CAPÍTULO XI

En casa de Gar Nal

Ocasionalmente, la ignorancia y la estupidez revelan tales ventajas que las elevan a la categoría de virtudes. El ignorante y el estúpido rara vez poseen la suficiente imaginación para ser curiosos.

El hombre del hangar me había visto partir solo en un monoplaza. Ahora me veía retomar en un biplaza y con acompañante. No obstante, no mostró ninguna curiosidad embarazosa por la cuestión.

Una vez estacionada nuestra nave en el hangar e instruido el propietario para que permitiera a uno cualquiera de nosotros que la usara cuando quisiese, conduje a Jat Or a la casa de huéspedes del mismo edificio; después de presentárselo al encargado, lo dejé, puesto que la investigación que pretendía realizar la llevaría mejor a cabo un sólo hombre que dos.

Mi primer objetivo era averiguar si la nave de Gar Nal había abandonado Zodanga. Desgraciadamente, desconocía la situación del hangar en el que Gar Nal la había construido. Estaba seguro de que no podría obtener aquella información de Rapas, puesto que sospechaba de mí, y por lo tanto mi única esperanza era Fal Silvas. Estaba convencido de que él debía saberlo, ya que diversas observaciones que le había oído, me habían hecho pensar que ambos investigadores se espiaban constantemente, y por tanto me dirigí a casa de Fal Silvas, después de indicar a Jat Or que permaneciera en la casa de huéspedes, donde podría encontrarlo si lo necesitaba.

La noche no estaba muy entrada cuando llegué a la casa del viejo inventor. A mi señal, Hamas me admitió. Pareció un poco sorprendido, y no de muy buen humor, al reconocerme.

—Creíamos que Ur Jan había logrado, al fin, acabar contigo —me dijo.

—No tuvo esa suerte, Harnas. ¿Dónde está Fal Silvas?

—En el laboratorio del piso de arriba. No sé si querrá que lo molesten, aunque creo que está ansioso por verte.

Añadió esto último con una inflexión desagradable que no me gustó. —Subiré a sus habitaciones inmediatamente. —No. Espera aquí. Iré a preguntarle al amo lo que desea hacer. Me abrí paso hacia el pasillo.

—Puedes venir conmigo si quieres, Hamas; pero tanto si vienes como si no, tengo que ver a Fal Silvas sin más dilación.

Él refunfuñó ante aquella falta de consideración a su autoridad, y se esforzó en adelantarme uno o dos pasos.

Cuando pasamos ante mis habitaciones, me di cuenta que la puerta estaba abierta; pero aunque no vi a Zanda, en el interior, no me preocupé por ello.

Subimos la rampa que conducía al piso de arriba, y una vez allí Hamas tocó a la puerta del apartamento de Fal Silvas.

Nadie respondió, y ya me disponía a entrar en la habitación cuando oí la voz de Fal Silvas preguntando quejumbrosamente:

—¿Quién anda ahí?

—Soy yo, Hamas, y Vandor que ha vuelto.

—Déjalo entrar—indicó Fal Silvas.

Según Harnas abría la puerta, yo entré, apartándole a un lado y, volviéndome, lo empujé al pasillo.

—Ha dicho que me dejes entrar —le dije, cerrándole la puerta en las narices.

Sin duda, Fal Silvas había salido de otra de las habitaciones de su apartamento, en respuesta a nuestra llamada, puesto que aún agarraba el pomo de la puerta de enfrente, con una mano; su ceño estaba fruncido malhumoradamente.

—¿Dónde has estado? —me preguntó imperiosamente. Naturalmente, no estaba acostumbrado a que me interpelasen en el tono que Fal Silvas había adoptado; y no me gustó. Soy un guerrero, no un actor, y durante un momento se me hizo difícil recordar que estaba representando un papel.

Incluso avancé algunos pasos hacia Fal Silvas con la intención de agarrarlo por el cuello y zarandearlo un poco para enseñarle buenos modales, pero me contuve a tiempo; no pude evitar una sonrisa al detenerme.

—¿Por qué no me contestas? —gritó Fal Silvas—. Te estás riendo, ¿cómo te atreves a reírte delante de mí?

—¿Por qué no he de reírme de mi propia estupidez?

