CAPÍTULO XXIII

La puerta secreta

Al abalanzarme sobre el guerrero y derribarlo, sus gritos resonaron por toda la celda y el pasillo, pareciéndome más que suficientes para atraer sobre mí a todos los hombres del castillo.

La luz de la antorcha se extinguió al caer el hombre al suelo, luchamos en la mayor oscuridad. Mi primera intención era acallar sus gritos, y lo logré en cuanto mis dedos encontraron su garganta.

Parecía casi milagroso que mis sueños se estuvieran verificando casi paso a paso, prácticamente tal como los había concebido; esta idea me otorgó confianza en que quizá la buena fortuna continuaría amparándome hasta que me encontrara a salvo de las garras de Ul Vas.

El guerrero con el que pugnaba sobre el suelo de piedra de aquella oscura celda del castillo de los táridas, era un hombre de fuerza física corriente, así que no tardé en derrotarlo.

Probablemente conseguí hacerlo antes de lo que hubiera tardado normalmente debido a que, apenas le aferré la garganta, le prometí que no lo mataría si dejaba de resistirse y de gritar.

El tiempo era un factor decisivo porque, aunque el aullido de aquel hombre no hubiese sido advertido por sus camaradas escalera arriba, mandarían a alguien a investigar casi con toda seguridad, si no volvía a cumplir sus restantes obligaciones en un tiempo razonable. Para lograr escapar, tenía que salir de allí de inmediato; así que, una vez que le hice mi oferta al guerrero y éste dejó de forcejear, aflojé mi presa en su garganta, para que pudiera aceptar o rehusar mi proposición.

Era un hombre razonable y aceptó.

Lo até inmediatamente con su propio arnés y, como precaución adicional, le introduje una mordaza en la boca. Acto seguido, lo liberé del peso de su daga y, tanteando en el suelo, encontré la espada larga que había dejado caer cuando lo ataqué.

—Y ahora adiós, amigo mío —le dije—. No te sientas humillado por tu derrota. Hombres mucho mejores que tú han caído ante John Carter, príncipe de Helium —y salí, cerrando la puerta detrás de mí.

El pasillo estaba muy oscuro. Yo apenas sí había vislumbrado, brevemente, un trozo cuando me habían traído la comida el otro día.

Me había parecido que el pasillo corría perpendicular a la puerta de mi celda, y anduve a tientas en esa dirección para abrirme paso. Debería haber avanzado lentamente por aquel pasadizo desconocido, mas no lo hice, pues sabía que si habían oído los gritos del guerrero en el castillo, no tardarían en enviar a alguien a investigar y, sin duda alguna, no quería encontrarme con el grupo de hombres armados en aquel callejón sin salida.

Guiándome por la pared con una mano, avancé con rapidez; había progresado unas cien yardas cuando vi una vaga luz. No me pareció la luz amarillenta de una antorcha sino la luz del día, aunque muy difusa.

La claridad de la luz iba aumentando según me aproximaba, y no tardé en llegar al pie de la escalera de lo alto de la cual procedía.

Hasta ese momento, no había oído nada que me indicara que alguien venía a investigar, así que subí las escaleras con un sentimiento de cierta seguridad.

Entré en el piso superior con la máxima precaución. Estaba mucho más iluminado. Era un corto pasillo con una puerta a cada lado y una salida en cada extremo. La salida opuesta a mí daba a otro pasillo transversal. Me dirigí hacia ella velozmente, puesto que ya podía ver mi camino con bastante claridad, dado que el pasillo, aunque sombrío, estaba mucho mejor iluminado que aquel del cual yo provenía.

Me felicitaba por mi buena suerte e iba a doblar la esquina cuando me tropecé de lleno con una figura.

Era una mujer. Probablemente se había asustado más que yo, y empezó a gritar.

Yo sabía que, por encima de todo, tenía que evitar que diera la alarma y la agarré, tapándole la boca con la mano.

En el momento en que topé con ella acababa de doblar la esquina del otro pasillo, siéndome visible en toda la longitud, y, mientras la silenciaba, vi a dos guerreros aparecer por el otro extremo. Venían en mi dirección. Evidentemente, me había congratulado demasiado pronto.

