Enemigos invisibles
Mirando en la dirección indicada por Zanda, descubrí lo que parecía ser un gran edificio ribereño a un río. Su estructura descansaba en un claro del bosque, y sus torres devolvían centelleantes rayos multicolores cuando las hería la luz del sol.
Una parte del edificio daba a lo que parecía ser un patio amurallado, un objeto que vimos en este patio fue lo que despertó nuestra curiosidad y nos excitó mucho más que el edificio en sí.
—¿Qué crees que es eso, Zanda? —le pregunté, ya que era ella quien lo había descubierto.
—Me parece que es la nave de Gar Nal.
—¿Qué te lo hace pensar?
—Se parece mucho a nuestra nave. Tanto Gar Nal como Fal Silvas, se robaban las ideas, el uno al otro, cuantas veces podían, y me extrañaría mucho que sus naves no fueran prácticamente idénticas.
—Creo que tienes razón —convine yo—. No es razonable suponer que los habitantes de Thuria hayan construido, por una coincidencia milagrosa, una nave tan similar a la de Fal Silvas. Y la posibilidad de que una tercera nave barsoomiana haya aterrizado en el satélite es igualmente remota.
Indiqué al cerebro que descendiera en espiral, y no tardamos en encontrarnos a una altura, desde la que se podían observar con claridad los detalles del edificio y sus alrededores.
Cuanto más nos aproximábamos a la nave del patio, más seguros estábamos de que era la de Gar Nal, pero no distinguimos traza alguna de éste, de Ur Jan ni de Dejah Thoris; en realidad, no distinguimos ningún signo de vida, ni en el edificio ni en sus contornos. Aquel lugar podía muy bien ser la residencia de un muerto.
—Voy a aterrizar al lado de la nave de Gar Nal —anuncié—. Prepara tus armas, Jat Or.
—Están listas, mi… Vandor.
—Desconozco cuántos guerreros puede haber a bordo de la nave — continué yo—. Quizás estén sólo Gar Nal y Ur Jan, o puede que haya más. Si la lucha se decanta en nuestro favor, no debemos matarlos a todos hasta estar seguros de que la princesa está con ellos.
«Partieron de Barsoom un día antes que nosotros y, aunque sólo sea una pequeña posibilidad, puede que hayan tomado medidas respecto a su prisionera. Por lo tanto tenemos que dejar, al menos, a uno de ellos con vida, para que pueda guiamos hasta ella».
Descendimos lentamente. Todos nuestros sentidos estaban alerta. Zanda había salido de la sala de mandos, un poco antes, y la vimos retornar entonces con un correaje, de guerrero barsoomiano, ceñido a su esbelta figura.
—¿Y esto? —pregunté.
—Puedes necesitar una espada más. No sabes contra cuántos enemigos te vas a enfrentar.
—Llévala si así te place, pero quédate en la nave, donde estarás segura. Jat Or y yo nos ocuparemos de la lucha.
—Iré contigo y lucharé contigo —respondió ella, sin alzar la voz, pero con énfasis.
Yo negué con la cabeza.
—No, haz lo que te digo y quédate en la nave.
Ella me miró fijamente a los ojos.
—Insististe en hacerme una mujer libre en contra de mis deseos —me recordó—. Ahora actúo como una mujer libre, no como una esclava. Haré lo que me plazca.
No pude dejar de sonreír ante sus palabras.
—Muy bien, pero si vienes con nosotros, tendrás que asumir tus propios riesgos, como cualquier otro guerrero: Jat Or y yo, estaremos muy ocupados, con nuestros propios antagonistas, para poder protegerte.
—Puedo cuidar de mí misma —se limitó a responder ella.
—Por favor, quédate a bordo —rogó, solícitamente, Jat Or; mas Zanda se negó con un gesto.
Nuestra nave se había posado, suavemente, junto a la de Gar Nal. Hice que se abriera la puerta de babor y que descendiera la escalerilla. Aun entonces no descubrimos ningún signo de vida en la otra nave ni en el castillo. Un silencio mortal pendía sobre la escena, como un pesado telón. Yo me asomé al umbral y descendí, seguido por Jat Or y Zanda. Ante nosotros se alzaba el castillo, una fantástica construcción de extraña arquitectura, un edificio de muchas torres de diversos tipos, algunas de ellas solitarias y otras formando grupos.
Verificando, parcialmente, la teoría de Fal Silvas sobre la tremenda riqueza minera del satélite, los muros de aquella estructura estaban construidos con bloques de piedras preciosas, dispuestos de tal forma, que sus magníficos reflejos se mezclaban y armonizaban en una masa de color que desafiaba toda descripción.
