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El señor Tang estaba enamorado de LuLing, aunque no la conocía. Ruth lo presentía. Él hablaba como si la conociese mejor que nadie, incluso mejor que su propia hija. A sus ochenta años, había sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, la guerra civil china, la revolución cultural y un triple bypass coronario. Había sido un escritor famoso en China, pero su obra no se había traducido y en Estados Unidos no la conocía nadie. Ruth había conseguido su nombre a través de un lingüista que trabajaba con Art.

—Es una mujer de carácter fuerte —le dijo a Ruth por teléfono poco después de empezar a traducir las páginas que había recibido por correo—. ¿Podría enviarme una foto de cuando era joven? Verla me ayudará a expresar sus palabras con el estilo que usó en chino.

A Ruth le pareció una solicitud extraña, pero le envió dos copias de escáner: una de la foto donde LuLing aparecía con GaoLing y la madre de ambas, y otra de una fotografía tomada cuando LuLing acababa de llegar a Estados Unidos. Más adelante, Tang le pidió una foto de Tita Querida.

—Era una mujer fuera de lo común —señaló—. Autodidacta, franca y rebelde para su época.

Ruth se moría por preguntarle si Tita Querida era la verdadera madre de LuLing. Pero se contuvo; quería leer la traducción de corrido y no enterarse de la historia a retazos. Tang había dicho que necesitaría unos dos meses para terminar el trabajo.

—No quiero limitarme a traducir literalmente. Me gustaría redactarla de una forma más natural y reflejar las verdaderas palabras de su madre; de ese modo será un documento fidedigno para usted y las generaciones futuras. Debo hacerlo concienzudamente, ¿no le parece?

Mientras Tang traducía, Ruth se fue a vivir a casa de LuLing. Le comunicó su decisión a Art en cuanto éste regresó de Hawai.

—Me parece muy precipitado —dijo él mientras la miraba empaquetar—. ¿Estás segura de que es necesario? ¿Por qué no contratas a alguien que le haga compañía?

¿Ruth había restado importancia a sus problemas durante los últimos meses? ¿O simplemente Art no le había prestado atención? Le irritaba pensar que se conocían muy poco.

—Creo que será más sencillo que tú contrates a alguien para que te ayude con las niñas —repuso Ruth. Art suspiró—. Lo lamento, pero todas las asistentas se marchan, y no puedo pedir a tía Gal ni a nadie más que se hagan cargo de mamá durante más de un par de días por vez. Tía Gal dice que la semana que pasó con ella fue peor que correr detrás de sus nietos cuando eran pequeños. Al menos ahora cree en el diagnóstico del médico y sabe que la infusión de gingseng no es un curalotodo.

—¿Estás segura de que no pasa nada más? —preguntó, siguiendo a Ruth a su Cuchitril.

—¿A qué te refieres? —Bajó disquetes y cuadernos de los estantes.

—A nosotros. A ti y a mí. ¿No necesitamos hablar de algo más, aparte del problema de tu madre?

—¿Por qué lo dices?

—No sé… Pareces distante, incluso enfadada.

—Estoy tensa. La semana pasada me di cuenta de cuál es el verdadero estado de mamá y me asusté. Es un peligro para sí misma. Está peor de lo que pensaba. Y creo que la enfermedad está más avanzada de lo que creí al principio. Es posible que lleve seis o siete años enferma. No entiendo por qué no me di cuenta.

—¿Entonces el hecho de que te mudes a su casa no tiene nada que ver con nosotros?

—No —respondió Ruth con firmeza. Y añadió en voz más baja—: No lo creo. —Y tras de una larga pausa—: Recuerdo que una vez me preguntaste qué pensaba hacer con mi madre. Y eso me dio que pensar. Sí, ¿qué iba a hacer yo? Tuve la sensación de que toda la responsabilidad recaía sobre mí. He buscado la mejor solución posible, y esto es lo que se me ha ocurrido. Es posible que el hecho de que me vaya tenga algo que ver con nosotros, pero ahora mismo, si hay algún problema entre nosotros, es secundario. Tengo que ocuparme de mamá. Por el momento, es lo único que puedo hacer.

