una excepción posible —añadió ella, dirigiendo una mirada furtiva hacia Jat Or.

Discutimos largo y tendido acerca de nuestra situación, intentando trazar planes para el futuro; al final decidimos, a sugerencia de Qzara, ir a Domnia para pedirle ayuda a su padre. Desde allí, pensaba ella, podríamos efectuar la búsqueda de Gar Nal y Dejah Thoris con mayor facilidad.

No malgastaré tu tiempo con una relación de nuestro viaje al país de Qzara, de la bienvenida que recibimos allí, a manos de su padre y de las extrañas vistas que admiramos en aquella ciudad thuriana.

El padre de Qzara era el Jeddak de Domnia. Es un hombre poderoso, con conexiones políticas en otras ciudades de la luna más cercana de Barsoom. Disponía de gente en todos los lugares con cuyos pueblos mantiene relaciones su país, ya amistosas o de otro tipo, y no pasó mucho tiempo antes de que recibieran noticias de que un extraño objeto que flotaba en el aire, había tenido un accidente y había sido capturado en el país de Ombra. Viajaban en él un hombre y una mujer.

Los domnianos nos dieron instrucciones detalladas para alcanzar Ombra y, después de hacernos prometer que volveríamos a visitarlos una vez concluida nuestra aventura, nos dijeron adiós.

Mi despedida de Qzara fue más bien embarazosa. Me confesó francamente que me amaba, pero que se había resignado al hecho de que mi corazón perteneciera a otra. Demostró una espléndida fortaleza de ánimo que yo no había sospechado que poseyese, y cuando se despidió fue con el deseo de que encontrara a mi princesa y gozara de la felicidad que merecía.

Cuando nuestra nave se elevó por encima de Domnia, mi corazón estaba henchido de júbilo, tan seguro estaba en reunirme pronto con la incomparable Dejah Thoris. Mi confianza en nuestro éxito se debía a lo que el padre de Qzara me había contado del carácter del Jeddak de Ombra. Este era un redomado cobarde que a la menor demostración de fuerza, se pondría a nuestros pies, suplicando la paz.

Nosotros teníamos los medios para efectuar una demostración tal como los ombranos no habían presenciado jamás, porque al igual que los demás habitantes de Thuria, que habíamos conocido hasta la fecha, desconocían completamente las armas de fuego.

Mi intención era volar a baja cota sobre la ciudad, y efectuar mi demanda para que nos entregaran a Gar Nal y a Dejah Thoris, sin ponerme en manos de los ombranos.

Si rehusaban, lo cual era casi seguro, me proponía ofrecerles una demostración de la eficacia de las armas de fuego de Barsoom, representadas por los cañones de la nave que ya he descrito anteriormente. Confiaba en que esto bastaría para hacer más razonable al Jeddak sin necesidad de recurrir a un innecesario derramamiento de sangre.

Todos íbamos bastante alegres en nuestro viaje hacia Ombra, Jat Or y Zanda hacían planes sobre el hogar que pensaban establecer en Helium, y Ur Jan soñaba con una alta posición entre los guerreros de mi mesnada, y una vida de honor y respetabilidad.

En un momento dado, Zanda me llamó la atención sobre el hecho de que estábamos tomando excesiva altura, quejándose de mareo. Casi al mismo tiempo, me sentí poseído por cierto malestar, y Ur Jan se desvaneció simultáneamente.

Seguido por Jat Or, acudí fatigosamente a la sala de mando, donde una mirada al altímetro, me reveló que habíamos alcanzado una cota peligrosa. Instantáneamente, indiqué al cerebro que regulara el suministro de oxígeno en el interior de la nave y que redujera la altura.

El cerebro obedeció mis instrucciones, en lo que concernía al suministro de oxígeno, pero continuó ascendiendo hasta una altura superior a la que podía registrar el altímetro.

Mientras Thuria disminuía de tamaño, detrás de nosotros, me di cuenta de que estábamos volando a una velocidad tremenda, a una velocidad mucho mayor de la que yo había ordenado.

Era evidente que el cerebro se encontraba completamente fuera de mi control. No había nada que yo pudiera hacer, así que retorné al camarote. Allí encontré que, tanto Zanda como Ur Jan, se habían recuperado, ahora que el suministro de oxígeno era regular.Les comuniqué que la nave corría fuera de control por el espacio y que intentar averiguar nuestro destino era perder el tiempo especulando…, ellos sabían tanto como yo.

