CAPÍTULO XVII

El hombre gato

Mis pensamientos aún estaban concentrados en el cerebro del morro de la nave de Fal Silvas, mientras me conducían por el ancho pasillo del castillo. Me deprimía el temor de que, a lo peor, no había podido impartir mis instrucciones debido a la gran distancia, o a que mi mente se hallaba presa de la excitación del momento. Tanto significaba la nave para todos nosotros, y tan imprescindible era para el rescate de Dejah Thoris, que su pérdida era un golpe demoledor; no obstante, no tardé en darme cuenta de que preocuparme por ella no me servía de nada, y expulsé aquellos pensamientos de mi mente.

Alzando la mirada, vi a Jat Or avanzar por el pasillo a mi lado. Cuando se percibió de mí, agitó la cabeza y sonrió tristemente.

—Parece como si nuestra aventura en Thuria fuese a ser muy corta — comentó.

Asentí.

—El futuro no parece muy brillante. Nunca me he visto antes en una situación parecida, donde no puedo ni ver a mis enemigos ni comunicarme con ellos.

—Ni oírlos —añadió Jat Or—. Excepto porque noto sus manos sobre mis brazos y porque alguien me arrastra, por el pasillo, no percibo la presencia de nadie salvo nosotros dos. Me siento absolutamente inútil.

—Pero quizás logremos encontrar a alguien a quien podamos ver y contra el cual podamos enfrentar nuestra inteligencia y nuestra pericia guerrera en una base más igualada, porque lo que hemos visto de este castillo indica la presencia de criaturas no muy distintas de nosotros. Fíjate, por ejemplo, en los bancos y divanes que hay a lo largo de las paredes del castillo. Han sido diseñados para criaturas como nosotros. Los hermosos mosaicos que decoran las paredes, las magníficas alfombras y pieles que cubren los suelos…, todo ello esta aquí para satisfacer un amor a la belleza, que es atributo de la mente humana, y no pueden haber sido concebidos ni producidos más que por manos humanas, o bajo la guía de cerebros humanos.

—Tus deducciones son irreprochables —replicó Jat Or—¿Pero dónde está la mente?

—Ahí está el misterio. Ten por seguro que nuestro futuro depende de la respuesta de esa pregunta.

—Aunque me preocupan todas estas cuestiones —dijo entonces Jat Or—, estoy más inquieto por la suerte de Zanda. Me pregunto qué habrán hecho con ella.

Por supuesto, yo no podía responder a aquello, aunque el hecho de que la hubieran separado de nosotros me ocasionaba no pocas preocupaciones.

Al término del pasillo, subimos por una amplia y ornamentada escalera hacia el siguiente piso del castillo, donde fuimos conducidos a una gran sala: una vasta cámara en cuyo extremo divisamos una solitaria figura.

Era Zanda. Estaba de pie ante una tarima sobre la que estaban colocados dos grandes y lujosos tronos.

La cámara era espléndida, siendo su ornamentación casi bárbara. Paredes y suelos eran de oro incrustado de piedras preciosas. Habían sido labradas en un diseño fantástico por algún artífice que había dispuesto de rarísimas gemas qué yo no había visto nunca en la Tierra ni en Barsoom.

La fuerza invisible que nos había traído hasta allí, nos condujo junto a Zanda, y allí nos quedamos los tres, de cara a la tarima y a los tronos vacíos.

Mas yo me preguntaba si realmente estarían vacíos. Experimentaba la misma extraña sensación que había en el patio, la de estar rodeado por una multitud, la de ser blanco de muchas miradas; mas no vi a nadie ni percibí sonido alguno.

Permanecimos varios minutos ante la tarima, y luego fuimos empujados, otra vez, fuera de la habitación, y conducidos por otro pasillo; un pasillo más estrecho, y por una escalera de caracol que Jat Or tuvo algunas dificultades en subir. Tales artefactos eran nuevos para él, puesto que en Marte se usan rampas para pasar de un piso a otro.

Yo intenté, en cierta ocasión, sustituir por escaleras las rampas de mi palacio, pero tantos criados y amigos míos estuvieron a punto de romperse la crisma que acabé por reinstalar las rampas.

Después de ascender varios pisos, Zanda fue separada de nosotros y conducida por un pasillo divergente; y, en el piso de arriba, también Jat Or se separó de mí.

