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Celebraban una fiesta en honor a GaoLing, que cumplía setenta y siete años; de hecho, cumplía ochenta y dos, pero sólo ella, LuLing y Ruth sabían la verdad.

Los Young estaban reunidos en la casa de estilo colonial que GaoLing y Edmund tenían en Saratoga. Tía Gal lucía una corona de flores y un vestido hawaiano con estampado de hibiscos. El tío Edmund llevaba una camisa con ukeleles. Acababan de regresar de su duodécimo crucero por el archipiélago de Hawai. LuLing, Art, Ruth y varios primos estaban sentados de cara a la piscina en el jardín trasero —o lanai, como lo llamaba ahora tía Gal—, donde tío Edmund estaba asando a la barbacoa suficientes costillas de cerdo para indigestarlos a todos. Las antorchas a gas producían suficiente calor para crear un ambiente cálido en el jardín. Pero los niños no se dejaron engañar. Decidieron que el agua de la piscina estaba demasiado fría e improvisaron un partido de fútbol. A cada rato tenían que usar una red con un largo mango para pescar el balón del agua.

—Salpica mucho —protestó LuLing.

Cuando GaoLing entró en la cocina para terminar de preparar las guarniciones, Ruth la siguió. Había estado esperando una oportunidad para hablar a solas con su tía.

—Así se hacen los huevos de té —dijo Gal mientras Ruth pelaba huevos duros—. Usas dos pellizcos de hojas de té negro. Debe ser negro, no verde japonés ni ninguna de esas hierbas que los jóvenes usáis con fines medicinales. Pones las hojas sobre un paño de cocina y lo atas bien.

»Después metes los huevos en la olla con la bolsa de té, media taza de salsa de soja para veinte huevos, y seis semillas de anís estrellado —prosiguió. Añadió una generosa cantidad de sal. Era obvio que debía agradecer su longevidad a los genes, y no a sus hábitos alimentarios—. Se cuece durante una hora —dijo y puso la olla a fuego lento—. Cuando eras pequeña, te encantaban. Los llamábamos “huevos de la suerte”. Por eso los hacíamos tu madre y yo. A todos los niños les gustaban más que cualquier otro plato. Pero una vez te comiste cinco y vomitaste sobre mi sofá. Después decías huevos no, no más huevos. Te negaste a probarlos incluso un año después. Pero pasó otro año, y volvieron a gustarte, sí, huevos buenos, ñam, ñam.

Ruth no recordaba nada de aquello, y se preguntó si GaoLing la estaría confundiendo con su hija. ¿También su tía tenía síntomas de demencia senil?

Abrió el frigorífico y sacó una fuente con apio escaldado y cortado. Sin medir los ingredientes, aderezó el apio con aceite de sésamo y salsa de soja, hablando como si estuviese en un programa de entrevistas sobre cocina.

—He estado pensando que podría escribir un libro. Se llamará «Viaje culinario a China», ¿qué te parece? Recetas sencillas. Tal vez, si no estás demasiado ocupada, podrías ayudarme a escribirlo. Gratis no, claro. La mayoría de las palabras ya están aquí, en mi cabeza. Sólo necesito alguien que las ponga por escrito. Aunque sea tu tía, te pagaría.

Ruth no quiso alentarla.

—¿Cocinabais esos huevos cuando vivías con mamá en el orfanato?

GaoLing dejó de remover la comida y alzó la vista.

—Ah, tu madre te ha hablado de aquel sitio. —Probó un trozo de apio y añadió más salsa de soja—. Antes no quería contarle a nadie por qué había ido allí. —GaoLing calló y frunció los labios, como si hubiese hablado de más.

—Te refieres al hecho de que Tita Querida era su madre.

GaoLing chascó la lengua.

—Ah, conque te lo ha contado. Bien, me alegro. Siempre es mejor decir la verdad.

—También sé que mamá y tú sois cinco años mayores de lo que pensábamos. Y que tu verdadero cumpleaños es… ¿cuatro meses antes?

GaoLing forzó una risita, pero adoptó una actitud evasiva.