Mis esperanzas, que habían estado tan altas, se veían ahora completamente defraudadas y, cuanto mayor era la distancia que nos separaban de Thuria, tanto más grande era mi agonía, aunque oculté mis sentimientos personales a mis compañeros.

Hasta que no estuvimos seguros de dirigirnos hacía Barsoom, no se reavivaron las expectativas de supervivencia en el corazón de ninguno de nosotros.

Mientras nos acercábamos a la superficie del planeta, se hizo evidente que la nave estaba completamente bajo control; me pregunté si la máquina habría descubierto cómo pensar por sí misma, puesto que sabía que ni yo ni ninguno de mis compañeros la estaba controlando.

Era de noche, una noche muy oscura. La nave se aproximaba a una gran ciudad. Pude ver sus luces ante nosotros y cuando nos acercamos más reconocí que era Zodanga.

Como si manos y pensamientos humanos nos guiasen, la nave se deslizó silenciosamente por encima de la muralla oriental de la gran ciudad, hundiéndose en la sombra de una oscura avenida y avanzando decididamente hacia su desconocido destino.

Pero su destino no fue desconocido por mucho tiempo. Aquel barrio no tardó en resultarnos familiar. Avanzábamos muy lentamente. Zanda estaba conmigo en la sala de mando, escudriñando a través de una de las lumbreras de proa.

—¡La casa de Fal Silvas! —exclamó.

También yo la reconocí, y entonces vi ante nosotros las puertas abiertas del gran hangar del que habíamos robado la nave.

Con absoluta precisión, la nave giró lentamente hasta que su cola apuntó hacia la entrada del hangar. Entonces retrocedió y se apoyó sobre su andamiaje.

Siguiendo mis órdenes, las puertas se abrieron y la escalerilla descendió hasta el suelo, un momento después, me hallaba buscando a Fal Silvas, para exigirle una explicación. Ur Jan y Jat Or me acompañaban con las espadas largas desenvainadas, y Zanda nos seguía pegada a nosotros.

Acudí de inmediato a los alojamientos de Fal Silvas. Estaban vacíos, mas cuando salía de ellos descubrí una nota fijada detrás de la puerta. Estaba dirigida a mí. La abrí y leí su contenido:

De FAL SILVAS, de Zodanga, a JOHN CARTER, de Helium.

Que sea sabido:

Me traicionaste. Me robaste mi nave. Creíste que tu insignificante cerebro podía superar al gran FAL SILVAS.

Muy bien, John Carter, será un duelo de cerebros: el mío contra el tuyo. Veamos quién gana. Voy a llamar a la nave.

Voy a ordenarle que vuelva, a toda velocidad, de donde quiera que esté, sin permitir que ningún otro cerebro altere su rumbo. Voy a ordenarle que regrese a su hangar y que permanezca allí para siempre, a menos que reciba instrucciones en sentido contrario de mi cerebro.

Sabrás entonces, John Carter, cuando leas esta nota, que yo, Fal Silvas, he ganado; y que en tanto yo permanezca con vida, ningún otro cerebro que no sea el mío conseguirá que mi nave se mueva de donde está.

Podía haber hecho pedazos la nave contra el suelo, destruyéndote, pero entonces no podía haberme recreado contigo tal como hago ahora. No me busques. Estoy oculto donde nunca podrás encontrarme. He escrito. Esto es todo.

En aquella nota había una inflexible determinación, una cierta autoridad que parecía excluir incluso la más leve esperanza. Yo estaba abrumado. En silencio, se la tendí a Jat Or y le pedí que la leyera en voz alta a los demás. Cuando hubo terminado, Ur Jan desenvainó su espada corta y me la ofreció por la empuñadura.

—Yo soy la causa de tus pesares —afirmó—. Mi vida te pertenece. Te la ofrezco ahora en reparación.

Yo me negué con la cabeza y aparté su mano.

—No sabes lo que estás diciendo, Ur Jan.

—Quizás éste no sea el final —apuntó Zanda—. ¿Dónde puede esconderse Fal Silvas, que hombres decididos no puedan encontrarlo?

—Dediquemos nuestras vidas a esa empresa —propuso Jat Or; y allí, en la habitación de Fal Silvas, los cuatro juramos dar con él.

Cuando salimos al pasillo, vi acercarse a un hombre. Avanzaba furtivamente de puntillas en nuestra dirección. No me vio a la vez que yo a él, porque miraba aprensivamente por encima de su hombro, como si temiera que lo descubrieran desde esa dirección.