En aquel momento, sin embargo, sólo le dediqué al edificio una atención marginal, estando mis sentidos orientados hacia la nave de Gar Nal. Una puerta en su costado, similar a la de nuestra nave, se encontraba abierta, y de ella, hasta el suelo, colgaba una escalerilla.
Sabía que sí ascendía por la escalerilla y me atacaban desde arriba, me encontraría en notable desventaja; pero no tenía alternativa. Tenía que descubrir si había alguien a bordo.
Le pedí a Zanda que se colocase cerca, de forma que pudiese ver el interior de la nave, y avisarme si asomaba algún enemigo. Luego subí rápidamente. Como la nave se hallaba posada sobre el suelo, sólo tuve que subir unos cuantos peldaños antes de que mis ojos estuvieran al nivel del piso del camarote. Una rápida mirada me reveló que no había nadie a la vista, y un instante después me encontraba en el interior de la nave de Gar Nal.
Su disposición interior era ligeramente diferente a la de Fal Silvas, y el camarote no estaba amueblado con tanto lujo.
Pasé del camarote a la sala de mandos. No había nadie allí. Luego busqué hacia popa. La nave estaba desierta.
Volviendo afuera, informé de mis descubrimientos a Jat Or y a Zanda.
—Es extraño —comentó Jat Or—, que nadie parezca haberse dado cuenta de nuestra presencia. ¿Puede ser posible que el castillo esté desierto?
—Hay algo misterioso en este lugar —dijo Zanda en un tono bajo y tenso—. Incluso el silencio parece estar cargado de sonidos reprimidos. No se ve a nadie, no se oye a nadie, sin embargo siento… no sé qué.
—Es misterioso —concedí—. El castillo parece desierto, pero los campos están bien cuidados. Si no hay nadie aquí, no hace mucho que se fueron.
—Tengo el presentimiento que no están abandonados —manifestó Jat Or—. Siento la presencia de alguien alrededor de nosotros. Juraría que nos están mirando…, que muchos ojos espían todos nuestros movimientos.
Yo mismo experimentaba una sensación parecida. Miré hacia el castillo, esperando ver ojos acechantes, pero en ninguna de las muchas ventanas había signo de vida. Entonces voceé el saludo de paz común a todo Barsoom.
—¡Kaor! —grité en un tono que podía oírse por todo aquel lado del castillo—. Somos viajeros de Barsoom. Deseamos hablar con el señor de este castillo.
El silencio fue la única respuesta.
—¡Qué extraño! —se quejó Zanda—. ¿Por qué no nos responden? Debe haber alguien aquí; HAY alguien aquí. ¡Lo sé! No puedo verlos, pero hay gentes. Están alrededor de nosotros.
—Me parece que estás en lo cierto, Zanda —dije yo—. Tiene que haber alguien en ese castillo, y voy a echarle una mirada por dentro. Jat Or, ¡quédate aquí con Zanda!
—Creo que deberíamos ir todos —dijo Zanda.
—Sí —convino Jat Or—. Será mejor que no nos separemos. No encontré ninguna objeción al plan, así que asentí, y me acerqué a una puerta cerrada, en las murallas del castillo. Zanda y Jat Or fueron detrás de mí.
Habíamos recorrido la mitad de la distancia hacia la puerta, cuando, súbitamente y de una forma sobrecogedora, una voz aterrorizada rompió el silencio; al parecer, procedía de una de las altas torres que dominaban el patio.
—¡Escapa, mi cacique! —gritó la voz—. ¡Escapa de este horrible lugar mientras puedas!
Me detuve, momentáneamente estupefacto…, era la voz de Dejah Thons.
—¡La princesa! —exclamó Jat Or.
Sí, la princesa. ¡Ven! —y comencé a correr hacia la puerta del castillo; pero apenas había dado una docena de pasos cuando oí detrás de mí, a Zanda proferir un agudo grito de terror.
Me volví, instantáneamente, para ver qué peligro la amenazaba. Ella se agitaba como presa de convulsiones. Su cara estaba contraída de terror; su mirada era despavorida, los movimientos de sus brazos y piernas eran los propios de una lucha cuerpo a cuerpo, pero ella estaba sola. No había nadie a su lado.
Jat Or y yo nos abalanzamos en su dirección, mas ella se alejó rápidamente sin cesar de debatirse. Retrocediendo hacia nuestra derecha y luego, cambiando de dirección, se iba desplazando hacia la puerta del castillo.
No parecía moverse por el esfuerzo de sus propios músculos, sino más bien la arrastraban, aunque no se viera a nadie junto a ella.