De no ser por el estorbo de mi cautiva, podría haber encontrado un escondite o, de no ser así, haberles tendido una emboscada, en el pasillo más oscuro, y matarlos antes de que pudieran dar la alarma: pero allí me encontraba con ambas manos ocupadas, una de ella sujetando a la forcejeante muchacha y la otra impidiéndole gritar.

No podía matarla, y si la soltaba tendría todo el castillo encima de mí en un instante. Mi situación parecía totalmente desesperada, pero no por ello dejé de tener confianza. Había llegado hasta allí; no podía, no debía admitir la derrota.

Entonces recordé las dos puertas que había visto en el pasillo anterior. Una de ellas estaba sólo a unos pasos detrás de mí.

—Manténte callada y no te haré daño —le susurré, arrastrándola a lo largo del pasillo hacia la puerta más cercana.

Afortunadamente, no estaba cerrada con llave, pero desconocía lo que hallaría al otro lado. Tenía que pensar rápidamente, y decidir qué hacer si estaba ocupada. Una sola cosa parecía factible: empujar dentro a la mujer y correr hacia atrás para enfrentarme a los dos guerreros que había visto acercarse. En otras palabras, abrirme paso fuera del castillo de Ul Vas luchando… Un plan loco, con medio millar de guerreros dispuestos a cortarme el paso.

Mas la habitación no estaba ocupada, como pude ver en cuanto entré, ya que estaba bien iluminada por varias ventanas.

Cerrando la puerta permanecí, con mi espada en mano, pegada a ella, escuchando. No miré a la mujer que tenía en mis brazos; estaba demasiado concentrado intentando percibir el avance de los dos guerreros que había visto. ¿Tomarían aquel pasillo? ¿Vendrían a aquella misma habitación?

Debí haber aflojado inconscientemente mi presión sobre los brazos de la muchacha, puesto que, antes de que pudiera evitarlo, apartó mi mano y habló.

—¡John Carter! —exclamó en voz baja.

La miré sorprendido y la reconocí. Era Ulah, la esclava de Qzara, la Jeddara de los táridas.

—Ulah —dije ansiosamente—, por favor, no me obligues a hacerte daño. No deseo dañar a nadie del castillo, sólo quiero escapar. Mucho más que mi vida depende de ello, tanto depende que, si fuera necesario, para mis propósitos, quebrantar la ley no escrita que prohibe a los miembros de mi casta matar a una mujer, lo haría.

—No tienes por qué temerme, no te traicionaré.

—Eres una mujer prudente. Has comprado tu vida muy barata.

—No es por salvar mi vida por lo que lo he prometido. No te traicionaré de todas formas.

—¿Por qué? No me debes nada.

—Quiero a mi señora Qzara —dijo ella simplemente.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—No perjudicaré a nadie a quien mi señora ame.

Por supuesto, yo sabía que Ulah estaba fantaseando, dejando volar su imaginación más de la cuenta, mas como no importaba lo que creyese, en tanto que sus creencias me ayudase a escapar, no la contradije.

—¿Dónde está ahora tu ama?

—En esta misma torre. Está encerrada en una habitación directamente encima de ésta, en el piso de arriba. Ul Vas la guarda ahí hasta que esté preparado para acabar con ella. ¡Oh, sálvala, John Carter, sálvala!

—¿Cómo sabes mi nombre, Ulah?

—La Jeddara me lo dijo. Hablaba constantemente de ti.

—Tú estás más familiarizada con el castillo que yo, Ulah. ¿Existe algún camino por el que pueda llegar hasta la Jeddara? ¿Puedes enviarle un mensaje? ¿Podemos sacarla de su celda?

—No. La puerta está cerrada con llave y hay dos guerreros de guardia día y noche.

Me acerqué a la ventana y miré por ella. No parecía haber nadie a la vista. Me asomé todo lo que pude y miré hacia arriba. Vi otra ventana, a unos quince pies, por encima de mí. Volví con Ulah.

