Verdad

Estas son las cosas que sé que son verdad: Me llamo LuLing Liu Young. Mis maridos fueron Pan Kai Jing y Edwin Young; ambos murieron y se llevaron consigo nuestros secretos. Mi hija es Ruth Luyi Young. Ella nació en un año del Dragón de Agua y yo, en un año del Dragón de Fuego. De manera que somos iguales pero por razones opuestas.

Sé todas estas cosas, pero hay un nombre que no logro recordar. Está en la capa más antigua de mi memoria y no puedo desenterrarlo. Cien veces he rememorado la mañana en que Tita Querida lo escribió. Yo tenía sólo seis años, pero era muy lista. Sabía contar. Sabía leer. Tenía un recuerdo para todo, y he aquí mi recuerdo de esa mañana de invierno.

Estaba adormilada, acostada aún en la cama k’ang de ladrillos que compartía con Tita Querida. Los tubos de la chimenea del salón estaban lejos de nuestro pequeño cuarto, y hacía rato que los ladrillos se habían enfriado bajo mi cuerpo. Cuando abrí los ojos, Tita Querida empezó a garabatear en un papel y luego me enseñó lo que había escrito.

—No veo —protesté—. Está demasiado oscuro.

Resopló, dejó el papel sobre un pequeño armario y me indicó que me levantara. Encendió el brasero y, cuando empezó a humear, se ató un pañuelo sobre la nariz y la boca. Llenó un cazo con agua para el aseo, y una vez que la hubo calentado, comenzó nuestro día. Me restregó la cara y las orejas. Me hizo la raya y me peinó el flequillo. Humedeció los pelos erizados como patas de araña. Después dividió mi melena en dos y me hizo trenzas. Las ató arriba con lazos rojos; abajo, con lazos verdes. Sacudí la cabeza para que las trenzas bailaran igual que las alegres orejas de los perros palaciegos. Y Tita Querida olfateó el aire, como si también ella fuera un perro y se preguntara ¿qué huele tan bien? Esa inspiración era su manera de decir mi mote, Cachorrillo. Así hablaba ella.

No tenía voz; sólo jadeos y resuellos, los bufidos de un viento caprichoso. Me decía las cosas con muecas y gruñidos, con bailes de cejas y movimientos oculares. Escribía cosas acerca del mundo en mi pizarra portátil. También hacía dibujos con sus renegridas manos. Lenguaje de manos, lenguaje de cara y lenguaje de tiza, ésos fueron los idiomas con que crecí, mudos y poderosos.

Mientras se recogía el cabello, estirándolo contra su cráneo, jugué con su caja de tesoros. Saqué una bonita peineta de marfil decorada con un gallo en cada extremo. Tita Querida había nacido Gallo.

—Ponte esto —pedí, levantando la peineta—. Es bonita.

Todavía era lo bastante pequeña para creer que la belleza procedía de las cosas, y quería que Madre la tratara mejor. Pero Tita Querida negó con la cabeza. Se quitó el pañuelo, señaló su cara y frunció las cejas. ¿De qué me serviría usar algo bonito? Decía.

El flequillo le caía sobre los ojos, igual que a mí. El resto de su pelo estaba recogido en un nudo y sujeto con una pinza de plata. Tenía una frente de melocotón, ojos separados, mejillas carnosas que se afilaban hacia la pequeña y regordeta nariz. Ésa era la parte superior de su rostro. Luego estaba la inferior.

Movió sus negros dedos como si fuesen llamas voraces. Mira lo que hizo el fuego.

A diferencia del resto de mi familia, yo no la veía fea. «Ay, hasta un demonio se asustaría al verla», oí decir una vez a Madre.

Cuando era pequeña me gustaba seguir con los dedos el contorno de la boca de Tita Querida. Era un misterio. Una mitad estaba llena de bultos; la otra se había derretido, cerrándose. El interior de su mejilla derecha era rígido como el cuero, mientras el izquierdo era húmedo y suave. Allí donde las encías se habían quemado, los dientes habían caído. Y su lengua era como una raíz agostada. No podía saborear los placeres de la vida: salado y amargo, agrio y ácido, picante, dulce, oleoso.

Nadie más entendía el lenguaje de Tita Querida, de modo que yo tenía que traducirlo en voz alta. Aunque no todo; nunca nuestras historias secretas. A menudo me hablaba de su padre —el célebre curandero de la Boca de la Montaña—, y de la cueva donde habían descubierto los huesos de dragón. Decía que esos huesos eran divinos y podían aliviar cualquier dolor, excepto el de un corazón roto.

—Cuéntamelo otra vez —pedí esa mañana, deseando oír la historia de cómo se había quemado la cara y convertido en mi niñera.

Yo era una tragafuegos, dijo con las manos y los ojos. Centenares de personas iban a verme a la plaza del mercado. En la ardiente olla de mi boca dejaba caer cerdo crudo, añadía chiles y pasta de alubias, removía y luego ofrecía bocados a la gente para que probara. Si decían «¡qué delicia!» abría la boca como un monedero para recibir sus monedas de cobre. Un día, sin embargo, me comí el fuego, y el fuego regresó para devorarme a mí. Entonces resolví dejar de ser una olla y convertirme en tu niñera.

