Jat Or
Cuando intento buscar excusas para justificar las desgracias que me sucedieron, suelo preguntarme por qué el Destino se mostró en aquel momento favorable a esos indeseables y adverso a mí. Sin duda, mi causa es una causa justa, sin embargo el insignificante hecho de que un adorno metálico de un balcón de la ciudad de Zodanga estuviera flojo y que mi correaje se trabara en él accidentalmente, me colocó en una situación de la cual no parecía probable que escapara con vida.
Sin embargo, todavía no estaba muerto; y no tenía intención de resignarme sin combatir a los dictados de un Destino cruel e injusto. Y además, como dicen los aficionados a cierto famoso juego de cartas americano, aún tenía un as en la manga.
Mientras Ur Jan saltaba al balcón, yo me alejé de él aferrado a la cuerda atada a mi nave y, simultáneamente, comencé a escalarla.
Me balanceé como un péndulo, y, cuando alcancé el límite de mi arco de giro, volví directamente hacía los brazos de Ur Jan.
Todo sucedió muy rápidamente, mucho más rápido de lo que puedo contarlo. Ur Jan echó mano a su espada, yo flexioné mis rodillas contra el cuerpo, dirigiéndome hacia él; luego, cuando casi estaba encima de él, lo golpeé con ambos pies, en el pecho, con toda mi fuerza.
Ur Jan retrocedió vacilante contra el asesino que lo seguía, y ambos cayeron en un montón.
Simultáneamente, tiré de la cuerda delgada que había atado a la palanca de puesta en marcha de mi nave. En consecuencia, ésta se elevó y me arrastró con ella, colgado de la cuerda.
Mi situación era todo menos envidiable. Por supuesto, no podía guiar la nave, y si ésta no se elevaba con la suficiente rapidez, tenía una excelente oportunidad de morir aplastado contra algún edificio, mientras me arrastraba por la ciudad, pero incluso esta amenaza no era la más grande que tenía que afrontar, porque entonces oí un disparo, y una bala pasó silbando junto a mí… Los asesinos intentaban abatirme a tiros.
Subí por la cuerda lo más rápido que pude, pero la ascensión por una cuerda pendiente de una aeronave en movimiento no es nada fácil, aun sin añadirle el peligro de ser blanco de los disparos de una banda de asesinos.
La nave me conducía diagonalmente a través de la avenida donde se encontraba el edificio que albergaba a la banda de Ur Jan. Pensé que iba a estrellarme contra el edificio de enfrente y, créeme, puse toda mi fuerza y agilidad en escalar la cuerda mientras la nave cruzaba rápidamente la avenida.
En esta ocasión, sin embargo, el destino me favoreció, y pasé rozando el tejado del edificio.
Los asesinos aún continuaban disparándome, pero me imagino que la mayor parte de sus éxitos, en el pasado, los habían conseguido con la daga o el veneno, porque en puntería tenían mucho que desear.
Finalmente, mis dedos se cerraron en tomo a la barandilla de la nave, y un momento después me encontré en cubierta. Lanzándome hacia los mandos, di toda la velocidad y orienté el rumbo hacia Helium.
Quizás fui imprudente, puesto que ignoré la amenaza de las patrulleras y no hice esfuerzo alguno para escapar a su vigilancia. Nada me importaba entonces salvo alcanzar Helium a tiempo para salvar a mi princesa.
¡Cómo sabían mis enemigos golpearme donde más me dolía! ¡Cómo conocían mis partes vulnerables! Sabían que no les negaría nada, incluso mi propia vida, con tal de salvar a Dejah Thoris. Y debían saber, igualmente, el precio que tendrían que pagar si la hacían algún daño, y esto los convertía en hombres desesperados. Yo había amenazado su seguridad y sus vidas, y se lo habían jugado todo a una carta intentando derrotarme.
Traté de adivinar si alguno de ellos me había reconocido. No había visto a Rapas en la ventana, y parecía poco probable que, en la oscuridad de la noche, los otros dos asesinos, que sólo me habían visto un instante en la casa de comidas, pudieran estar seguros de que era yo quien colgaba de la cuerda. Presentí que podían sospechar que yo era Vandor, pero confiaba que ninguno estuviese seguro de que fuera John Carter.
Mi veloz nave atravesaba rápidamente Zodanga, y ya creía que iba a escapar sin dificultades cuando escuché, de pronto, a una patrulla darme el alto.
