Atrapado
Bajando el libro, contemplé la entrada de Fal Silvas. Echó una ojeada rápida y suspicaz al apartamento. Yo había dejado la puerta del dormitorio abierta a propósito, para no despertar sospechas. Las puertas del otro dormitorio y del baño estaban también abiertas. Fal Silvas se dio cuenta del libro que estaba leyendo.
—¿No es una lectura un poco difícil para un panthan? —observó.
Yo sonreí.
—He leído hace poco su Mecánica Teórica. Esta debe ser una obra anterior, y no es tan autorizada. Simplemente la estaba hojeando.
Fal Silvas me estudió atentamente durante un momento.
—¿No eres demasiado educado para tu oficio? —preguntó.
—Nunca se puede saber demasiado.
—Aquí sí se puede saber demasiado —dijo él, recordándome lo que me había contado la chica—. Vine a comprobar si todo anda bien, si estás cómodo —dijo, cambiando el tono de voz.
—Mucho.
—¿No te han molestado? ¿No ha venido nadie?
—La casa parece muy tranquila —contesté—. Oí a alguien reírse hace un rato, pero eso fue todo. No me molestó.
—¿Ha entrado alguien en tus habitaciones?
—¿Por qué lo dices? ¿Se supone que debía haber venido alguien?
—Nadie, por supuesto —respondió rápidamente, y acto seguido comenzó a hacerme preguntas, en un esfuerzo evidente por valorar la extensión de mis conocimientos de mecánica y química.
—En realidad, sé poco de esas ciencias —le aseguré—. Soy un soldado profesional, no un científico. Aunque, por supuesto, la familiaridad con las naves aéreas lleva aparejada ciertos conocimientos técnicos; pero, después de todo, sólo soy un aprendiz.
Él me estudiaba con curiosidad.
—Desearía conocerte mejor —dijo al fin—. Desearía saber si puedo confiar en ti. Eres un hombre inteligente. En cuestiones de intelecto, estoy totalmente solo aquí. Necesito un ayudante. Necesito un hombre como tú —negó con la cabeza, algo disgustado—. Pero, ¿para qué? No puedo confiar en nadie.
—Me empleaste como guardaespaldas. Para ese trabajo sí soy apropiado. Dejémoslo así.
—Tienes razón. El tiempo dirá para qué más cosas eres apropiado.
—Si voy a protegerte —continué—, debo saber más acerca de tus enemigos. Debo saber quiénes son, y conocer sus planes.
—Hay muchos a los que les gustaría verme muerto, pero a uno de ellos le beneficiaría mi muerte más que a los demás. Se trata de Gar Nal, el inventor —me miró interrogativamente.
—Nunca he oído hablar de él. Recuerda que he estado muchos años ausente de Zodanga.
Él asintió.
—Estoy perfeccionando una nave capaz de atravesar el espacio. Gar Nal también. A él le gustaría no sólo matarme, sino robarme los secretos de mi invención que le permitan perfeccionar su nave. Pero es a Ur Jan a quien debo temer, porque Gar Nal lo ha contratado para matarme.
—Soy desconocido en Zodanga. Encontraré a ese Ur Jan y veré qué puedo descubrir.
Había una cosa que quería averiguar cuanto antes, y era si Fal Silvas me permitiría abandonar su casa con cualquier pretexto.
—No descubrirás nada —dijo—, sus reuniones son secretas. Aunque consiguieras introducirte en una de ellas, lo cual es dudoso, te matarían antes de que pudieras salir.
—Quizás no, y, de todas formas, vale la pena intentarlo. ¿Sabes dónde celebran sus reuniones?
—Sí, pero si pretendes intentarlo, será mejor que Rapas te guíe hasta allí.
—Si voy, no quiero que Rapas sepa nada de ello.
—¿Por qué? —quiso saber Fal Silvas.
—Porque no confío en él. No confiaría en nadie que conociera mis planes.
—Tienes razón. Cuando estés preparado para partir, te daré las instrucciones necesarias para que encuentres el lugar tú solo.
—Iré mañana cuando haya oscurecido.
Él aprobó con un gesto. Se encontraba en un punto desde el que divisaba directamente el dormitorio donde estaba escondida la chica.