Todo esto, que tanto tiempo me ha llevado contar, ocurrió en unos breves segundos… los segundos que transcurrieron hasta que logré alcanzarla. Jat Or estaba más cerca, y casi la había alcanzado, cuando lo oí gritar:
—¡Por Issus! ¡También me tienen!
Y cayó al suelo como si se hubiera desvanecido, pero agitándose al igual que Zanda: como alguien en plena lucha.
Desenvainé mi espada mientras corría detrás de Zanda, aunque no veía ningún enemigo de cuya sangre pudiera beber mi acero.
Raras veces en mi vida me había sentido tan inútil, tan impotente. Allí estaba yo, el mejor espadachín de dos mundos, incapaz de ayudar a mis amigos porque no podía ver a sus atacantes.
¿En manos de qué maligno poder podían hallarse? ¿De un poder capaz de atraparlos y moverlos a su antojo, mientras permanecía oculto impunemente en algún sitio lejano?
Nuestra indefensión se vio aumentada por el efecto psicológico causado por aquel misterioso y horripilante ataque.
Mis músculos terrestres me condujeron sin demora junto a Zanda. Cuando intentaba cogerla para detener su avance hacia la puerta del castillo, alguien me agarró por uno de mis tobillos, y perdí el equilibrio. Sentí entonces muchas manos encima de mí. Me arrebataron la espada de la mano y me despojaron de mis restantes armas.
Luché como quizás no había luchado en mi vida. Sentí los cuerpos de mis antagonistas presionando contra mí. Sentí sus manos agarrándome y los golpes de sus puños, pero, aunque mis golpes caían sobre carne sólida, no vi a nadie. No obstante, había algo que me dio un mayor sentimiento de igualdad, respecto a ellos. Aunque no podía entender por qué, pese a no poder ver a aquellas criaturas, podía sentirlas al tacto.
Al fin me explicaba las acciones de Zanda. Sus aparentes convulsiones habían sido resistencia a aquellos ataques invisibles. Ahora la llevaban hacia la puerta y mientras me batía fútilmente contra la multitud de mis enemigos, la vi desaparecer dentro del castillo.
Entonces aquellos seres, fueran lo que fuesen, lograron dominarme dada su superioridad numérica. Sabía que eran muy numerosos, porque eran muchas las manos que notaba sobre mí.
Me ataron las muñecas a la espalda y me incorporaron de un tirón. No puedo describir mis sentimientos con fidelidad. La irrealidad de lo sucedido me tenía atontado y confuso. Por una vez en mi vida, parecía hallarme desprovisto de la capacidad de razonar, posiblemente por ser la causa de mi apuro tan absolutamente ajena a todo lo que había experimentado previamente. Ni siquiera los arqueros fantasmas de Lothar podían haber dado lugar a una situación tan extraordinaria, puesto que eran visibles cuando atacaban.
Mientras me levantaban, miré alrededor y vi a Jat Or a mi lado, igualmente maniatado.
Entonces sentí cómo me empujaban hacia la entrada, a través de la cual había desaparecido Zanda. Jat Or se movía cerca de mí, en la misma dirección.
—¿Puedes ver a alguien, mi príncipe? —me preguntó.
—Sólo a ti.
—¿Qué fuerza diabólica se ha apoderado de nosotros?
—Lo ignoro —respondí—, pero siento el tacto de manos sobre mí, y el calor de cuerpos próximos.
—Me imagino que estamos condenados, mi príncipe.
—¿Condenados? ¡Todavía estamos vivos!
—No. No me refiero a eso. Quiero decir que podemos abandonar toda esperanza en lo que concierne a volver a Barsoom. Tienen nuestra nave. ¿Crees que, aunque logremos escapar, podremos recuperarla alguna vez? No, en lo que se refiere a Barsoom, es como si estuviésemos muertos.
¡La nave! Con la excitación de lo sucedido, la había olvidado momentáneamente. Miré hacia ella. Me pareció ver la escalerilla de cuerda moverse, como si un cuerpo invisible ascendiese por ella.
Era nuestra única posibilidad de volver alguna vez a Barsoom, y estaba en manos de nuestros misteriosos e invisibles enemigos. Tenía que salvarla.
¡Había una forma de hacerlo! Concentré mis pensamientos en el cerebro mecánico, indicándole que despegara y se mantuviera encima del castillo, fuera del peligro, hasta que le ordenara otra cosa.
Entonces el poder invisible me arrastró, a través del umbral, dentro del castillo. No pude comprobar si el cerebro había obedecido mis órdenes.
¿Lo sabría alguna vez?