En la primera sala del Museo de Arte Asiático, Ruth vio que Tang besaba a su madre en la mejilla. LuLing rio como una colegiala tímida, y luego, tomados de la mano, continuaron andando hacia la siguiente sala.
Art le dio un codazo a Ruth y le ofreció el brazo.
—Vamos, no voy a permitir que esos dos nos ganen.
Alcanzaron a LuLing y su acompañante, que estaban sentados ante dos hileras de campanas de bronce que colgaban de un descomunal bastidor de casi cuatro metros de altura por seis de ancho.
—Es como un xilófono para los dioses —murmuró Ruth mientras se sentaba junto a Tang.
—Cada campana produce dos sonidos distintos. —El tono de Tang era suave pero erudito—. El macillo golpea la campana abajo y del lado derecho. Y cuando hay muchos músicos y las campanas entrechocan, la música es muy compleja, crea distintos niveles tonales. Hace poco tuve el placer de oírlas tocar por un grupo de músicos chinos. —Sonrió al recordar la experiencia—. Fue como si me transportaran en el tiempo hasta hace tres mil años. Oí lo que oía una persona en aquella época y experimenté el mismo asombro. Imaginé a esa persona escuchando, una mujer, creo, una mujer muy hermosa. —Apretó la mano de LuLing—. Y pensé que dentro de otros tres mil años, quizá otra mujer escuche esos sonidos y piense en mí, imaginándome como un hombre apuesto. Aunque no nos conocemos, estamos conectados por la música. ¿No te parece? —Miró a LuLing.
—Maravilloso —respondió ella.
—Tu madre y yo tenemos ideas afines —le dijo a Ruth, y ésta sonrió.
Se dio cuenta de que Tang traducía para LuLing, tal como ella hacía antes. Pero él sabía que no debía preocuparse por las palabras y sus significados precisos. Se limitaba a traducir lo que había en el corazón de LuLing: sus mejores intenciones, sus esperanzas.
Hacía un mes que LuLing vivía en Miramar Manor, y Tang iba a visitarla varias veces por semana. Los sábados por la tarde la llevaba de paseo: al cine, a ensayos públicos de la orquesta sinfónica, a caminar por el jardín botánico. Hoy tocaba la exposición de arqueología china, y había invitado también a Ruth y Art.
—Quiero enseñaros algo muy interesante —había dicho con tono misterioso por teléfono—, algo que merece la pena ver.
Para Ruth ya valía la pena ver feliz a su madre. Feliz. Meditó sobre esa palabra. Hasta hace poco no habría podido asociarla con LuLing. Desde luego, su madre seguía protestando. La comida en el Miramar, como habían previsto, era «demasiado salada», y el servicio de restaurante era «tan lento, comida fría cuando llega». Y el sillón de piel que le había comprado Ruth no le gustó, de modo que tuvo que reemplazarlo por el viejo. Sin embargo, LuLing se había liberado de la mayoría de sus preocupaciones y amarguras: la vecina de abajo, el miedo a que le robasen, la sensación de que una maldición pendía sobre su vida y que debía permanecer constantemente en guardia para evitar catástrofes. ¿O sencillamente lo había olvidado todo? Quizá su enamoramiento actuase como un tónico.
O puede que al cambiar de escenario se hubiese quedado sin recordatorios de un pasado triste. No obstante, seguía rememorando el pasado, quizá más a menudo que nunca, con la diferencia de que ahora sólo volvía a los momentos buenos. Para empezar, incluía en él a Tang. LuLing se comportaba como si se conocieran de varias vidas anteriores y no desde hacía un mes.
—Esto mismo él y yo vemos hace mucho tiempo —dijo LuLing mientras admiraban las campanas—, sólo que ahora más viejo.
Tang ayudó a LuLing a levantarse, y todos se dirigieron a otro expositor situado en el centro de la sala.
—Éste es un objeto muy preciado para los expertos en la historia de China —dijo Tang—. La mayoría de los visitantes quieren ver las vasijas rituales para el vino, o los trajes funerarios decorados con jade. Pero para un auténtico erudito, ésta es la pieza más importante de la exposición.
Ruth miró con interés el objeto situado dentro de una vitrina. Para ella, la pieza más importante era un wok grande con ideogramas.
—Es una obra maestra de bronce —prosiguió Tang—, pero también está la escritura. Se trata de un poema épico escrito por los eruditos sobre los grandes soberanos de su época. Uno de los emperadores que elogian era Zhou, sí el mismo Zhou de Zhoukoudian… el sitio donde vivió tu madre y donde descubrieron al hombre de Pekín.
