CAPÍTULO VIII

Sospecha

Clorus, la luna más lejana, recorria los cielos a gran altura, iluminando tenuemente las calles de Zodanga como si fuera una bombilla polvorienta colocada a demasiada altura; pero no necesitaba más luz para percibir la horrible forma del emboscado acechándome.

Sabía exactamente lo que él tenía en la cabeza, y debí haber sonreído. Creía que yo me acercaba en la más absoluta ignorancia de su presencia y del hecho de que alguien pensara asesinarme aquella noche. Se decía a sí mismo que, en cuanto yo hubiera pasado, saldría de un salto de su escondite y me atravesaría por la espalda, sería muy sencillo; luego sólo tendría que ir a informar a Ur Jan.

Mientras me aproximaba al zaguán, me detuve y eché una rápida mirada hacia atrás. Quería asegurarme, si era posible, de que Rapas no me había seguido. Si mataba a aquel hombre, no quería que Rapas supiera que había sido yo.

Continué mi marcha, manteniéndome a algunos pasos del edificio para no encontrarme cerca del asesino cuando pasara delante de él. Al llegar a su altura, me volví de repente y le planté cara.

—Sal de ahí, idiota —lo increpé en voz baja.

Durante un momento, el hombre no se movió. Estaba totalmente anonadado por mis palabras y porque lo hubiera descubierto.

—Tú y Rapas creíais poder engañarme, ¿no? ¡Tú, Rapas y Ur Jan! Bien, voy a contarte un secreto…, algo que Rapas y Ur Jan ni siquiera han soñado. No has empleado conmigo el método correcto porque te has confundido de hombre. Creías estar intentando matar a Vandor, pero no es así. No existe ningún Vandor. El hombre que tienes delante es John Carter. Señor de la Guerra de Marte —tiré de mi espada—. Y si ahora estás preparado, puedes salir a que te mate.

Él salió lentamente, espada en mano. Sus ojos reflejaban su asombro, al igual que su voz, cuando murmuró:

—¡John Carter!

No parecía asustado, de lo cual me alegré, porque no me gusta luchar contra alguien que me tema, ya que comienza a luchar con una terrible desventaja que nunca logra superar.

—¡Así que tú eres John Carter! —dijo él cuando salió al aire libre, y comenzó a reírse—. ¿Acaso crees que puedes asustarme? Eres un embustero de primera, Vandor; pero aunque fueras todos los embusteros de Barsoom en uno, no lograrás asustar a Povak.

Por lo visto, no me creía, y me alegré, porque ello le daba nuevos alicientes al combate, dado que podría irle revelando gradualmente a mi antagonista que se enfrentaba a un maestro de la esgrima.

En cuanto cruzamos las espadas descubrí que, aunque no era un mal espadachín ni mucho menos, no era tan diestro como el finado Uldak. Me hubiera gustado jugar un rato con él, pero no podía arriesgarme a que nos descubrieran.

Mi ataque fue tan violento que no tardé en acorralarlo contra la pared del edificio. No pudo hacer otra cosa que defenderse, y ahora lo tenía absolutamente a mi merced.

Podía haberlo atravesado entonces, pero tan sólo le hice un corto arañazo en el pecho, y luego otro perpendicular al primero. Me hice hacia atrás y bajé mi acero.

—Mira a tu pecho, Povak. ¿Qué ves en él?

Él se contempló la herida, lo vi estremecerse.

—La marca del Señor de la Guerra —dijo entrecortadamente—. Ten piedad de mí; no sabía quién eras.

—Te lo dije, pero no me creíste; y si me hubieras creído, hubieras estado más ansioso por matarme. Ur Jan te hubiera recompensado generosamente.

—Déjame ir —suplicó—. Perdóname la vida y seré tu esclavo.

Vi que era un asqueroso cobarde y no sentí piedad alguna, sino sólo desprecio.

—Levanta tu espada y defiéndete —lo increpé—, o te atravesaré a sangre fría.

Repentinamente, con la muerte reflejada en su rostro, pareció volverse loco. Se abalanzó sobre mí con la furia de un maníaco, y el ímpetu de su ataque me hizo retroceder algunos pasos, desvié entonces una estocada terrorífica y le atravesé el corazón.

Vi cómo se acercaban algunas gentes atraídas por el ruido de nuestros aceros. Unos pocos pasos me permitieron alcanzar un callejón, por el cual me eché a correr y, dando un rodeo, continué mi camino hacia la casa de Fal Silvas.

Hamas me admitió. Se mostró muy cordial. En realidad, demasiado cordial. Estuve a punto de reírme en su cara, porque sabía que él no sabía lo que yo sabía, pero le devolví educadamente sus saludos y me dirigí a mis habitaciones. Zanda me estaba esperando. Yo me quité la espada y se la entregué.

