CAPÍTULO XIII

Perseguido

El tintineo metálico preludiaba la llegada de hombres armados. Ignoraba cuántos eran, pero allí estaba de espaldas a una pared y con solo mi espada entre la muerte y yo.

Zanda no tenía esperanzas de salvarse, pero permanecía serena, sin perder el control de sí misma. En aquellos breves momentos pude apreciar que era una mujer valiente.

—Dame una espada, Vandor —me pidió.

—¿Para qué?

—A ti te matarán, pero Fal Silvas me torturará más a mí, más que a ninguna de las otras.

—Todavía no estoy muerto —le contesté.

—No me mataré hasta que tú hayas muerto, mas para ellas ya no hay esperanza alguna. Rezan por una muerte misericordiosa. Déjame liberarlas de sus padecimientos.

Vacilé ante la idea, pero sabía que ella tenía razón y le entregué mi daga. Era algo que tenía que haber hecho yo mismo. Requería mucho más valor que enfrentarse a hombres armados, y me alegré de verme libre de aquel espantoso deber.

Zanda estaba detrás de mí. No pude ver lo que hizo, y nunca le pregunté nada sobre ello.

Nuestros enemigos se habían detenido en la habitación adyacente. Podía oírlos cuchichear entre ellos. Luego Fal Silvas alzó la voz y me conminó así:

—¡Sal de ahí y entrégate o entraremos a matarte!

No contesté, limitándome a esperar. Zanda se me acercó entonces y me susurró:

—Hay una puerta al otro lado de la habitación, oculta detrás de una cortina. Si te quedas aquí, Fal Silvas enviará a algunos hombres por allí y te atacará a la vez de frente y por la espalda.

—Entonces no me quedaré aquí —dije yo, dirigiéndome hacia la puerta que conducía a la habitación donde había escuchado a mis enemigos.

Zanda me agarró por el brazo.

—Espera un momento, Vandor. Quédate donde estás, de cara a la puerta, y yo iré y la abriré de repente. Así no podrán cogerte por sorpresa, como harían si abrieses la puerta tú mismo.

La puerta se abría hacia dentro, de forma que la joven estaría protegida. Zanda se adelantó y agarró el picaporte, mientras yo me colocaba frente a ella, a unos pasos de distancia, espada larga en mano.

En cuanto se abrió la puerta, una espada relampagueó hacia dentro, en un terrorífico tajo, que me hubiera partido el cráneo si lo hubiera tenido allí.

El hombre que empuñaba la espada era Hamas. Detrás de él vi a Phystal y a otro hombre armado, y en retaguardia a Fal Silvas.

El viejo inventor comenzó a ordenarles a gritos que avanzaran, pero ellos no se movieron, puesto que sólo un hombre podía pasar por la puerta cada vez, y a ninguno de ellos parecía gustarle la idea de ser el primero en cruzarla. De hecho, Hamas había saltado hacia atrás apenas lanzó su tajo, y ahora su voz se unió a la de Fal Silvas, en exhortar a los otros dos, a que entraran en el laboratorio y acabaran conmigo.

—¡Adelante! —gritaba Hamas—. Nosotros somos tres y él uno sólo. ¡Tú mismo, Phystal! ¡Entra y mata al calot!

—Después de ti, Hamas —gruñó Phystal.

—¡Entrad! ¡Entrad y capturarlo! —aullaba Fal Silvas—. ¡Entrad, cobardes!

Pero ninguno de ellos entró; se limitaban a quedarse allí, incitándose el uno al otro a ser el primero.

A mí me disgustaba aquella pérdida de tiempo por dos razones. En primer lugar, no podía desechar la idea de que la más pequeña demora retrasaría mi búsqueda de Dejah Thoris. Y, en segundo lugar, siempre había el riesgo de que acudiesen refuerzos. Por lo tanto, ya que mis enemigos no se decidían a entrar, tendría que salir yo a por ellos.

Y salí, y con tal rapidez, que sembré la confusión entre ellos. Hamas y Phystal, al intentar evitarme, cayeron sobre el hombre de atrás. Era sólo un esclavo, pero era un hombre valiente… El más valiente de los cuatro.

Empujó bruscamente a un lado a Hamas y a Phystal, y se encaró conmigo espada larga en mano. Fal Silvas le dirigió gritos de ánimo.

—¡Mátalo, Wolak! —vociferó—. ¡Mátalo y serás libre!

Al oír aquello, Wolak se abalanzó resueltamente hacia mí. Yo luchaba por mi vida, pero él luchaba por ella y además por algo más valioso incluso que la propia vida. Entre tanto, Hamas y Phystal se fueron deslizando hacia mí como dos chacales cobardes, al acecho de la ocasión de poder herirme sin riesgo.

—¡Si lo matas te daré tu peso en oro, Wolak! —gritó Fal Silvas.

¡Libertad y riquezas! ¡Ahora sí que mi oponente parecía inspirado! ¡Qué principesca recompensa por la que luchar! Pero yo también luchaba por un tesoro que no tenía precio: mi incomparable Dejah Thoris.