—¿Tienes bastantes sedas y pieles de dormir? —preguntó. —Sí, pero de todas formas mañana traeré las mías.
—No será necesario. Yo te proveeré de todo lo que necesites —aún permanecía contemplando la otra habitación.
Temía que hubiese adivinado la verdad, o que la chica se hubiera movido, o que su respiración se notara bajo el montón que la ocultaba.
No me atreví a volverme para mirar, porque temía aumentar sus sospechas. Me limité a permanecer sentado, esperando, con la diestra cerca de la empuñadura de mi espada corta. Quizás la chica estaba a punto de ser descubierta, mas si era así, también Fal Silvas estaba a punto de morir.
Pero finalmente éste se dirigió hacia la puerta de salida.
—Mañana te daré instrucciones para que puedas llegar al cuartel de los gorthanos; y también te enviaré un esclavo. ¿Prefieres a un hombre o a una mujer?
Yo prefería un hombre, pero intuí en ello una posibilidad de proteger a la chica.
—Una mujer —dije. Él sonrió.
—Y bonita, ¿no?
—Me gustaría elegirla yo mismo…, si es posible.
—Como quieras —contestó él—. Mañana te dejaré que les eches un vistazo. Que duermas bien.
Abandonó la habitación y cerró la puerta tras de sí; pero yo sabía que permanecería fuera un rato, escuchando.
Recogí el libro y comencé a leer una vez más. Pero ni una sola palabra quedó registrada en mi cerebro, puesto que todos mis sentidos estaban concentrados en escuchar.
Después de lo que me pareció un largo tiempo, le oí marcharse, y poco después oí cerrarse una puerta en el piso de arriba. Hasta aquel momento no me había movido, pero entonces me incorporé y me acerqué a la puerta. Estaba equipada con un pesado cerrojo en su interior, y lo cerré silenciosamente.
Crucé la habitación, entré en la cámara donde se hallaba la chica y retiré las ropas que la cubrían. No se había movido. Cuando me miró me puse un dedo en los labios.
—¿Has oído? —pregunté en un suave susurro.
Ella asintió.
—Mañana te voy a elegir como esclava. Quizás después pueda encontrar la forma de liberarte.
—Eres muy amable —dijo ella.
La cogí por un brazo.
—Ve a la otra habitación. Esta noche puedes dormir allí segura, y por la mañana ya idearemos cómo realizar el resto de nuestro plan.
—No creo que sea difícil —opinó ella—. Por la mañana temprano todo el mundo, menos Fal Silvas, acude a un gran comedor situado en este piso. Muchos de ellos pasan por este pasillo. Puedo deslizarme fuera sin que me vean y mezclarme entre ellos. Durante el desayuno tú tendrías la oportunidad de ver a todas las esclavas. Entonces podrías elegirme si todavía deseas hacerlo.
Había sedas y mantas de dormir en la habitación que le había asignado, así que, sabiendo que estaría cómoda, la dejé y volví a mi propia habitación a completar mis preparativos para pasar la noche, que habían sido tan extrañamente interrumpidos.
Zanda me despertó temprano por la mañana.
—Pronto será la hora del desayuno —me dijo—. Debes salir antes que yo y dejar la puerta abierta. Yo me deslizaré fuera cuando no haya nadie en el pasillo.
Cuando salí de mi alojamiento, vi dos o tres tipos por el pasillo en la dirección en la que Zanda me había dicho que se encontraba el comedor y, siguiéndolos, fui a parar finalmente a una gran sala donde había una mesa con capacidad para unos veinte comensales. Ya se hallaba medio llena. La mayor parte de los esclavos eran mujeres…, mujeres jóvenes y, en su mayoría, muy hermosas.
Con la excepción de dos hombres, sentados en ambos extremos de la mesa, todos los ocupantes de la habitación estaban desarmados.
El hombre sentado a la cabecera de la mesa era el mismo que nos había recibido a Rapas y a mí la noche anterior. Después supe que su nombre era Harnas, y que era el mayordomo del establecimiento.