—Siempre quise decir la verdad. Pero tu madre tenía miedo de tantas cosas… Decía que si las autoridades se enteraban de que no era mi hermana, la enviarían de vuelta a China. O que Edwin no se casaría con ella porque era muy mayor. Más tarde dijo que tú te avergonzarías de ella si descubrías que tu abuela era una mujer soltera, tenía la cara desfigurada y todo el mundo la trataba como a una criada. Con los años, yo empecé a tener ideas más modernas. ¿Antiguos secretos? ¡Aquí a nadie le interesan! ¿Madre soltera? Pues igual que Madonna. Pero tu mamá decía no, no lo cuentes, prométemelo.

—¿Alguien más lo sabe? ¿El tío Edmund? ¿Sally? ¿Billy?

—No, no, nadie. Se lo prometí a tu madre… El tío Edmund lo sabe, claro. Entre nosotros no hay secretos. Se lo cuento todo… Bueno, lo de mi edad, no. Pero no fue una mentira, simplemente me olvidé de decírselo. ¡De veras! Ni siquiera me siento como una mujer de setenta y siete años. En mi mente, tengo como mucho sesenta. Pero ahora tu me recuerdas que soy aun mayor… ¿cuántos años?

—Ochenta y dos.

—Ay. —Sus hombros se encorvaron mientras pensaba en ello—. Ochenta y dos años. Es como descubrir que tengo menos dinero en el banco del que pensaba.

—De todas maneras aparentas veinte años menos. Igual que mamá. Y no te aflijas, no se lo diré a nadie, ni siquiera al tío Edmund Es curioso, el año pasado, cuando mamá le dijo al médico que tema ochenta y dos años, pensé que era una prueba evidente de que no regía bien. Y luego resultó que tenía Alzheimer. Sin embargo, no se equivocaba con su edad. Sólo olvidó mentir…

—No era una mentira —corrigió GaoLing—. Era un secreto.

—A eso me refería. Y no me habría enterado de su verdadera edad si no hubiese leído lo que escribió.

—¿Escribió algo sobre su edad?

—Sobre muchas cosas, una pila de papeles así de gruesa. Es la historia de su vida, con todas las cosas que no quería olvidar. O aquellas de las que no podía hablar. Su madre, el orfanato, su primer marido, el tuyo…

Tía Gal parecía cada vez más incómoda.

—¿Cuándo escribió esas cosas?

—Calculo que hace siete u ocho años, probablemente cuando empezó a preocuparse por su memoria. Me dio algunas de esas páginas hace tiempo. Pero estaban en chino, así que no las leí. Hace unos meses encontré a alguien que me las tradujo.

—¿Por qué no me lo pediste a mí? —GaoLing fingió sentirse ofendida—. Soy tu tía, y ella es mi hermana. Aunque no tengamos la misma madre, somos parientes de sangre.

La verdad era que Ruth no se lo había pedido porque temía que su madre hubiese hecho comentarios poco halagüeños sobre tía Gal. Y ahora pensó que tal vez GaoLing habría censurado las partes relacionadas con su propio pasado, por ejemplo, su matrimonio con un adicto al opio.

—No quería molestarte —dijo.

GaoLing resopló.

—¿Para qué están los parientes, si no puedes molestarlos?

—Es verdad.

—Tú sabes que puedes pedirme cualquier cosa. Quieres comida china, yo te la preparo. ¿Una traducción del chino? También puedo hacerla. Necesitas que cuide a tu mamá, no hace falta que preguntes, la traes y ya está.

—A propósito, ¿recuerdas que hablamos de las necesidades que tendrá mamá en el futuro? Bueno, Art y yo hemos ido a ver un lugar llamado Miramar Manor; es un centro residencial asistido, con unos apartamentos muy bonitos. Tienen vigilancia las veinticuatro horas del día, actividades, una enfermera que se ocupa de que tomen la medicación…

GaoLing frunció el entrecejo.

—¿Cómo puedes poner a tu mamá en una residencia de ancianos? No, eso no está bien. —Apretó los labios y meneó la cabeza.

—No es lo que tú crees…

—¡No lo hagas! Si no puedes ocuparte de tu mamá, tráela a vivir aquí.

