CAPÍTULO I

Rapas, el Ulsio

A más de mil novecientas millas al este de las Ciudades Gemelas de Helium, aproximadamente 30 grados de latitud sur y 172 grados de longitud este, se encuentra Zodanga. Siempre ha sido un semillero de sedición desde el día en que conduje contra ella a las feroces hordas verdes de Thark, reduciéndola e incorporándola al Imperio de Helium.

En el interior de sus amenazadoras murallas viven muchos zodanganos, quienes no sienten ninguna lealtad hacia Helium, e, igualmente, se han ido reuniendo allí muchos descontentos de todo el gran imperio gobernado por Tardos Mors, Jeddak de Helium. A Zodanga han emigrado no pocos de los enemigos personales y políticos de la casa de Tardos Mors y de su yerno John Carter, príncipe de Helium.

Visito la ciudad con la menor frecuencia posible, ya que no siento simpatía alguna ni por ella ni por sus habitantes, pero mis obligaciones me llevan allí de vez en cuando, principalmente porque es el cuartel general de uno de los gremios de asesinos más poderosos de Marte.

Mi tierra de nacimiento ha sido maldecida con sus malhechores, sus asesinos y sus secuestradores, mas éstos constituyen tan solo una ligera amenaza en comparación con las eficientísimas organizaciones que florecen en Marte. Aquí el asesinato es una profesión, el secuestro, una de las bellas artes. Cada uno tiene sus gremios, sus costumbres y sus códigos de ética; y sus ramificaciones se han extendido de tal forma que, actualmente, parecen arraigadas en toda la vida social y política del planeta.

Durante años he intentado extirpar este nocivo organismo pero el trabajo parece ser ingrato y sin esperanzas. Atrincherados tras unas antiquísimas murallas de tradición y hábito, ocupan una posición en la conciencia pública que les otorga cierta aureola de romanticismo y honor.

Los secuestradores no tienen muy buena fama, pero entre los más notorios asesinos hay hombres que gozan de la misma posición en la estima de las masas que nuestros héroes del ring o del béisbol.

Además, en la guerra que lucho contra ellos me encuentro en desventaja, dado que tengo que luchar casi solo, ya que incluso aquellos hombres rojos que piensan como yo al respecto, también están convencidos de que luchar a mi lado contra los asesinos no es sino una forma de suicidarse. No obstante, tengo la seguridad de que esto no los detendría si creyeran que existe siquiera alguna esperanza de éxito.

El que yo haya escapado durante tanto tiempo a las afiladas hojas de los asesinos les parece poco menos que un milagro, y supongo que sólo mi extremada confianza en mi capacidad para defenderme por mí mismo, me impide compartir su punto de vista.

A menudo, Dejah Thoris y Carthoris, mi hijo, me aconsejan que abandone la lucha; pero durante toda mi vida he sido reacio a admitir la derrota, y jamás renuncio de buena gana a un combate.

En Marte ciertos tipos de homicidio se castigan con la muerte, y la mayoría de los realizados por los asesinos entran dentro de estas categorías. Hasta la fecha, ésta ha sido el único arma que he podido utilizar contra ellos, y no siempre con éxito, puesto que normalmente es difícil probar sus crímenes, dado que incluso los testigos presenciales temen testificar en contra suya.

Pero, gradualmente, he desarrollado y organizado otro medio de combatirlos. Éste consiste en una organización secreta de superasesinos. En otras palabras, he decidido combatir al fuego con fuego.

Cuando se sabe de algún asesino, mi organización actúa como una agencia de detectives para descubrirlo. Luego actúa como juez y jurado y, eventualmente, como verdugo. Cada uno de sus movimientos se realizan en secreto, mas se marca una equis con la punta de una daga sobre el corazón de todas sus víctimas.

Si podemos golpear, lo solemos hacer con rapidez; y el público y los asesinos no han tardado en identificar esta equis sobre el corazón como la marca del brazo de la justicia sobre el culpable, y sé que en algunas de las mayores ciudades de Helium el índice de muerte por asesinato ha decrecido significativamente. Por lo demás, sin embargo, estamos tan lejos del éxito como al principio.