El otro hombre armado se llamaba Phystal, y era el encargado de los esclavos. Asimismo, supe después que también colaboraba en la obtención de muchos de ellos, normalmente mediante soborno o secuestro.
Harnas me descubrió en cuanto entré en la habitación y me hizo señas para que me acercara.
—Siéntate aquí, junto a mí, Vandor —me dijo.
No pude dejar de notar la diferencia de sus maneras respecto a las de la noche anterior, en la que se había comportado como un esclavo más o menos obsequioso. Supuse que representaba dos papeles con un solo propósito conocido por él o por su amo. En su papel actual era obviamente una persona de importancia.
—¿Dormiste bien? —me preguntó.
—Bastante. La casa parece muy tranquila y pacífica de noche.
Él gruñó.
—Si escuchases algún sonido fuera de lo corriente durante la noche —me dijo—, no debes investigar, a menos que el amo o yo te llamemos —y después, pensando que debía explicarme algo, añadió—: Fal Silvas a veces trabaja en sus experimentos hasta bien entrada la noche. No debes molestar oigas lo que oigas.
Algunos esclavos más entraron en la sala en aquel momento, y tras ellos apareció Zanda. Yo observé a Harnas y vi estrecharse sus ojos al descubrirla.
—¡Aquí está, Phystal! —dijo.
El hombre del otro lado de la mesa se volvió en su asiento y miró a la muchacha, que se aproximaba detrás de mí. Tenía el ceño fruncido airadamente.
—¿Donde estuviste anoche, Zanda? —le preguntó imperiosamente cuando llegó a la mesa.
—Estaba asustada y me escondí —contestó ella.
—¿Dónde te escondiste?
—Pregúntale a Hamas.
Phystal miró a Hamas.
—¿Cómo podría yo saber dónde te escondiste? —preguntó el último. Zanda alzó sus arqueadas cejas.
—Oh, lo siento —exclamó—, no sabía que no querías que se supiese.
Hamas frunció el entrecejo, enfadado.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Adónde quieres ir a parar?
—Oh, no tengo nada que decir sobre ello, salvo que, por supuesto, creía que Fal Silvas estaba al corriente.
Phystal estudiaba suspicazmente a Hamas. Todos los esclavos lo miraban también, y se podía leer en sus rostros lo que pensaban. Hamas estaba furioso, Phystal sospechaba; y la chica permanecía ante ellos con la expresión más inocente y angelical que pudiera concebirse.
—¿Qué te propones al decir estas cosas? —preguntó Hamas.
—¿Qué he dicho? —preguntó ella inocentemente.
—Dijiste… dijiste…
—Solamente dije: «pregúntale a Hamas». ¿Hay algo malo en ello?
—¿Pero por qué he de saberlo yo?
Zanda encogió sus esbeltos hombros.
—No voy a decir nada más, no quiero meterte en problemas.
—Quizás cuanto menos hables sea mejor—dijo Phystal.
Hamas comenzó a hablar, pero, evidentemente, se lo pensó mejor. Le lanzó una mirada furiosa a Zanda y devolvió su atención al desayuno. Cuando estábamos terminando de comer, le dije a Hamas que Fal Silvas me había indicado que escogiera un esclavo.
—Sí, ya me lo dijo —contestó el mayordomo—. Díselo a Phystal; es el encargado de los esclavos.
—¿Pero sabe él que Fal Silvas me ha dado permiso para elegir el que yo quiera?
—Se lo diré.
Un momento después terminó su desayuno y, cuando abandonaba el comedor, se detuvo para hablar con Phystal. Viendo que Phystal también se disponía a irse, me senté junto a él y le dije que me gustaría elegir un esclavo.
—¿Cuál de ellos quieres? —preguntó.
Yo eché una ojeada en torno a la mesa, aparentando examinar cuidadosamente a cada una de las esclavas hasta que mis ojos se posaron sobre Zanda.
—Me quedaré con aquella —dije.
Las cejas de Phystal se contrajeron, y pareció dudar.
—Fal Silvas me dijo que podía elegir la que quisiera —le recordé.
—Pero, ¿por qué quieres esa?
—Parece inteligente, y es atractiva —contesté—. Me servirá tan bien como cualquier otra hasta que esté mejor relacionado aquí.