Ninguno de nosotros había hablado desde nuestra entrada al gran salón del trono y creo que, cuando nos separaron, las palabras eran totalmente inadecuadas dado lo desesperado de nuestra situación.

Ahora estaba solo, pero todavía subí y subí, guiado por aquellas manos invisibles. ¿Adónde me llevaban? ¿Cuál había sido el destino de mis compañeros? En algún lugar de aquel castillo se hallaba la princesa por cuyo rescate había cruzado el vacío, pero nunca me había parecido tan lejano como en aquel instante; nunca nuestra separación se me había antojado tan absolutamente completa y definitiva.

Ignoro por qué experimentaba estos sentimientos, a menos que fuera por la impresión causada en mí por aquel misterio, aparentemente insondable, que me rodeaba.

Subimos tanto que estuve casi seguro de dirigirme a una de las altísimas torres que había visto desde el patio. Algo en este hecho, y en el que nos hubiesen separado, sugería que el poder que nos había capturado, sea cual fuera, no estaba completamente seguro de sí mismo, pues la necesidad de separarnos sólo podía indicar el temor de que escapáramos, o de que, reunidos, pudiésemos causarle algún mal. Mas, fueran o no mis presunciones correctas, eran sólo conjeturas. Únicamente el tiempo podía resolver el misterio y contestar las numerosas preguntas que tenía en mente.

Estas ideas me rondaban en la cabeza cuando me hicieron detenerme ante una puerta. Ésta tenía un peculiar pestillo que me llamó la atención, y mientras lo estudiaba, lo vi moverse como empujado por una mano; acto seguido se abrió la puerta y me empujaron dentro de la habitación a la cual daba.

Una vez en el interior me cortaron las ligaduras de las muñecas. Me volví rápidamente, intentando abalanzarme sobre la puerta, pero me dieron con ella en las narices. Intenté abrirla, pero estaba bien cerrada y, disgustado, renuncié.

Al volverme para inspeccionar mi prisión, mi mirada se posó sobre una figura sentada sobre un banco, al otro lado de la habitación.

A falta de mejor palabra, no me queda más remedio que llamar hombre a lo que vi. ¡Pero qué hombre!

Aquel ser estaba desnudo salvo por un faldellín de cuero, ceñido a sus caderas por un ancho cinturón provisto de una enorme hebilla de oro, decorada con piedras preciosas.

Estaba sentado sobre un taburete rojo y permanecía apoyado contra una pared gris. Su piel era exactamente del mismo color que la pared, excepto aquella parte de sus piernas que tocaban el taburete, que eran rojas.

La forma de su cráneo era similar a la de un ser humano, pero sus facciones eran inhumanas en su mayor parte. En el centro de su frente brillaba un enorme ojo único, de unas tres pulgadas de diámetro: su pupila era una raya vertical, como la pupila de un gato. Permaneció allí sentado mirándome, estudiándome al parecer con su gran ojo, de la misma forma en que yo lo estudiaba a él; no pude dejar de preguntarme si yo le parecía tan extraño como él me lo parecía a mí.

Durante el breve instante que permanecimos inmóviles, contemplándonos mutuamente, tomé apresuradamente nota de algunas otras de sus extrañas características físicas.

Los dedos de sus pies y manos eran mucho más largos que los de la raza humana, mientras que sus pulgares eran, considerablemente, más pequeños que el resto de sus dígitos y se extendían, lateralmente, formando ángulo recto con los demás.

Este hecho y la pupila vertical de su único ojo, acaso sugirieran que se trataba de un ser totalmente arbóreo, o al menos acostumbrado a buscar su comida o su presa entre los árboles.

Pero quizás la característica más sobresaliente de su monstruoso semblante eran sus bocas. Tenía dos, una encima de la otra. La más baja, que era la de mayor tamaño, carecía de labios, siendo la propia piel de su cara la que formaba las encías, en las que se encajaban sus dientes, como el resultado de que su poderosa y blanca dentadura estaba siempre visible en una mueca repelente y tétrica.

La boca superior era redonda, de labios ligeramente prominentes, controlados por un músculo esfinteriano. Esta boca estaba desprovista de dientes.