Art parecía desconcertado.

—Bueno, cuando estés dispuesta a hablar… —Dejó la frase en el aire, y Ruth lo vio tan angustiado que sintió la tentación de tranquilizarlo, de decirle que entre ellos no había ningún problema grave.

LuLing también desconfiaba de los motivos de Ruth para irse a vivir con ella.

—Un cliente me ha pedido que escriba un cuento infantil con ilustraciones de animales —explicó Ruth. Ya estaba acostumbrada a mentirle a su madre sin sentirse culpable—. Me gustaría que tú hicieras los dibujos, y si aceptas, podríamos trabajar juntas aquí. Esta casa es más silenciosa.

—¿Cuántos animales? ¿De qué clase? —LuLing estaba tan entusiasmada como una niña antes de ir al zoológico.

—Los que queramos. Tú decidirás qué quieres dibujar y lo harás al estilo chino.

—Bien. —LuLing parecía complacida con la perspectiva de contribuir al éxito de su hija.

Ruth suspiró, aliviada pero también triste. ¿Por qué no le había pedido nunca a su madre que hiciese dibujos? Debería haberlo hecho cuando aún tenía el pulso y la mente firmes. Le rompía el corazón ver cuánto se esforzaba, con cuánta diligencia trabajaba para ser útil a su hija. Hacer feliz a su madre siempre había sido sencillo. Lo único que quería era sentirse imprescindible, como cualquier madre.

Todos los días, LuLing se sentaba ante la mesa y pasaba quince minutos moliendo una barra de tinta. Por suerte, casi todos sus dibujos eran repeticiones de los que había hecho muchas veces en el pasado —peces, caballos, gatos, monos, burros— de manera que, al igual que cuando trazaba los ideogramas chinos, se guiaba por una memoria neuromotora. El resultado eran temblorosas aunque identificables copias de ilustraciones que en un tiempo había hecho a la perfección. Sin embargo, cuando intentaba pintar algo nuevo, su mano titubeaba en sincronía con su confusión, y Ruth se angustiaba tanto como ella, aunque intentaba disimularlo. Cada vez que LuLing terminaba un dibujo, Ruth lo elogiaba, se lo llevaba y le sugería otro.

—¿Hipopótamo? —Su madre batallaba con la palabra—. ¿Cómo dices en chino?

—No importa —dijo Ruth—. ¿Qué tal un elefante? Haz el de siempre, con una trompa larga y grandes orejas.

Pero LuLing seguía con el entrecejo fruncido.

—¿Por qué tu rindes? Algo difícil puede ser mejor que algo fácil. ¿Cómo es el hipopótamo? ¿Con un cuerno aquí? —Se tocó la parte superior de la cabeza.

—Eso es un rinoceronte. También está bien. Dibuja un rinoceronte.

—¿Hipopótamo no?

—No te preocupes por eso.

—¡Yo no preocupo! ¡Tú preocupas! Yo veo en tu cara. No puedes ocultar a mí. Yo sé. Yo tu madre. Vale, vale, no te preocupes más por hipopótamo. Yo preocupo por ti. Más tarde yo recuerdo, te lo digo y tú contenta. ¿Sí? No lloras más.

LuLing sabía guardar silencio cuando Ruth estaba trabajando. «Estudia mucho», murmuraba. Pero cuando Ruth veía la televisión, su madre, como de costumbre, pensaba que no estaba haciendo nada importante. De modo que empezaba a criticar a GaoLing, rememorando todas las ofensas del pasado.

—Quiere que vaya a un crucero del amor en Hawai. Yo pregunto: ¿dónde saco tanto dinero? Mi pensión es sólo setecientos cincuenta dólares. Y ella dice: ¡tú muy tacaña! Y yo le contesto que eso no tacaña, eso pobre. No soy viuda rica. ¡Uf! Olvida que antes quería casar con mi marido. Cuando él muere, me dice qué suerte que yo elijo el otro hermano…

A veces Ruth la escuchaba con atención, tratando de determinar cuánto cambiaba la anécdota con cada repetición y tranquilizándose cuando veía que permanecía intacta. Pero otras veces le irritaba escuchar a su madre, y esa irritación la hacía sentirse extrañamente satisfecha, como si todo siguiese igual y no ocurriese nada malo.