—¿La Boca de la Montaña? —preguntó Ruth.
—Exactamente. Aunque Zhou no vivió allí. Muchos lugares llevan su nombre, igual que en Estados Unidos todas las ciudades tienen una calle llamada Washington… Ahora venid por aquí; la pieza por la que os hice venir está en la sala siguiente.
Pronto llegaron ante otro expositor.
—No leáis aún la descripción en inglés —dijo Tang—. ¿Qué creéis que es?
Ruth vio un objeto de color marfil y con forma de pala, lleno de grietas y agujeros negros. ¿Sería un antiguo tablero de go? ¿Un utensilio de cocina? A su lado había otro objeto más pequeño, pardo y oval, con un reborde e inscripciones en lugar de agujeros. Supo lo que era de inmediato, pero antes de que pudiese hablar, su madre dio la respuesta en chino:
—Un hueso del oráculo.
A Ruth le sorprendían las cosas que era capaz de recordar. No podría esperar que LuLing recordase una cita o los pormenores de un hecho reciente, como quién estaba allí, o cuándo había sucedido. Pero a menudo se quedaba atónita ante la claridad con que hablaba de su juventud, de cosas de naturaleza semejante a las que había descrito en sus memorias. Para Ruth, eso era un indicio de que los caminos que conducían al pasado de su madre seguían despejados, aunque marcados por rodadas en algunos puntos y llenos de confusos desvíos. A veces mezclaba el pasado con recuerdos de otros períodos de su vida. Pero aquella parte de su historia seguía siendo una reserva de la que podía sacar elementos y compartirlos con otros. Daba igual que desdibujase los pequeños detalles. El pasado, incluso modificado, seguía siendo coherente.
En las semanas anteriores, LuLing había contado varias veces cómo había recibido el anillo con piedras de jade rescatado por Ruth del sillón de piel sintética.
—Tú y yo fuimos a un baile —dijo en chino—. Bajamos por la escalera y tú me presentaste a Edwin. Clavó sus ojos en mí y siguió mirándome durante un buen rato. Vi que tú sonreías, y luego desapareciste. Fuiste muy traviesa. ¡Yo sabía lo que estabas pensando! Cuando me pidió que me casara con él, me dio este anillo.
Ruth supuso que la persona que había hecho las presentaciones era GaoLing. Ahora oyó que LuLing se dirigía a Art en cantones:
—Mi madre encontró uno de ésos. Estaba grabado con palabras muy hermosas. Me lo dio cuando estuvo convencida de que yo no olvidaría lo que era importante. Nunca quise perderlo. —Art asintió, como si entendiese lo que le decía, y entonces LuLing tradujo al inglés para Tang—: Yo digo a él que este hueso igual al que me da mi madre.
—Muy apropiado —repuso Tang—, sobre todo porque tu madre era hija de un curandero.
—Famoso —añadió LuLing.
Tang asintió, como si él también lo recordase.
—Iban a verlo los habitantes de todas las aldeas cercanas. Y tu padre fue porque se había roto un hueso. Su caballo le había dado una coz. Fue así como conoció a tu madre. Gracias a aquel caballo.
LuLing tenía la vista fija en el vacío. Ruth temió que se echase a llorar. Sin embargo, de repente se le iluminó la cara y dijo:
—Liu Xing. Él la llama así. Mi madre dice que escribe poema de amor sobre eso.
Art miró a Ruth, esperando una confirmación. Había leído la traducción de las memorias de LuLing, pero no asociaba el nombre chino con su referente.
—Significa «estrella fugaz» —murmuró Ruth—. Te lo explicaré luego. —Y se dirigió a LuLing—: ¿Y cuál era el apellido de tu madre?
Sabía que era arriesgado hacer esa pregunta, pero la mente de su madre había penetrado en el territorio de los nombres. Quizá hubiese otros, como mojones, esperando que los rescatasen.
Su madre titubeó apenas un segundo antes de responder:
—Apellido es Gu. —Miró a Ruth con expresión severa—. Te lo digo muchas veces, ¿no recuerdas? Su padre doctor Gu. Ella hija de doctor Gu.
Ruth habría querido dar gritos de alegría, pero entonces cayó en la cuenta de que esa palabra significaba «hueso» en chino. Doctor Gu, doctor Hueso, doctor de huesos. Art había enarcado las cejas, esperando que Ruth le confirmase si por fin se había desvelado el misterio del apellido de la familia.
—Te lo explicaré luego —repitió Ruth, pero esta vez su voz reflejó desolación.