El ímpetu del ataque de aquel hombre me había hecho retroceder un par de pasos, así que me encontraba de nuevo en el umbral de la puerta, que era en realidad una posición muy ventajosa, ya que impedía que Hamas o Phystal me atacasen por un flanco.

Justo detrás de mí se hallaba Zanda, espoleándome con palabras de ánimo; yo las agradecía, pero no las necesitaba. Ya me había decidido a zanjar el asunto con la mayor brevedad posible.

El filo de una espada larga marciana es tan delgado como el de una hoja de afeitar, y su punta tan semejante, en agudeza, a un alfiler. Un truco muy corriente es proteger este filo parando los golpes del adversario con el lomo, y yo me enorgullecía de mi habilidad en hacerlo, reservando el filo de mi espada para la finalidad a la que está destinado. Entonces necesitaba una hoja muy afilada, pues pensaba emplear un pequeño truco al que ya había recurrido muchas veces en el pasado.

Mi adversario era un buen esgrimista, excepcionalmente hábil a la defensiva de forma que, usando la esgrima corriente, el duelo se podría haber prolongado un tiempo considerable. Pero eso no me interesaba. Deseaba acabar sin más demora.

Le hice retroceder como preparación, y, acto seguido, lancé una estocada a su rostro. Hizo exactamente lo que yo esperaba que hiciera; involuntariamente, echó la cabeza hacia atrás para esquivar mi punta; y, de esa forma, levantó la barbilla, exponiendo su garganta. Con mi acero, aún extendido, lancé rápidamente un tajo de izquierda a derecha. El extremo de mi espada sólo se movió unas pocas pulgadas, pero su agudo filo le abrió la garganta, casi de oreja a oreja.

Nunca olvidaré su mirada de horror mientras retrocedía, vacilando, y caía desplomado.

Dirigí entonces mi atención hacia Hamas y Phystal. Cada uno de ellos quería que el otro tuviera el honor de enfrentarse conmigo el primero. Mientras se retiraban, efectuaban fútiles amagos hacia mí con sus espadas; los estaba acorralando, sin dificultad, contra una esquina, cuando Fal Silvas metió mano en el asunto.

Hasta el momento se había limitado a darles órdenes y gritos de ánimos a sus hombres, pero entonces cogió un jarrón y me lo tiró a la cabeza.

Lo vi venir por casualidad y lo esquivé, rompiéndose en mil pedazos contra la pared. Acto seguido tomó otra cosa y me la arrojó, y esta vez me dio en la mano derecha, y Phystal casi me alcanzó con su estocada.

Mientras yo saltaba hacia atrás para esquivarla, Fal Silvas lanzó otros pequeños objetos y vi, por el rabillo del ojo, cómo Zanda lo atrapaba.

Ni Hamas ni Phystal eran buenos espadachines, y yo podía haberlos superado a ambos fácilmente en una lucha limpia, pero aquella nueva táctica de Fal Silvas podía ser mi perdición. Si me revolvía contra él, quedarían los otros a mi espalda. ¡Y cómo sabrían aprovechar aquella oportunidad dorada!

Intenté empujarlos hacia una posición que los colocara entre Fal Silvas y yo. De esta forma, ellos mismos me escudarían de sus proyectiles; pero esto era más fácil de decir que de hacer, sobre todo si se está luchando contra dos hombres en una habitación relativamente pequeña, en donde me encontraba en una terrible desventaja al tener que cuidarme de tres hombres, y entonces, a la vez que hacía retroceder a Hamas de un tajo, eché un rápido vistazo en la dirección de Fal Silvas y, mientras lo hacía, vi cómo un proyectil lo alcanzaba entre las cejas. Se desplomó sobre el suelo como un tronco. Zanda le había dado una dosis de su propia medicina.

No pude reprimir una sonrisa, cuando me volví de nuevo hacia Hamas y Phystal.

Mientras los empujaba contra la esquina, Hamas me sorprendió tirando su espada y cayendo de rodillas.

—¡No me mates! ¡No me mates, Vandor! —suplicó—. Yo no quería atacarte. Fal Silvas me obligó.

Y entonces también Phystal se desprendió de su arma, postrándose ante mí. Era la más repugnante exhibición de cobardía que yo había presenciado jamás. Me hubiera gustado atravesarlos de parte a parte, pero no quería mancillar mi acero con su sangre pútrida.

—Mátalos —me aconsejó Zanda—. No puedes confiar en ninguno de los dos.

Yo negué con la cabeza.

—No puedo matar a hombres desarmados, a sangre fría.

—Si no lo haces, no podremos escapar. Hay más en el piso de abajo.

—Tengo un plan mejor, Zanda —repuse yo y, sin tardanza, comencé a atar a Hamas y Phystal con sus propios correajes, y luego hice lo mismo con Fal Silvas, quien no estaba muerto, sino sólo aturdido. Igualmente, lo amordacé para que no pudiera gritar.