—¡Esa chica abajo come palomitas todas las noches! Después quema y suena alarma de incendio. ¡No sabe que yo puedo oler! ¡Apesta! Palomitas, lo único que come. Por eso está esquelética, natural. Después dice esto no bien, aquello no bien. Siempre queja y queja, amenaza con «demanda por lesiones, vio-la-ción de código seguridad».

Por las noches, acostada en su antigua cama, Ruth sentía que había regresado a la adolescencia disfrazada de adulta. Era la misma persona, y al mismo tiempo no lo era. O acaso fuese dos versiones de sí misma, Ruth 1969 y Ruth 1999, una más inocente, la otra más perspicaz, una más necesitada de aprobación, la otra más autosuficiente, las dos temerosas. Era la niña de su madre y la madre de la niña en que se había convertido su madre. Tantas combinaciones como nombres e ideogramas chinos; los mismos elementos, en apariencia sencillos, reorganizados en distintas formas. Esa era la cama de su infancia, y sin embargo dentro estaban los momentos juveniles previos a los sueños, cuando sufría sola y se preguntaba: ¿qué pasara? Igual que en la infancia, oía su respiración y se angustiaba con la idea de que la de su madre podría detenerse algún día. Cuando era consciente de esa respiración, cada inhalación suponía un esfuerzo. La espiración era simplemente un alivio. Ruth tenía miedo de relajarse.

Varias veces a la semana, Ruth y LuLing hablaban con los fantasmas. Ruth sacaba la vieja bandeja de arena, que seguía encima del frigorífico, y se ofrecía a escribir a Tita Querida. Su madre respondía con cortesía, igual que alguien a quien le ofrecen un bombón:

—¡Ah!… Bueno, un poquito.

LuLing quiso saber si el libro de cuentos infantiles iba a convertir a su hija en una escritora famosa. Ruth hizo que Tita Querida contestara que sí.

LuLing también pedía pistas sobre el mercado bursátil.

—¿Dow Jones sube o baja? —preguntó un día. Ruth dibujó una flecha ascendente—. ¿Compro Intel o vendo Intel?

Ruth sabía que su madre seguía los altibajos de la bolsa sólo para entretenerse. No había encontrado ninguna carta, publicitaria o no, de agencias de corredores de bolsa. «Compra a la baja», decidió escribir.

LuLing asintió:

—Ah, espera que bajen. Tita Querida muy lista.

Una noche, mientras Ruth sujetaba el palillo, preparada para nuevas predicciones, LuLing la sorprendió preguntando:

—¿Por qué Artie y tú peleados?

—No estamos peleados.

—¿Entonces por qué no viven juntos? ¿Por mí? ¿Culpa mía?

—Claro que no —repuso Ruth en un tono quizá demasiado alto.

—Yo sí lo creo. —Dirigió a Ruth una de sus miradas omniscientes—. Pasa mucho tiempo desde la primera vez que lo conoces. Yo te lo digo: ¿Por qué vas a vivir con él primero? Lo haces y él no se casa nunca. ¿Recuerdas? Y ahora piensas ah, madre tiene razón. Vivimos juntos y ahora yo estoy de sobra, fácil de dejar. No avergüences. Tú sincera.

Ruth recordó con tristeza que, en efecto, su madre le había advertido todas esas cosas. Se entretuvo quitando los granos de arena adheridos a los bordes de la bandeja. Estaba sorprendida por las cosas que recordaba su madre, y a la vez conmovida por su preocupación. Aunque lo que LuLing había dicho de Art no era del todo cierto, había puesto el dedo en la llaga, pues ella sentía que sobraba, que era la última en la cola para conseguir una ración de lo que fuera que se sirviese.