Ruth sabía que GaoLing apenas era capaz de cuidar de LuLing dos días seguidos. «Casi me dio un ataque al corazón»: así había descrito la última visita de su hermana. No obstante, le preocupó que su tía la viese como a una hija negligente e insensible. Todas sus dudas sobre la residencia afloraron a la superficie, y empezó a reconsiderar su decisión. ¿Sería la mejor solución para la seguridad y la salud de su madre? ¿O la estaría abandonando egoístamente? Se preguntó si se habría dejado convencer por los razonamientos de Art, como había hecho en relación con muchos aspectos de su vida en común. Era como si viviese su vida a través de otros y por otros.

—No sé qué otra cosa hacer —dijo Ruth y su voz reflejó toda la desesperación que había estado reprimiendo—. Esta enfermedad es horrible y avanza con mayor rapidez de lo que esperaba. No puede quedarse sola, porque sale a la calle y se pierde. Y no recuerda si ha comido diez minutos o diez horas antes. No se baña. Le tiene miedo a los grifos…

—Lo sé, lo sé. Es muy duro, muy triste. Por eso te digo que si no puedes ocuparte de ella, deberías traerla aquí. Que viva la mitad del tiempo conmigo y la otra mitad, contigo. Así será más fácil.

Ruth agachó la cabeza.

—Mamá ya ha ido a ver la residencia Miramar. Le pareció bonita, como un barco de cruceros.

GaoLing resopló con expresión dubitativa.

Ruth necesitaba la aprobación de su tía. También intuía que GaoLing deseaba que se la pidiese. Ella y su madre se habían turnado para protegerse mutuamente. Ruth la miró a los ojos.

—No tomaré ninguna decisión que a ti te parezca mal. Pero me gustaría que echaras un vistazo a ese lugar. Cuando lo hayas hecho, te daré una copia de las páginas que escribió mamá.

Con eso despertó el interés de GaoLing.

—A propósito —prosiguió Ruth—, me preguntaba qué pasó con los amigos de mamá en China. Ella no cuenta nada de lo ocurrido después que salió de Hong Kong. ¿Qué fue del hombre con quien te casaste, Fu Nan, y de su padre? ¿Conservaron la tienda de tinta?

GaoLing miró alrededor para cerciorarse de que nadie las oía.

—Esa gente era mala. —Hizo una mueca de disgusto—. No puedes ni imaginarte lo malos que eran. El hijo tenía muchos problemas. ¿Tu madre escribió sobre él?

Ruth asintió.

—Estaba enganchado al opio.

Por un instante, GaoLing pareció sorprendida, como si no esperara que LuLing hubiera contado tantos detalles.

—Es verdad —admitió—. Al final murió, creo que en 1960, aunque no estoy segura. Al menos en esa época dejó de escribir y de llamar a distintas personas, amenazando con esto y con lo otro si no le mandaban dinero.

—¿Tío Edmund sabe de su existencia?

GaoLing se enfurruñó.

—¿Cómo iba a decirle que todavía estaba casada? Se preguntaría si estábamos casados de verdad, si soy bígama y si nuestros hijos son… bueno, como tu madre. Más adelante olvidé decírselo, y cuando supe que mi primer marido debía de haber muerto… Bueno, era demasiado tarde para dar explicaciones. Ya me entiendes.

—Lo mismo que pasó con tu edad.

—Exactamente. En cuanto a Chang padre… En fin, en 1950 los comunistas se lanzaron sobre todos los terratenientes. Encarcelaron a Chang y le arrancaron la confesión de que había traficado con opio y engañado a mucha gente para quedarse con sus negocios. Lo declararon culpable y lo fusilaron. Fue una ejecución pública.

Ruth imaginó la escena. Aunque estaba en contra de la pena de muerte, sintió una perversa satisfacción al enterarse de que el responsable de los sufrimientos de su abuela y su madre había recibido un merecido castigo.

—Los comunistas también le confiscaron la casa, mandaron a su esposa a barrer las calles y a todos sus hijos a trabajar a Wuhan, donde hace tanto calor que la gente prefiere bañarse en agua hirviendo a ir allí. Mi padre y mi madre se alegraron de ser pobres, pues gracias a ello nos los castigaron.

—¿Y la hermana Yu y el maestro Pan? ¿Supiste algo de ellos?

