La nave
Todo el mundo, creo yo, posee dos personalidades. A menudo son tan semejantes que esta dualidad no se advierte, pero a veces la divergencia es tan grande que nos encontramos con el fenómeno del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde en un solo individuo. La breve y significativa confidencia de Fal Silvas sugería que era un ejemplo de tal divergencia.
El pareció arrepentirse inmediatamente de su arrebato emocional y prosiguió con las explicaciones sobre su invento.
—,Te gustaría ver su interior? —me preguntó.
—Mucho —respondí yo.
Él concentró de nuevo su atención en el morro de la nave y una entrada se abrió en su costado, de la cual descendió una escalera de cuerda hasta el suelo de la habitación. Era algo casi sobrenatural, como si manos fantasmales hubieran realizado el trabajo.
Fal Silvas me indicó que lo precediera escalera arriba. Este hábito de no dejar nunca nadie a su espalda revelaba claramente la tensión nerviosa en la que vivía, en perpetuo temor de ser asesinado.
La entrada conducía a un pequeño y cómodo camarote, amueblado incluso con cierto lujo.
—La popa está dedicada a pañoles para almacenar comida durante viajes largos —explicó Fal Silvas—. En la zona trasera también se encuentran los motores, los generadores de oxígeno y agua y la planta de regulación de temperatura. Delante de ésta se encuentra la sala de mandos. Creo que te interesará —y me indicó que lo precediera a través de una puerta.
El interior de la sala de mandos, que ocupaba todo el morro de la nave, era una masa de intrincados aparatos mecánicos y eléctricos.
A cada lado del morro se abrían dos grandes lumbreras redondas, ocupadas por sendos gruesos paneles de cristales Desde el exterior de la nave, aquellas dos lumbreras parecían los enormes ojos de un monstruo gigantesco; y, en realidad, esa era su función.
Fal Silvas llamó mi atención hacia un pequeño objeto redondo del tamaño de un pomelo grande, fijado sólidamente en la pared, en el centro justo entre los dos ojos. De él partía un cable grueso compuesto de gran número de cables eléctricos más delgados. Advertí que algunos de estos cables estaban conectados con los múltiples aparatos de la sala de mandos, y que otros se dirigían hacia la popa de la nave.
Fal Silvas tocó casi afectivamente el citado objeto esférico.
—Este es el cerebro —dijo, y luego llamó mi atención hacia dos puntos situados en el centro exacto de los cristales delanteros—. Estas lentes se comunican con esta apertura en la parte inferior del cerebro, y pueden transmitir lo que ven los ojos de la nave. El cerebro funciona entonces mecánicamente igual que el cerebro humano, sólo que con mayor exactitud.
—¡Es increíble! —exclamé yo.
—Por supuesto —replicó él—. Sin embargo, en un aspecto el cerebro carece de humanidad. Es incapaz de originar pensamientos por sí mismo. Aunque quizás esto sea una ventaja, porque, de lo contrario, podría liberarse de mi control y caer sobre Barsoom como un monstruo terrible, capaz de causar incalculables estragos antes de ser destruido, porque esta nave está equipada con artillería de radio de gran potencia que el cerebro puede dirigir con una puntería muy superior a la alcanzada por el hombre.
—No he visto ningún arma.
—Están empotradas en las mamparas, y no son visibles salvo por unos pequeños orificios en el casco de la nave. Mas, como te decía, la única debilidad del cerebro mecánico es precisamente lo que lo hace tan efectivo para su uso por el hombre. Para que pueda funcionar, debe recibir previamente ondas mentales humanas. En otras palabras, debo proyectar en su interior pensamientos originales, que son algo así como su alimento.
«Por ejemplo, antes le implanté el pensamiento de que se levantara diez pies y se detuviera allí un par de segundos y que volviera a su andamiaje.
«Poniendo un ejemplo menos simple, puedo ordenarle que viaje a Thuria, que busque un lugar de aterrizaje apropiado y que aterrice. Puedo incluso llevar más allá esta idea, avisándole que si es atacado, responda a sus enemigos con fuego de fusil y que maniobre para no ser alcanzado, retornando inmediatamente a Barsoom para evitar su destrucción.
«Además, está equipado con cámaras con las que puedo tomar fotos mientras esté en la superficie de Thuria».
—¿Y crees tú que hará todas esas cosas, Fal Silvas? —le pregunté.
Me gruñó impacientemente.