Algo iba muy mal entre Art y ella. Estaba más convencida que nunca desde que habían iniciado la separación de prueba… porque eso es lo que era, ¿no? Ahora veía con mayor claridad sus pautas emocionales, sus esfuerzos para adaptarse a Art incluso cuando él no necesitaba que lo hiciera. Antes creía que los miembros de una pareja, casados o no, se adaptaban mutuamente, ya fuese por voluntad propia o por obligación. Pero ¿acaso Art se había adaptado a ella? En caso afirmativo, Ruth no sabía de qué manera. Y ahora que estaban separados se sentía aliviada, liberada. Era la sensación que imaginaba que experimentaría tras la muerte de su madre. Pero ahora quería aferrarse a ella como a un salvavidas.

—Lo que me preocupa es que sin Art no me siento más sola que antes —le dijo a Wendy por teléfono—. Me siento más yo.

—¿Echas de menos a las niñas?

—No demasiado; al menos no echo en falta su bullicio y su energía. ¿Crees que me he vuelto insensible?

—No. Creo que estás agotada.

Dos veces por semana Ruth y su madre iban a cenar al piso de Vallejo Street. Esos días Ruth tenía que dejar de trabajar antes de lo habitual para ir a hacer la compra. Como no quería dejar a su madre sola, la llevaba al supermercado. LuLing se quejaba de los precios de todos los artículos, y sugería que Ruth debía esperar a que los rebajaran. Un día Ruth llegó a casa —sí, se recordó, el piso de Vallejo Street aún era su casa—, sentó a LuLing ante el televisor y se puso a examinar la correspondencia. Se fijó en que había pocas cartas dirigidas a ella y a Art como pareja, y que casi todas las facturas de reparaciones estaban sólo a nombre de ella. Al final de la velada, se sintió agotada, triste, con ganas de volver a casa de su madre y a su pequeña cama.

Una noche, mientras estaba en la cocina picando verduras, Art se le acercó y le dio una palmada en las nalgas.

—¿Por qué no le pides a GaoLing que cuide de tu madre una noche? Así podrías quedarte para una visita conyugal.

Ruth se ruborizó. Habría querido apoyarse en él, abrazarlo, pero ese simple gesto se le antojaba tan aterrador como saltar de un precipicio.

Art la besó en el cuello.

—También podrías tomarte un descanso ahora mismo y meterte en el cuarto de baño conmigo para echar un polvo rápido.

Ruth rio con nerviosismo.

—Todas se imaginarán lo que hacemos.

—No. —Respiró en la oreja de Ruth.

—Mi madre lo sabe todo, lo ve todo.

Entonces Art dejó de acariciarla, y Ruth se sintió decepcionada.

Después de dos meses de separación, Ruth le dijo a Art:

—Si de verdad quieres que cenemos juntos, tal vez deberíais ir a casa de mi madre. Así no tendré que correr tanto. Es agotador.

De manera que Art y las niñas comenzaron a ir a casa de LuLing dos veces por semana.

—¿Cuándo volverás a casa, Ruth? —preguntó Dory una noche, mientras miraba cómo hacía una ensalada—. Papá es una lata, y Fia no para de decir «papá no hay nada que hacer, no hay nada bueno para comer».

Ruth se alegró de que la echasen de menos.

—No lo sé, cariño. Waipo me necesita.

—Nosotros también te necesitamos.

Ruth sintió un vuelco en el corazón.

—Lo sé, pero Waipo está enferma. Tengo que quedarme con ella.

—¿Entonces puedo venir a pasar unos días con vosotras?

Ruth rio.

—Me encantaría, pero tendrás que preguntárselo a tu padre.

Dos fines de semana después, Dory y Fia llegaron a casa de LuLing con un colchón inflable. Se instalaron en la habitación de Ruth.

—Sólo chicas —insistió Dory, de manera que Art tuvo que marcharse. Por la noche, Ruth y las niñas vieron la televisión y se dibujaron tatuajes árabes en las manos.

El fin de semana siguiente, Art preguntó si había llegado el turno de los chicos.

—Creo que podremos arreglarlo —dijo Ruth con timidez.