—Lo que me contó mi hermano… ya sabes, Jiu Jiu, el que vive en Beijing. Me dijo que a la hermana Yu la ascendieron varias veces, hasta que ocupó un puesto importante en el partido comunista. No sé cuál era; algo relacionado con la buena actitud y las reformas. Pero durante la revolución cultural todo se complicó, y ella se convirtió en un ejemplo de mala conducta debido a su pasado con los misioneros. Los revolucionarios la condenaron a muchos años de cárcel y la trataron muy mal. Pero cuando salió, seguía siendo comunista. Creo que con el tiempo murió de vieja.

—¿Y el maestro Pan?

—Jiu Jiu me contó que celebraron una gran ceremonia en honor de los trabajadores chinos que habían ayudado a descubrir al hombre de Pekín. El artículo de periódico que me envió decía que Pan Kai Jing, el marido de tu madre, murió como un héroe, pues se negó a revelar el paradero de los comunistas, y que en esa ceremonia le entregaron un premio honorífico a su padre, el maestro Pan. Pero ya debe de haber muerto. Es muy triste. En un tiempo fuimos como una familia. Nos sacrificábamos unos por otros. La hermana Yu habría podido venir a América, pero nos dejó esa oportunidad a tu madre y a mí. Por eso tu mamá te puso su nombre.

—Creí que me había puesto el de Ruth Grutoff.

—También. Pero tu nombre chino lo eligió en honor a la hermana Yu. Yu Luyi. Luyi significa «todo lo que deseas».

Fue una agradable sorpresa para Ruth que su madre hubiese puesto tanto celo en la elección de su nombre. En su infancia, ella detestaba tanto su nombre chino como el inglés, el anticuado «Ruth» que LuLing ni siquiera era capaz de pronunciar, y Luyi, que sonaba como un nombre masculino, el de un boxeador o un matón.

—¿Sabías que tu madre también renunció a la oportunidad de venir a Estados Unidos para que yo viniese primero?

—Algo así. —Temía el momento en que GaoLing leyera la descripción de sus artimañas para viajar en primer lugar.

—Le he dado las gracias muchas veces, pero ella siempre me responde: «No, no lo menciones más o me enfadaré». He tratado de recompensarla, pero ella rechaza todo lo que le ofrezco. Cada año la invitamos a ir a Hawai. Y cada año me dice que no tiene dinero.

Ruth asintió. ¿Cuántas veces había tenido que soportar las quejas de su madre sobre esas invitaciones?

—Siempre le digo: ¿para qué necesitas dinero si te invito yo? Entonces responde que no puede dejarme pagar. ¡Olvídalo!, dice. Y yo le digo: «Usa el dinero de la cuenta de Charles Schwab». Pero no, no quiere ese dinero. Todavía no lo ha tocado.

—¿Qué cuenta de Charles Schwab?

—Ah, ¿eso no te lo contó? La mitad del dinero que dejaron tus abuelos cuando murieron.

—Creí que a ella sólo le habían dejado una pequeña cantidad.

—Sí, estuvo muy mal de su parte. Una costumbre anticuada. Tu madre se enfadó mucho. Por eso no quiso el dinero después, cuando tío Edmund y yo le dijimos que lo dividiríamos en partes iguales. Hace mucho tiempo, pusimos la mitad de esa cantidad en bonos del tesoro a su nombre. Tu madre fingía no saber nada del tema, pero de vez en cuando decía cosas como: «He oído que se gana más invirtiendo en la bolsa». Así que le abrimos una cuenta en una correduría de bolsa. Luego decía: «He oído que estas acciones son buenas y estas son malas». Entonces sabíamos que debíamos decirle al corredor de bolsa cuáles debía comprar y cuáles debía vender. Otra vez dijo: «He oído que es mejor invertir uno mismo, menos gastos». Así que le abrimos una cuenta en Charles Schwab.

Un escalofrío recorrió los brazos de Ruth.

—¿Alguna vez habló de acciones de IBM, U.S. Steel, AT&T o Intel?

GaoLing asintió.

—Fue una pena que tío Edmund no escuchara sus consejos. Él siempre estaba corriendo detrás de una oferta pública u otra.