—¿De tu propia estupidez? No te entiendo, ¿qué quieres decir?

—Te tomaba por un hombre inteligente, Fal Silvas, y ahora he descubierto que estaba equivocado. Por eso me río.

Creí que iba a explotar, pero logró controlarse.

—¿Qué es lo que quieres decir? —exigió saber airadamente.

—Quiero decir que ningún hombre inteligente hablaría a uno de sus lugartenientes en el tono de voz que acabas de emplear tú, por mucho que sospeche de él, hasta que hubiera verificado cuidadosamente sus sospechas. Probablemente has escuchado a Hamas durante mi ausencia, así que naturalmente estoy condenado antes de hablar.

Parpadeó, y añadió en un tono de voz más civilizado:

—Muy bien, adelante, explícame dónde has estado y qué has hecho.

—He estado investigando algunas de las actividades de Ur Jan, pero ahora no tengo tiempo de contarte todo al detalle. Lo importante para mí ahora es ir al hangar de Gar Nal; no sé dónde está. He venido aquí para que me proporciones esta información.

—¿Por qué quieres ir al hangar de Gar Nal?

—Porque he sabido que la nave de Gar Nal ha abandonado Zodanga, en una misión en la que están asociados él y Ur Jan.

Esta noticia puso a Fal Silvas en un estado de excitación próximo a la apoplejía.

—¡El muy calot! —exclamó—. ¡Ladrón, canalla!, ha robado todas mis ideas, y ahora lanza su nave antes que yo… yo…

—Cálmate, Fal Silvas —le urgí—. Todavía no estamos seguros de si la nave ha salido o no. Dime dónde la estaba construyendo e iré a investigar.

—Sí, sí, inmediatamente; pero, Vandor, ¿sabes a dónde piensa ir Gar Nal? ¿Lo has descubierto?

—Creo que a Thuria.

Entonces Fal Silvas literalmente se convulsionó de ira. En comparación con aquello, su primer estallido podría tomarse como una muestra de entusiástica aprobación, por los laureles inventivos de su competidor.

Insultó a Gar Nal de todas las formas que su lengua conocía, y también a todos sus antepasados hasta remontarse al Árbol de Vida Original, del cual se supone que descienden todos los marcianos.

—¡Va a Thuria a por el tesoro! —vociferó como colofón—. ¡Hasta esa idea me ha robado!

—No hay tiempo para lamentaciones, Fal Silvas —lo increpé—. Así no llegamos a ninguna parte. Dime dónde está el taller de Gar Nal, para que pueda cerciorarme de si ya ha partido o no.

El recuperó el control de sí mismo, con cierto esfuerzo, y me dio completas instrucciones para encontrar el taller de Gar Nal, e incluso me indicó cómo penetrar en él, mostrando una familiaridad con el baluarte de su enemigo que revelaba que sus propios espías no habían permanecido ociosos.

Mientras Fal Silvas concluía sus instrucciones, creí oír unos ruidos provenientes de la habitación trasera; sonidos amortiguados, jadeos o quizá suspiros, no podría decirlo. Eran muy débiles; podían haber sido casi cualquier cosa, y entonces Fal Silvas cruzó la habitación y me acompañó hasta el pasillo, diría yo que con cierta prisa. Me pregunté si también él había oído los ruidos.

—Será mejor que te marches ya —me indicó—, vuelve a informarme en cuanto descubras la verdad.

En el camino de vuelta, desde las habitaciones de Fal Silvas, me detuve en las mías para hablar con Zanda, pero no la encontré allí, y continué hacia la pequeña puerta por la que se entraba y salía de casa de Fal Silvas. Hamas estaba en el recibidor. Pareció decepcionado al verme.

—¿Vas a salir? —me preguntó.

—Sí.

—¿Piensas volver esta noche?

—Así lo espero; y a propósito, Hamas, ¿dónde está Zanda? No estaba en mis habitaciones cuando pasé por ellas.

—Creíamos que no ibas a volver —explicó el mayordomo—, y Fal Silvas encontró otras ocupaciones para ella. Mañana haré que Phystal te proporcione otra esclava.

—Quiero otra vez a Zanda. Realiza sus deberes satisfactoriamente y la prefiero a ella.