Y de esta forma me asignó a Zanda a mi servicio. Sus deberes consistían en mantener limpio mi apartamento, hacer mis recados, pulir mi cinto, sacarle brillo a mi metal, afilar mis espadas y dagas, y en suma, hacerse útil de todas las formas posibles.
Me hubiera gustado mucho más tener como esclavo a un hombre, pero los acontecimientos se habían encadenado de tal forma que me habían obligado a asumir el papel de protector de la chica, y aquello parecía ser la única forma de conseguir algo en este sentido; pero yo desconocía si Fal Silvas me permitiría quedarme con ella. Esta era una duda que resolvería el futuro.
Conduje a Zanda de nuevo a mis habitaciones y, mientras se ocupaba allí de sus deberes, recibí una llamada de Fal Silvas.
Un esclavo me condujo a la misma habitación en la que Fal Silvas nos había recibido a Rapas y a mí la noche anterior; el viejo inventor me saludó con un movimiento de cabeza cuando entré. Yo esperaba ser interrogado inmediatamente acerca de Zanda, ya que tanto Hamas como Phystal estaban con él. Y, sin duda, debían haberle informado de lo que había sucedido durante el desayuno.
Sin embargo, fui agradablemente defraudado, puesto que ni siquiera mencionó el incidente, limitándose a darme las instrucciones referente a mis deberes.
Debía permanecer de guardia ante su puerta, en el pasillo, y acompañarlo cuando abandonara la habitación. No debía permitir que nadie, salvo Hamas y Phystal, entrase sin permiso de Fal Silvas. No debía subir al piso de arriba bajo ninguna circunstancia, excepto con su permiso o por órdenes expresas suyas. Insistió mucho en grabar este punto en mi mente, y, aunque no soy excesivamente curioso, debo admitir que la prohibición me despertó unas grandes ganas de hacerlo.
—Cuando lleves más tiempo a mi servicio y te conozca mejor —explicó Fal Silvas—, espero poder confiar en ti; pero de momento estás a prueba.
Aquel fue el día más largo de mi vida; lo pasé parado delante de la puerta sin hacer nada, pero finalmente llegó a su término, y cuando tuve ocasión le recorde a Fal Silvas que había prometido facilitarme la dirección del cuartel general de Ur Jan para que pudiese intentar penetrar en él aquella noche. Me dio la dirección de un edificio situado en otro barrio de la ciudad.
—Puedes partir cuando quieras —concluyó—, le he comunicado a Hamas que puedes ir y venir como te plazca. Te proporcionará una contraseña para que puedas volver a entrar en la casa. Te deseo buena suerte, pero creo que lo único que conseguirás será una estocada en el corazón. Te vas a enfrentar con la banda más feroz y menos escrupulosa de toda Zodanga.
—Es un riesgo que tengo que afrontar —dije yo—. Buenas noches.
Fui a mis habitaciones, le dije a Zanda que se encerrara con llave en cuanto me marchara y que sólo abriera la puerta en respuesta a cierta señal que le enseñé.
No puso objeciones a mis órdenes.
Cuando estuve listo para partir, Hamas me condujo a la puerta de salida. Allí me enseñó un botón en la mampostería y me explicó cómo usarlo para anunciar mi llegada.
Apenas había salido de la casa de Fal Silvas, cuando me tropecé con Rapas, el Ulsio. Parecía haber olvidado su enfado conmigo, o estaba disimulando pues me saludó cordialmente.
—¿Adónde vas? —me preguntó.
—A pasar la noche fuera.
—¿Qué piensas hacer?
—Voy a ir a la casa de huéspedes a recoger mis cosas y guardarlas, y después iré a divertirme un poco.
—¿Qué tal si nos vemos más tarde? —sugirió. —Muy bien, ¿dónde y cuándo?
—Estaré ocupado con mis asuntos hasta después de la octava zode y media. ¿Qué tal si nos encontramos en la casa de comidas donde te llevé ayer?
—De acuerdo; pero no me esperes mucho tiempo. Puedo aburrirme y volver a mi alojamiento mucho antes.