Estaba a una altura considerablemente mayor que la mía, ligeramente adelantada y hacia estribor. Mi acelerador estaba apretado a fondo, y mi nave surcaba el aire poco denso del moribundo planeta a toda velocidad.
La patrullera debió darse cuenta instantáneamente de que yo no tenía intención de detenerme, puesto que se lanzó hacia adelante, aumentando la velocidad, y picó hacia mí. La velocidad que obtuvo de aquel largo picado fue enorme, y aunque normalmente no era una nave tan rápida como la mía, su terrorífica velocidad en picado era mayor que la que mi nave podía desarrollar.
Yo volaba demasiado bajo para poder ganar velocidad picando, pero ni aunque hubiera podido hacerlo hubiese logrado igualar la velocidad de aquella nave, cuyo mayor peso multiplicaba su aceleración.
Bajaba directamente hacia mí, acortando distancia rápidamente, y acercándose diagonalmente desde estribor.
Parecía imposible que pudiera escapar y, cuando abrió fuego sobre mí con sus cañones de proa, acaricié la idea de rendirme, porque así al menos salvaría la vida. De lo contrario, moriría, y muerto no le sería de ninguna ayuda a Dejah Thoris. Pero me enfrentaba con el hecho de que me retrasaría, de que quizás no pudiera llegar a tiempo a Helium. Me arrestarían con toda seguridad, y casi con certeza encarcelado por intentar huir de la patrullera. Carecía de documentación, lo cual me lo haría todo aún más difícil. Tenía bastantes posibilidades de que me esclavizasen, o me arrojasen a la mina de la ciudad en espera de los próximos juegos. El riesgo era demasiado grande. Debía alcanzar Helium sin demora. Repentinamente, empujé el timón hacia la derecha, y la pequeña nave respondió a mis deseos con tal prontitud que casi fui catapultado a la cubierta cuando giró bruscamente.
Me dirigí directamente hacia el casco de la patrullera mientras ésta se lanzaba sobre mi antigua trayectoria, de tal forma que no pudiera dispararme, al estar yo oculto por su propio casco.
Ahora su mayor peso y su velocidad de picado obraban en mi favor. No podía reducir la velocidad y cambiar de rumbo con la facilidad con que yo había maniobrado mi ligera nave monoplaza.
El resultado fue que, antes de que lograra lanzarse en mi persecución de nuevo, yo ya había cruzado las murallas de Zodanga y volaba sin luces. No fue capaz de descubrirme.
Divisé sus luces durante un rato y advertí que no seguía el rumbo correcto y entonces, con un suspiro de alivio, me dispuse a emprender el largo viaje hacia Helium.
Mientras volaba a toda velocidad a través de la atmósfera del moribundo Marte, Thuria asomó por el horizonte al oeste, delante de mí, inundando con su brillante luz la vasta extensión de fondos de mares secos donde una vez ondearon poderosos océanos, albergando en sus senos a las grandes naves de la gloriosa raza que por aquel entonces dominaba el joven planeta.
Sobrevolé las arruinadas ciudades sitas en las riberas de aquellos mares muertos, y mi imaginación las pobló de muchedumbres felices y despreocupadas. Allí estaban de nuevo los grandes Jeddaks que las gobernaban y los clanes guerreros que las defendían. Ahora todo había desaparecido, y sin duda los oscuros nichos de sus majestuosos edificios albergaban a algunas salvajes tribus de crueles y tristes hombres verdes.
Y de esta forma sobrevolé las vastas extensiones de tierras yermas hacia las Ciudades Gemelas de Helium y la mujer que amaba: Dejah Thoris, cuya inmortal belleza era el honor de un mundo.
Había graduado mi compás de destino en mi objetivo, y me recosté en la cubierta de la nave para dormir.
El trayecto de Zodanga a Helium es largo y solitario, y aquella vez me pareció que se prolongaba interminablemente a causa de mi ansiedad por mi princesa; pero al fin llegó a su término, y divisé la torre escarlata de Helium Mayor perfilándose ante mí.
Mientras me aproximaba a la ciudad, una patrullera me detuvo y me ordenó que me colocara a su costado.
Yo me había despojado del pigmento rojo durante el día, y el oficial me reconoció antes de que le diera mi nombre.