Art se presentó con el cepillo de dientes, una muda de ropa, una minicadena portátil y un compacto de Michael Feinstein con música de Gershwin. Por la noche, se acurrucó junto a Ruth. Pero ella no podía excitarse con LuLing en la habitación contigua. Esa fue la explicación que le dio a Art.

—Entonces limitémonos a abrazarnos —sugirió él.

Ruth se alegró de que no le exigiera más explicaciones y apoyo la cabeza en su pecho. Poco después oyó la sonora respiración de Art y las sirenas de niebla. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió segura.

El señor Tang llamó a Ruth dos meses después de empezar la traducción.

—¿Está segura de que no hay más páginas?

—Me temo que no. He estado limpiando la casa de mi madre habitación por habitación, cajón por cajón. Hasta descubrí que había escondido mil dólares debajo de una tabla del suelo. Si hubiese algo más, lo habría encontrado.

—Entonces he terminado. —Su voz sonaba triste—. Había varias páginas con unas cuantas líneas repetidas una y otra vez; en ellas su madre dice que está preocupada porque ha olvidado muchas cosas. La escritura es temblorosa. Creo que son recientes. Es posible que le afecten. Se lo digo para que esté prevenida.

Ruth le dio las gracias.

—¿Puedo ir a entregarle el trabajo personalmente? —preguntó con tono formal—. ¿Le parece bien?

—¿No es un inconveniente para usted?

—Será un honor. Con franqueza, me gustaría mucho conocer a su madre. Después de dos meses leyendo sus palabras día y noche, tengo la sensación de que la conozco como a una vieja amiga, y ya la echo de menos.

—No es la misma mujer que escribió esas páginas —le advirtió Ruth.

—Tal vez… Pero por alguna razón, creo que sigue siendo la misma.

—¿Le gustaría venir a cenar esta noche?

Ruth bromeó con su madre, diciendo que iba a recibir la visita de un admirador y que debía ponerse ropa elegante.

—¡No! Nadie viene. —Ruth hizo un gesto de asentimiento y sonrió—. ¿Quién?

Ruth respondió con vaguedad:

—Un viejo amigo de un viejo amigo tuyo en China.

LuLing caviló.

—Ah, sí. Ahora recuerdo.

Ruth la ayudó a bañarse y a vestirse. Le puso un pañuelo en el cuello, la peinó y añadió un toque de carmín en sus labios.

—Estás preciosa —dijo, y era verdad.

LuLing se miró al espejo.

—Es una pena que GaoLing no es bonita como yo.

Ruth rio. Su madre nunca había sido vanidosa, pero parecía evidente que la demencia inhibía a los censores de la modestia. La demencia senil era como el suero de la verdad.

A las siete en punto, Tang llegó con el manuscrito de LuLing y su traducción. Era un hombre delgado con el pelo blanco, unas arrugas profundas alrededor de la boca que daban fe de su carácter risueño y una cara bondadosa. Cargaba una bolsa de naranjas para LuLing.

—No hay necesidad de tanta cortesía —dijo ésta automáticamente mientras examinaba las naranjas, buscando zonas blandas. Luego reprendió a Ruth en chino—: Llévate su abrigo. Dile que se siente. Dale algo de beber.

—No es preciso que se moleste —dijo Tang.

—Oh, su chino es el dialecto de Pekín, muy elegante —observó LuLing.

Adoptó una actitud tímida e infantil que divirtió a Ruth. Tang, por su parte, se deshizo en atenciones con ella, retirándole la silla para que se sentara, sirviéndole el té en primer lugar, llenándole la taza cuando estaba vacía. LuLing y Tang continuaron hablando en chino, y a Ruth se le antojó que su madre parecía más coherente, menos confundida.

—¿De qué parte de China es usted? —preguntó LuLing.

—De Tianjin. Más tarde estudié en la Universidad de Yenching.

—Oh, mi primer marido, un hombre muy listo, también estudió allí. Se llamaba Pan Kai Jing. ¿Lo conoció?

—He oído hablar de él —respondió Tang—. Estudió geología, ¿verdad?

