CAPÍTULO VII

El rostro en el umbral

La sangre fría es un corolario del aplomo. Di gracias porque el don del aplomo de algún antiguo antepasado hubiera pervivido en su descendencia hasta llegar a mí. Desconocía si Fal Silvas había entrado antes o después de que la nave se posara en su andamiaje. Si no era así, se lo había perdido por una fracción de segundos. Mi mejor defensa sin embargo era actuar según la suposición de que había llegado después, y me determiné a actuar en consecuencia. El viejo inventor me miraba duramente desde el umbral.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó imperativamente.

—Este invento me fascina; excita mi imaginación —contesté yo—. Vine del taller a echarle otra mirada. No me prohibiste hacerlo.

El arqueó las cejas, pensativo.

—Quizás no lo hiciera—dijo al fin—, pero lo hago ahora. Nadie debe entrar en esta habitación salvo por orden expresa mía.

—Lo tendré en cuenta.

—Será mucho mejor que lo hagas, Vandor.

Me dirigí entonces hacia la puerta donde se encontraba, con la intención de volver al taller; pero Fal Silvas me cortó el paso.

—Espera un momento —me dijo—. Tal vez te has estado preguntando si el cerebro responde a tus ondas mentales.

—Pues, francamente, sí.

Traté de imaginarme lo que sabía, lo que había visto. Quizás estuviera jugando conmigo, o quizás sólo sospechase algo y tratara de confirmar sus sospechas. Sea lo que fuera, yo no estaba dispuesto a apartarme de mi presunción de que ni sabía nada ni había visto nada.

—¿No estarías, por casualidad, intentando comprobar si te respondía?

—¿A quién, salvo a un idiota, dejaría de ocurrírsele esa idea después de haber visto el invento?

—Claro, claro; pero…, ¿tuviste éxito?

Las pupilas de sus ojos se contrajeron, y los párpados se cerraron hasta quedar reducidos a dos estrechas líneas. Parecía querer penetrar en mi alma e, incuestionablemente, intentaba leer en mi mente; pero esto no lo iba a conseguir.

Agité la mano en la dirección de la nave.

—¿Acaso se ha movido? —pregunté sonriente.

Creí descubrir entonces un matiz de alivio en su expresión, y me sentí seguro de que no había visto nada.

—Sin embargo —dijo—, sería interesante saber si la mente de otro hombre puede controlar el mecanismo. ¿Qué tal si lo intentas?

—Sería un experimento muy interesante. Me gustaría hacerlo. ¿Qué debo intentar que haga?

—Tiene que ser una idea tuya original, porque si yo te la sugiero, no podremos estar seguros de si el impulso que obedeció fue el tuyo o el mío.

—¿No hay peligro de que pueda dañarlo sin querer?

—Creo que no. Claro, es difícil para ti darte cuenta cómo ve y razona la nave, por supuesto. Sus funciones visuales y mentales son puramente mecánicas, mas no por ello menos precisas. En realidad, debería decir que son más precisas por esa razón. Tú puedes intentar que la nave abandone la habitación, mas ella no podría hacerlo, puesto que las puertas por las que tendría que pasar están cerradas. Podrá aproximarse a la pared del edificio, pero sus ojos verán que no puede atravesarla sin dañarse, o, más bien, los ojos verán el obstáculo, transmitirán su impresión al cerebro, y éste deducirá la consecuencia lógica. Por lo tanto, detendrá a la nave o, más probablemente, la hará girar para que los ojos busquen un lugar seguro por el que salir. Pero veamos qué es lo que puedes hacer.

Yo no tenía la menor intención de dejar que Fal Silvas supiese que podía dirigir su invento, si es que ya no lo sabía; así—que intenté mantener mis pensamientos tan lejos de éste como me fue posible. Comencé a pensar en partidos de fútbol que había visto, en un circo de cinco pistas, y en el Congreso de Misses de la Feria Mundial de Chicago de 1893. En resumen, intenté pensar en todo menos en Fal Silvas y su cerebro mecánico. Finalmente, me volví hacia él con expresión resignada.

—No pasa nada —dije. Pareció muy aliviado.

—Eres un hombre inteligente —comentó—. Si no te obedece, es razonable suponer que no obedecerá a nadie más que a mí.