Noté una cierta reserva y embarazo en sus maneras, pero no hizo otra cosa que saludarme y preguntarme respetuosamente si podía darme escolta hasta mi palacio.
Yo se lo agradecí y se lo rogué para que no fuera detenido por otras patrulleras. Cuando llegué sin novedad ante mis hangares, saludó con la proa y se marchó.
Mientras yo descendía de la nave, la guardia del hangar se adelantó para hacerse cargo de ella y meterla en el hangar.
Aquellos hombres eran servidores leales y veteranos que llevaban años a mis servicios. Ordinariamente, me saludaban con entusiasmo cuando regresaba de una ausencia, comportándose conmigo más como viejos criados que como una escolta militar: sin embargo, aquella noche me saludaron sin mirarme a la cara y con apariencia incómoda.
No les pregunté nada, aunque intuí que algo no iba bien. En vez de hacerlo, descendí apresuradamente por la rampa que conducía a mi palacio y me dirigí sin demora a las habitaciones de mi princesa.
Mientras me aproximaba a ellas, me encontré con un joven oficial de su guardia personal que, al verme, se me acercó rápidamente. Su rostro estaba blanco como la cal, y su expresión era de agobio, que luchaba para contener sus emociones.
—¿Qué es lo que anda mal, Jat Or? —quise saber—, primero el comandante de la patrullera, luego la guardia del hangar y ahora tú, parecéis haber acabado de perder a vuestro último amigo.
—Hemos perdido a nuestro mejor amigo —contestó él.
Sabía a qué se refería, pero vacilé en exigirle una explicación directa. No quería oírla. Si escuchaba lo que tenía que contarme, me hundiría como no me había hundido en mi vida, ni siquiera ante una cita con la muerte.
Pero Jat Or era un soldado; también yo lo era, y un soldado debe enfrentarse a su deber sin importarle lo horrible que éste pueda ser.
—¿Cuándo se la llevaron? —pregunté—. Por eso vine apresuradamente de Zodanga, para prevenirla; y he llegado tarde, Jat Or, ¿verdad? —Asintió con la cabeza—. Cuéntamelo —le dije.
—Sucedió anoche, mi príncipe, no sabemos a qué hora exactamente. Dos hombres estaban de guardia ante su puerta. Eran hombres nuevos, pero habían pasado con éxito las investigaciones que deben superar todos aquellos que entran a vuestros servicios, señor. Esta mañana dos esclavas fueron a relevar a las que habían estado de servicio por la noche con la princesa, encontraron que éstos habían desaparecido. Las dos esclavas yacían muertas entre sus pieles y sedas de dormir; habían sido asesinadas mientras dormían. Los dos guardianes habían desaparecido. No. estamos seguros, pero por supuesto creemos que fueron ellos los que se llevaron a la princesa.
—Así fue. Eran agentes de Ur Jan, el asesino de Zodanga. ¿Qué se ha hecho hasta ahora?
—Tardos Mors, el Jeddak, su abuelo, y Mors Kajak, su padre, han despachado un millar de naves en su busca.
—Es extraño. No he visto una sola nave en todo el viaje desde Zodanga.
—Pues las enviaron, mi príncipe —insistió Jat Or—. Lo sé porque pedí permiso para viajar en una de ellas; me siento responsable, como si de alguna forma el secuestro fuera culpa mía.
—Donde quiera que la busquen, están perdiendo el tiempo. Comunícaselo así a Tardos Mors. Dile que llame a sus naves. Sólo hay una nave capaz de seguirlos al lugar donde la han llevado, y sólo hay dos hombres en el mundo capaces de conducirla. Uno de ellos es un enemigo: el otro soy yo. Por eso debo volver de inmediato a Zodanga. No hay tiempo que perder. Si no fuera así, yo mismo iría a ver al jeddak antes de partir.
—¿Pero no hay nada que podamos hacer aquí? ¿No hay nada que yo pueda hacer? Si hubiera estado en guardia, esto no hubiera sucedido. Debería haber dormido ante la puerta de mi princesa. Déjeme ir con usted. Tengo una buena espada, y puede llegar un momento en que incluso el Señor de la Guerra se alegre de disponer de ella en su apoyo.