Ruth recordó las numerosas ocasiones en que su madre había usado la bandeja de arena para pedir asesoramiento bursátil a Tita Querida. Nunca se le había ocurrido que las respuestas fuesen importantes, dado que LuLing no tenía demasiado dinero para arriesgar. Pensaba que ella seguía los vaivenes de la bolsa como otras personas seguían los culebrones. Por lo tanto, cuando le pedía que escogiese entre distintas acciones, siempre elegía la que tenía el nombre más corto. Así decidía sus respuestas. ¿O no? ¿Acaso alguien le enviaba ideas o pistas?

—¿O sea que acertaba en la bolsa? —preguntó Ruth con el corazón acelerado.

—Más que S y P, más que tío Edmund… ¡es una especie de genio de Wall Street! El dinero ha ido creciendo año tras año. Y ella no ha tocado ni un céntimo. Habría podido hacer muchos cruceros, comprar una casa bonita, muebles elegantes, un coche grande… Pero no. Creo que lo ha ahorrado para ti… ¿Quieres saber cuánto tiene?

Ruth negó con la cabeza. Ya no quería más sorpresas.

—Ya me lo dirás más adelante.

En lugar de entusiasmarse con la noticia, a Ruth le apenó saber que su madre se había negado muchos placeres y alegrías. Había dicho que se había quedado en Hong Kong por amor, para que GaoLing tuviese la oportunidad de huir en primer lugar. Sin embargo, no era capaz de recibir el amor que le devolvían. ¿Por qué se comportaba de esa manera? ¿Había quedado marcada por el suicidio de Tita Querida?

—Dime, ¿cuál era el verdadero nombre de Tita Querida? —preguntó.

—¿Tita Querida?

—Bao Bomu.

—Ah, ah, Bao Bomu. ¿Sabes?, tu madre era la única que la llamaba así. Los demás la llamábamos Bao Mu.

—¿Qué diferencia hay entre «Bao Bomu» y «Bao Mu»?

Bao significa «querido, valioso», pero también puede significar «proteger». Mu quiere decir «madre», pero en bao mu, el mu tiene otra palabra delante, así que significa criada. Bao mu es «niñera». Y bomu es tía. Creo que su madre le enseñó a decirlo y escribirlo de esa manera. Más especial.

—¿Y cuál era su verdadero nombre? Mamá no lo recuerda, y creo que eso la inquieta.

—Yo tampoco lo recuerdo… no lo sé.

Ruth se entristeció. Nunca lo sabría. Nadie sabría jamás el nombre de su abuela. Había existido, pero sin un nombre, gran parte de su existencia se había perdido: no había forma de asociarla a una cara y a una familia.

—Todos la llamábamos Bao Mu —prosiguió GaoLing—, o le poníamos motes crueles por lo que le había pasado en la cara. Madera Quemada, Boca Frita, cosas por el estilo. La gente no era mala, los apodos eran bromas… Bueno, ahora que lo pienso, eran malos, muy malos. No estaba bien.

A Ruth le dolió oír esas cosas. Sintió un nudo en la garganta. Deseó poder decirle a esa mujer de su pasado, su abuela, que su nieta la quería, que ella, al igual que LuLing, quería saber dónde estaban sus huesos.

—¿La casa de Corazón Inmortal sigue allí? —preguntó.

—¿Corazón Inmortal? Ah, quieres decir nuestra aldea… yo sólo sé el nombre chino. —Lo pronunció lentamente—: Xian Xin. Sí, supongo que podría traducirse así. El corazón inmortal, algo parecido. La casa ya no existe. Lo supe por mi hermano. Después de varios años de sequía, llegó una gran tormenta. El agua arrastró barro de la montaña, llenó el barranco y derrumbó las pendientes. La tierra donde estaba nuestra casa se abrió y cayó poco a poco. Primero desaparecieron las habitaciones traseras, luego el pozo, hasta que sólo quedó la mitad de la casa. Estuvo así varios años más hasta que en 1972, de improviso, se hundió y la tierra se cerró encima de ella. Mi hermano dice que eso es lo que mató a nuestra madre, a pesar de que hacía varios años que ella no vivía allí.