—Claro que sí. En sólo unos cuantos días acabaré de perfeccionar los últimos detalles. Sólo me queda una pequeña cuestión en la planta motriz con la que no estoy muy satisfecho.
—Tal vez yo pueda ayudarte —le comuniqué—. Durante mi larga experiencia como piloto he aprendido bastante de motores.
Él se interesó de inmediato y me indicó que bajara al suelo del hangar. Me siguió, y en poco tiempo estuvimos discutiendo sobre los planos de su motor.
No tardé en descubrir qué era lo que andaba mal y cómo podría mejorarse. Fal Silvas quedó encantado. Reconoció al instante el valor de mis observaciones.
—Ven conmigo —me dijo—; empezaremos a trabajar en estos cambios inmediatamente.
Me condujo hacia una puerta a un extremo del hangar, abriéndola, me llevó a la estancia vecina.
Allí, en una serie de salas contiguas, vi los talleres eléctricos y mecánicos más maravillosamente equipados que había visto en mi vida, y vi algo más, algo que me hizo estremecer al considerar la anormal obsesión de aquel hombre por el secreto de sus investigaciones.
Los talleres estaban atendidos por gran número de mecánicos, y cada uno de ellos estaba en su taburete o en su máquina. Sus rostros estaban pálidos, debido al largo confinamiento, y en sus ojos se leía la más absoluta desesperanza. Fal Silvas debió de advertir mi expresión, porque se justificó con rapidez.
—Tengo que hacerlo, Vandor; no puedo arriesgarme a que uno de ellos escape y revele mis secretos al mundo antes de que yo esté preparado.
—¿Y cuándo será eso?
—Nunca —gruñó él—. Cuando Fal Silvas muera, sus secretos morirán con él. Y mientras viva, lo convertirán en el hombre más poderoso del universo. Incluso John Carter, Señor de la Guerra de Barsoom, tendrá que doblegarse ante Fal Silvas.
—¿Y entonces estos pobres diablos permanecerán aquí el resto de sus vidas?
—Deberán alegrarse y enorgullecerse. ¿Acaso no están dedicados a la empresa más gloriosa que la mente humana ha concebido jamás?
—No hay nada más glorioso que la libertad, Fal Silvas.
—Guárdate para ti tu estúpido sentimentalismo —replicó con brusquedad—. No hay sitio para él en la casa de Fal Silvas. Si quieres trabajar conmigo, piensa sólo en el objetivo y olvida los medios utilizados para conseguirlo.
Bien, visto que nada podría conseguir oponiéndome a él, cedí con un encogimiento de hombros.
—Supongo que tienes razón.
—Eso está mejor —dijo él, y llamó a un capataz para explicarle los cambios que debían realizarse en el motor.
Cuando nos volvíamos para abandonar la cámara, Fai Silvas suspiró.
—Ah, si pudiera producir en serie mi cerebro mecánico…, podría prescindir de estos estúpidos humanos. Un cerebro en cada taller realizaría todas las operaciones que ahora requieren entre cinco y veinte hombres…, y mucho mejor.
Fal Silvas acudió entonces a su laboratorio, del mismo piso, y me comunicó que no necesitaría de mí durante algún tiempo, pero que permaneciera en mis habitaciones con la puerta abierta para cuidar de que nadie pasara sin autorización por el pasillo que conducía a él. Cuando llegué a mis habitaciones, encontré a Zanda bruñendo un juego extra de correajes que, según me dijo, Fal Silvas me había enviado.
—Estuve hablando con la esclava de Hamas hace poco —comentó ella apenas llegué—. Dice que Hamas está preocupado por tu causa.
—¿Y por qué?
—Cree que el amo te ha cogido cariño y teme por su propia autoridad. Durante muchos años ha sido aquí un hombre muy poderoso. Me reí.
—No aspiro a sus laureles.
—Pero él no lo sabe, y, aunque se lo dijeras, no te creería. Es tu enemigo, y un enemigo muy poderoso. Simplemente quería avisarte.
—Gracias, Zanda. Me cuidaré de él, pero tengo ya tantos grandes enemigos, y estoy tan acostumbrado a tenerlos, que uno más o uno menos no me preocupa.
—Hamas puede darte bastantes preocupaciones —respondió ella—. Es la oreja de Fal Silvas. Estoy tan inquieta por ti, Vandor…
—No te preocupes; y, si te hace sentir mejor, no olvides que tú posees la oreja de Hamas por medio de su esclava. Puedes hacerle saber que yo no ambiciono desplazar a Harnas.