—Eso es algo que deberías discutir con Fal Silvas.

Salí entonces a la oscuridad de la noche y ya no me preocupé más por la cuestión, estando mi mente ocupada en consideraciones mucho más importantes.

Mi camino me condujo hacia otro barrio de la ciudad, más allá de la casa de huéspedes donde había dejado a Jat Or. No me resultó difícil localizar el edificio que Fal Silvas me había descrito.

A un lado de éste se abría un estrecho callejón oscuro. Penetré en él y avancé a tientas hasta el extremo opuesto, donde encontré un muro bajo, tal como Fal Silvas me había dicho.

Me detuve allí un instante, y escuché atentamente. Ningún sonido llegó del interior del edificio. Entonces salté al muro con facilidad, y de allí al tejado de una dependencia del edificio. Era el tejado del taller donde Gar Nal había construido su nave. Lo reconocí por las dos grandes puertas abiertas en su suelo.

Fal Silvas me había contado que se podía ver el interior del hangar por la abertura entre las dos puertas, siendo fácil comprobar si la nave aún estaba allí. Pero no había ninguna luz en el interior; el taller estaba completamente a oscuras, y no podía ver nada, aunque pegara los ojos a la rendija.

Intenté mover las puertas, pero estaban firmemente aseguradas. Entonces me moví cautelosamente a lo largo del muro, en busca de otra abertura.

A unos cuarenta pies a la derecha de las puertas, descubrí una pequeña ventana situada a unos diez pies de altura, sobre el tejado donde me encontraba. Salté hasta ella, cogiéndome al alféizar y subiendo a él, con la esperanza de ver algo desde aquel punto elevado.

Sorprendido y encantado, encontré la ventana abierta. El hangar estaba en silencio…, tan tranquilo y silencioso como el Erebo.

Sentándome en el alféizar, pasé las piernas por la ventana, me di la vuelta, colocándome boca abajo, me deslicé hasta quedar colgado de las manos y, por último, me dejé caer al suelo.

Tal maniobra, por supuesto, era arriesgadísima, puesto que uno nunca sabe adónde puede ir a parar.

Yo aterricé encima de un banco lleno de herramientas y piezas metálicas. Mi peso lo volcó, desparramándose su contenido con un estrépito terrorífico.

Incorporándome como pude, permanecí inmóvil en la oscuridad, escuchando. Si había alguien en el edificio, tal como yo pensaba, parecía muy improbable que aquel escándalo pasase inadvertido; y no lo pasó.

No tardé en oír pasos. Parecían muy lejanos, pero se iban aproximando, primero con rapidez, luego más lentamente. Quienquiera que se acercase, su cautela aumentaba con la cercanía.

Una puerta se abrió en el otro extremo del hangar, y divisé las siluetas de dos hombres recortándose contra la luz de vano.

La luz que entraba por la puerta no era muy brillante, mas bastaba para disipar, en parte, la penumbra del cavernoso interior del hangar y revelar que no había ninguna nave allí. ¡Gar Nal había partido!

Evidentemente, mis esperanzas eran remotas, sin embargo el descubrimiento me aturdió: Gar Nal se había ido y, sin duda alguna, Dejah Thoris estaba con él.

Los dos hombres avanzaban con cautela por el hangar.

—¿Ves a alguien? —oí preguntar al más retrasado.

—No —contestó el otro, añadiendo en voz alta—: ¿Quién anda ahí?

El suelo del hangar estaba de lo más desordenado. Barriles, cajones, bombonas, herramientas y piezas de recambio se hallaban tiradas por todas partes. Quizás esto fuese bueno para mí, porque, entre tantas cosas, sería difícil descubrirme, a menos que me moviera o que se tropezaran directamente conmigo.

Yo estaba arrodillado tras un cajón, planeando qué hacer en caso de que me descubriesen.

Los dos hombres llegaron frente a mi escondite y lo sobrepasaron. Yo le eché una mirada a la puerta por la que habían entrado. No parecía haber nadie allí; sin duda aquellos dos hombres estaban de guardia y eran los únicos que habían oído el estrépito.

De repente, un plan relampagueó en mi mente. Salí de mi escondite y me coloqué entre los hombres y la puerta. Me moví tan sigilosamente que no me oyeron.