—¿De manera que la casa yace en el Fin del Mundo?

—¿Qué? ¿El fin de qué?

—El fondo del barranco.

Pronunció otras sílabas en chino para sí y rio.

—Sí, así le llamábamos cuando éramos pequeños. El Fin del Mundo. Porque oíamos decir a nuestros padres que cuanto más se aproximaba el borde del precipicio a nuestra casa, más cerca estábamos del fin del mundo. Querían decir que nuestra buena suerte se acabaría. ¡Y tenían razón! Lo cierto es que al barranco le llamaban de muchas maneras distintas. Algunos le decían «Fin de la Tierra», un nombre parecido al del lugar donde vive tu madre en San Francisco, Land’s End. A veces mis tíos bromeaban y llamaban al precipicio momo meiyou, que quiere decir «fregadero desaparecido». Pero la mayoría de los aldeanos se referían a él como «el basural». En esos tiempos nadie recogía la basura ni la reciclaba. Claro que la gente tampoco tiraba tantas cosas como ahora. Los cerdos y los perros comían la comida podrida y roían los huesos. La ropa vieja se remendaba y pasaba a los hermanos menores. Y cuando una prenda estaba tan rota que era imposible zurcirla, se cortaba en tiras para el acolchado de las chaquetas de invierno. Con los zapatos pasaba lo mismo. Remendábamos los agujeros y pegábamos las suelas. Así que ya ves, sólo nos deshacíamos de las cosas muy viejas o inservibles. Y cuando éramos muy pequeños, nuestros padres nos amenazaban con tirarnos al barranco si nos portábamos mal… ¡como si también nosotros fuésemos objetos inútiles! Después, cuando crecimos y queríamos jugar en el barranco, empezaron a contarnos otras historias. Allí abajo, decían, estaban todas las cosas que nos daban miedo…

—¿Cadáveres?

—Cadáveres, fantasmas, demonios, espíritus de animales, soldados japoneses, cualquier cosa que nos asustara.

—¿De verdad arrojaban cuerpos allí?

GaoLing tardó en responder. Ruth supo que estaba preparando una versión corregida de un recuerdo desagradable.

—En ese entonces las cosas eran diferentes… Verás, no todo el mundo podía permitirse pagar un cementerio o un entierro. Un entierro costaba diez veces más que una boda. Pero no era sólo el coste. A veces no se podía enterrar a alguien por otras razones. Así que dejarlo allí… bueno, estaba mal, pero no tan mal como tú crees, no significaba que no nos importasen nuestros muertos.

—¿Y qué pasó con el cuerpo de Tita Querida?

Ai-ya. ¡Veo que tu mamá lo ha contado todo! Sí, lo que hizo mi madre estuvo mal. Estaba fuera de sí y tenía miedo de que el fantasma de Bao Mu persiguiese a toda la familia. Cuando arrojaron el cuerpo al barranco, apareció una nube de pájaros negros. Sus alas eran grandes como paraguas. Había tantos que prácticamente ocultaron el sol. Planeaban sobre el barranco, esperando que los perros salvajes terminaran con el cadáver. Y uno de nuestros criados…

—¿El viejo cocinero?

—Sí, el viejo cocinero. Fue él quien arrojó el cadáver. Pensó que los pájaros eran el espíritu de Bao Mu con un ejército de fantasmas, y que si no la enterraba como era debido, ella lo atraparía con sus garras y se lo llevaría volando. Así que ahuyentó a los perros salvajes con una vara, y los pájaros permanecieron aleteando sobre su cabeza, observando cómo cubría el cadáver con piedras. Pero incluso después de aquello, nuestra casa siguió encantada.

—¿Tú creías eso?

GaoLing se detuvo a pensar.

—Supongo que sí. En aquel entonces creía en todo lo que creía mi familia. No lo cuestionaba. Además, el viejo cocinero murió apenas dos años después.

—¿Y qué crees ahora?

GaoLing guardó silencio durante unos instantes.

—Ahora creo que Bao Mu dejó mucha tristeza tras de sí. Su muerte fue como el barranco. Todo lo que no queríamos, todo lo que nos asustaba, se lo achacábamos a ella.

Dory entró corriendo en la cocina.