En Zodanga hemos obtenido nuestros peores resultados, y los asesinos de la ciudad se jactan abiertamente de ser demasiado inteligentes para mí, porque, aunque no están completamente seguros, intuyen que las equis sobre los pechos de sus camaradas muertos, son obra de una organización dirigida por mí.

Espero no haberte aburrido con esta exposición de hechos desnudos, pero me pareció necesario hacerla como introducción a las aventuras que me sucedieron, conduciéndome a un extraño mundo en un intento de derrotar a las malignas fuerzas que habían ensombrecido mi vida.

En mi lucha contra los asesinos de Barsoom, nunca he podido reclutar a muchos agentes para servir en Zodanga: y aquellos que operan allí lo hacen con poco entusiasmo, de forma que nuestros enemigos tienen buenas razones para burlarse de nuestros fracasos.

Decir que esta situación me fastidia, sería un eufemismo, y por lo tanto, decidí acudir en persona a Zodanga, no sólo para efectuar una concienzuda investigación, sino para dar tal lección a sus asesinos que se les quitasen las ganas de reír.

Decidí ir de incógnito y disfrazado, ya que si aparecía allí como John Carter, Señor de la Guerra de Marte, no averiguaría nada más de lo que ya sabía.

Disfrazarme es para mí una cuestión relativamente sencilla. Mi piel blanca y mi negro pelo me convierten en un hombre marcado en Marte, donde sólo los lotharianos de pelo castaño y los totalmente calvos therns, tienen la piel tan clara como la mía.

Aunque tengo plena confianza en la lealtad de mis sirvientes, uno nunca sabe si un espía ha logrado infiltrarse en la organización más cuidadosamente seleccionada. Por esta razón, mantuve mis planes y preparativos en secreto, incluso a los hombres de más confianza de los que me rodean.

En los hangares del techo de mi Palacio dispongo de aeronaves de distintos modelos, y de entre ellas seleccioné una de exploración de una sola arma, de la cual borré subrepticiamente la insignia de mi casa. Tras encontrar un pretexto para alejar a los guardianes del hangar, una tarde, introduje disimuladamente a bordo de la nave aquellos artículos que necesitaba para procurarme un disfraz satisfactorio. En adición a un pigmento rojo para mi propia piel y pinturas para el casco de la nave, incluí un juego completo de correajes, metales y armas zodanganas.

Esa noche la pasé a solas con Dejah Thoris, y aproximadamente a la octava zode y veinticinco xats, medianoche en hora terrestre, me puse un correaje de cuero sin insignias y me preparé para emprender mi aventura.

—Desearía que no te fueras, príncipe mío, tengo el presentimiento de que…, bueno…, de que ambos vamos a lamentarlo —dijo ella.

—Los asesinos deben de recibir una lección —contesté—, o nadie vivirá seguro en Barsoom. Sus actos constituyen un claro desafío; y no puedo permitirme ignorarlo.

—Supongo que no —contestó ella—. Ganaste tu alta posición con la espada, y supongo que debes mantenerla con ella; pero desearía que no fuera así.

La tomé en mis brazos y la besé, y le dije que no se preocupara, que no tardaría en volver. Luego subí al hangar de la azotea.

Los guardianes del hangar pueden haber pensado que era una hora inusual para que yo me embarcara, pero no podían tener la más mínima sospecha de cuál era mi destino. Despegué hacia el oeste, e inmediatamente me encontré surcando el aire poco denso de Marte, bajo las innumerables estrellas y los dos magníficos satélites del planeta rojo.

Las lunas de Marte siempre me han intrigado; y, de noche, cuando las contemplo, me siento atraído por el misterio que las rodea. Thuria, la más cercana, conocida en la Tierra como Phobos, es la más grande; orbita en tomo a Barsoom a solo 5.800 millas y ofrece una vista espléndida. Cluros, la más alejada, aunque su diámetro sólo es un poco más pequeño que el de Thuria, parece mucho más pequeña debido a su mayor distancia del planeta, estando como está a 14.500 millas.

