CAPÍTULO XXII

En el sombrío calabozo

Envuelto por la oscuridad, rodeado por un silencio sepulcral, recuperé la consciencia. Estaba tumbado sobre un frío suelo de piedra. Me dolía la cabeza; cuando me la palpé con las manos, encontré mi pelo enmarañado y rígido por la sangre seca.

Mareado, me senté trabajosamente y luego me incorporé. En ese momento, me di cuenta de que no debía estar herido seriamente, y comencé a reconocer mi entorno.

Moviéndome con cautela, avanzando a ciegas por la oscuridad, con las manos extendidas ante mí, pronto alcancé una pared de piedra. La seguí durante una breve distancia hasta descubrir una puerta. Era toda una señora puerta, sólidamente afianzada a sus goznes.

Seguí moviéndome, di la vuelta a la habitación y llegué de nuevo a la puerta. Mi nueva celda era muy pequeña. No tenía nada que ofrecer, ni a mis ojos ni a mis oídos. Comencé a darme cuenta en qué clase de mundo viven los ciegos y los sordos.

Sólo me quedaban los sentidos del gusto, el olfato y el tacto. El primero, por supuesto, no me servía de nada en aquellas circunstancias; mi nariz identificó un olor ácido y mohoso, pero no tardé en acostumbrarme a él y dejé de reaccionar a sus estímulos. Entonces me restaba únicamente el tacto. Una pared de piedra rota por una puerta de madera… tal era mi mundo.

Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí. Era como estar enterrado vivo. Sabía que tenía que fortalecer mi voluntad contra aquella horrible monotonía, con la pared, la puerta y mis pensamientos, como único horizonte.

¡Mis pensamientos! No eran agradables. Pensé en Dejah Thoris, sola en poder de Gar Nal; pensé en el pobre Jat Or, prisionero en una nave que no sabía conducir, en compañía de Ur Jan, el brutal asesino de Zodanga. Sabía lo que debía estar pensando, sin saber nada de mí, y sintiendo que sólo a él le competía ahora la seguridad de Dejah Thoris, a quien se vería incapaz, tanto de proteger como de vengar.

Pensé en la pobre Zanda, con la cual el destino había sido tan cruel, condenada a una muerte casi segura sobre aquel distante satélite. Y Umka. Bueno, Umka esperaba morir de todas formas, así que el conocerme no había empeorado su suerte.

Pero el pensamiento más amargo, de todos, era que mi propio descuido había provocado el desastre sobre todos los que confiaban en mí, para que los protegiera.

Así, estúpidamente, añadí torturas mentales a la monotonía de aquellas horas interminables.

El fúnebre agujero en el que estaba encarcelado era frío y húmedo. Supuse que me habían colocado, en un pozo subterráneo, que ninguna nave podría alcanzar. Mis músculos estaban tensos; la sangre corría lentamente por mis venas; me hundí en la desesperación.

Mas no tardé en darme cuenta de que si me abandonaba a mis mórbidas reflexiones, estaba perdido de verdad. Una y otra vez me recordé a mí mismo, que aún seguía con vida. Me dije que la vida era dulce, que mientras sobreviviera, siempre me restaría alguna posibilidad de redimirme y volver al mundo una vez más para servir a mi princesa.

Comencé a dar vueltas por mi celda, recorriéndola varias veces, hasta familiarizarme con sus dimensiones; y después corrí a un lado y a otro, de frente y de espalda; y, como un boxeador haciendo sombra, amagué, finté y paré, hasta sentir de nuevo el pulso de mi sangre, el calor de la vida renovando mi vitalidad y lavando, de mi cerebro, los sedimentos de mis tontas preocupaciones.

No podía hacer aquello constantemente, así que intenté encontrar otras diversiones, contando los ladrillos de mi celda. Comencé, por la puerta y seguí hacia la derecha. No era el pasatiempo más apasionado al que me había dedicado, pero al menos la idea de que pudiera encontrar alguna piedra suelta cubriendo la salida a otra cámara y a la libertad, le añadía una pizca de excitación. De esta forma me ayudaba mi imaginación a aliviar los horrores de la oscuridad y del silencio.

Por supuesto, era incapaz de medir el tiempo, ignoraba cuánto llevaba encerrado. Finalmente me entró sueño. Me eché sobre el húmedo y frío suelo.