—Quedaos quietos —dije entonces—, y no os pasará nada.

Se detuvieron como si les hubiesen pegado un tiro, luego se dieron la vuelta.

—No os mováis —ordené.

—¿Quién eres tú? —preguntó uno de los hombres.

—No te preocupes de quién soy. Responde a mis preguntas y no te pasará nada.

Uno de ellos se echó a reír.

—No nos va a pasar nada —afirmó—. Nosotros somos dos y tú uno solo. ¡Vamos! —dijo a su compañero, y ambos desenvainaron sus espadas y vinieron a por mí.

—¡Esperad! —grité—. No quiero mataron. Escuchadme. Sólo quiero obtener información de vosotros. Luego me iré.

—¡Oh, oh! No quiere matamos. Vamos, tú por la izquierda y yo por la derecha. De modo que no quieres matarnos…

A veces siento que merezco poca gloria por mis incontables éxitos en los combates a muerte. En todas las ocasiones, mi relampagueante acero parece un ser vivo, inspirado por un poder superior al de un hombre mortal, o al menos esa impresión me da a mí, y creo que también debe de darle a mis enemigos. Así sucedió aquella noche.

Cuando los dos hombres cargaron sobre mí, desde direcciones opuestas, mi espada relampagueó en tan rápida sucesión de paradas, estocadas y tajos, que juraría que mis rivales no pudieron seguirlos con la vista.

El primero de ellos cayó con el cráneo hendido, apenas se puso al alcance de mi hoja, y casi simultáneamente, le atravesé el hombro a su compañero. Entonces di un paso atrás.

No podía utilizar su diestra: le colgaba paralizada del hombro. No podía escapar, yo estaba entre él y la puerta. Y allí se quedó, aguardando a que le atravesara el corazón.

—No deseo matarte —le dije—. Si respondes, de verdad, a mis preguntas, te dejaré vivir.

—¿Quién eres y qué quieres saber? —dijo él de mala gana.

—No te importa quién soy. Responde a mis preguntas, y di la verdad. ¿Cuánto hace que partió la nave de Gar Nal?

—Dos noches.

—¿Quiénes iban a bordo?

—Gar Nal y Ur Jan.

—¿Nadie más?

—No.

—¿Adónde fueron?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Será mejor para ti que lo sepas. Vamos, dime adónde fueron, y a quién pensaban llevar con ellos.

—Iban a encontrarse con otra nave cerca de Helium, para transbordar a alguien cuyo nombre nunca oí mencionar.

—¿Pensaban secuestrar a alguien para obtener rescate?

Él asintió.

—Supongo que sí.

—¿Y no sabes quién era?

—No.

—¿Dónde pensaban ocultar a esa persona?

—En un sitio donde nadie podrá encontrarla.

—¿Qué sitio es ese?

—Oí decir a Gar Nal que tenía intención de ir a Thuria.

Ya había obtenido toda la información de valor que aquel hombre podía darme, así que hice que me condujera a una puerta que diese al tejado por donde yo había entrado al hangar. Salí y esperé a que cerrara la puerta; luego crucé el tejado y me dejé caer sobre el muro de abajo, y de allí al callejón.

Mientras me dirigía a la casa de Fal Silvas, iba haciendo planes rápidamente. Me daba cuenta de que tenía que afrontar riesgos desesperados, y de que, cualquiera que fuese el resultado de mi aventura, su éxito o fracaso dependía totalmente de mí.

Me detuve en la casa de hospedaje donde había dejado a Jat Or. Lo encontré esperando ansiosamente mi regreso.

El lugar estaba lleno de huéspedes, de modo que no pudimos hablar en privado, así que lo llevé a la casa de comidas que Rapas y yo solíamos frecuentar. Allí encontramos una mesa libre y le conté todo lo que había sucedido desde que lo dejara al llegar a Zodanga.

—Y ahora —le dije—, espero poder partir hacia Thuria esta noche. Cuando nos separemos, vete al hangar y saca la nave. Ten cuidado con las patrulleras. Si logras abandonar la ciudad sin problemas, dirígete directamente hacia el oeste, a lo largo del decimotercer paralelo durante cien haads y espérame allí. Si no aparezco en dos días, eres libre de actuar según tu criterio.