Condenado a muerte
Los jóvenes se adaptan fácilmente a las nuevas condiciones de vida y aprenden con rapidez, y aunque sólo el Creador sabe lo viejo que soy, todavía retengo las características de la juventud. Ayudado por este hecho, así como por un sincero deseo de servirme de todos los medios de autodefensa a mi disposición, aprendí el lenguaje de mi compañero, con facilidad y rapidez.
De esta forma rompí la monotonía de los días que siguieron a mi captura, y el tiempo no se me hizo tan pesado como hubiera sido de otra forma.
Nunca olvidaré el júbilo que experimenté cuando me di cuenta de que mi camarada y yo éramos al fin capaces de comunicarnos nuestros pensamientos, el uno al otro, pero mucho antes cada uno de nosotros conocía ya el nombre del otro. El suyo era Umka.
El mismo día que descubrí que podía expresarme lo suficiente para ser comprendido, le pregunté que quién nos tenía prisioneros.
—Los táridas —me respondió.
—¿Quiénes son? ¿A qué se parecen? ¿Por qué nunca los vemos?
—Yo los veo —contestó él—. ¿Tú no?
—No. ¿A qué se parecen?
—Son muy similares a ti o por lo menos, pertenecen al mismo tipo de criaturas. Tienen una nariz, dos ojos y sólo una boca, y sus orejas son grandes y salientes como las tuyas. No son hermosos como nosotros, los masenas.
—¿Pero por qué no los veo?
—No sabes cómo hacerlo. Si conocieras la forma de hacerlo, los verías tan claramente como yo.
—Me gustaría mucho verlos —le dije—¿Puedes enseñarme cómo hacerlo?
—Yo puedo enseñarte, pero eso no significa que tú seas capaz de verlos. El que lo hagas o no, depende de tu propia habilidad mental. Si no los ves es porque el poder de sus mentes te impiden hacerlo. Si logras liberarte de esa inhibición, podrás verlos con la misma claridad con que me ves a mí.
—Pero no sé como comenzar.
—Tienes que dirigir tu mente hacia ellos, esforzándote en superar su poder con el tuyo. Ellos desean que no los veas. Tú debes desear verlos. No tuvieron problema contigo porque no te esperabas nada semejante, y tu mente no disponía de ningún mecanismo defensivo contra ellos. Ahora la ventaja está de tu parte, puesto que ellos desean algo antinatural, mientras que tu deseo tendrá la fuerza de la naturaleza a tu favor, contra la cual no podrán alzar barrera mental si tu mente es lo bastante poderosa.
Bien, sonaba bastante simple, mas no soy ningún hipnotizador y, naturalmente, tenía considerables dudas respecto a mis habilidades en aquellas cuestiones.
Cuando le expuse mis recelos a Umka, éste gruñó con impaciencia.
—Nunca tendrás éxito si albergas tales dudas. Déjalas a un lado. Ten fe en el éxito y tendrás muchas posibilidades de obtenerlo.
—¿Pero, cómo puedo conseguir algo si no los veo? —argumenté—. Y aunque pudiera verlos, excepto en el breve momento en que la puerta se abre, para entrar la comida, no tendré oportunidad de intentarlo.
—Eso no es necesario —replicó él—. Tú piensas en tus amigos, ¿no?, aunque no puedes verlos.
—Sí, por supuesto, pienso en ellos, ¿pero que tiene que ver?
—Sencillamente demuestra que tus pensamientos pueden ir a cualquier parte. Por lo tanto, dirígelos hacia los táridas. Sabes que el castillo se encuentra lleno de ellos, puesto que así te lo he dicho. Limítate a concentrar tu mente sobre los habitantes del castillo, y tus pensamientos los alcanzarán aunque no se den cuenta.
—Muy bien, vamos allá. Deséame suerte.
—Puede llevarte algún tiempo —me explicó—. Yo tardé bastante en superar su invisibilidad después de saber su secreto.
Instigué a mi mente hacia la labor que se abría delante de mí, y la mantuve allí cuando no tenía otra cosa en qué ocuparla, pero Umka era una criatura locuaz y, habiendo carecido de oportunidades de conversar en mucho tiempo, buscaba recuperar el tiempo perdido.
Me hizo numerosas preguntas respecto a mí y al mundo del que provenía, y pareció muy sorprendido al saber que había criaturas vivientes en el gran planeta que veía flotar en el cielo de la noche.
Me contó que su pueblo, los masenas, vivían en los bosques, en casas construidas entre los árboles. No era un pueblo numeroso, así que intentaban habitar en distritos alejados de los restantes pueblos de Thuria.