—¿Estás segura de que la Jeddara está en la habitación de arriba?

—Lo sé —respondió ella.

—¿Y quieres ayudarla a escapar?

—Sí, no hay nada que no hiciera para servirla.

—¿Para qué se usa esta habitación?

—Ahora para nada. Puedes ver que todo está cubierto de polvo. Hace mucho tiempo que no se utiliza.

—¿Crees que es posible que vengan aquí? ¿Crees que estaré seguro escondido aquí hasta que se haga de noche?

—Estoy segura de que estarás perfectamente a salvo. No se me ocurre por qué razón podría entrar alguien aquí.

—¡Bravo! ¿De verdad quieres ayudar a escapar a tu ama?

—De todo corazón. No soportaría verla morir.

—Entonces, puedes ayudarla.

—¿Cómo?

—Trayéndome una cuerda y un gancho fuerte. ¿Crees que puedes hacerlo?

—¿De qué largo quieres la cuerda?

—De unos veinte metros.

—¿Cuándo la necesitas?

—En cualquier momento en que puedas traerla sin peligro, antes de medianoche.

—Puedo conseguirla. Iré inmediatamente.

Tenía que fiarme de ella, no me quedaba más remedio, de modo que la dejé marchar.

Después de que se hubo marchado y hube cerrado la puerta detrás de ella, encontré un sólido pestillo en su interior, y la cerré para que nadie pudiera entrar inesperadamente en la habitación y tomarme por sorpresa. Y me senté a esperar.

Fueron aquellas unas horas muy largas. No podía dejar de preguntarme si había hecho bien al confiar en la esclava. ¿Qué sabía de ella? ¿Qué lealtad la ataba a mí, salvo el tenue lazo engendrado por su estúpida imaginación? Quizás ya hubiera dispuesto mi captura. No sería nada sorprendente que algún guerrero fuera su amante, ya que era bastante hermosa. ¿De qué mejor forma podría servirle que comunicando el lugar de mi escondite, proporcionándole la ocasión de capturarme y tal vez, con ello, la de ganar un ascenso?

Hacia el fin de la tarde, cuando escuché unas pisadas acercarse por el pasillo hacia mi escondite, los primeros sonidos que había oído desde la partida de Ulah, estuve seguro de que eran guerreros que venían a atraparme. Me determiné a vender cara mi vida, y me coloqué ante la puerta con mi espada larga dispuesta en la mano. Pero los pasos me sobrepasaron. Se movían en dirección a la escalera por la que yo había venido desde mi celda.

No mucho después, los oí retornar. Varios hombres hablaban excitadamente, pero no pude captar sus palabras a través de la gruesa puerta. Respiré de alivio cuando dejé de oírlos; mi confianza en Ulah comenzó a aumentar.

Anocheció. Comenzaron a brillar luces en muchas de las ventanas visibles desde la habitación en que me hallaba.

¿Por qué no volvía Ulah? ¿No había encontrado una cuerda y un gancho? ¿Qué o quién la detenía? ¡Qué absurdas preguntas se hace uno al borde de la desesperación!

De pronto, escuché un ruido ante la puerta. No había oído aproximarse a nadie pero alguien empujaba la puerta, intentando entrar. Me acerqué y pegué mi oreja al panel.

—Abre, soy Ulah —oí entonces.

Sentí gran alivio al descorrer el pestillo y admitir a la esclava. La habitación estaba bastante oscura, tanto que no podíamos vernos el uno al otro.

—¿Creíste que no iba a volver, John Carter? —preguntó ella.

—Comenzaba a tener mis dudas. ¿Conseguiste las cosas que te pedí?

—Sí, aquí están —dijo ella, y sentí una cuerda y un gancho entre mis manos.

—¡Muy bien! —exclamé—. ¿Has sabido algo que pueda ser de ayuda para mí o a la Jeddara mientras estabas fuera?

—No, nada que pueda servirte de ayuda, pero sí algo que te hará aún más difícil abandonar el castillo, si es que ello es posible, cosa que dudo.

—¿A qué te refieres?

