CAPÍTULO XII

¡Ambos debemos morir!

¡Thuria! Siempre había excitado mi imaginación, y en aquel momento, al verla mecerse en los cielos, encima de mí, dominó todo mi ser.

En algún lugar entre aquel resplandeciente orbe y Marte, una nave extraña conducía a mi amor perdido hacia un destino incierto.

¡Qué desesperada encontraría su situación, imaginándose que ninguno de los suyos tendría la más vaga idea de dónde se encontraba, ni a dónde la conducían sus secuestradores! Era posible que incluso ella misma no lo supiera. ¡Cómo deseé poder transmitirle un mensaje de esperanza!

Tales pensamientos ocupaban mi mente mientras me dirigía hacia la casa de Fal Silvas, pero aunque andaba así de ensimismado, mis facultades, habituadas a largos años de peligros, permanecían completamente alerta, de forma que unas pisadas procedentes de una avenida que acababa de cruzar, no me pasaron inadvertidas. No tardé en darme cuenta de que las pisadas habían tomado la misma avenida que yo y que me estaban siguiendo, mas no di muestra alguna de haberlas oído hasta que se hizo evidente que me iban a alcanzar.

Me volví entonces con la mano en la empuñadura de mi espada, y el hombre que me seguía me dirigió la palabra.

—Pensé que eras tú —dijo—, pero no estaba seguro.

—Soy yo, Rapas —contesté.

—¿Dónde te habías metido? Te he buscado continuamente los últimos dos días.

—¿Sí? ¿Qué quieres de mí? Tendrás que ser breve, Rapas. Tengo prisa.

Él vaciló. Percibí que estaba nervioso. Actuaba como si tuviese algo que decir y no supiera cómo empezar, o como si temiese sacar el tema a colación.

—Bueno, verás —comenzó, con poca convicción—, hace días que no nos tropezamos, y sólo quería verte… Sólo para chismorrear un poco, ya sabes. Volvamos atrás y tomemos un bocado juntos.

—Acabo de comer.

—¿Cómo anda el viejo Fal Silvas? ¿Has sabido algo nuevo?

—Nada —mentí—. ¿Y tú?

—Oh, sólo habladurías. Dicen que Ur Jan ha secuestrado a la princesa de Helium.

Noté que me observaba atentamente para captar mi reacción.

—¿De verdad? No me gustaría estar en la piel de Ur Jan, cuando los hombres de Helium lo atrapen.

—No lo atraparán —aseguró Rapas—. La han llevado a un lugar donde nadie la encontrará.

—Espero que reciba lo que se merece, si le hacen daño.

Me volví como si fuera a irme.

—Ur Jan no la hará daño si pagan el rescate.

—¿Rescate? ¿Y cuánto considera que vale la princesa de Helium?

—Ur Jan lo ha puesto fácil —informó Rapas—. Tan sólo pide dos naves cargadas de tesoros… Todo el oro, el platino y las joyas que puedan transportar dos naves grandes.

—¿Le han notificado sus demandas al pueblo de Helium?

—Un amigo mío conoce a un hombre que está relacionado con uno de los asesinos de Ur Jan —explicó Rapas—, por medio de él podría establecerse contactos con los asesinos.

Así que al fin había revelado sus intenciones. Me hubiera reído de no estar tan preocupado por Dejah Thoris. La situación se explicaba por sí sola. Tanto Ur Jan como Rapas confiaban en que yo fuese John Carter o uno de sus agentes, y Rapas había sido delegado para actuar como intermediario entre los secuestradores y yo.

—Muy interesante —dije—, pero, por supuesto, es algo que no me concierne. Tengo que irme. Que duermas bien, Rapas.

Me atrevería a decir que dejé a Rapas hecho un mar de dudas cuando me volví sobre mis talones, y continué mi camino hacia la casa de Fal Silvas. Me imagino que ya no estaría tan seguro, como antes, de que yo era John Carter, o incluso de que yo era un agente del Señor de la Guerra; porque, tanto en un caso como en el otro, yo debería haber evidenciado un interés, por la información, mucho mayor que el que había mostrado. Por supuesto, él no me había contado nada que yo no supiese y, por lo tanto, no pude ni sorprenderme ni excitarme.

Quizás no tuviera importancia que Rapas supiese o no que yo era John Carter, pero, luchando contra aquellos hombres, me gustaba tenerlos engañados y saber siempre un poco más que ellos.

Una vez más, Hamas me dejó pasar cuando llegué a la sombría mole que era la casa de Fal Silvas; y me siguió cuando tomé la rampa que conducía a las habitaciones de Fal Silvas, en el piso superior.

—¿Adónde vas? —me preguntó—. ¿A tus habitaciones?