—¿Rapas? —preguntó ella, yo le había contado que Fal Silvas me había ordenado que lo matara.

—No, Rapas no. Otro de los hombres de Ur Jan.

—Ya van dos.

—Sí —contesté—, pero recuerda que no debes contarle a nadie que los he matado yo.

—No se lo contaré a nadie, mi amo. Siempre podrás confiar en Zanda.

Limpió la sangre de la hoja y luego la secó y le dio brillo. Yo la observé mientras trabajaba y noté las perfectas proporciones de sus manos y la gracia de sus dedos. Nunca le había prestado mucha atención hasta entonces. Por supuesto, había notado que era joven, bien formada y de agradable presencia; pero repentinamente me impresioné al darme cuenta de que era muy hermosa y que con los adornos, las joyas y el peinado de una gran dama, no pasaría desapercibida en compañía de nadie.

—Zanda —dije al fin—, tú no naciste esclava, ¿no?

—No, amo.

—¿Fal Silvas te compró o te secuestró?

—Phystal y otros dos esclavos me atraparon cuando paseaba por una avenida con un guardaespaldas. Lo mataron y me trajeron aquí.

—¿Aún vive tu familia?

—No. Mi padre era un oficial de la antigua Armada Zodangana. Pertenecía a la pequeña nobleza. Murió cuando John Carter condujo a las hordas verdes de Thark contra la ciudad. Desesperada, mi madre emprendió el último viaje hacia el seno del sagrado Iss, en el Valle de Dor y el Mar Perdido de Korus.

«John Carter —dijo ella pensativamente, con la voz cargada de odio—. Es el culpable de todas mis penas, de todo mi infortunio. Si John Carter no me hubiera despojado de mis padres, yo no estaría aquí, pues ellos me hubieran protegido de todo peligro».

—Odias a John Cárter, ¿no?

—Lo odio.

—Me imagino que te gustaría verlo muerto.

—Sí.

—Supongo que sabrás que Ur Jan ha jurado acabar con él.

—Sí, lo sé —respondió ella—; y rezo constantemente para que tenga éxito. Si yo fuera un hombre, me alistaría bajo la bandera de Ur Jan. Sería un asesino, y buscaría yo misma a John Carter.

—Dicen que es un formidable luchador.

—Ya encontraría alguna forma de matarlo, aunque tuviera que recurrir a la daga o al veneno.

Yo me reí.

—Espero que, por su bien, no lo reconozcas cuando te encuentres con él.

—Lo reconoceré enseguida —aseguró ella—. Su piel blanca lo delatará.

—Bien, confiemos en que se te escape —dije yo riéndome y, dándole las buenas noches, me fui a dormir.

A la mañana siguiente, en cuanto hube desayunado, Fal Silvas me mandó llamar. Cuando entré en su estudio, vi a Hamas y a otros dos esclavos de pie, a su lado.

Fal Silvas me miró desde debajo de sus cejas fruncidas. No me saludó educadamente como era su costumbre.

—¿Y bien? —me increpó—, ¿acabaste con Rapas anoche? —No, no lo hice.

—¿Lo viste?

—Sí, lo vi y hablé con él. De hecho, cenamos juntos.

Mi confesión sorprendió tanto a Fal Silvas como a Hamas. Era evidente que había trastornado sus cálculos, porque creo que esperaban que yo negase haber visto a Rapas, que es lo que habría hecho, de no ser por la afortunada circunstancia que me había permitido descubrir a Hamas espiándome.

—¿Y por qué no lo mataste? —quiso saber Fal Silvas—. ¿Acaso no te lo había ordenado?

—Me contrataste para que te protegiera, Fal Silvas, y pienso seguir mi propio criterio y hacerlo a mi manera. No soy ni un niño ni un esclavo. Creo que Rapas está en contacto con personas mucho más peligrosas para ti que el propio Rapas, y, dejándolo con vida, y manteniéndome en contacto con él puedo descubrir muchas cosas que nunca descubriría si lo matara. Si no estás satisfecho con mis métodos, encarga a otro que te proteja; y si has decidido matarme, te sugiero que contrates a algunos guerreros. Estos esclavos no son rivales para mí.

Pude ver a Hamas temblar de ira contenida ante mis palabras, pero no osó decir ni hacer nada sin órdenes de Fal Silvas. Se limitó a permanecer con la mano en la empuñadura de su espada, mirando a Fal Silvas como si esperase una señal.

Pero Fal Silvas no le hizo señal alguna. En vez de ello, el viejo inventor me estudió atentamente durante varios minutos. Finalmente, suspiró y agitó la cabeza.