—Han descubierto tu fuga de la celda. El guerrero que enviaron con la comida no volvió, y cuando enviaron a otros guerreros a investigar, lo encontraron atado y amordazado en la celda donde deberías haber estado tú.

—Deben haber sido los que oí pasar esta tarde. Es raro que no hayan buscado aquí.

—Creen que seguiste otra dirección —me explicó ella—. Están registrando otra parte del castillo.

—Pero buscarán aquí, ¿no?

—Sí, acabarán por registrar todas las habitaciones del castillo, pero les llevará bastante tiempo.

—Te has portado muy bien, Ulah. Lamento no poder ofrecerte a cambio otra cosa que mi agradecimiento.

—Me gustaría hacer más aún; no hay nada que no haría por ayudarte a ti y a la Jeddara.

—Ya no puedes hacer nada más; será mejor que te vayas, no sea que te vayan a encontrar aquí conmigo.

—¿Estás seguro de que no hay nada más que pueda hacer?

—No nada, Ulah —abrí la puerta y ella salió.

—Adiós y buena suerte, John Carter —me susurró mientras cerraba la puerta.

Una vez echado el pestillo, acudí inmediatamente a la ventana. Afuera estaba muy oscuro. Hubiera preferido esperar hasta después de la medianoche para intentar poner en práctica el plan que había ideado para rescatar a Qzara, pero el conocimiento de que estaban registrando el castillo me obligaba a abandonar toda consideración salvo la prisa.

Até cuidadosamente un cabo de la cuerda al gancho que me había traído Ulah. Luego me senté en el alféizar de la ventana y me incliné hacia afuera.

Até un extremo al marco de la ventana, y sostuve el gancho en mi mano derecha, dejando resbalar el resto de la cuerda pared abajo.

Calibré la distancia hasta el alféizar de la ventana de encima. Me pareció demasiado lejana para alcanzarla desde la posición en que me hallaba, así que me incorporé poniéndome de pie sobre el alféizar. Esto me acercó algunos pies a mi objetivo y también me proporcionó mayor libertad de movimiento.

Tenía muchas ansias de acertar a la primera, pues temía que, si fallaba, el golpe del gancho de metal contra la pared de la torre, pudiese llamar la atención.

Permanecí varios minutos calculando y ensayando todos los movimientos que tenía que hacer para lanzar el gancho, salvo el de soltarlo.

Cuando me pareció que había calibrado la coordinación y la distancia, lo mejor que me era posible, volteé el gancho y lo arrojé.

Una tenue luz que surgía de la ventana alumbraba el objetivo. Vi el gancho girar en esta zona iluminada; lo escuché golpear el alféizar con un ruido metálico; entonces tiré de la cuerda.

¡Se había enganchado! Volví a tirar con una fuerza considerable y aguantó también. Aguardé un momento para ver si el ruido había llamado la atención de Qzara o de cualquier otra persona que pudiera hallarse en la habitación con ella.

Ningún signo llegó desde arriba, y dejé que mi cuerpo pendiera de la cuerda.

Tenía que ascender muy cuidadosamente, puesto que desconocía la firmeza con que había prendido el gancho.

La distancia a recorrer no era muy grande, pero sí me pareció que había transcurrido una eternidad antes de que mis manos tocaran el alféizar.

Primero se cerraron sobre él los dedos de una mano; luego subí lo suficiente para agarrarlo con la otra, con gran esfuerzo, me alcé hasta que mis ojos pudieron ver la habitación. Ante ellos se hallaba una cámara difusamente iluminada y aparentemente vacía.

Con suma precaución, para no soltar el gancho, puse una rodilla sobre el alféizar.

Cuando al fin mi posición fue segura, penetré en la habitación, llevando conmigo el gancho, no fuese a deslizarse y caer al pie de la torre.

Entonces vi que la habitación estaba ocupada. Una mujer se levantó de su cama, en el otro extremo. Me miraba con ojos abiertos y aterrorizada. Era Qzara. Pensé que iba a gritar.

Me acerqué a ella, llevándome un dedo a los labios.