—No, voy a las de Fal Silvas.

—Está muy ocupado. No se le puede molestar.

—Tengo una información para él.

—Tendrás que esperar hasta mañana por la mañana.

Me volví y lo miré.

—Me estás molestando, Hamas. Lárgate y ocúpate de tus asuntos.

Se enfureció y me agarró del brazo.

—Soy el mayordomo y debes obedecerme —gritó—. Eres sólo un… un…

—Un asesino —lo incité, acariciando significativamente la empuñadura de mi espada. Él retrocedió.

—No te atreverías… ¡No te atreverías!

—¿Que no lo haría? Tú no me conoces, Hamas. Fal Silvas me ha contratado, y cuando un hombre me contrata, lo obedezco. Él mismo me indicó que me presentara a informar en cuanto volviera. Si tengo que matarte para hacerlo, te mataré.

Su actitud se alteró, y noté que tenía miedo.

—Sólo te avisaba por tu propio bien —se disculpó—. Fal Silvas está en el laboratorio. Si lo interrumpes en la mitad del trabajo que está haciendo, se pondrá furioso… Puede matarte él mismo. Si eres prudente, espera hasta que te mande llamar.

—Gracias, Hamas. Veré a Fal Silvas ahora. Que duermas bien —y continué mi camino rampa arriba. No me siguió.

Me dirigí directamente a las habitaciones de Fal Silvas, llamé a la puerta y la abrí. Fal Silvas no se encontraba en ella, pero escuché su voz a través de la pequeña puerta del otro lado de la cámara.

—¿Quién anda ahí? ¿Qué quieres? Vete y no me molestes.

—Soy yo, Vandor. Tengo que verte inmediatamente.

—No, no, vete, te veré por la mañana.

—Me verás ahora: voy a entrar.

Ya había cruzado media habitación, cuando la puerta se abrió y Fal Silvas, lívido de ira, salió y la cerró tras de sí.

—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves?

—La nave de Gar Nal no está en su hangar.

Aquello pareció hacerle entrar en razón, pero no disminuyó su ira, simplemente la dirigió en otro sentido.

—¡El muy calot! —exclamó—. ¡El hijo de un millón de calots! Me ha vencido. Irá a Thuria. Con las grandes riquezas que obtenga, logrará todo lo que yo había esperado conseguir.

—Sí —le dije—. Ur Jan está con él. El poder de una alianza, entre Ur Jan y un gran científico sin escrúpulos, es incalculable; pero tú también tienes una nave, Fal Silvas, y está lista. Tú y yo podemos ir a Thuria. Ellos no sospechan que podamos seguirlos. Todas las ventajas están de nuestra parte. Podremos destruir a Gar Nal y a su nave, y entonces tu serás el amo.

Palideció.

—No. No, no puedo hacerlo.

—¿Por qué no? —inquirí.

—Thuria está muy lejos. Nadie sabe lo que podría suceder. Quizás la nave sufra una avería. Puede que en la práctica no funcione tal y como habíamos pensado teóricamente. Quizás halla extrañas bestias y hombres terribles en Thuria.

—Pero construiste esa nave para ir a Thuria. Tú mismo me lo dijiste.

—Fue un sueño —masculló él— siempre estoy soñando, porque en los sueños nada malo puede sucederme; pero Thuria… está tan lejos de Barsoom. ¿Y si me pasara algo?.

Entonces lo comprendí todo. Aquel hombre era un cobarde redomado. Estaba dejando que el sueño de toda su vida se desmoronase sobre su cabeza porque carecía del coraje necesario para afrontar la aventura. ¿Qué debía hacer ahora? Contaba con Fal Silvas y éste me había fallado.

—No puedo comprenderte —le dije—, con tus propios argumentos, me convenciste de que era muy sencillo ir a Thuria en tu nave. ¿Qué peligro puede acecharnos allí que no seamos capaces de sortear? Seremos verdaderos gigantes en Thuria. Ninguna criatura viviente podrá oponerse a nosotros. Podremos aplastar a las mayores bestias de Thuria de un pisotón.

Yo había considerado bastante esta cuestión, mucho antes de que mi viaje a Thuria pareciera probable. No soy científico, y mis cálculos pueden no ser exactos, pero se aproximan a la verdad.

El diámetro de Thuria es de unas siete millas, así que su volumen, comparado con el de la Tierra, para que ustedes puedan hacerse una idea, no puede sobrepasar el dos por ciento.