Cuando desperté, no sabía cuántas horas había dormido, pero como me encontraba mucho más fresco, deduje que había dormido el mismo tiempo que solía hacer cada noche.

Una vez más, sentí la humedad y el frío, y de nuevo me dediqué a hacer ejercicio para restablecer mi circulación sanguínea; en ello estaba cuando oí ruidos tras la puerta de mi celda.

Me detuve y escuché por si se acercaba alguien. Aguardé, mirando en la dirección que sabía estaba la puerta; no tardó en abrirse y en brillar una luz.

Era una luz cegadora para unos ojos acostumbrados a la oscuridad total de la celda. Tuve que volver la cabeza y cubrirme los ojos con la mano.

Cuando pude mirar otra vez, vi a un único guerrero que llevaba una antorcha, un cuenco con comida y una jarra de agua.

Había abierto la puerta lo suficiente para permitirle entrar los receptáculos y colocarlos en el suelo de la celda. Me fijé en que una gruesa cadena impedía que la puerta se abriese más, a la vez que evitaba que yo atacara a mi carcelero y escapase.

El tipo levantó la antorcha sobre su cabeza y me miró; al meter la antorcha por la rendija, la luz iluminó el interior de la celda, o al menos hasta unas vigas gruesas de madera tendidas de lado a lado de la celda, a unos veinte pies de altura.

—Así que después de todo no estás muerto —comentó el guerrero.

—Eso es bastante más de lo que puede decirse de muchos de los que lucharon conmigo en la Torre de los Diamantes —repliqué—, ¿o no fue anoche?

—No, fue anteanoche. Debe haber sido una buena lid. No estuve allí, pero todo el castillo no ha parado de comentarlo desde entonces. Los que lucharon contra ti dicen que eres el mejor espadachín que ha existido nunca. Les gustaría que te quedases aquí y lucharas a favor de nosotros, en vez de en contra nuestra, pero el viejo Ul Vas está tan furioso que no le satisfará otra cosa que tu muerte.

—Ya me imagino que no le debo caer muy simpático —convine.

—No, por mi vida que no. Ya es bastante malo que te escaparas con todos los prisioneros, pero intentar llevarte contigo a la Jeddara… ¡fíu!, voto a tal que ésta si que estuvo bien. Dicen que el motivo por el que aún estás vivo, es porque aún no se le ha ocurrido un suplicio adecuado para tu crimen.

—¿Y la Jeddara? ¿Qué ha sido de ella?

—La ha hecho encerrar; también ella morirá. Me imagino que planea ejecutaros a ambos al mismo tiempo, y, probablemente, de la misma manera. Es una pena acabar con un espadachín tan bueno como tú, pero te aseguro que va a ser interesante. Espero que tenga yo la suerte de presenciarlo.

—Sí, y yo espero que lo disfrutes.

—Todo el mundo lo disfrutará, salvo Qzara y tú —dijo él amablemente, y retiró la antorcha y cerró la puerta; escuché sus pasos alejarse.

Busqué a tientas la comida y el agua, puesto que estaba tan hambriento como sediento; y, mientras comía y bebía, especulé sobre lo que me había contado y sobre lo que había visto a la luz de la antorcha.

Las vigas, a veinte pies del suelo, me intrigaban. Encima de ellas no parecía haber nada, salvo un oscuro vacío, como si el techo de la celda estuviera mucho más alto.

Al terminar mi comida, me decidí a investigar qué había encima de aquellas vigas. En Marte, mis músculos terrestres me permiten saltar alturas extraordinarias. Recordé, según mis cálculos, que un terrestre de una buena altura en Thuria, podría alcanzar, saltando, una altura de 70 metros. Me daba cuenta, por supuesto, de que mi tamaño se había reducido de forma que, en proporción a Thuria, yo era más grande de lo que había sido en Barsoom: más aún así estaba seguro de poder saltar con mis músculos terrestres a más altura que cualquier habitante de Landan.

Mientras me disponía a poner en práctica mi plan, me apercibí del muy serio obstáculo que la total oscuridad presentaba a su realización. Era incapaz de ver las vigas. Si saltaba hacia ellas, podía bien darme de cabeza contra ellas, con resultado muy doloroso, si no fatal.