—No hagas ruido, Qzara —susurré—, he venido a salvarte.

—¡John Carter!

Pronunció el nombre en un tono tan bajo que no pudo oírse a través de la puerta. A la vez que hablaba, se acercó a mí y me enlazó los brazo en torno al cuello.

—Ven —dije—, tenemos que salir de aquí de inmediato. No hables, pueden oírnos.

Conduciéndola a la ventana, recogí la cuerda y anudé su cabo libre en torno a su cintura.

—Voy a bajarte hasta la ventana de la habitación de abajo,—musité—, tan pronto como estés a salvo dentro, desata la cuerda y déjala colgar libre para que pueda izarla.

Ella asintió y la hice bajar. La cuerda no tardó en quedar flácida, y supe que había alcanzado la ventana de abajo. Esperé a que la desatara de su cuerpo, y aseguré de nuevo el gancho en el alféizar, en el cual me hallaba sentado, descendiendo rápidamente a la habitación inferior.

No deseaba dejar el gancho donde estaba, puesto que si alguien entraba en la celda de Qzara, tal evidencia señalaría inmediatamente a la habitación de abajo; y no sabía cuanto tiempo tendría que permanecer en ella.

Tan suavemente como pude, fui aflojando el gancho, y tuve la suerte de cogerlo mientras caía, antes de que tocara la pared de la torre.

Cuando entré en la habitación, Qzara se acercó a mí y me colocó sus manos en el pecho. Estaba temblando, y su voz también temblaba cuando habló:

—Me sorprendió tanto verte, John Carter. Creía que estabas muerto. Te vi caer, y Ul Vas me dijo que te habían matado. ¡Qué terrible herida! No sé cómo te has recuperado. Cuando te vi entrar en la habitación con toda esa sangre seca en tu piel y tu pelo, pensé que eras un cadáver que había vuelto a la vida.

—Había olvidado el aspecto que debo ofrecer. No he tenido ocasión de limpiarme la sangre desde que me hirieron. La escasa agua que me proporcionaron, apenas si me dio para apagar la sed. Pero, en lo que se refiere a la herida, no me molesta. Estoy completamente recuperado; sólo fue un arañazo.

—Estaba tan asustada… pensando que habías afrontado aquel riesgo por mí, cuándo podías haber escapado con tus amigos.

—¿Crees que escaparon sin problemas? —pregunté.

—Sí, y Ul Vas está muy furioso. Nos lo hará pagar a nosotros dos si no logramos escapar.

—¿Conoces algún camino por el que podamos huir del castillo?

—Hay una puerta secreta que sólo conoce Ul Vas y dos de sus más fieles esclavos. Al menos, UI Vas piensa que sólo ellos tres la conocen; pero yo también sé de ella. Conduce a la ribera del río, allí donde el agua toca las murallas del castillo.

«El pueblo no quiere a Ul Vas. Hay complots e intrigas en el castillo. Existen facciones que luchan para destronarle y nombrar un nuevo Jeddak. Algunos de sus enemigos son tan poderosos que Ul Vas no se atreve a destruirlos abiertamente. A éstos los hace asesinar furtivamente, y él y dos fieles esclavos conducen los cuerpos por este pasadizo secreto y los arrojan al río.

«Una vez, sospechando algo así, lo seguí, pensando que podría descubrir alguna forma de escapar y volver a mi propio pueblo de Domnia, pero cuando vi a donde llevaba el pasadizo, me asusté. No me atreví a saltar al río y, aunque me atreviese, más allá del río hay una terrible selva. No sé si será mejor quedarnos aquí que enfrentarnos al río y a la selva, John Carter».

—Si nos quedásemos aquí, Qzara —repliqué—, sabemos que nos espera la muerte y que no hay escapatoria. En el río o en la selva, tendremos al menos una oportunidad, a menudo las bestias salvajes son menos crueles que los hombres.

—Ya he pensado en ello también. Pero en esa selva también hay hombres, hombres terribles.

—Pese a ello, me arriesgaré. Qzara. ¿Vendrás conmigo?