—¡Ruth! ¡Ruth! ¡Ven, deprisa! Waipo se ha caído en la piscina. Ha estado a punto de ahogarse.

Cuando Ruth llegó al jardín, Art estaba subiendo los peldaños de la parte baja de la piscina con LuLing en brazos. Sally salió corriendo de la casa, cargada de toallas.

—¿Nadie la vigilaba? —exclamó Ruth, demasiado nerviosa para ser más diplomática.

LuLing la miró como diciendo que era la única culpable de lo ocurrido.

Ai-ya, muy tonta.

—Ya estamos bien —dijo Art a LuLing con tono tranquilizador—. Ha sido un pequeño mareo. No pasa nada.

—Estaba a apenas tres metros de nosotros —explicó Billy—. Se metió y se hundió antes de que pudiésemos reaccionar. Art se arrojó al agua, con la cerveza y todo, en cuanto la vimos.

Ruth envolvió a su madre en toallas y le frotó el cuerpo para activar la circulación.

—La vi allí dentro —gimió LuLing en chino entre tos y tos—. Me pedía que le ayudara a salir de debajo de las piedras. Después el suelo se convirtió en el cielo y caí en una nube de tormenta, más y más abajo. —Se volvió para señalar el sitio donde había visto el fantasma.

Cuando Ruth alzó la vista para seguir el dedo de su madre, vio a tía Gal. Su afligida cara revelaba un cambio de opinión.

Ruth dejó a su madre en casa de tía Gal y dedicó el día siguiente a preparar las cosas de LuLing que llevarían al Miramar. En la lista incluyó los muebles del dormitorio y las sábanas y toallas sin estrenar. Pero ¿qué debía hacer con las pinturas, la tinta y los pinceles? Cabía la posibilidad de que su madre se sintiera frustrada al ver esos emblemas de su antigua habilidad. Una cosa estaba clara: Ruth no le llevaría el sillón tapizado en piel sintética. Lo arrojaría a la basura. Le compraría un sillón nuevo, mucho más bonito, tapizado en piel auténtica color granate. La sola idea la llenó de alegría. Imaginó a su madre, con los ojos llenos de asombro y gratitud, probando el mullido asiento y murmurando: «Qué suave, qué bueno».

Por la tarde fue a encontrarse con Art en Bruno’s. Unos años antes, sus cenas allí solían ser un preludio de una noche de amor. Los reservados del restaurante les permitían sentarse muy juntos y hacer manitas.

Aparcó a una manzana de distancia, y cuando consultó su reloj, vio que llegaba con quince minutos de antelación. No quería parecer ansiosa. Enfrente de ella estaba la librería Modern Times. Entró. Como de costumbre, fue directamente a la mesa de saldos, donde el precio de los libros —tres dólares con noventa y ocho centavos— estaba escrito en cartoncitos verde lima, el equivalente literario de las etiquetas que se colgaban en el dedo gordo de los cadáveres. Había los habituales libros de arte, biografías y la vida y obra de los famosos condensada en pequeños manuales que se leían en quince minutos. De pronto sus ojos se detuvieron en La red del Nirvana: conexiones para una conciencia superior. Ted, el autor de La espiritualidad en Internet tenía razón. Era un tema candente. Y ya había quedado obsoleto. Ruth sintió una perversa satisfacción. En la mesa de ficción había una variedad de novelas, casi todas de autores contemporáneos poco conocidos por las masas. Levantó un libro delgado y ligero que parecía invitarla a que lo acunase en la cama, bajo una suave luz. Cogió otro, lo hojeó, recolectando una frase aquí y otra allí con los ojos y la imaginación. Todos esos prismas de otras vidas y otros tiempos le atraían. Y sentía compasión por ellos, como si fuesen perros en una perrera, abandonados sin razón, con la esperanza de que alguien volviera a amarlos. Salió de la tienda con cinco libros en una bolsa.

Art estaba sentado a la barra de Bruno’s, un amplio mostrador con todo el encanto de los años cincuenta.

—Se te ve contenta —dijo.