Al encararse conmigo, ambos quedamos sorprendidos: era Rapas, el Ulsio.

Ante la visión de Ur Jan y mía, hombro con hombro, frente a él, el rata se volvió de un color gris ceniza. Comenzó a girarse, como si pensara escapar, pero evidentemente se lo pensó mejor, puesto que inmediatamente nos dio la cara, contemplándonos como fascinado. Mientras nos acercábamos a él, adoptó una sonrisa de circunstancias.

—Vaya, Vandor, qué sorpresa. Me alegro de verte.

—Sí, así debe ser —repliqué yo—. ¿Qué haces por aquí?

—Vine a ver a Fal Silvas.

—¿Esperabas encontrarlo aquí? —preguntó, imperiosamente, Ur Jan.

—Sí —respondió Rapas.

—¿Entonces por qué andas a hurtadillas? —inquirió el asesino—. Estás mintiendo, Rapas. Sabes que Fal Silvas no está aquí. Si hubieras creído que Fal Silvas estaba aquí, no te hubieras atrevido a venir, ya que sabes perfectamente que él está al corriente de que trabajas para mí.

Ur Jan dio un paso adelante y aferró a Rapas por la garganta.

—Escúchame. Rapas —gruñó—; tú sabes dónde está Fal Silvas. Dímelo o te partiré el cuello.

El pobre hombre comenzó a humillarse y a gimotear.

—¡No! ¡No! ¡Me estás haciendo daño! ¡Me vas a matar!

—Al menos has dicho la verdad por una vez —rugió el asesino—. Rápido, escúpelo, ¿dónde está Fal Silvas?

—Sí te lo digo…, ¿prometes no matarme?

—Te prometo eso y más —intervine yo—. Dinos dónde está Fal Silvas y te daré tu peso en oro.

—¡Habla! —vociferó Ur Jan, agitando al pobre hombre.

—Fal Silvas está en la casa de Gar Nal —susurró Rapas—; pero no le digas que yo os lo he contado o me matará de alguna forma horrible.

No me atreví a soltar a Rapas, por el temor de que pudiera traicionarnos, y le hice prometer que nos introduciría en la casa de Gar Nal y nos guiaría hasta la habitación donde encontraríamos a Fal Silvas.

No podía imaginarme qué hacía Fal Silvas en casa de Gar Nal, a menos que hubiera ido allí, en ausencia de Gar Nal, para robarle alguno de sus secretos. No me molesté en preguntárselo a Rapas, ya que no me parecía una cuestión de mucha importancia. Ya era bastante que estuviera allí y que pudiéramos encontrarlo.

Era aproximadamente la octava zode y media, medianoche hora terrestre, cuando alcanzamos la casa de. Gar Nal. Rapas nos franqueó la entrada y nos condujo al tercer piso, subiendo por estrechas rampas en la parte de atrás del edificio, donde no vimos a nadie. Avanzábamos silenciosamente sin hablar, y finalmente nuestro guía se detuvo ante una puerta.

—Aquí está —musitó.

—Abre la puerta —dije yo.

El lo intentó, pero estaba cerrada con llave. Ur Jan lo empujó a un lado y lanzó su enorme masa contra la puerta y la echó abajo, astillando el panel de la madera. Crucé el umbral de un salto y allí, sentado ante una mesa, vi a Fal Silvas y a Gar Nal… Gar Nal, el hombre al que creíamos encarcelado en la ciudad de Ombra, en unos de los satélites de Barsoom.

Ambos se pusieron en pie de un brinco al reconocerme; sus malvados rostros eran un retrato de sorpresa y de terror.

Salté adelante y agarré a Gar Nal, antes de que pudiera desenvainar su espada, mientras que Ur Jan caía sobre Fal Silvas. Lo hubiera matado sin más contemplaciones, pero se lo prohibí. Todo lo que quería era saber qué había de Dejah Thoris, y uno de estos hombres debía saberlo. No podían morir ante de comunicármelo.

—¿Qué estás haciendo aquí, Gar Nal? —exigí saber—. Creíamos que estabas prisionero en Ombra.

—Escapé —contestó él.

—¿Sabes dónde está mi princesa?

—Sí.

—¿Dónde?

Su mirada adoptó una expresión astuta.