Durante largo tiempo se dio crédito a una leyenda que afirmaba que la raza negra de Barsoom, los llamados «primeros nacidos», habitaban en Thuria, la luna más cercana; pero cuando desacredité a los falsos dioses de Marte, demostré a la vez de forma concluyente, que la raza negra vivía en el valle del Dor, cercano al polo sur del planeta.

Colgando sobre mí, Thuria presentaba una apariencia maravillosa, aún más destacable por el hecho de que daba la impresión de desplazarse de oeste a este, debido a que su órbita es tan cercana al planeta que efectúa una revolución en torno a él, en menos de un tercio, que la rotación diurna de Marte. Cuando la observaba ensoñadoramente fascinado aquella noche, lejos estaba de adivinar el papel que pronto había de representar en las escalofriantes aventuras y en la gran tragedia que me aguardaba tras el horizonte.

Cuando me hube alejado lo suficiente de las Ciudades Gemelas de Helium, desconecté mis luces de navegación y viré hacia el sur, orientándome gradualmente hacia el oeste, hasta tomar el rumbo de Zodanga. Una vez fijado el compás de destino, pude dedicar mi atención a otros menesteres, sabiendo que este ingenioso aparato me conduciría a donde deseaba sin problema.

Mi primera ocupación fue repintar el casco de la aeronave; amarré con unas cuerdas mi correaje a los anillos de la borda de la nave y luego, dejándome caer por los costados, procedí a realizar mi labor. Fue un trabajo lento, ya que después de pintar en todas direcciones hasta donde llegaba, tenía que volver a cubierta para cambiar la posición de las correas, de forma que pudiera cubrir otra sección del casco. Pero hacia el amanecer estuvo concluido, aunque no puedo decir que me enorgulleciera del resultado, desde un punto de vista artístico. Sin embargo, había logrado cubrir totalmente la pintura vieja, disfrazando así la nave, al menos en lo que a su color concernía. Una vez conseguido esto, arrojé por la borda la brocha y el resto de la pintura, seguidos por el correaje de cuero que había llevado hasta entonces.

Como me había pintado a mí mismo casi tanto como el casco de la nave, me llevó algún tiempo hacer desaparecer de mi persona el último vestigio de esta evidencia, que podría revelar a un observador atento que acababa de repintar mi nave.

Acto seguido, apliqué uniformemente el pigmento rojo sobre cada pulgada de mi cuerpo desnudo, de tal forma que cuando hube terminado, en cualquier lugar de Marte, me hubieran tomado por un miembro de la raza dominante de marcianos rojos; una vez que me puse el correaje, las insignias y las armas zodanganas, sentí que mi disfraz estaba completo.

Era ya media mañana y, después de comer, me acosté para dormir unas pocas horas.

Entrar en una ciudad marciana después de que haya oscurecido, puede ser muy embarazoso para alguien que no pueda explicar con claridad lo que se propone hacer. Por supuesto, es posible deslizarse dentro sin luces; pero las posibilidades de detención por alguna de las numerosas naves de patrulla son demasiado grandes; y como yo no podía explicar mi misión ni revelar mi identidad, probablemente me hubieran enviado a los pozos y, sin duda, hubiera recibido el castigo reservado a los espías: una larga reclusión, seguida por la muerte en la arena.

Si entraba con las luces encendidas, me detendrían con toda seguridad; y como no podría responder satisfactoriamente a las preguntas que me hicieran, y nadie saldría fiador por mí, mis apuros serían igualmente difíciles; así pues, cuando me acerqué a la ciudad antes del amanecer del segundo día, apagué el motor y me dejé llevar a la deriva bien lejos de los reflectores de las naves de patrulla.

Incluso cuando se hizo de día, no me aproximé a la ciudad hasta media mañana, cuando otras naves iban y venían libremente sobre las murallas.

Durante el día, a menos que una ciudad esté en guerra abierta, se ponen pocas restricciones a las idas y venidas de las naves pequeñas. Las naves de patrullas detienen y examinan ocasionalmente a algunas y, como las multas por volar sin licencia son muy altas, el gobierno mantiene una apariencia de control.