Los táridas, me explicó, habían sido una vez un pueblo poderoso, mas habían sido vencidos y casi exterminados en una guerra con otra nación.
Sus enemigos no cesaron de acosarlos, y hubieran acabado con todos ellos, tiempo atrás, de no haber sido porque uno de sus hombres más sabios había desarrollado y difundido, entre ellos, los poderes hipnóticos que posibilitaban que a sus enemigos les parecieran invisibles.
—Todos los táridas supervivientes viven en este castillo. Aproximadamente, son un millar entre hombres, mujeres y niños.
«Ocultos en este remoto rincón del mundo, intentando escapar de sus enemigos, creen que todas las demás criaturas son sus enemigos. Todo aquel que llega al castillo de los táridas es destruido».
—¿Crees que nos mataran? —pregunté.
—Con toda seguridad.
—¿Pero cuándo? ¿Y cómo?
—Están gobernados por una extraña creencia —indicó Umka—. No la comprendo, pero regula todos los actos importantes de su vida. Afirman que el sol, la luna y las estrellas los gobiernan.
«Parece una tontería, pero no nos matarán hasta que el sol se lo ordene, y no lo harán por su propio placer, sino porque creen que así contentan a su dios».
—¿Crees entonces que mis amigos están sanos y salvos?
—No lo sé, pero supongo que sí. El hecho de que tú estés vivo indica que aún no han sacrificado a los demás, pues por lo que sé, su costumbre es conservar sus cautivos y matarlos a todos en una sola ceremonia.
—¿Y a ti te matarán en la misma ceremonia?
—Me imagino que sí.
—¿Y estás resignado a tu suerte, o escaparías si pudieras?
—Claro que escaparía si tuviera la oportunidad —contestó él—, pero no la tendré, ni tú tampoco.
—Si pudiera ver a esa gente y hablar con ellos, podría encontrar el medio de escapar. Incluso quizá podría convencerlos de que mis amigos y yo no somos enemigos suyos, y persuadirlos de que nos traten amistosamente. ¿Pero qué puedo hacer? No puedo verlos y, aunque pudiera, no podría oírlos. Los obstáculos parecen casi insuperables.
—Si logras vencer la sugestión de invisibilidad que han implantado en tu mente, igualmente vencerás las otras sujeciones que los hacen inaudibles para ti. ¿Has hecho algún esfuerzo en ese sentido?
—Sí, intento liberarme de su sortilegio hipnótico casi constantemente.
Cada día nos servían una única comida antes del mediodía. Siempre consistía en lo mismo. Cada uno recibía una gran jarra de agua, yo una escudilla de comida y Umka una jaula con uno de los extraños animales de apariencia pajaril, que, al aparecer, constituía toda su dieta.
Una vez que Umka me hubo explicado cómo superar el sortilegio hipnótico del que era presa, y de esta forma ver y oír a mis captores, me había colocado diariamente en una posición desde la cual podía descubrir, al abrir la puerta, si el tárida que nos traía la comida me era visible o no.
Era frustrante y descorazonador ver como cada día los receptáculos del agua y la comida eran colocados en el suelo por manos invisibles.
Mas, por muy desesperados que parecieran mis esfuerzos, no cejé en ellos, porfiando tozudamente contra toda esperanza.
Me encontré un día sentado, meditando sobre lo desesperada que era la situación de Dejah Thoris, cuando escuché ruidos de pisadas en el pasillo que conducía a nuestra celda, y un sonido metálico, tal como el del metal de un guerrero al rozar contra las hebillas de un arnés y sus otras armas.
Aquellos eran los primeros sonidos que oía, exceptuando los realizados por Umka y por mí mismo…, las primeras señales de vida del castillo de los táridas desde que estamos aquí. Las deducciones que se inferían de aquellos sonidos eran tan trascendentales que apenas pude respirar mientras esperaba que se abriera la puerta.
Me hallaba, en un lugar, desde donde podía mirar directamente el pasillo cuando la puerta estuviera abierta.
Oí el clic del cerrojo. La puerta giró lentamente sobre sus goznes; y allí, completamente visibles, estaban dos hombres de carne y hueso. Su conformación era bastante humana. Su piel era blanca y bastante agradable, contrastando extrañamente con su cabello y cejas azules. Vestían faldellines de pesado hilo de oro cortos y ceñidos, y peto similarmente fabricado en oro. Cada uno iba armado de una espada y una daga. Sus figuras eran fuertes, sus expresiones severas y, en cierto sentido, impresionantes.