—Te gustaría saberlo, ¿no? —preguntó con una sonrisa de desprecio—. Pero, ¿crees que Gar Nal es lo bastante tonto como para decírtelo? No señor; mientras yo lo sepa y tú no, no te atreverás a matarme.

—Yo le sacaré la verdad —gruñó Ur Jan—. Rápido, Rapas, caliéntame una daga y ponla al rojo vivo.

Mas cuando miró alrededor, Rapas no estaba allí. Se había escabullido cuando entramos en la habitación.

—Bueno, puedo calentarla yo mismo; pero primero déjame matar a Fal Silvas.

—No, no —vociferó el viejo inventor—. Yo no rapté a la princesa de Helium, fue Gar Nal.

Y acto seguido, los dos comenzaron a acusarse el uno al otro, y no tardé en descubrir que aquellos dos magistrales inventores y redomados bribones, habían acordado una tregua y unido fuerzas, obligados por su mutuo temor hacia mí. Gar Nal ocultaría a Fal Silvas y, en compensación, éste le revelaría los secretos de su cerebro mecánico.

Ambos estaban seguros de que la casa de Gar Nal sería el último lugar del mundo donde yo buscaría a Fal Silvas. Gar Nal había ordenado a sus criados que dijeran que nunca había vuelto de su viaje con Ur Jan, dando la impresión de que todavía estaba en Thuria; planeaba partir aquella misma noche hacia un distante escondrijo.

Pero todo aquello me fastidiaba. Ni ellos ni sus planes me interesaban lo más mínimo. Yo sólo quería saber una cosa, y era qué había sido de Dejah Thoris.

—¿Dónde está mi princesa, Gar Nal? Dímelo y te perdono la vida.

—Aún está en Ombra.

Me volví hacia Fal Silvas.

—Esta es tu sentencia de muerte, Fal Silvas —le anuncié.

—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Tú impides que yo controle el cerebro que dirige tu nave, que es el único medio que tengo para alcanzar Ombra.

Ur Jan alzó su espada para abrirle el cráneo a Fai Silvas, pero aquel cobarde se arrojó ante mí, suplicando por su vida.

—No me mates —gritó—, y te devolveré la nave y dejaré que controles el cerebro.

—No puedo fiarme de ti —dije yo.

—Llévame contigo —mendigó—, será preferible a la muerte.

—Muy bien. Pero si te interfieres en mis planes o intentas traicionarme, lo pagarás con tu vida.

Me volví hacia la puerta.

—Voy a volver a Thuria esta noche —dije a mis compañeros—. Me llevaré a Fal Silvas conmigo, y cuando vuelva con mi princesa, y no volveré sin ella, espero poder recompensaros materialmente a todos, por vuestra espléndida lealtad.

—Yo voy contigo, mí príncipe—dijo Jat Or—, y no quiero recompensa alguna.

—Yo también iré —manifestó Zanda.

—Y yo —gruñó Ur Jan—. Pero primero, mí príncipe, déjame por favor que le atraviese el corazón a ese canalla —y mientras hablaba, comenzó a avanzar hacia Gar Nal—. Debe morir por lo que ha hecho. Dio su palabra y la rompió.

Yo negué con la cabeza.

—No, Ur Jan. Me dijo dónde puedo encontrar a mi princesa, y he garantizado su vida a cambio.

Refunfuñando, Ur Jan envainó la espada, y los cuatro, en compañía de Fal Silvas, nos dirigimos hacia la puerta. Los demás me precedían. Yo iba a ser el último en salir al pasillo, y justo cuando me disponía a hacerlo, oí abrirse una puerta, en el otro extremo de la habitación que iba abandonar. Me volví para echar una mirada, y allí, en el umbral de enfrente, se encontraba Dejah Thoris.

Vino hacia mí, con los brazos extendidos, mientras que yo corría hacia ella.

Respiraba entrecortadamente y temblaba cuando la tomé en mis brazos.

—Oh, mi príncipe —gritó—, creí que no lo lograría a tiempo. Escuché todo lo que se dijo en esta habitación, pero estaba atada y amordazada, y no podía avisarte de que Gar Nal te estaba engañando. Sólo ahora he logrado liberarme.

Mi exclamación de sorpresa, al verla, había atraído la atención de mis compañeros, y todos volvieron a la habitación, y mientras estrechaba a la princesa entre mis brazos, Ur Jan saltó junto a mí y traspasó con su espada el pútrido corazón de Gar Nal.