—Es una buena idea, pero me temo que no consiga mucho. Si estuviera en tu lugar, la próxima vez que saliera del edificio, no volvería. Saliste ayer, así que supongo que tienes libertad para ir y venir.
—Sí, la tengo.
—Mientras Fal Silvas no te lleve arriba y te revele alguno de sus secretos, probablemente te seguirán dejando salir, a menos que Hamas se empeñe en que Fal Silvas te retire el privilegio.
—Ya he estado en el piso de arriba, y he visto muchas de las maravillas que ha inventado Fal Silvas.
Ella profirió un pequeño grito de alarma.
—¡Oh, Vandor, estás perdido! —exclamó—. Ahora nunca abandonarás este terrible lugar.
—Al contrario, esta misma noche saldré. Fal Silvas está de acuerdo.
Ella negó con la cabeza.
—No lo comprendo, y no lo creeré hasta que lo vea.
Aquella noche Fal Silvas me mandó llamar. Me dijo que quería hablarme acerca de algunos nuevos cambios en el engranaje del motor, y por lo tanto no salí, y al día siguiente me tuvo en los talleres dirigiendo a los mecánicos que trabajaban en el nuevo equipo, y de nuevo me fue imposible abandonar el edificio.
De una forma u otra, evitó mi salida noche tras noche, y, aunque en realidad nunca me rehusó el permiso, empecé a considerarme prisionero.
Sin embargo, me interesaba demasiado el trabajo en los talleres como para que me preocupase si salía o no.
Desde el momento en que vi la maravillosa nave de Fal Silvas y escuché sus explicaciones sobre el fantástico cerebro mecánico que la dirigía, ambos no se habían apartado de mis pensamientos. Consideré todas las posibilidades de poder para el bien y para el mal que Fal Silvas había previsto, y me intrigaba la idea de lo que podía conseguir el hombre que controlase tal mecanismo.
Si tuviera el bien de la humanidad en el pensamiento, el invento podía ser una bendición sin precio para Barsoom; pero yo temía que Fal Silvas fuese demasiado egoísta y hambriento de poder para utilizar su invención exclusivamente en pro del bien público.
Estas meditaciones me llevaron a la cuestión de si otra persona podría controlar el cerebro. La especulación me intrigaba, y determiné comprobar si el cerebro obedecía mis órdenes en la primera ocasión.
Aquella noche Fal Silvas la pasó en su laboratorio, y yo estuve trabajando en los talleres con los pobres obreros encadenados. La gran nave se encontraba en la sala contigua. Ahora, pensé, era el momento adecuado para efectuar mi experimento.
Las criaturas que me acompañaban eran todos esclavos y, de cualquier modo, odiaban a Fal Silvas, así que poco les importaba lo que yo pudiese hacer.
Yo había sido amable con ellos, e incluso había tratado de avivar sus esperanzas, aunque ellos dudaban que hubiese esperanza alguna. Habían visto a muchos de ellos morir en sus cadenas para poder permitirse pensamientos de huida. Eran totalmente apáticos, y dudo que siquiera alguno de ellos se diese cuenta de que yo había abandonado el taller y entrado en el hangar donde la nave reposaba en sus andamios.
Cerrando la puerta tras de mí, me aproximé al morro de la nave y concentré mis pensamientos en el cerebro de su interior. Le impartí la idea de que se levantara de sus andamios y que volviera a descansar en ellos, tal como había visto hacer a Fal Silvas. Pensaba que si podía inducirle a que hiciera esto, podría lograr que hiciera cualquier otra cosa.
No me excito con facilidad, pero debo de reconocer que tenía todos mis nervios en tensión mientras observaba aquella gran Masa, preguntándome si respondería a las invisibles ondas mentales que le enviaba.
Concentrarme en esto, por supuesto, recortaba las otras actividades de mi mente, pero incluso así tuve maravillosas visiones de lo que podría conseguir si mi experimento tenía éxito.
Presumo que sólo estuve allí un momento, pero me pareció un intervalo larguísimo, y entonces, lentamente, la gran nave se levantó como empujada por una mano inasible. Durante un instante se cernió a diez pies de altura, y luego descendió de nuevo a sus andamios. Cuando lo hubo hecho, escuché un ruido detrás de mí y, volviéndome rápidamente, vi a Fal Silvas en la puerta del hangar.