Tomé nota de todo esto durante el breve momento en que la puerta permanecía abierta. Vi a ambos hombres mirándonos a Umka y a mí, y estoy bastante seguro de que ninguno de ellos se percató de que me eran visibles. De haberse dado cuenta, estoy seguro de que la expresión de sus caras los habría delatado.
Me encantó sobremanera descubrir que había sido capaz de liberarme del extraño sortilegio, y apenas se fueron le conté a Umka que los había visto y oído.
Él me pidió que se los describiera, y cuando lo hice reconoció que le había dicho la verdad.
—A veces las gentes se imaginan cosas —me dijo, disculpando su incredulidad.
Al día siguiente, a media mañana, escuché una considerable conmoción en el pasillo y en las escaleras que subían a nuestra prisión. Acto seguido, la puerta se abrió y veinticinco hombres entraron en la celda.
Al verlos, se me ocurrió un plan que posiblemente podría darme algunas ventajas sobre aquellas gentes si posteriormente se me presentaba la ocasión de poder escapar, y simulé no haberlos visto Al mirar en su dirección, enfoqué mis ojos detrás de ellos, mas para aminorar la dificultad del papel, intenté concentrar la atención en Umka, que ellos sabían que me era visible.
Lamenté que no se me hubiera ocurrido antes, a tiempo para explicárselo a Umka, porque era muy posible que ahora revelase, inadvertidamente, el hecho de que los táridas ya no me eran invisibles.
Doce de ellos se me acercaron. Un hombre permaneció junto a la puerta, dando órdenes; los demás se aproximaron a Umka y le conminaron a que pusiera las manos a la espalda.
Umka retrocedió y me miró interrogativamente. Noté que pensaba si aquel no sería un buen momento para intentar escapar.
Intenté dar la impresión de que no había advertido la presencia de los guerreros. No deseaba que supieran que podía verlos. Mirando inexpresivamente a través de ellos, me di la vuelta, con indiferencia, hasta darles la espalda y le guiñé el ojo a Umka.
Rogué a Dios que si no sabía lo que significaba el guiño, algún milagro lo iluminara. Como precaución extra, me toqué los labios con un dedo, indicando silencio.
Umka pareció quedarse sin habla, y afortunadamente permaneció así.
—La mitad de vosotros coged al masena —ordenó el oficial que mandaba el destacamento—, el resto encargaos del otro. Como veis, no sabe que estamos en la celda, así que puede sorprenderse y luchar cuando lo toquéis. Agarradlo firmemente.
Supongo que Umka debió pensar que yo me encontraba de nuevo bajo la influencia del sortilegio hipnótico, pues me miraba inexpresivamente cuando los guerreros lo rodearon y atraparon.
Entonces doce de ellos saltaron encima de mí. Podía haber luchado, mas no vi qué ventaja podía ganar con ello. En realidad, estaba ansioso por abandonar la celda. Mientras permaneciera en ella, no podría conseguir nada; mas, una vez fuera, algún capricho del Destino podría brindarme alguna oportunidad; así que no me resistí mucho, pretendiendo estar estupefacto por mi captura.
Nos condujeron fuera de la celda, bajando las escaleras que habíamos subido semanas atrás, y finalmente llegamos al mismo gran salón del trono al que Zanda, Jat Or y yo habíamos sido llevados la mañana de nuestra captura. ¡Pero qué diferente escena ofrecía ahora que me había liberado del sortilegio hipnótico que me dominaba en aquella ocasión!
La gran sala ya no estaba vacía, los tronos ya no estaban desocupados; todo lo contrario, la cámara de audiencia era una masa de luz, de color, de humanidad.
Hombres, mujeres y niños bordeaban el ancho pasillo por el que Umka y yo fuimos escoltados hacia la tarima donde se alzaban los dos tronos. Entre densas filas de guerreros resplandecientes en maravillosos atavíos, nuestra escolta marchó hacia un pequeño espacio ante el trono.
Congregados allí, con las manos atadas y bajo vigilancia, estaban Jat Or, Zanda, Ur Jan, otro hombre que supuse debía ser Gar Nal y mi amada princesa Dejah Thoris.
—¡Señor mío! —exclamó ella—. El destino ha sido amable conmigo al permitirme verte otra vez antes de que muramos.
—Todavía estamos vivos —le recordé yo, y ella sonrió al reconocer mi viejo desafío a todo peligro que me amenazase.
La expresión de Ur Jan reveló sorpresa cuando sus ojos cayeron sobre mí.
—¡Tú! —exclamó.