—A donde quiera que me lleves, John Carter, pase lo que pase, seré feliz mientras esté contigo. Me enfadé mucho cuando supe que amabas a aquella mujer de Barsoom, pero ahora que se ha ido, te tendré todo para mí.

—Es mi esposa, Qzara.

—¿La amas? —exigió saber.

—Por supuesto.

—Eso está muy bien, pero ahora ella se ha ido y tú eres sólo mío.

No tenía tiempo que perder discutiendo aquellas cuestiones. Era obvio que la chica era obstinada, que siempre quería salirse con la suya, tener todo lo que deseaba, y que no podía aguantar que le llevasen la contraria, sin importarle lo estúpidos que pudieran ser sus caprichos. En otra ocasión, si sobreviviéramos, podría hacerle entrar en razón; pero, de momento, debía concentrar todos mis sentidos en escapar.

—¿Cómo podremos alcanzar ese pasadizo secreto? ¿Conoces el camino para llegar a él desde aquí?

—Sí, ven conmigo.

Cruzamos la habitación y salimos al pasillo. Estaba muy oscuro, pero nos orientamos a tientas hacia la escalera que yo había subido tras escapar del calabozo por la mañana. Cuando ella la contempló, le pregunté:

—¿Estás segura que éste es el camino? Por aquí se va a la celda donde estuve encerrado.

—Quizás sea así, pero también se va a una parte distante del castillo, cercana al río, donde encontraremos el pasadizo que buscamos.

Confié en que supiera de lo que estaba hablando y la seguí escaleras abajo, hacia la estigia oscuridad del pasillo inferior.

La otra vez que lo había recorrido, me había guiado, tocando con la mano derecha, la pared de ese lado. Ahora Qzara siguió el lado opuesto y, cuando habíamos avanzado una breve distancia, tomó un pasillo a nuestra derecha, junto al que yo había pasado, sin fijarme, por seguir la pared opuesta, ni tampoco poder verlo dado que allí reinaba la absoluta oscuridad.

Seguimos este nuevo pasillo durante mucho tiempo hasta que alcanzamos finalmente una rampa de caracol, por la que ascendimos al piso de arriba.

Allí fuimos a dar a un corredor iluminado.

—Si podemos alcanzar el otro extremo sin ser descubiertos —me susurró Qzara—, estaremos a salvo. Allí se abre la falsa puerta que da paso al pasadizo secreto que lleva al río.

Ambos escuchamos atentamente.

—No oigo a nadie —dijo ella.

—Ni yo.

Cuando avanzamos por el largo corredor, vi que había varias puertas a ambos lados, según íbamos llegando a cada una de ellas, yo lanzaba un suspiro de alivio al ver que estaban cerradas.

Habríamos cubierto quizás la mitad de la longitud del corredor, cuando un ligero ruido detrás de nosotros me llamó la atención, y, volviéndome, vi a dos hombres salir de la habitación que acabamos de sobrepasar. Se alejaban de nosotros, y me disponía a emitir un suspiro de alivio cuando un tercer hombre salió de la habitación. Y éste, debido a alguna perversidad del destino, miró en nuestra dirección, lanzando inmediatamente una exclamación de sorpresa y de alerta.

—¡La Jeddara! —aulló—. ¡Y el moreno!

Instantáneamente, los tres volvieron corriendo hacia nosotros. Estábamos aproximadamente a mitad de camino, entre ellos y la puerta, que conducía al pasillo secreto, que era nuestro objetivo.

Huir ante el enemigo es algo que no le sienta bien a mi estómago, pero en aquella ocasión no había alternativa, puesto que quedarnos a luchar hubiera sido buscamos un completo desastre; así que Qzara y yo huimos.

Los tres hombres que nos perseguían gritaban todo lo que podían, con la evidente intención de llamar la atención de otros para que los ayudasen.

Algo me impulsó a desenvainar mi espada larga mientras corría, y fue una fortuna que lo hiciera, puesto que un guerrero apareció en una puerta, a nuestra izquierda, alertado por los ruidos del pasillo. Qzara lo esquivó mientras él desenfundaba su espada. Ni siquiera disminuí mi velocidad, sino que le abrí el cráneo cuando pasé a su lado.