Tras dejar a Rapas, acudí a la casa de huéspedes donde había dejado mis pertenencias, las cogí todas y las llevé al tejado para guardarlas en mi nave. Una vez hecho esto, volví a la calle y me dirigí a la dirección que me había dado Fal Silvas.
Mi camino me condujo, a través de un distrito comercial brillantemente iluminado, hacia una sombría zona de la ciudad. Era un barrio residencial, pero de la más baja estofa.
Algunas casas aún descansaban sobre el suelo, pero la mayoría se alzaban sobre sus fustes a veinte o treinta pies por encima del pavimento.
Escuché risas y canciones, y de vez en cuando pendencias…; los sonidos nocturnos de cualquier gran ciudad marciana. Después me adentré en otro sector aparentemente desierto.
Me aproximaba al cuartel general de los asesinos. Me mantenía oculto al amparo de las sombras de los edificios, y evitaba a la poca gente que encontraba por la avenida, deslizándome en los portales y callejones. No deseaba que me viera nadie capaz de reconocerme posteriormente. Estaba jugando con la muerte, y no deseaba darle ninguna ventaja.
Cuando alcancé finalmente el edificio que andaba buscando, localicé un portal, en el lado de la avenida, desde el cual podía observar mi objetivo sin ser visto.
La luna más lejana arrojaba una débil luz sobre el edificio sin revelarme nada de importancia.
Al principio no pude discernir luz alguna en él, pero después de una cuidadosa observación advertí un vago reflejo tras las ventanas de la planta superior. Aquél era, sin duda, el lugar de reunión; ¿Pero cómo llegar a él?
Parecía fuera de toda discusión que todas las puertas del edificio estarían cerradas con llaves y que todos los accesos al lugar de reunión estarían bien guardados.
Algunas ventanas de diversos pisos estaban provistas de balcones, me di cuenta que había tres en el piso superior. Aquellos balcones me ofrecían un medio de acceso si podía arreglármelas para llegar hasta ellos.
La gran fuerza y agilidad que la débil gravedad de Marte proporciona a mis músculos terrestres podían haberme permitido escalar el exterior del edificio, de no haber sido por el hecho de que éste no presentaba ningún lugar donde apoyar los pies hasta la quinta planta, donde daba comienzo su esculpida ornamentación.
Comencé a estudiar mentalmente cada posibilidad y, por eliminación, resolví que el mejor lugar para aproximarme era el tejado.
Sin embargo, decidí investigar las posibilidades de la entrada principal de la planta baja; me disponía a cruzar la avenida con este propósito cuando descubrí a dos hombres que se acercaban. Volviendo a las sombras de mi escondite, esperé a que pasaran, pero en vez de hacerlo se detuvieron ante la puerta del edificio que yo observaba. La puerta sólo tardó un momento en abrirse y ambos fueron admitidos en el interior.
Este incidente me convenció de que la entrada principal estaba vigilada, y que era inútil intentar entrar por allí.
Sólo me quedaba el tejado como lugar por donde penetrar en el edificio, y rápidamente tracé un plan para hacerlo.
Abandonando mi escondite, volví sobre mis pasos hasta la casa de huéspedes donde me había alojado y subí inmediatamente al hangar del tejado.
El lugar estaba desierto y pronto me encontré a los mandos de mi nave. Ahora tendría que arriesgarme a que alguna nave patrullera me detuviese, pero era una contingencia más que remota, puesto que, salvo en casos de emergencia pública, por lo general se solía prestar poca atención a los voladores privados dentro de las murallas de la ciudad.
Pese a todo, para aminorar aún más el riesgo, volé muy bajo, por avenidas sin iluminación y debajo del nivel de los tejados; no tardé en alcanzar las cercanías del edificio que era mi objetivo.
Una vez allí, me elevé por encima del nivel de los tejados y, tras localizar el edificio, me posé suavemente en su azotea.
No se había preparado el edificio para ello, y no encontré hangares ni bitas de amarre, pero rara vez hay viento fuerte en Marte, y aquella era una noche particularmente calmada.
Bajando de la nave, busqué en el tejado algún medio de acceso al edificio. Encontré únicamente una pequeña escotilla, pero estaba firmemente asegurada desde el interior para poder forzarla…, al menos sin hacer demasiado ruido.