Reí y aplaudí, pues esta historia inventada era la mejor. El día anterior me había contado que estaba contemplando la caída de una estrella agorera cuando ésta cayó en su boca abierta y le quemó la cara. Y un día antes había dicho que había probado lo que creía un sabroso plato hunan sólo para descubrir que se trataba de las brasas usadas en la cocción.

Basta de cuentos, dijo ahora Tita Querida, hablando rápidamente con las manos. Ya es casi la hora del desayuno y debemos rezar mientras aún tengamos hambre. Agarró el papel del armario, lo dobló por la mitad y lo guardó en el interior de su zapatilla. Nos pusimos la ropa acolchada de invierno y salimos al frío pasillo. El aire olía a los fuegos de carbón de otras alas del edificio. Vi al viejo cocinero girando la noria del pozo. Oí a una inquilina gritando a su holgazana nuera. Pasé junto a la habitación que mi hermana, GaoLing, compartía con Madre; las dos seguían durmiendo. Nos dirigimos a paso vivo hacia la pequeña habitación sur, la sala de nuestros ancestros. En la puerta, Tita Querida me dirigió una mirada de advertencia: Compórtate con humildad. Quítate los zapatos. En calcetines, pisé las heladas lajas grises. De inmediato un frío glacial atravesó mis pies, recorrió mi cuerpo y salió por mi nariz. Empecé a temblar.

La pared de enfrente estaba revestida de pergaminos con versos, obsequios de los eruditos que habían usado nuestra tinta durante los últimos doscientos años. Yo había aprendido a leer uno, un cuadro-poema: «Sombras de peces vuelan río abajo», que significaba que nuestra tinta era oscura, hermosa y fluida. Sobre el largo altar había dos imágenes, el dios de la Longevidad, con su cascada de barba blanca, y la diosa de la Misericordia, con su cara tersa, libre de preocupaciones. Sus ojos negros se clavaban en los míos. Sólo ella escuchaba las penas y los deseos de las mujeres, decía Tita Querida. Alrededor de las imágenes había tallas de los ancestros de Liu, con los nombres grabados bajo las caras de madera. No todos mis antepasados estaban allí, explicó Tita Querida; sólo aquellos que mi familia consideraba más importantes. Las tallas de los antepasados intermedios y las de las mujeres estaban guardadas en baúles, u abandonadas en cualquier otro lugar.

Tita Querida encendió unas varillas de incienso y sopló hasta que empezaron a humear. Pronto se levantó más humo: una mezcla de nuestra respiración, nuestras ofrendas y unas nubes brumosas que se me antojaron fantasmas resueltos a llevarme a vagar con ellos por el Mundo de Yin. Tita Querida me había contado que cuando una persona moría su cuerpo se enfriaba. Y dado que esa mañana yo estaba helada, tenía miedo.

—Tengo frío —gimoteé, y se me saltaron las lágrimas.

Tita Querida se sentó en un banco y me subió a su regazo. Para, Cachorrillo, me riñó con ternura, o las lágrimas se convertirán en carámbanos que te perforarán los ojos. Me frotó los pies con energía, como si fuesen masa de pan. ¿Mejor así? ¿Qué tal? ¿Mejor?

Cuando dejé de llorar, Tita Querida encendió más varillas de incienso. Volvió a la puerta y levantó una de sus zapatillas. Aún la veo: la polvorienta tela azul, el ribete negro, una hoja adicional que había bordado para disimular un agujero. Pensé que iba a quemar su zapatilla para ahuyentar a los muertos. En cambio, sacó el papel escrito que me había enseñado antes. Movió la barbilla en mi dirección y dijo con las manos: Mi apellido, el apellido de todos los curanderos. Volvió a ponerlo delante de mi cara y añadió: Jamás olvides este nombre. Y dejó el papel con delicadeza sobre el altar. Nos inclinamos y nos levantamos, nos inclinamos y nos levantamos. Cada vez que alzaba la cabeza, miraba aquel nombre. Y era…

¿Por qué no puedo verlo? He forzado un centenar de nombres por mi boca y ninguno regresa con el eructo de la memoria. ¿Era un nombre poco común? ¿Lo perdí por guardar el secreto demasiado tiempo?

Tal vez se extraviara de la misma manera que mis cosas favoritas: la chaqueta que GaoLing me regaló cuando me fui a la escuela para huérfanos, el vestido que según mi segundo marido me hacía parecer una estrella de cine, el primer vestido que le quedó pequeño a Luyi. Siempre que amaba algo con especial pasión, lo guardaba en el baúl de mis tesoros. Ocultaba esas cosas durante tanto tiempo que casi olvidaba que las tenía.

Esta mañana recordé el baúl. Iba a guardar el regalo que me hizo Luyi: perlas grises de Hawai, increíblemente hermosas. Cuando abrí la tapa, escapó una nube de polillas y un río de lepismas. Dentro encontré una red de agujeros, uno tras otro. Las flores bordadas y los vivos colores habían desaparecido.

Prácticamente todo lo importante de mi vida ha desaparecido, y lo peor ha sido perder el nombre de Tita Querida.

¿Cuál es nuestro apellido, Tita Querida? Siempre he querido reclamarlo. Ven, ayúdame a recordar. Ya no soy una niña. No tengo miedo a los fantasmas. ¿Sigues enfadada conmigo? ¿No me reconoces? Soy LuLing, tu hija.