Una vez hecho esto, ordené a Zanda que me siguiera y me dirigí de inmediato al hangar, donde la nave descansaba en su andamiaje.

—¿A qué venimos aquí? —me preguntó Zanda—. Tenemos que salir del edificio con la mayor rapidez posible… Vas a llevarme contigo, ¿verdad, Vandor?

—Claro que sí, y vamos a salir muy pronto de aquí. Ven, a lo mejor necesito que me ayudes con las puertas.

La guié hacia las dos grandes puertas del fondo del hangar Sin embargo, estaban bien engrasadas y, una vez levantado el picaporte, se corrieron con facilidad a ambos lados del vano.

Zanda se acercó al umbral y miró hacia fuera.

—No podemos escapar por aquí —declaró—: hay sesenta pies hasta el suelo, y no tenemos escaleras de cuerdas, ni ningún otro medio para descender.

—Pues a pesar de todo, vamos a escapar por ahí —le informé, divertido por su desconocimiento—. Tú ven conmigo y verás cómo vamos a hacerlo.

Retornamos al costado de la nave, y debo decir que, mientras concentraba mis pensamientos en la pequeña esfera metálica, que contenía el cerebro mecánico, estaba muy lejos de poseer la seguridad que mi éxito aparentaba.

Creo que mi corazón dejó de latir mientras esperaba, y luego una gran oleada de alivio conmovió todo mi ser: la puerta se había abierto y la escalerilla descendió hacia nosotros. Zanda me miró con los ojos abiertos de asombro.

—¿Quién está ahí dentro? —preguntó, excitada.

—Nadie. Y ahora, sube. No tenemos tiempo que perder aquí. No había duda de que tenía miedo, pero me obedeció como un buen soldado, y yo la seguí escaleras arriba, hacia el camarote. En cuanto llegamos arriba, indiqué al cerebro mecánico que recogiera la escalerilla y cerrara la puerta, y me dirigí a la sala de mandos, acompañado por la muchacha.

Una vez allí, concentré de nuevo mis pensamientos en el cerebro mecánico situado encima de mi cabeza. Aun con la demostración que acababa de presenciar, no podía acabar de creerme lo que pasaba. Parecía imposible que aquel objeto inanimado pudiese levantar a la nave de su andamiaje, y conducirla con seguridad a través de las puertas, mas apenas lo había motivado para que así lo hiciese, cuando la nave se levantó algunos pies y se movió, casi en silencio, hacia la apertura.

Mientras penetramos en la tranquilidad de la noche, Zanda me echó los brazos en torno al cuello.

—¡Oh, Vandor, Vandor! —gritó histéricamente—. Me has salvado de las garras de esa horrible criatura. ¡Soy libre! ¡Soy libre otra vez! Oh, Vandor, soy tuya. Seré siempre tu esclava. Haz conmigo lo que te apetezca.

—Estás demasiado excitada, Zanda—dije yo, tranquilizándola—. No me debes nada. Eres una mujer libre. No eres esclava mía…, ni de ningún otro hombre.

—Yo quiero ser tu esclava, Vandor —repuso ella, añadiendo en voz muy baja—: Te amo.

Suavemente, solté sus brazos de mi cuello.

—No sabes lo que dices, Zanda, llevas tu gratitud demasiado lejos. No debes amarme, mi corazón pertenece a otra persona, y todavía hay otra razón por la que no debes amarme… Una razón que sabrás pronto o más tarde, y cuando la sepas preferirás haberte quedado muda antes de decirme que me amabas.

Yo pensaba en su odio a John Carter y en su declarada intención de matarlo.

—No sé a qué te refieres, pero si tú me ordenas que no te ame, intentaré obedecerte, porque, pese a lo que tú digas, soy tu esclava. Te debo mi vida y siempre seré tu esclava.

—Ya hablaremos de esto en alguna otra ocasión; ahora tengo que decirte algo que quizás te haga desear haberte quedado en casa de Fal Silvas.

Ella arqueó las cejas y me miró interrogativamente.

—¿Otro misterio? ¿De nuevo hablas con acertijos?

—Hemos emprendido un viaje largo y peligroso en esta nave, Zanda. Me veo obligado a llevarte conmigo porque no puedo correr el riesgo de que me detengan, si paro a dejarte en algún lugar de Zodanga; y, por supuesto, si te dejase fuera de las murallas sería tu sentencia de muerte.

—No quiero que me dejes, ni en Zodanga ni fuera de ella. Quiero y ir contigo a donde quiera que vayas. Algún día puedes necesitarme, Vandor, y entonces te alegrarás de tenerme junto a ti.

—¿Sabes a dónde vamos, Zanda? —pregunté.

—No, y no me importa. Me daría lo mismo aunque fuésemos a Thuria.

Yo sonreí y dirigí, de nuevo, mi atención al cerebro mecánico, indicándole que nos condujera al lugar donde me aguardaba Jat Or; y precisamente entonces oí la señal ululante de una patrulla, encima de nosotros.