—Eres un hombre muy valiente, Vandor —dijo—, pero quizás demasiado arrogante e insensato. Nadie le habla así a Fal Silvas. Todos me tienen miedo. ¿No te das cuenta de que te puedo matar en cualquier momento?

—Si fueras tonto, Fal Silvas, esperaría que me matases ahora; pero tú no lo eres. Sabes que puedo serte más útil vivo que muerto, y quizás también sospeches lo mismo que yo…, que si yo muriera, no moriría solo. Tú vendrías conmigo.

Hamas me miró horrorizado y apretó con fuerza la empuñadura de su espada, como si pensara desenvainarla; pero Fal Silvas se recostó en su silla y sonrió.

—Tienes bastante razón. Vandor, y puedes estar seguro de que si algún día decido acabar contigo, no me encontraré al alcance de tu espada cuando ese triste suceso tenga lugar. Y ahora cuéntame qué es lo que esperas averiguar por medio de Rapas y qué te hace creer que posee información de valor.

—Eso es sólo para tus oídos, Fal Silvas —dije yo, mirando a Hamas y a los dos esclavos.

Fal Silvas les hizo una señal con la cabeza.

—Podéis iros —les ordenó.

—Pero amo —objetó Hamas—, te quedarás solo con este hombre. Puede matarte.

—No estaría más a salvo de su espada si tú estuvieras presente, Hamas —respondió el amo—. Ambos hemos visto con qué destreza la usa. La roja piel de Hamas se oscureció al oír aquello, y abandonó la habitación sin pronunciar palabra, seguido por los esclavos.

—Y ahora cuéntame qué has averiguado o qué sospechas —me dijo Fal Silvas.

—Tengo razones para creer que Rapas se ha puesto en contacto con Ur Jan. A Ur Jan, según me contaste, lo ha contratado Gar Nal para asesinarte. Manteniéndome en contacto con Rapas, es posible conocer algo de los planes de Ur Jan. No estoy seguro de ello, pero es el único contacto que tengo con los asesinos y sería mala estrategia romperlo.

—Tienes toda la razón, Vandor. Comunícate con Rapas tan a menudo como puedas, y no lo mates hasta que deje de sernos útil. Entonces… — su rostro se contrajo en una mueca diabólica.

—Sabía que estarías de acuerdo conmigo —dije yo—. Me interesa mucho volver a ver a Rapas esta noche.

—Muy bien. Y ahora vayamos al taller. El trabajo en el motor va progresando muy bien, pero quiero que revises lo que se ha hecho hasta ahora.

Fuimos juntos al taller y, tras inspeccionarlo todo, le dije a Fal Silvas que quería ver el compartimento del motor en la nave para tomar unas medidas.

El me acompañó y penetramos junto n el casco. Cuando hube terminado mi investigación, busqué una excusa para quedarme más tiempo en el hangar, ya que tenía medio urdido un plan para cuya realización necesitaba un conocimiento más íntimo de aquella sala.

Simulando admirar la nave, caminé en torno a ella, observándola desde todos sus ángulos y, al mismo tiempo, observando el hangar desde todos sus puntos. Mi atención se concentró particularmente en el gran portalón a través del cual la nave debía abandonar en su momento el edificio.

Observé la construcción de las puertas y de sus cierres. Cuando lo hube hecho, perdí todo interés en la nave…, al menos por el momento.

Pasé el resto del día en el taller con los mecánicos, y la noche me sorprendió de nuevo en la casa de comidas de la Avenida de los Guerreros.

Rapas no se encontraba allí. Ordené mi cena y comencé a comer muy despacio, casi la había terminado sin que apareciera. Me dediqué a perder el tiempo, porque tenía muchas ganas de verlo aquella noche.

Al fin, cuando casi me había dado por vencido, llegó. Era evidente que estaba muy nervioso, y parecía más furtivo y sigiloso que de ordinario.

—¡Kaor! —lo saludé cuando se acercó a la mesa—, llegas tarde esta noche.

—Sí, me entretuve.

Pidió su cena. Parecía que no se podía estar quieto.

—¿Llegaste anoche a casa sin novedad? —me preguntó.

—Sí, por supuesto, ¿por qué?

—Estaba un poco preocupado por ti. Oí decir que habían asesinado a un hombre en una avenida por la que tuviste que pasar.

—¿Sí? —exclamé—. Debe haber sucedido después de que pasara yo. —Es muy extraño, era uno de los asesinos de Ur Jan, y de nuevo tenía la marca de John Carter en el pecho.

Me miraba recelosamente, pero noté que temía decir en voz alta lo que sospechaba.

—Ur Jan está seguro ahora de que John Carter está en la ciudad.

—Bueno —repliqué yo—, ¿por qué preocuparnos de ese asunto? Estoy seguro de que no nos concierne ni a ti ni a mí.