Su nariz era ancha y chata. Al principio no advertí oreja alguna, pero posteriormente descubrí que dos pequeños orificios, situados a ambos lados de su cabeza, cerca de la coronilla, le servían de pabellones auditivos.

Naciendo, casi encima de su ojo, una erecta cresta amarillenta de unas dos pulgadas de anchuras, corría a lo largo de su cráneo.

En resumen, era el espectáculo más desgarbado que pudiera concebirse, y su poderosa dentadura, sumada a su muy notable desarrollo muscular, sugería que podía ser un antagonista nada desdeñable.

Me pregunté si sería tan feroz como aparentaba, y se me ocurrió que tal vez me hubiesen encerrado con aquel ser para que me destruyera. Incluso parecía probable que yo fuera su comida.

Desde mi entrada, aquella criatura no había despegado su único ojo de mí, y tampoco yo había mirado en otra dirección que la suya; pero entonces, habiendo satisfecho, en parte, mi curiosidad, dejé que mi mirada vagara por la habitación.

Era circular, y evidentemente ocupaba todo el área del piso superior de una torre. Las paredes estaban revestidas de paneles de distintos colores, e incluso en aquella elevada celda se evidenciaba la sensibilidad artística del constructor del castillo, porque la habitación era en verdad extrañamente hermosa.

La pared circular se hallaba perforada por media docena de altas y estrechas ventanas. Carecían de cristales pero no de barrotes.

Sobre el suelo, pegado a la pared, vi un montón de pieles y alfombras…, probablemente el lecho de aquella criatura.

Me acerqué a una de las ventanas para asomarme, y, cuando lo hice, aquella criatura se levantó del banco y se dirigió a la parte de la habitación más alejada de mí. Se movía sin hacer ruido, con el paso furtivo de un gato, sin dejar de traspasarme con aquel terrible ojo sin párpado.

Su silencio, su furtividad, y su apariencia horrible me hicieron precaverme, no fuera a saltar sobre mi espalda, si le quitaba la vista de encima. Sin embargo, lancé un rápido vistazo por la ventana, vislumbrando unas colinas distantes y, debajo de mí, más allá de las murallas del castillo, un río y un frondoso bosque que nacía en su ribera.

Lo poco que vi me indicó que la torre no daba al patio en que se hallaba la nave, y yo estaba ansioso por divisar esa parte de los terrenos del castillo, para comprobar si había tenido éxito cuando ordené al cerebro que colocara la nave en un lugar seguro.

Pensé que quizá podría descubrirlo desde una de las ventanas del otro lado de la torre y, sin apartar la vista de mi compañero de celda, crucé la cámara; mientras lo hacía, él cambió rápidamente de posición, manteniéndose tan lejos de mí como pudo.

Traté de adivinar si me tenía miedo o si, como un auténtico gato, sólo esperaba la oportunidad de atacarme cuando estuviera desprevenido.

Alcancé la ventana opuesta y miré por ella, mas no pude ver nada del patio, puesto que algunas de las numerosas torres que poseía el castillo me tapaban la vista. De hecho, otra torre más alta se alzaba directamente delante de mí, en aquella dirección, a no más de diez o quince pies de la ventana.

De forma similar fui, de ventana en ventana, buscando en vano vislumbrar un trozo del patio, y siempre mi extraordinario compañero de celda se mantenía a la misma distancia.

Habiendo llegado a la conclusión de que no podría ver el patio ni averiguar qué había sido de la nave, volví de nuevo mi atención a mi acompañante.

Me pareció que debía averiguar cuál podía ser su actitud hacia mí, si iba a ser un peligro, tenía que averiguarlo antes de que cayera la noche, porque algo me decía que aquel gran ojo podía ver en la oscuridad, y dado que yo no podría permanecer despierto eternamente, sería una presa fácil si sus intenciones eran letales.

Cuando lo miré de nuevo, observé una sorprendente apariencia. Su piel ya no era gris, sino de un amarillo vivo. Y entonces advertí que se encontraba delante de un panel amarillo. Aquello era en extremo interesante.

Me acerqué hacia él, y otra vez cambió su posición. Esta vez se situó de espaldas a un panel azul y contemplé cómo el tono amarillo de su piel se apagaba y se volvía azul.