Durante algunos instantes se sumió en sus pensamientos; luego se estiró y me miró. Sus ojos ardían con un fuego demoníaco.

—Puedo ser el amo del mundo; quizás incluso el amo del universo.

—¿Con esto? —pregunté, señalando la nave con un movimiento de mi cabeza.

—Con la idea que simboliza; con la idea de un objeto inanimado propulsado por medios científicos y motivados por un cerebro mecánico. Si dispusiera de los medios y de la fortuna suficiente, podría manufacturar este cerebro en grandes cantidades, e instalarlos en pequeños voladores de menos peso que un hombre. Podría dotarlos de medios de locomoción por tierra y aire. Podría equiparlos de armas. Podría enviarlos en grandes hordas a conquistar el mundo, incluso a otros planetas. No conocerían el miedo. No tendrían esperanzas ni ambiciones que pudieran apartarlos de mi servicio. Serían criaturas obedientes tan sólo a mi voluntad, que persistirían en hacer lo que les ordenase hasta su destrucción.

«Pero a mis enemigos no les serviría de nada destruirlas, porque por muchas que destruyeran, mis grandes fábricas construirían aún más.

«¿Te imaginas cómo lo haría? —Se acercó a mí y prosiguió hablando en susurros—. Al primero de estos hombres mecánicos lo construiría con mis propias manos, y cuando lo hubiera terminado, le ordenaría que construyese otros iguales a él. Se convertirían en mis mecánicos, y en los obreros de mis fábricas, y trabajarían día y noche sin descanso, sin parar de hacer otros de su misma clase».

Pensé en ello. Las posibilidades me aturdían.

—Para este plan requerirían una enorme fortuna —observé.

—Sí, una enorme fortuna —repitió él—; y es para conseguir esa enorme fortuna por lo que he construido esta nave.

—¿Pretendes saquear los tesoros de las grandes ciudades de Barsoom?

—De ninguna manera. Tesoros mucho más ricos se hallan a disposición del hombre que controle esta nave. ¿Acaso no sabes lo que revela el espectroscopio sobre las riquezas de Thuria?

—He oído hablar de ello, pero nunca le he hecho caso. La historia es demasiado fabulosa.

—Pues es cierta. Hay montañas de oro y de platino en Thuria, y vastas llanuras alfombradas de piedras preciosas.

Era una empresa atrevida, pero después de haber visto la nave, y conocido el notable genio de Fal Silvas, albergaba pocas dudas sobre su factibilidad.

Repentinamente, él pareció lamentar haberme hecho aquellas confidencias y me ordenó bruscamente que volviera al taller.

El viejo me había revelado tantas cosas que, naturalmente, comencé a preguntarme si consideraría seguro dejarme con vida, y me dispuse a estar constantemente en guardia. Parecía muy improbable que consintiera ahora en que yo abandonase el edificio, pero me decidí a aclarar la cuestión con la mayor brevedad posible, porque quería ver a Rapas antes de a acabar con él.

Día tras día, Fal Silvas había evitado que yo abandonara la casa, aunque haciéndolo tan hábilmente que, en apariencia, nunca se había negado.

Aquella noche, cuando hube acabado mis deberes, le comuniqué que pensaba salir para localizar a Rapas y para intentar entrar en contacto de nuevo con los asesinos de Ur Jan.

Vaciló tanto antes de responderme que pensé que iba a prohibirme la salida, pero al fin me dio su conformidad.

—Tal vez sea lo más adecuado —me dijo—. Rapas no aparecerá más por aquí, y sabe demasiado para andar suelto no estando a mi servicio ni siéndome leal. Si tengo que confiar en uno de los dos, prefiero hacerlo en ti en vez de en Rapas.

No acudí a cenar con los demás, ya que me proponía comer en el lugar frecuentado por Rapas, donde nos habíamos citado para cuando yo saliera.

Era preciso poner a Hamas al corriente de mi salida, ya que era el único que podía abrirme la puerta de la calle. Sus maneras conmigo no fueron tan hoscas como durante los últimos día. En realidad, estuvo casi afable; este cambio de actitud me puso aún más en guardia, pues presentí que no presagiaba nada bueno para mí… No había razón alguna para que Hamas me quisiera aquel día más que el anterior. Si yo le provocaba pensamientos agradables debía ser porque sabía que algo nada lisonjero me aguardaba en el futuro.