—Sí, Ur Jan.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Nuestros captores me van a privar de unos de los placeres del viaje.
—¿A qué te refieres?
—Al placer de matarte, Ur Jan.
Él asintió con una seca sonrisa.
Mi atención se vio entonces atraída por el hombre del trono. Estaba ordenando silencio.
Era un hombre muy gordo, de expresión arrogante, y noté en él aquellos signos de vejez, rara vez aparentes entre los hombres rojos de Barsoom. También había advertido similares señales de envejecimiento en algunos miembros de la multitud que abarrotaba la cámara de audiencia, un hecho que indicaba que aquellas gentes no disfrutaban de la casi perpetua juventud de los marcianos.
Ocupaba el trono anexo, una mujer joven y muy hermosa. Me estaba mirando soñadoramente a través de las espesas pestañas de sus párpados semicerrados. Sólo podía suponer que la atención de la joven estaba fija en mí porque mi piel difería en color de la de mis compañeros, puesto que, después de dejar Zodanga, me había lavado el pigmento que me servía de disfraz.
—¡Espléndido! —musitó ella, lánguidamente.
—¿Qué? —quiso saber el hombre—. ¿Qué es espléndido?
Ella lo miró sobresaltada, como si acabara de despertar de un sueño.
—¡Oh! —exclamó con nerviosismo—, decía que sería espléndido si lograras que se mantuvieran callados: pero, como eres invisible e inaudible para ellos, no podrás hacerlo a menos que uses la espada —Y se encogió de hombros.
—Ya sabes, Qzara —objetó el hombre—, que los reservamos para el Dios Fuego… No podemos matarlos todavía.
La mujer se encogió de hombros.
—¿Por qué matarlos a todos? —preguntó—. Parecen criaturas inteligentes. Podría ser interesante preservarlos.
Yo me volví hacia mis compañeros y les pregunté:
—¿Algunos de vosotros puede ver y oír lo que pasa en esta habitación?
—Excepto a nosotros, no puedo ver ni oír a nadie —contestó Gar Nal, y los demás respondieron de forma parecida.
—Somos víctimas de una forma de hipnosis —les comuniqué—, que hace imposible que veamos ni oigamos a nuestros captores. Ejercitando los poderes de vuestras mentes, podréis liberaros de ella. No es difícil. Yo logré hacerlo. Si todos vosotros lo lográis también y se presenta alguna oportunidad de escapar, nuestras posibilidades de lograrlo serán mucho más grandes. Como creen que no los vemos, no estarán en guardia contra nosotros. De hecho, en este momento podría arrebatarle la espada al que tengo al lado y matar al Jeddak y a su Jeddara, antes de que pudiesen impedírmelo.
—No podremos trabajar juntos —opinó Gar Nal—, mientras la mitad de nosotros desea matar a la otra mitad.
—Entonces, establezcamos una tregua entre nosotros hasta que hayamos escapados de estas gentes —propuse.
—Es justo —dijo Gar Nal.
—¿Estás de acuerdo? —le pregunté.
—Sí.
—¿Y tú, Ur Jan?
—Me conviene —dijo el asesino de Zodanga.
—¿Y tú? —demandó Gar Nal, mirando a Jat Or.
—Sea lo que sea que… Vandor ordene, lo haré —replicó el padwar. Ur Jan me dedicó una mirada de súbita comprensión.
—Ah, así que también eres Vandor. Ahora comprendo muchas cosas que no comprendía. ¿Lo sabe esa rata de Rapas?
Yo ignoré su pregunta y proseguí diciendo:
—Y ahora, alcemos las manos y juremos cumplir esta tregua hasta que todos hayamos escapado de los táridas y, más aun, hacer todo lo que esté en nuestras manos para salvar a los demás.
—Gar Nal, Ur Jan, Jat Or y yo levantamos nuestras manos para jurar. —Las mujeres también —exigió Ur Jan.
Dejah Thoris y Zanda alzaron así mismo sus diestras, y los seis juramos luchar los unos por los otros hasta la muerte o hasta vemos libres de aquellos enemigos.
Era una situación delirante, puesto que yo había recibido la orden de matar a Gar Nal. Ur Jan había jurado matarme, a la vez que yo me proponía matarlo a él; Zanda, que los odiaba a ambos, sólo esperaría la primera ocasión para matarme en cuanto conociera mi identidad.
—Vamos, vamos ——exclamó irritadamente el gordo del trono—, ¿qué farfullan en esa extraña lengua? Debemos hacer que se callen; no los hemos traído aquí para escucharlos.