—Ah.
Tang dibujó ideogramas en el aire.
—¿Gu así? ¿O así?
LuLing hizo una mueca de preocupación.
—Yo no recuerda.
—Yo tampoco —se apresuró a decir Tang—. Bueno, no tiene importancia.
Art cambió de tema.
—¿Qué hay escrito en el hueso del oráculo?
—Son preguntas que los emperadores hacían a los dioses —respondió Tang—. Qué tiempo hará mañana, quién ganará la guerra, cuál es el mejor momento para la siembra. Algo parecido a las noticias de las seis, aunque ellos querían conocer las respuestas con antelación.
—¿Y esas respuestas eran acertadas?
—Quién sabe. Son las grietas que están junto a los puntos negros. Los adivinos usaban un clavo ardiendo para agrietar el hueso. Al hacerlo, producían un sonido… ¡puac! Luego interpretaban las grietas como la respuesta de los cielos. Estoy seguro de que los mejores adivinos eran aquellos que decían lo que los emperadores querían oír.
—Qué gran enigma lingüístico —observó Art.
Ruth recordó la bandeja de arena que ella y su madre habían usado durante años. También ella había tratado de adivinar las respuestas capaces de tranquilizar a su madre, las palabras que la calmarían sin inspirar desconfianza. De vez en cuando inventaba las respuestas más convenientes para sí misma. Pero en muchas ocasiones había intentado escribir lo que su madre necesitaba oír. Palabras de consuelo, como que su marido la echaba de menos o que Tita Querida no estaba enfadada.
—Hablando de enigmas —dijo Ruth—, el otro día usted mencionó que no han vuelto a saber nada de los restos del hombre de Pekín.
LuLing se reanimó.
—No sólo hombre, también mujer.
—Tienes razón, mamá… la mujer de Pekín. Me pregunto qué pasó. ¿Los huesos fueron aplastados por el tren que iba a Tianjin? ¿O se hundieron con el barco?
—Si esos restos siguen por ahí —respondió Tang—, nadie lo dice. Bueno, cada tantos años publican algo al respecto en los periódicos. Alguien muere, la esposa de un soldado americano, un ex oficial japonés o un arqueólogo de Taiwán o Hong Kong, y salta la noticia de que se han encontrado huesos en un baúl de madera, un baúl idéntico a los que usaron para embalar los huesos en 1941. Entonces empieza a circular el rumor de que se trata de los restos del hombre de Pekín. Se hacen gestiones, se pagan recompensas… Pero luego se descubre que los huesos eran rabos de buey. O copias de yeso de los originales. O desaparecen antes de que puedan examinarlos. Una de las historias que se cuenta es que una persona robó los restos, y cuando viajaba a una isla para venderlos, el avión cayó al mar.
Ruth recordó las supuestas maldiciones de fantasmas enfadados porque alguien había separado algún hueso del resto de su cadáver.
—¿Y usted qué cree?
—No lo sé. En gran medida, la historia es un misterio. No sabemos qué se ha perdido para siempre y qué reaparecerá. Todos los objetos existen en un momento del tiempo. Y ese fragmento del tiempo se preserva, se pierde o se encuentra de maneras misteriosas. El misterio es una parte maravillosa de la vida. —Tang le hizo un guiño a LuLing.
—Maravillosa —repitió ella.
Tang consultó su reloj de pulsera.
—¿Qué tal una comida maravillosa?
—Maravilloso —respondieron.
Esa noche, en la cama, Ruth se puso a especular sobre el amor de Tang por su madre.
—Entiendo que sienta curiosidad por ella, pues ha traducido su historia. Pero es un hombre culto, aficionado a la música y a la poesía. Ella no está a su altura, y su estado no hará más que empeorar. Dentro de un tiempo, es posible que ni siquiera lo reconozca.
—La ha amado desde que ella era una niña —dijo Art—. No es sólo una compañía temporal. Ama todo lo que tiene que ver con ella, y eso incluye a la mujer que fue, la que es y la que será. Pocas personas casadas saben tantas cosas sobre su pareja. —Atrajo a Ruth hacia él—. A propósito, me gustaría que tuviésemos algo parecido. Un compromiso a través del tiempo: pasado, presente, futuro… matrimonio.
Ruth contuvo el aliento. Hacía tanto tiempo que había arrinconado esa idea, que todavía le parecía peligrosa, un tabú.
—Traté de atarte legalmente a mí compartiendo la propiedad del piso, que todavía no has aceptado.