En mi caso, no se trataba de una cuestión de permiso de vuelo sino de mi derecho a estar en Zodanga; así que mi aproximación a la ciudad no dejó de tener su sabor aventurero.

Al fin los muros de la ciudad se encontraron directamente debajo de mí y me felicité por mi buena suerte, ya que no había ningún patrullero a la vista; pero me había felicitado demasiado pronto, pues casi inmediatamente un ágil crucero de los usados comúnmente en todas las ciudades marcianas para misiones de patrulla, surgió detrás de una elevada torre, directamente hacia mí.

Yo me moví con lentitud, para no llamar la atención; pero puedo asegurar que mi mente trabajaba con rapidez. La nave de una sola plaza que yo pilotaba era muy rápida y podía haber esquivado al patrullero con facilidad; sin embargo, este plan tenía dos importante defectos.

Uno de ellos era que, en tal caso, el patrullero abriría sin duda fuego sobre mí, y con elevadas posibilidades de derribarme. Y el otro era que, aunque lograra escapar, sería prácticamente imposible para mí entrar otra vez de esta forma en la ciudad, ya que mi nave quedaría marcada y todo el servicio de patrulleros estarían esperándola.

El crucero se me aproximaba decididamente y yo me preparaba a intentar salir del paso con el cuento chino de que había estado ausente largo tiempo de Zodanga y había perdido todos mis documentos durante mi ausencia. El mejor resultado que podría esperar de aquello era que simplemente me multaran por pilotar sin permiso, y como yo estaba bien provisto de dinero, tal solución hubiera sido muy satisfactoria.

Esta, sin embargo, era una esperanza muy leve, ya que su consecuencia inmediata sería que insistirían en saber quién sería mi fiador mientras se extendían los nuevos documentos; y, sin un fiador, mi posición sería bastante mala.

Precisamente cuando el patrullero se encontraba a la distancia adecuada para ordenarme detenerme, y cuando esperaba que lo hiciera de un momento a otro, oí un gran choque encima de mí, y al mirar hacia arriba vi cómo colisionaban dos pequeñas naves. Podía distinguir claramente al oficial que mandaba el patrullero y, cuando lo contemplé, lo vi igualmente mirando hacia arriba. Gritó una breve orden y el morro de su aparato se alzó, tomando altura rápidamente; una cuestión de mayor importancia había atraído su atención. Mientras se ocupaba de ello, yo me deslicé tranquilamente hacia la ciudad de Zodanga.

Cuando, muchos años atrás, las hordas verdes de Thark saquearon Zodanga, ésta quedó casi completamente arrasada. Era con la vieja ciudad con la que yo estaba familiarizado, y desde entonces sólo había visitado la reconstruida Zodanga, en una o dos ocasiones.

Volando al azar, encontré finalmente lo que buscaba: un hangar público sin pretensiones, sito en un barrio de mala muerte. En todas las ciudades que conozco hay barrios por donde uno puede andar sin ser objeto de la curiosidad general, al menos mientras no vayas corriendo delante de la policía. Aquel hangar y aquel barrio me parecieron uno de tales lugares.

El hangar se encontraba en el techo de un viejísimo edificio que, evidentemente, había sobrevivido a los estragos de Thark. La pista de aterrizaje era pequeña, y los hangares en sí sucios y descuidados.

Cuando mi aparato se posó en el techo, un hombre gordo muy manchado de aceite, apareció de debajo de una nave, cuyo motor debía de estar reparando.

Me miró interrogativamente, con una expresión nada amistosa.

—¿Qué quieres? —preguntó imperativamente.

—¿Este hangar es público?

—Sí.

—Quiero un aparcamiento para mi nave.

—¿Tienes dinero?

—Algo. Te pagaré un mes por anticipado.

Su expresión ceñuda desapareció.

—Ese hangar de ahí está vacío —dijo señalando—. Mételo allí.

Una vez que hube aparcado mi nave y cerrado con llave los mandos, volví junto al hombre y le pagué.