Llegamos a la puerta, y Qzara comenzó a buscar el mecanismo secreto de apertura. Los tres hombres se acercaron rápidamente.

—Tómatelo con calma, Qzara —la avisé, porque sabía que con las prisas del nerviosismo, sus dedos podían equivocarse, demorándonos aún más.

—Estoy temblando —dijo ella—. Nos alcanzarán antes de que pueda abrirla.

—No te preocupes por ellos. Los mantendré a raya el tiempo que sea necesario.

Los tres hombres llegaron ante mí. Los reconocí como oficiales de la guardia del jeddak, puesto que sus atavíos eran los mismos que los llevados por Zamak. Supuse, y correctamente, que debían ser buenos espadachines.

El que iba en cabeza era demasiado impetuoso. Se abalanzó sobre mí como si creyese poder abrirme en canal con su primer tajo, lo cual no era nada razonable. Le traspasé el corazón.

Mientras caía, los otros me atacaron, pero con más cautela. Pese a ello, no dejaban de ser dos, y sus aceros estuvieron constantemente sobre mí, intentando alcanzarme con sus estocadas y mandobles. Pero mi espada, moviéndose a la velocidad del pensamiento, tejió una red defensiva de acero en torno mío.

Pero mantenerme a la defensiva no me servía de nada, porque ellos podían aguantar hasta que llegaran refuerzos y yo reducido por la superioridad numérica.

En un momento dado, la punta de mi acero salió disparada y atravesó a uno de mis enemigos por encima del corazón. Involuntariamente, retrocedió, y yo me volví hacia su compañero y le herí el pecho.

Ninguna de las heridas era mortal, pero debilitaron a mis adversarios. Qzara todavía estaba trajinando con la puerta. Nuestra situación no iba a ser muy agradable si no lograba abrirla, pues vi un destacamento de guerreros corriendo hacia nosotros, en el otro extremo del corredor; pero no la urgía a que se apresurara, temiendo que, en su nerviosismo, fuera incapaz de lograrlo.

Los dos heridos me atacaban de nuevo con renovados bríos. Eran bravos guerreros y dignos enemigos. Es un placer enfrentarse a tales hombres, aunque uno siempre lo siente cuando se ve obligado a matarlos. Sin embargo, no tenía elección, puesto que oí un súbito grito de alegría de Qzara.

—¡Está abierta, John Carter! ¡Ven, aprisa!

Pero los dos guerreros me atacaron tan fieramente que no pude sino trabar combate con ellos.

Mas sólo me detuvieron un instante. Los ataqué con una explosión de fiereza y velocidad, tal como me imagino que no habían presenciado otra en su vida. Un violento tajo derribó a uno y, a la vez que caía, le atravesé el pecho al otro.

Los refuerzos que llegaban hacia nosotros habían recorrido, más o menos, la mitad del pasillo cuando entré precisamente en el pasadizo, tras Qzara, y cerré la puerta detrás de mí.

De nuevo nos hallamos en la más completa oscuridad.

—¡Rápido! —gritó Qzara—. El pasadizo es recto y llano todo el camino hasta la puerta.

Corrimos a través de la oscuridad. Oí cómo abrían los hombres que nos perseguían, y supe que habían penetrado en el pasadizo en pos de nosotros; rondarían la veintena.

Repentinamente, me tropecé con Qzara. Habíamos alcanzado el final del pasadizo, y se hallaba junto a la puerta. Ésta se abrió con más facilidad, y cuando giró sobre sus goznes vi el río fluyendo bajo nosotros. En la ribera opuesta se adivinaba la sombría linde de un bosque.

¡Qué misterioso y gélido parecía aquel extraño río! ¿Cuántos misterios, peligros y horrores nos aguardaban en el siniestro bosque que se extendía más allá del río?

Pero apenas era consciente de tales pensamientos. Los guerreros que se proponían atraparnos y conducirnos de nuevo a la muerte, estaban casi encima cuando tomé a Qzara en mis brazos y salté al agua.