Fui directamente de casa de Fal Silvas al hostal, y le pregunté al propietario por Rapas.

—Viene todas las noches —me informó—. Suele llegar más o menos a esta hora, y vuelve de nuevo a eso de la octava zode y media, y siempre me pregunta por ti.

—Lo esperaré —le dije, y fui a la mesa que solíamos ocupar el Rata y yo. Apenas me había sentado cuando entró Rapas. Vino directamente hacia la mesa y se sentó ante mí.

—¿Dónde te habías metido? —me preguntó—. Empezaba a creer que el viejo Fal Silvas se había librado de ti o que te tenía prisionero en su casa. Estaba dispuesto a ir esta noche a enterarme de lo que te había pasado.

—Por eso salí esta noche, antes de que tú vinieras.

—¿Por qué?

—Porque no es seguro para ti presentarte en casa de Fal Silvas. Si valoras en algo tu vida, no vuelvas a aparecer por allí.

—¿Por qué razón?

—No puedo decírtelo, pero acepta mi palabra y mantente lejos.

No quería que supiese que me habían encargado matarlo. Podía volverse tan suspicaz y receloso que no me sería ya de utilidad en el futuro.

—¡Qué raro! —dijo él—. Fai Silvas se llevaba bastante bien conmigo antes de que te lo presentara.

Me di cuenta de que empezaba a germinar en su cerebro la idea de que, por alguna razón, yo quería mantenerlo lejos de Fal Silvas, y no podía contarle nada, de modo que cambié de tema.

—¿Te ha ido bien desde la última vez que nos vimos, Rapas?

—Sí, bastante bien.

—¿Cómo andan las cosas en la ciudad? No he salido desde entonces, y, por supuesto, en casa de Fal Silvas no me he enterado de casi nada.

—Dicen que el Señor de la Guerra está en Zodanga —me informó Rapas—. A Uldak, uno de los hombres de Ur Jan, lo mataron la última noche en que nos vimos, como debes recordar. Se halló sobre su corazón la marca de los agentes del señor de la Guerra, pero Ur Jan cree que ningún espadachín ordinario pudo haberlo vencido. Y su agente en Helium le informó de que John Carter no está allí, así que, sumando los dos hechos, Ur Jan está convencido de que debe de estar en Zodanga.

—¡Qué interesante! —comenté yo—. ¿Y qué piensa hacer Ur Jan al respecto?

—Oh, se vengará de un modo u otro. Ya está haciendo sus planes, y cuando actúe, John Carter sentirá no haberse ocupado de sus propios asuntos y haber dejado tranquilo a Ur Jan.

Poco antes de que termináramos nuestra cena, un cliente entró en el local y se sentó solo en una mesa. Pude verlo bien en un espejo situado delante de mí. Lo descubrí echando una mirada en nuestra dirección, y miré rápidamente a Rapas, percibiendo cómo sus ojos relampagueaban con un mensaje a la vez que asentía muy levemente con la cabeza, pero, sin necesidad de ello, hubiera sabido quién era aquel hombre y qué hacía allí, porque lo había reconocido como uno de los asesinos presente en el consejo de Ur Jan. Simulé no darme cuenta de nada, y mi mirada vagó ociosamente en dirección a la puerta, atraída por dos clientes que abandonaban la casa.

Entonces descubrí algo igualmente interesante…, de un interés vital. Cuando la puerta se abrió, divisé fuera a un hombre mirando hacia el interior. Este hombre era Hamas.

El asesino de la otra mesa pidió sólo un vaso de vino y, cuando lo hubo bebido, se levantó y se fue. Poco después de su partida, Rapas se incorporó.

—Debo irme —me dijo—, tengo una cita importante. ¿Te veré mañana por la noche?

Noté cómo intentaba reprimir una sonrisa.

—Aquí estaré.

Salimos a la avenida y Rapas me dejó, mientras tanto yo dirigía mis pasos hacia la casa de Fal Silvas. Mientras recorriera los distritos iluminados, no tenía que preocuparme demasiado, mas desde que penetré en las zonas más oscuras, me puse en guardia. No tardé en descubrir una figura en un oscuro zaguán. Era el asesino esperándome para matarme.