—¿Hay algún lugar donde hospedarme cerca de aquí? —pregunté—. Un sitio barato y no muy sucio.

—Hay uno en este mismo edificio, tan bueno como el mejor que encontrará por estos alrededores.

Aquello me convenía mucho, ya que cuando uno se mete en una aventura como ésta nunca se sabe con qué rapidez va a necesitar un volador, ni cuándo va a ser lo único que pueda salvarlo de la muerte.

Dejando al malhumorado propietario del hangar, descendí por la rampa abierta en el tejado.

Los ascensores estaban situados en el piso bajo el tejado, y allí encontré uno esperando con la puerta abierta. El ascensorista era un joven de apariencia disipada y con un andrajoso correaje.

—¿Planta baja? —preguntó.

—Busco alojamiento —contesté—. Quiero ir a la recepción de la casa de huéspedes que hay en este edificio.

El asintió, y el ascensor comenzó a descender. Visto desde dentro, el edificio parecía aún más viejo y decrépito que desde fuera; las plantas superiores aparentaban estar prácticamente en ruinas.

—Hemos llegado —dijo al poco el ascensorista, deteniendo su máquina y abriendo la puerta.

En las ciudades marcianas, las casas de huéspedes como aquella son meramente lugares donde dormir. Las habitaciones privadas son escasas e infrecuentes, si es que las hay. A lo largo de las paredes laterales de largos salones, se alinean bajas plataformas donde cada huésped coloca sus sedas y pieles de dormir en el espacio numerado que se le asigna.

Debido a la frecuencia de los asesinatos, guardias armados contratados por el propietario patrullan por estas habitaciones día y noche, y sobre todo por esta razón la demanda de habitaciones privadas es tan baja. En las casas que admiten mujeres, los pabellones de éstas se encuentran separados, y hay más habitaciones privadas; no se sitúan guardianes, dado que los hombres de Barsoom rara vez matan a mujeres o, para ser más exactos, no suelen emplear asesinos para hacerlo.

La casa de huéspedes a la que el destino me había conducido sólo admitía hombres. No se hallaba en ella ninguna mujer.

El propietario, un hombre fornido del cual supe posteriormente que había sido un famoso panthan —soldado de fortuna—, me asignó un lugar para dormir. Después de cobrarme un día de alojamiento y de indicarme, a petición mía, un sitio donde poder comer, me dejó.

Pocos de los restantes huéspedes se encontraban en la casa a aquellas horas del día. Sus pertenencias personales, sus sedas y pieles de dormir, se hallaban en sus lugares correspondientes, y, aunque no había ningún guardia vigilando la habitación, no corrían ningún peligro, ya que el robo es prácticamente desconocido en Marte.

Yo había traído conmigo algunas sedas y pieles de dormir viejas y baratas. Las deposité sobre mi plataforma. Un individuo malencarado de ojos astutos estaba tumbado en la plataforma adjunta. Yo me había dado cuenta de que me había observado subrepticiamente desde mi entrada. Finalmente, me habló:

—¡Kaor! —dijo, utilizando el familiar saludo marciano.

Yo asentí, y contesté de la misma forma.

—Vamos a ser vecinos —se aventuró a decir.

—Así parece —contesté.

—Evidentemente, eres forastero, al menos en esta parte de la ciudad —continuó—. Te oí preguntarle al dueño por un lugar donde comer. El que te recomendó él no es tan bueno como donde suelo ir yo. Ahora voy para allí; si quieres acompañarme, me gustaría llevarte.

Había un aire furtivo en aquel hombre que, sumado a su rostro depravado, lo delataban como un miembro del hampa, y como era entre el hampa donde me interesaba operar, su sugerencia encajaba a la perfección con mis planes, así que acepté con rapidez.

—Mi nombre es Rapas —dijo él—, y me llaman Rapas, el Ulsio — añadió, no sin cierto orgullo.

Ahora estaba seguro de que había juzgado correctamente, pues ulsio quiere decir rata.

—Mi nombre es Vandor —le comuniqué, recurriendo al nombre falso que había elegido para aquella aventura.