Cuando uno no ve, es difícil darse cuenta de lo alto que salta, pero yo no tenía ni luz ni medio alguno de procurármelo, así que todo lo que podía hacer era tener cuidado y confiar en la suerte.

Intenté saltar cada vez un poco más alto, con las manos extendidas sobre la cabeza, este método mostró ser eficaz, puesto que eventualmente golpeé la viga.

Salté de nuevo para comprobar su posición y, finalmente, di un salto y la así con ambas manos. Subiéndome a pulso, avancé a tientas hasta la pared. Allí me puse de pie y tanteé por encima de mí, sin tocar nada.

Luego acudí al otro lado de la viga, y tampoco encontré nada que me diera un rayo de esperanza.

Hubiera sido suicida proseguir la investigación, saltando hacia arriba, desde la viga, así que me dejé caer, de nuevo, al suelo. Acto seguido me subí a otra viga y efectué una investigación similar, con los mismos resultados.

Así, de viga en viga, exploré el vacío hasta donde pude alcanzar, pero el resultado fue siempre el mismo.

Mi decepción era inmensa. En una situación como la mía, uno se aferra a cualquier oportunidad por los pelos. En ella pone todas sus esperanzas, su futuro y su propia vida. Y cuando comprueba que era inadecuado para soportar el peso de tanta responsabilidad, uno se hunde en las más negras profundidades de la desesperación.

Pero no debía admitir la derrota. Las vigas estaban allí, y parecía que la providencia las había colocado allí para que yo las usara de una forma u otra.

Me estrujé el cerebro en busca de algún plan para escapar. Me sentía como una rata acorralada en una trampa, y mi mente comenzó a funcionar con toda la astucia de una bestia salvaje que intenta escapar de una celda.

Pronto se me ocurrió una idea. Me pareció enviada por el Cielo, pero esto se debió probablemente más a que fue el único plan que se me ocurrió, que a su mérito intrínseco. Era un plan salvaje, atolondrado, que dependía de muchos factores que yo no podía controlar. El destino tenía que ser muy benigno conmigo para que tuviera éxito.

Vino a mí mientras estaba desconsolado, a horcajadas sobre la última viga que investigué. Inmediatamente me dejé caer al suelo y, pegándome a la puerta me puse a escuchar.

Desconozco cuánto tiempo pasé allí. Cuando la fatiga me dominó, me tumbé en el suelo y dormí con una oreja junto a la puerta. No abandoné aquel lugar. Realicé mis ejercicios, botando sobre el mismo punto, junto aquella vital puerta.

Finalmente, mis oídos recibieron la recompensa que había estado esperando: oyeron acercarse unos pasos. Unos pies se arrastraban a lo lejos; pude oír así mismo el ruido del metal contra metal. Los sonidos fueron incrementándose en volumen. Un guerrero se aproximaba.

Salté a la viga más cercana a la puerta y, aguardé allí, acuclillado como una animal de presa.

Las pisadas se detuvieron ante mi celda. Escuché cómo las barras se deslizaron fuera de sus pestillos que aseguraban la puerta, y acto seguido la puerta se abrió y apareció una luz. Vi un brazo extenderse y depositar una jarra de comida y agua en el suelo. Luego apareció una antorcha encendida, seguida por la cabeza de un hombre. El tipo miró por la celda.

—¡Eh! —gritó—. ¿Dónde te has metido?

No era la voz del hombre que me había traído la comida la vez anterior. Yo no contesté.

—¡Por la corona del Jeddak! —musitó él—. ¿Se habrá escapado?

Lo oí trajinar en la cadena que evitaba que la puerta se abriera más de unas pulgadas, y mi corazón dejó de latir. ¿Podría ser que mis locas esperanzas fueran a realizarse? De aquella descabellada posibilidad dependían todos mis restantes proyectos.

La puerta acabó de abrirse, y el hombre penetró cautelosamente en la celda. Era un guerrero robusto. Llevaba la antorcha en la mano izquierda, y con la diestra empuñaba una afilada espada larga. Avanzó con precaución, mirando a su alrededor a cada paso. Aún estaba demasiado cerca de la puerta. Atravesó mi celda muy lentamente, mascullando para sí, y lo seguí por la viga como una pantera seguiría a su presa en la oscuridad del techo. Comenzó a retroceder, farfullando todavía exclamaciones de asombro, cuando pasó por debajo de mí, me lancé sobre él.