Yo estimaba que, si había seres humanos en Thuria y estaban adaptados a su ambiente, tal como lo está el hombre terrestre, debería medir unas nueve pulgadas de altura y pesar entre cuatro y cinco libras; y que un terrícola transportado a Thuria, sería capaz de saltar a 100 metros de altura, y a unos 200 metros de longitud, sin tomar carrerilla, y a 400 metros si la tomara, y que un hombre fuerte podría levantar una masa equivalente a cuatro toneladas terrestres. Contra tal titán, las pequeñas criaturas de Thuria se encontrarán absolutamente inermes… Suponiendo, claro está, que Thuria estuviese habitada.

Le argumenté todo esto a Fal Silvas, pero el negó con la cabeza, impaciente.

—Hay algo que tú no sabes —me dijo—. Quizás ni el propio Gar Nal lo sepa. Existe una peculiar relación entre Barsoom y sus lunas, que no se da en ningún otro planeta del Sistema Solar. Un antiguo científico de hace millares de años lo sugirió, pero sus hallazgos cayeron en el olvido. Yo los descubrí en un viejo manuscrito que llegó a mi poder por casualidad. Era el manuscrito original del propio inventor, y puede que, después de todo, nunca se hiciera público.

«Sin embargo, la idea me intrigaba, y durante veinte años intenté comprobarla o refutarla. Eventualmente, logré probarla de forma definitiva».

—¿Y cuál es esa idea?

—Que existe entre Barsoom y sus lunas una relación peculiar a la que he llamado ajuste compensatorio de masas. Por ejemplo, consideremos una masa que viajó de Barsoom a Thuria. Según se aproxima a la Luna, esta masa variará a la vez que se modifiquen las influencias relativas que ejercen sobre ella el planeta y el satélite. La relación de la masa respecto a la masa de Barsoom, en la superficie de éste será, por lo tanto, la misma que la relación de la masa respecto a la masa de Thuria en la superficie de Thuria.

«Tienes razón al suponer que los habitantes de Thuria, si existen, medirán unos ocho Bofes de altura; y, consecuentemente, si tú viajas de Barsoom a Thuria, medirás ocho Bofes de altura cuando llegues a la superficie del satélite».

—¡Es ridículo! —exclamé.

Enfadado, se ruborizó.

—¡No eres nada más que un asesino ignorante! ¿Cómo te atreves a cuestionar la sabiduría de Fal Silvas?

—Voy a ir a Thuria —manifesté—, y si no quieres venir conmigo, iré solo.

Se dio la vuelta para entrar en su despacho, mas yo lo seguí.

—Vete de aquí —me ordenó—. Lárgate o te haré matar.

Sólo entonces percibí un lamento proveniente de la habitación posterior, y la voz de una mujer diciendo:

—¡Vandor! ¡Sálvame, Vandor!

Fal Silvas palideció e intentó entrar de golpe y cerrarme la puerta en las narices, pero fui demasiado rápido para él. Salté hacia la puerta y, apartándole a un lado, entré.

Una terrible visión aguardaba a mis ojos. Varias mujeres se encontraban atadas fuertemente sobre losas de mármol, situadas a un metro del suelo, de tal forma que ninguna de ellas podían mover un miembro ni alzar la cabeza. Eran cuatro. Tres de ellas habían sido despojadas de parte de sus cráneos, pero todavía permanecían conscientes. Pude ver sus ojos horrorizados volverse hacia nosotros.

Me encaré con Fal Silvas.

—¿Qué significa esto? —lo increpé—. ¿En qué infernal experimento estás metido?

—¡Sal de aquí! ¡Sal de aquí! —vociferó—. ¿Cómo te atreves a invadir los sagrados recintos de la Ciencia? ¿Quién eres tú, calot, gusano, para juzgar las obras de Fal Silvas, para interferir en el trabajo de un cerebro cuya magnitud no se puede concebir? ¡Sal de aquí! ¡Sal de aquí o haré que te maten!

—¿Y quién me matará? —pregunté yo—. Libera a estas pobres criaturas de su sufrimiento y te obedeceré.

Tan grande era su ira o su terror, o ambas cosas a la vez, que temblaba como un hombre aquejado de un ataque de epilepsia y entonces, antes de que pudiese detenerlo, dio media vuelta y salió disparado de la habitación.

Yo sabía que iba a por ayuda, así que no tardaría en tener encima de mí a todos los inquilinos de su infernal residencia.

Podía haberlo perseguido, pero temía que algo pudiera suceder en el laboratorio mientras estuviera fuera, así que me dirigí hacia la joven que se encontraba en la cuarta losa. Era Zanda.

Me detuve a su lado y comprobé que aún no había sido sometida a la horrorosa operación de Fal Silvas, así que, desenvainando mi daga, corté las cuerdas que la ataban. Ella descendió de la mesa y enlazó sus brazos en torno a mi cuello.

—Oh, Vandor, Vandor —sollozó—, ahora ambos debemos morir. ¡Ya los oigo llegar!