—¿De veras? —Se sintió turbada. En los últimos tiempos, Wendy, Gideon y otras personas le habían comentado en más de una ocasión que parecía preocupada, nerviosa, intrigada o sorprendida. Y en todos los casos, Ruth no había sido consciente de ningún sentimiento en particular. Por lo visto, su cara revelaba algo. Pero ¿cómo era posible que ella no supiese lo que sentía?

El camarero los condujo a un reservado cuyos asientos habían sido retapizados en piel poco tiempo antes. El restaurante se conservaba como si nada hubiese cambiado en cincuenta años, excepto los precios y los aperitivos, que ahora incluían pulpo y uni. Mientras consultaban la carta, el camarero llegó con una botella de champán.

—La he pedido yo —murmuró Art—, para celebrar nuestro aniversario… ¿No lo recuerdas? ¿El yoga nudista? ¿Tu amigo homosexual? Hace diez años que nos conocimos.

Ruth rio. Lo había olvidado. Mientras el camarero servía el champán, respondió también en murmullos:

—Pensé que tenías bonitos pies para ser un pervertido.

Cuando se quedaron solos, Art levantó su copa.

—Por nuestros diez años juntos, en su mayor parte maravillosos, con pocos momentos cuestionables. Con la esperanza de que volvamos al punto donde deberíamos estar. —Le dio un apretón en el muslo y añadió—: Deberíamos probarlo alguna vez.

—¿Qué cosa?

—El yoga nudista. —Ruth sintió una oleada de calor. Después de un par de meses de convivencia con su madre, se sentía como una virgen—. ¿Qué dices, nena? ¿Te gustaría acompañarme a mi casa después de la cena?

La perspectiva la llenó de entusiasmo.

El camarero reapareció para tomar el pedido.

—Para empezar, tomaremos ostras —dijo Art—. Es nuestra primera cita, así que necesitamos las de mayor efecto afrodisíaco. ¿Qué nos recomienda?

—Las de Kumamoto —respondió el camarero con expresión impasible.

Esa noche no hicieron el amor de inmediato. Estuvieron un rato tendidos en la cama, abrazados, con la ventana abierta para oír las sirenas de niebla.

—A pesar de todos los años que llevamos juntos —dijo Art—, tengo la impresión de que aún no conozco una parte importante de tu personalidad. Tienes secretos. Te escondes. Es como si nunca te hubiera visto desnuda y tuviese que imaginar qué aspecto tienes sin la ropa.

—No te oculto nada de manera consciente. —En cuanto lo dijo, Ruth se preguntó si era verdad. Aunque, ¿quién lo revelaba todo, incluyendo las irritaciones y los temores? Sería agotador. ¿Y a qué secretos se refería Art?

—Quiero que tengamos una relación más estrecha. Me gustaría conocer tus aspiraciones. No sólo con respecto a la pareja, sino también a la vida en general. ¿Qué es lo que te hace más feliz? ¿Estás haciendo lo que quieres?

Ruth rio con nerviosismo.

—Es lo que escribo para los demás: todas esas historias acerca de las profundidades del alma. Puedo describir cómo encontrar la felicidad en diez capítulos, pero aún no sé lo que es.

—¿Por qué tratas de apartarme de tu lado?

Ruth se puso tensa. Detestaba que Art se comportara como si la conociera mejor de lo que ella se conocía a sí misma. Sintió que le sacudía un brazo.

—Lo siento. No debí decir eso. Cuando le dije al camarero que era nuestra primera cita, no mentí del todo. Fingiré que acabo de conocerte: me he enamorado a primera vista y ahora deseo descubrir quién eres. Te quiero, Ruth, pero no te conozco. Y me gustaría conocer a esta persona, a la mujer que amo. Eso es todo.

Ruth se acurrucó contra su pecho.

—No sé, no sé —dijo en voz queda—. A veces tengo la sensación de que soy un par de ojos y orejas, que sólo trato de mantenerme segura y entender lo que ocurre a mi alrededor. Sé qué cosas debo evitar y por cuáles debo preocuparme. Soy como esos niños que viven rodeados de violencia. No quiero sufrir. No quiero morir. No quiero ver morir a otros. Pero en mi interior no hay nada que me indique dónde encajo ni qué deseo. Si deseo algo, ese algo es saber qué es lícito desear.