Asomándome por el borde de la azotea, descubrí directamente debajo de mí uno de los balcones. Yo podía haberme colgado del alero con las manos y dejarme caer sobre él, pero de nuevo me enfrentaba al riesgo de llamar la atención de alguien con el ruido de mi aterrizaje.
Estudié el frontis del edificio y descubrí que, como tantas otras construcciones marcianas, los adornos esculpidos me ofrecían todos los puntos de apoyo para manos y pies que pudiera desear.
Deslizándome silenciosamente por el alero, tanteé con mis pies hasta encontrar un saliente capaz de soportar mi peso. Luego, soltando una mano, busqué un nuevo soporte: y así, muy lenta y cuidadosamente, descendí hacia el balcón.
Yo había elegido el lugar de mi descenso de forma que fuera a dar a una ventana no iluminada. Durante un momento permanecí quieto, escuchando. Percibí algunas voces apagadas procedentes de algún lugar del interior. Entonces franqueé el alféizar y penetré en el oscuro apartamento que se hallaba tras éste.
Lentamente avancé a ciegas hasta topar con la pared, y luego la seguí hasta llegar a la puerta de la habitación situada frente a la ventana. Furtivamente tanteé en busca del pestillo y lo levanté. Empujé suavemente la puerta que no estaba cerrada con la llave; giró hacia mí sin hacer ruido.
Más allá de la puerta corría un pasillo muy tenuemente iluminado, como si reflejara la luz de una puerta abierta en otro pasillo. El sonido de las voces era ahora más claro. Silenciosamente me dirigí hacia el lugar de donde provenían.
No tardé en llegar a otro pasillo que formaba un ángulo recto con el que había seguido hasta entonces. La luz era más fuerte allí, y vi que surgía de una puerta abierta situada en el mismo pasillo. Sin embargo, yo estaba seguro de que las voces, aunque sonaban mucho más altas, no provenían de aquella habitación.
Mi situación era precaria. No conocía el menor detalle de la disposición interior del edificio. No sabía a lo largo de qué corredores podían ir y venir sus inquilinos. Si me aproximaba a la puerta abierta, podía colocarme en una posición donde no tardarían en descubrirme.
Sabía que estaba tratando con asesinos, todos ellos espadachines avezados, no intentaba engañarme a mí mismo diciéndome que podía enfrentarme con una docena o más de ellos.
Sin embargo, los hombres que vivimos de la espada estamos acostumbrados a correr riesgos, riesgos a veces más desesperados que los que nuestra misión parece justificar.
Quizás este era el caso entonces, porque yo había venido a Zodanga para averiguar todo lo que pudiera sobre el gremio de asesinos, dirigido por el infame Ur Jan; y ahora la fortuna me había colocado en un lugar donde podía obtener gran cantidad de informaciones muy valiosas, y no tenía la intención de retirarme sólo porque hubiera algo de riesgo.
Me deslicé furtivamente hacia adelante, y al fin alcancé la puerta. Con suma cautela, inspeccioné el interior de la habitación mientras cruzaba el umbral pulgada a pulgada.
Era una habitación pequeña, sin duda una antesala, y estaba desierta. No carecía de mobiliario: una mesa, varios bancos y, en especial, me fijé particularmente en un anticuado aparador colocado transversalmente en una esquina de la habitación, encontrándome uno de sus lados a un pie de la pared.
Desde el umbral donde me encontraba, podía oír mucho mejor el ruido de las voces, confié en que los hombres que buscaba se encontraran en la habitación contigua.
Me aproximé sigilosamente a la puerta de enfrente. Justo a la izquierda de la puerta se hallaba el aparador que ya he mencionado.
Pegué la oreja al panel de la puerta, tratando de oír lo que se decía en la otra habitación, pero las palabras me llegaban amortiguadas e inarticuladas. Nunca debería haber hecho aquello. En aquellas condiciones no podía ni ver ni oír nada que me fuera de utilidad.
Decidí que debía buscar otra forma de espiar, y ya me disponía a abandonar la habitación cuando escuché unas pisadas acercándose por el pasillo. ¡Estaba atrapado!