¿Era eso lo que pretendía cuando le había propuesto cederle un porcentaje del piso? Ruth se sorprendió de sus propios mecanismos de defensa.
—Es sólo una idea —dijo Art, incómodo—. No es mi intención presionarte. Sólo quería saber qué te parecía esa posibilidad.
Ruth lo estrechó entre sus brazos y le besó el hombro.
—Maravillosa —respondió.
—El apellido, sé cuál es el apellido de la familia de tu madre. —GaoLing había telefoneado a Ruth para darle la gran noticia.
—¡Oh, Dios! ¿Cuál es?
—Primero debes saber lo mucho que me costó averiguarlo. Después de que me preguntaras, le escribí a Jiu Jiu. Él no lo sabía, pero me contestó que lo consultaría con la esposa de un primo que todavía vive en la aldea donde nació tu madre. Tardaron un tiempo en enterarse, porque la mayoría de la gente que podría saber algo ya está muerta. Pero finalmente encontraron a una anciana cuyo padre fue fotógrafo. Y ella aún conserva las antiguas placas de cristal. Estaban en un sótano, y por suerte no había muchas dañadas. Su abuelo llevaba un registro de todo: fechas, pagos, los nombres de las personas que fotografiaba… Miles de placas y de fotografías. La cuestión es que la anciana recordó que su abuelo le había enseñado la foto de una joven muy bonita con un precioso tocado y una chaqueta de cuello alto.
—¿La misma foto que tiene mamá de Tita Querida?
—Debe de ser la misma. La anciana dijo que era una historia triste, porque poco después de que tomaran la fotografía, la joven se había desfigurado la cara en un accidente, su padre había muerto y toda su familia había resultado destruida. La gente de la aldea decía que estaba maldita desde el principio…
Ruth fue incapaz de seguir esperando.
—¿Cuál es el apellido?
—Gu.
—¿Gu? —Se sentía decepcionada. Habían cometido el mismo error que su madre—. Gu quiere decir hueso. La anciana habrá confundido «doctor de huesos» con «doctor Hueso».
—No, no —dijo GaoLing—. Gu como en «desfiladero». Es un gu diferente. Suena igual que «hueso», pero se escribe de otra manera.
El gu de tercer tono puede significar muchas cosas: «viejo», «desfiladero», «hueso», «muslo», «ciego», «grano», «mercader», muchas cosas. Y el símbolo para escribir «hueso» también vale para «carácter». Por eso usamos la expresión «Está en tus huesos», que equivale a decir «es tu carácter».
En un tiempo Ruth había pensado que el chino era limitado en sonidos y en consecuencia, confuso. Ahora tenía la impresión de que sus múltiples significados lo convertían en un idioma muy rico. El doctor de huesos ciego del desfiladero curó el muslo del viejo mercader de grano.
—¿Estás segura de que es Gu?
—Es lo que está escrito en la placa fotográfica.
—¿También aparece el nombre de pila?
—Liu Xin.
—¿Estrella fugaz?
—Eso es liu xing, suena casi igual; xinges «estrella», xin es «verdad». Liu Xin significa «conserva la verdad». Pero como el sonido es parecido, es posible que la gente que le tenía antipatía la llamase Liu Xing. La estrella fugaz puede tener un significado negativo.
—¿Por qué?
—No está claro. La gente cree que es muy malo ver una estrella escoba. Me refiero a esa con una cola larga que parece que gira.
—¿Un cometa?
—Sí, un cometa. El cometa significa que habrá una calamidad. Pero algunos confunden la estrella escoba con la estrella fugaz, así que aunque la segunda no traiga mala suerte, algunos creen que sí. Además, la idea no es muy buena… se quema deprisa, un día está aquí, al otro desaparece, como le pasó a Tita Querida.
Su madre había escrito algo al respecto, recordó Ruth, un cuento que Tita Querida le contaba en su infancia: mientras contemplaba el cielo de la noche, una estrella fugaz había caído en su boca. Ruth se echó a llorar. Su abuela tenía un nombre. Gu Liu Xin. Había existido. Todavía existía. Tita Querida pertenecía a una familia. LuLing pertenecía a esa misma familia, y Ruth les pertenecía a ambas. El apellido había estado allí todo el tiempo, como un hueso clavado en una grieta de un desfiladero. LuLing lo había adivinado mientras miraba el hueso del oráculo en el museo. Y el nombre también había resplandecido ante Ruth durante un brevísimo instante, una estrella fugaz que había penetrado en la atmósfera terrestre, dejando una marca indeleble en su mente.