—Veo por tu metal que eres zodangano —me dijo mientras nos dirigíamos a los ascensores.

—Sí, pero he estado ausente de la ciudad durante años. En realidad, no he estado aquí desde que Thark quemó la ciudad. Ha habido tantos cambios que es como llegar a una ciudad desconocida.

—Por tu apariencia, se diría que eres un soldado profesional —sugirió. Yo asentí.

—Soy un panthan. Serví durante años en otro país, pero maté a un hombre y tuve que marcharme.

Yo sabía que si, como yo había supuesto, él era un criminal, esta admisión de un asesinato por mi parte le haría cogerme más confianza.

Sus ojos astutos me echaron una breve mirada; vi que mi confesión lo había impresionado de una forma u otra. Durante el resto del camino al restaurante, que se encontraba en una avenida a corta distancia de la casa de huéspedes, mantuvimos una charla intranscendente.

Una vez nos sentamos a la mesa. Rapas pidió bebidas e, inmediatamente después de vaciar la primera, su lengua se aflojó.

—¿Piensas quedarte en Zodanga? —me preguntó.

—Eso depende de si puedo encontrar un empleo aquí —contesté—. Mi dinero no durará mucho tiempo y, por supuesto, dadas las circunstancias en que dejé a mi último patrón, no tengo ningún documento; así es que puedo tener dificultades en encontrar donde quedarme.

Mientras comíamos, Rapas continuó bebiendo; y, cuanto más bebía, más parlanchín se volvía.

—Me has caído simpático, Vandor—no tardó en anunciar—, y si eres el tipo de persona que creo, puedo encontrarte un trabajo —Finalmente, se inclinó sobre mí y me susurró en el oído—: Soy un gorthan.

Era una suerte increíble. Yo intentaba ponerme en contacto con los asesinos y el primer hombre que conocía admitía ser uno de ellos. Yo me encogí de hombros despreciativamente.

—No hay mucho dinero en eso.

—Si estás bien relacionado, sí lo hay —me aseguró.

—Pero yo no estoy bien relacionado, al menos aquí en Zodanga — dije—. No pertenezco al gremio de Zodanga y, como ya te conté, tuve que huir abandonando mis documentos.

Echó una furtiva mirada en torno suyo para comprobar si había alguien lo suficientemente cerca para oírlo.

—El gremio no es imprescindible —susurró—; no todos pertenecemos al gremio.

—Una buena forma de suicidio —sugerí yo.

—No si uno tiene una buena cabeza. Mírame, yo soy un asesino, y no pertenezco al gremio. Gano mi buen dinero y no tengo que repartirlo con nadie —Se echó un trago—. No hay muchas cabezas tan buenas como la de Rapas, el Ulsio.

Se inclinó más cerca de mí.

—Me gustas, Vandor. Eres un buen tipo —La bebida espesaba su voz—. Tengo un cliente muy rico; tiene mucho trabajo y paga bien. Puedo conseguirte algún que otro trabajo para él. Quizás un empleo fijo. ¿Te interesa?

Me encogí de hombros.

—Un hombre tiene que vivir, no puede ser muy exigente al escoger su trabajo si no tiene dinero.

—Muy bien. Ven conmigo. Voy a ir allí esta noche. Cuando Fal Silvas hable contigo, le diré que eres justamente el hombre que necesita.

—Pero…, ¿qué hay de ti? Es tu trabajo; ningún hombre necesita dos asesinos.

—No te preocupes por mí. Tengo otras ideas en la cabeza.

Entonces se detuvo de repente y me miró suspicazmente. Era como si lo que había dicho lo hubiese hecho serenarse. Agitó la cabeza, evidentemente intentando aclararla.

—¿Qué fue lo que dije? —quiso saber—. Debo de estar medio borracho.

—Dijiste que tenías otros planes. Supongo que querías decir que tienes en mente un trabajo mejor.

—¿Eso fue todo lo que dije?

—Dijiste que me llevarías junto a un hombre llamado Fal Silvas, quien me daría trabajo.

Rapas pareció aliviado.

—Sí, te llevaré a verlo esta noche.