En Barsoom hay un pequeño reptil llamado Darseen que cambia de color en armonía con su contorno, al igual que los camaleones terrestres; pero jamás había visto a una criatura remotamente humana dotada de esta facultad de coloración protectora. Aquella era realmente la más fantástica de todas las criaturas que yo había visto.

Me pregunté si podría hablar, así que lo interpelé. «iKaor!» dije, «seamos amigos», y alcé la diestra por encima de mi cabeza, con la palma hacia fuera, para indicar mis intenciones amistosas.

Me miró durante un instante, y después su boca superior emitió unos extraños sonidos, semejantes a los ronroneos y maullidos de un gato.

Intentaba hablarme, pero yo no era más capaz de entenderlo que él de entenderme a mí.

¿Cómo iba averiguar sus intenciones antes de que cayera la noche? Parecía no haber forma, y me decidí a aguardar, con compostura, lo que pudiera suceder. Por tanto, resolví ignorar la presencia de la criatura, en tanto éste no efectuase algún avance, ya hostil, ya amistoso. Así que me senté en el banco que había abandonado.

De inmediato ocupó una nueva posición, lo más lejos de mí que le era posible, esta vez ante un panel verde, y su color cambió a verde. No pude dejar de pensar en el caleidoscopio que resultaría si me perseguía alrededor de aquel apartamento multicolor. La idea me hizo sonreír, y al hacerlo vi que mi compañero reaccionaba inmediatamente emitiendo un extraño sonido ronroneante y extendió lateralmente su boca superior, en lo que podía tomarse por una sonrisa de respuesta. Al mismo tiempo, se frotó las manos contra los muslos.

Se me ocurrió que la mueca y el frotarse los muslos podían constituir la expresión externa de un estado de ánimo, y estar destinada a comunicar su actitud hacia mí pero no podía saber si esta actitud era amigable u hostil. Quizás mi sonrisa había significado, para la criatura, algo totalmente distinto a lo que la sonrisa indica para los habitantes humanos de la Tierra y Marte.

Recordé que había descubierto que tal cosa podía suceder entre los hombres verdes de Barsoom, que más alto se reían cuanto más diabólicas eran las torturas que infligían a sus víctimas, aunque este ejemplo apenas es válido, puesto que el caso de los marcianos verdes es el resultado de una perversión altamente especializada del sentido del humor.

Quizás, por el contrario, la mueca y los gestos de la criatura constituían un desafío. Si era así efectivamente, cuanto antes me cerciorara, mejor. De hecho, cada vez era más urgente saber la verdad sin demora, pues la noche se acercaba.

Se me ocurrió que tal vez pudiera obtener algún conocimiento de sus intenciones repitiendo sus gestos, así que le sonreí y me froté los muslos, arriba y abajo, con las palmas de las manos.

Su reacción fue inmediata. Su boca superior se extendió, lateralmente, y se acercó a mí. Me incorporé mientras se aproximaba, y él, deteniéndose ante mí, alargó la mano y me dio un' golpe en el brazo.

No pude sino suponer que aquello era una propuesta de amistad, y le golpeé, similarmente, en uno de sus brazos.

El resultado me dejó estupefacto. La criatura saltó hacia atrás, emitiendo aquel extraño ronroneo, y, con salto de gato, brincó y retozó por toda la habitación en salvaje abandono. Por muy repelente y grotesca que fuera su apariencia física, no pude dejar de impresionarme ante la consumada gracia de todos sus movimientos.

Dio tres vueltas a la habitación, mientras yo lo admiraba sentado en el banco, luego, una vez concluida su danza, se sentó a mi lado.

Una vez más ronroneó y maulló, en un intento evidente de comunicarse conmigo, mas yo sólo pude agitar la cabeza para indicarle que no le entendía, y le hablé en la lengua de Barsoom.

Él cesó de maullar inmediatamente y me interpeló en una lengua que parecía mucho más humana, una lengua que empleaba casi las mismas vocales y consonantes que las lenguas a las que estoy acostumbrado.

Allí, al fin, detecté un terreno común en el que podíamos intentar entendernos mutuamente.

Era obvio que la criatura no podía comprender ninguna de las lenguas que yo hablaba, y que no me serviría de nada enseñárselas; pero si aprendía la suya, podría comunicarme con algunos de los habitantes de Thuria; y si, como las de Marte, las criaturas de Thuria tenían, un lenguaje común, entonces mi existencia en aquel planeta sería mucho menos difícil.