—Retírales el sortilegio —sugirió la chica a la que había llamado Qzara—. Dejemos que nos vean. Sólo cuatro de ellos son hombres. No pueden hacemos daño.
—Nos verán y nos oirán cuando sean conducidos a la muerte —replicó el gordo—, y no antes.
—Me parece que el de la piel clara puede vernos y oímos ya —manifestó la chica.
—¿Qué te lo hace creer?
—La sensación de que su mirada se posó antes sobre mí —contestó ella, soñadoramente—. Y también, Ul Vas, que cuando hablaste después, sus ojos apuntaron a tu cara. Y cuando hablé yo, volvieron hacia mí.
Yo la había estado mirando mientras hablaba, y me di cuenta entonces de que mi engaño podía ser más difícil de lo que creía, pero esta vez, cuando el hombre llamado Ul Vas le contestó, dirigí la mirada detrás de la chica y no le presté atención.
—Es imposible —afirmó el obeso Ul Vas—. No puede vemos ni oírnos. Interpeló entonces al oficial que mandaba el destacamento que nos había conducido al salón del trono, desde nuestras celdas.
—¿Qué crees tú, Zamak? ¿Puede vemos esta criatura?
—Pienso que no, Altísimo. Cuando fuimos por él, preguntó a este masena, que estaba encerrado con él, si había alguien en la celda, mientras que veinticinco de nosotros los rodeábamos.
—Creo que te equivocas —dijo Ul Vas a su jeddara—, siempre te estás imaginando cosas.
La joven encogió sus bien formados hombros y se volvió con un bostezo de aburrimiento, mas su mirada no tardó en volver a mí, y, aunque intenté no mirarla directamente más durante el resto del tiempo que pasamos en el salón del trono, me di cuenta de que no me quitaba ojo.
—Procedamos —dijo Ul Vas.
Un anciano se adelantó y se situó directamente delante del trono.
—Altísimo —entonó con voz cantarina—, el día es bueno, la ocasión es propicia, la hora ha llegado. Traemos ante ti, augustísimo hijo del Dios Fuego, siete enemigos de los táridas. Tu padre habla a través de ti comunicando sus deseos a su pueblo. Has hablado con tu padre, el Dios Fuego. Dinos, Altísimo: ¿estas ofrendas han complacido sus ojos? Haznos saber sus deseos, Todopoderoso.
Desde nuestra entrada en el salón, Ul Vas nos había estado inspeccionando cuidadosamente, centrando especialmente su atención en Dejah Thoris y Zanda. Entonces se aclaró la garganta.
—Mi padre, el Dios Fuego, desea saber quiénes son estos enemigos.
—Uno de ellos —comentó el anciano que había hablado antes, al cual tomé como un sacerdote—, es un masena que tus guerreros aprehendieron cuando cazaba ante nuestras murallas. Los otros seis, son criaturas extranjeras. No sabemos de dónde vienen. Llegaron en dos aparatos nunca vistos, que se movían por el aire, como pájaros, pese a no tener alas. En cada uno de ellos llegó una mujer y dos hombres. Se posaron dentro de nuestras murallas; mas no sabemos de dónde venían, aunque sin duda su intención era causarnos algún mal, ya que esta es la intención de todos los que vienen al castillo de los táridas. Como habrás notado, Altísimo, cinco de ellos son de piel roja, mientras que el sexto tiene la piel sólo un poco más oscura que la nuestra. Parece ser de una raza diferente, con esa piel blanca, ese pelo negro y esos ojos grises. Estas cosas sabemos de ellos y nada más. Aguardamos los deseos del Dios Fuego en los labios de su hijo Ul Vas.
El hombre del trono apretó los labios, sumido en sus pensamientos, mientras su mirada se desplazaba a lo largo de la línea de prisioneros, demorándose en Dejah Thoris y Zanda. Acto seguido, habló:
—Mi padre el Dios Fuego demanda que el masena y los cuatro hombres extraños sean sacrificados en su honor a la misma hora, una vez que Él haya orbitado, siete veces, alrededor de Ladan.
Siguieron unos breves momentos de expectante silencio, una vez que hubo terminado de hablar… El silencio fue roto finalmente por el viejo sacerdote.
—¿Y las mujeres, Altísimo? ¿Cuáles son los deseos del Dios Fuego, vuestro Padre, en relación a ellas?
—El Dios Fuego, para mostrarle su gran amor —anunció el Jeddak—, le ha regalado las dos mujeres a su hijo Ul Vas, para que éste haga con ellas lo que le plazca.