Yo consideré su petición durante un momento. ¿Por qué no llevarlo conmigo? A fuerza de tener que depender exclusivamente de mis propios recursos, a lo largo de mi dilatada existencia, he llegado a acostumbrarme a contar sólo con ellos. Pero en aquellas ocasiones en que he luchado con buenos hombres a mi lado, gentes como Carthoris, Kantor Kan y Tars Tarkas, me he alegrado de que estuvieran allí. Sabía que aquel joven padwar era diestro con la espada e igualmente sabía que era leal a mí y a mi princesa. Al menos, aunque no fuera una ayuda, no sería un estorbo.
—Muy bien, Jat Or. Ponte un correaje sin insignias. Ya no eres un padwar de la armada de Helium, sino un panthan sin patria, al servicio de quien quiera contratarte. Pídele al oficial de la Guardia que venga inmediatamente a mis habitaciones, y ven tú también en cuanto te hayas cambiado. No tardes.
El oficial de la Guardia llegó a mis habitaciones poco después que yo. Le comuniqué que iba a partir en busca de Dejah Thoris y que quedaba al mando del Palacio hasta mi regreso.
—Mientras espero a Jat Or, deseo que subas a la pista de aterrizaje y que llames a una patrullera. Quiero que me escolte hasta las murallas de la ciudad para no sufrir retrasos.
El saludó y se marchó, y cuando hubo salido le escribí una breve nota a Tardos Mors, a Mors Kajak y a Carthoris.
Jat Or entró cuando terminaba la última. Era un guerrero pulcro y de aspecto eficiente, y me gustó su aspecto. Aunque llevaba algún tiempo a nuestro servicio, no lo había tratado con anterioridad, al ser sólo un padwar, sin importancia asignado a la escolta de Dejah Thoris. A propósito, el rango de padwar corresponde casi exactamente con el de teniente en la organización militar terrestre.
Indiqué a Jat Or que me siguiese, y ambos subimos a la pista de aterrizaje. Allí elegí una nave rápida biplaza, y mientras la sacaba del hangar, la patrullera convocada por el oficial de la Guardia descendía hacia la pista. Un momento después nos dirigimos hacia las murallas exteriores de Helium escoltados por la patrullera, cuando la hubimos sobrepasado, nos saludamos el uno al otro inclinando nuestras respectivas proas; después, orienté el morro de mi volador hacia Zodanga y apreté el acelerador al máximo, mientras la patrullera volaba hacia la ciudad.
El viaje de retorno a Zodanga transcurrió sin incidentes. Aproveché el tiempo del que disponía, para poner al corriente a Jat Or de todo cuanto me había sucedido en Zodanga, y de lo que había averiguado allí, de modo que estuviera bien preparado en previsión de cualquier emergencia que pudiese sobrevenir. También me embadurné otra vez más con el pigmento rojo que constituía mi único disfraz.
Naturalmente, estaba muy preocupado por lo que pudiese haberle sucedido a Dejah Thoris, y dediqué mucho tiempo a inútiles conjeturas respecto al lugar donde la habían conducido sus secuestradores.
No podía creer que la nave interplanetaria de Gar Nal hubiera podido aproximarse a Helium sin ser descubierta. Por lo tanto, parecía mucho más razonable suponer que Dejah Thoris había sido conducida a Zodanga y que desde allí intentarían transportarla a Thuria.
Mi estado mental durante aquel largo viaje era indescriptible. Me imaginé a mí princesa en manos de los rufianes de Ur Jan, y me imaginé los sufrimientos internos que debía estar padeciendo, aunque exteriormente no se mostrara más que inmutable ante sus raptores. Tales pensamientos azotaban mi cerebro, y la sed de sangre del asesino me dominó completamente, así que me temo que fui un compañero de viaje muy hosco y poco comunicativo para con Jat Or. Pero finalmente alcanzamos Zodanga. Era otra vez de noche. Podía haber sido más seguro esperar a la luz del día para entrar en la ciudad, como había hecho la ocasión anterior; pero el tiempo era ahora un factor importante.
Sin encender ninguna luz, descendimos lentamente hacia las murallas de la ciudad y, manteniéndonos en constante alerta, por si aparecía alguna patrullera, franqueamos el muro exterior y nos adentramos en una oscura avenida situada detrás de éste. Desplazándonos siempre por vías poco iluminadas, llegamos al fin sin novedad al hangar público del cual era yo cliente.
Habíamos dado el primer paso en la búsqueda de Dejah Thoris.