Mas, ¿cómo aprender su idioma? Aquel era el dilema. Mis captores podían no dejarme vivir el tiempo suficiente para que aprendiera algo, pero si aceptaba esta suposición como definitiva, no tenía por qué preocuparme de escapar ni de mejorar mis condiciones de vida. Por lo tanto, debía suponer que tenía todo el tiempo del mundo para aprender el idioma de Thuria, así que me puse a hacerlo sin demora.

Comencé de la manera usual. Señalé varios objetos de la habitación y varias partes de nuestro cuerpo, repitiendo sus nombres en mi propia lengua. Mi compañero pareció entenderme de inmediato lo que yo intentaba hacer y, señalando las mismas cosas, repitió sus nombres en la más humana de las lenguas que dominaba, si es que sus maullidos podían considerarse un lenguaje, cuestión a la que en aquel momento no hubiera sabido responder.

Estábamos ocupados con aquello cuando se abrió la puerta y varios recipientes parecieron entrar flotando y posarse en el suelo delante de la puerta, que se cerró acto seguido.

Mi compañero corrió hacia ellos ronroneando excitadamente, retornando con una jarra de agua y una escudilla de comida que colocó en el banco a mi lado. Señaló hacia la comida y luego hacia mí, indicando que era mía.

Cruzando la habitación una vez más, volvió con otra jarra de agua y con una jaula que contenía a un pájaro de extraña apariencia.

Lo llamo pájaro porque tenía alas, pero en cuanto a la familia a la que pertenecía, tus suposiciones son tan buenas como las mías. Tenía cuatro patas y escamas de pez, pero su pico y su cresta le daban apariencia de pájaro.

La comida de mi escudilla era una mezcla de verdura, frutas y carne. Me imagino que debían de ser muy nutritivas y tenían un buen sabor.

Mientras saciaba mi sed, con la jarra, y probaba la comida que me habían traído, observé a mi compañero. Durante un momento, jugueteó con el pájaro de la jaula. Metía un dedo entre los barrotes, ante lo cual la criatura agitaba las alas, profería horribles aullidos e intentaba pillarle el dedo con su pico. Sin embargo, nunca lo logró, pues mi compañero de celda siempre conseguía retirar el dedo a tiempo. Parecía hallar gran placer en aquello, pues ronroneaba continuamente.

Finalmente, abrió la puerta de la jaula y liberó al cautivo. La criatura revoloteó por toda la habitación, intentando escapar a través de las ventanas, pero los barrotes estaban demasiados juntos. Entonces mi compañero comenzó a seguirle los pasos, y juro que de la misma forma que un gato acecharía a su presa. Al notar que el ser estaba deslumbrado, se deslizó furtivamente hacia él y, cuando estuvo lo bastante cerca, le saltó encima. Durante algún tiempo, el pájaro logró eludirlo, mas al fin fue alcanzado, cayendo al suelo medio aturdido. Entonces mi compañero comenzó a jugar con él, tocándolo con la mano. En ocasiones lo dejaba alejarse más y más por la habitación, simulando que no lo veía. Acto seguido simulaba que lo había descubierto de nuevo, y se lanzaba a por él.

Al fin, como un espantoso rugido expectorante, que resonó como el rugido de un león, saltó ferozmente sobre él y le arrancó la cabeza de un solo mordisco de sus poderosas mandíbulas. Inmediatamente transfirió el cuello a su boca superior y sorbió la sangre del cuerpo. No fue un espectáculo agradable.

Una vez apurada la sangre, devoró su presa con las mandíbulas inferiores. Mientras lo desgarraba, gruñía como un león al alimentarse.

Yo terminé mi propia comida lentamente, mientras al otro lado de la habitación mi compañero de celda desgarraba el cuerpo de su víctima, engulléndola en grandes bocados hasta que no quedó vestigio de ella.

Completa su pitanza, se dirigió al banco y apuró su jarra de agua, bebiéndola por su boca superior.

No me prestó la menor atención durante todo el proceso, y entonces, ronroneando perezosamente, caminó hasta el montón de pieles y paños, que había en el suelo, y tendiéndose encima de él, se acurrucó para dormir.