—¡Exactamente! Hizo cosas importantes. ¿Ha oído hablar del hombre de Pekín?

—Desde luego. El hombre de Pekín es famoso en todo el mundo.

La expresión de LuLing se volvió nostálgica.

—Él vigiló aquellos huesos antiguos.

—Fue un gran héroe. Los demás admiraron su valor, pero usted debió de sufrir mucho.

Ruth escuchaba con fascinación. Era como si Tang conociese a su madre desde hacía años. La guiaba con facilidad hasta los antiguos recuerdos, los que aún permanecían a salvo de la destrucción. Entonces oyó que su madre decía:

—Mi hija Luyi también trabajó con nosotros. Estaba en la misma escuela donde viví después de la muerte de Tita Querida.

Ruth miró hacia otro lado, primero asustada y luego conmovida por el hecho de que LuLing la incluyera en su pasado.

—Sí, lamenté mucho lo que le ocurrió a su madre. Era una gran mujer. Muy inteligente.

LuLing ladeó la cabeza y pareció batallar con su pena.

—Era hija de un curandero.

—Un médico muy famoso —convino Tang.

Al final de la velada, Tang dio efusivamente las gracias a LuLing por las espléndidas horas que habían pasado recordando viejos tiempos.

—¿Me haría el honor de permitirme visitarla otra vez?

LuLing emitió una risita ahogada. Enarcó las cejas y miró a Ruth.

—Puede venir cuando quiera —dijo Ruth.

—¡Mañana! —exclamó LuLing—. Venga mañana.

Ruth pasó la noche en vela, leyendo la traducción de Tang. La historia comenzaba con la palabra «verdad». Ruth comenzó a enumerar las verdades que estaba descubriendo, pero pronto perdió la cuenta, pues cada hecho abría nuevos interrogantes. Su madre era cinco años mayor de lo que ella siempre había pensado. ¡Eso significaba que le había dicho la verdad al doctor Huey! Y también era cierto que no era hermana de GaoLing. Sin embargo, su madre y tía Gal eran hermanas: Habían tenido más razones que muchas hermanas para renegar de su relación, y sin embargo se profesaban una lealtad a ultranza, habían permanecido indefectiblemente unidas por los rencores, las deudas y el amor. Este descubrimiento llenó de alegría a Ruth.

Algunas partes de la historia de su madre la entristecieron. ¿Por qué nunca le había dicho que Tita Querida era su verdadera madre? ¿Temía que su hija se avergonzara de ella porque era ilegítima? Ruth le habría asegurado que no había motivo para sentir vergüenza, que en la actualidad estaba casi de moda ser producto del amor. Pero luego recordó que en su infancia había sentido miedo de Tita Querida. Le molestaba su presencia en su vida y la culpaba de las rarezas y del eterno pesimismo de LuLing. Tita Querida había sido una mujer incomprendida por su hija y por su nieta. Sin embargo, había momentos en que Ruth sentía que su abuela la vigilaba, que sabía cuándo sufría.

Acostada en su cama de la infancia, Ruth meditó sobre esas cuestiones. Ahora entendía por qué su madre siempre había querido encontrar los huesos de Tita Querida y enterrarlos en un sitio apropiado. Ruth deseó ir hasta el Fin del Mundo y hacerlo por ella. Habría querido decirle a su madre: «Te pido perdón, y también te perdono».

Al día siguiente, telefoneó a Art para contarle lo que había leído.

—Es como si hubiese encontrado un hilo mágico para zurcir una colcha hecha jirones. Es maravilloso y triste al mismo tiempo.

—Me gustaría leerlo. ¿Me dejarás?

—Quiero que lo hagas. —Ruth suspiró—. Debería haberme contado esas cosas hace años. Todo habría sido muy distinto…

Art interrumpió:

—También hay cosas que yo debería haberte dicho hace años. —Ruth guardó silencio, esperando—. He estado pensando en tu madre, y también en nosotros. —Los latidos del corazón de Ruth se aceleraron—. ¿Recuerdas que poco después de conocernos me dijiste que no querías que nuestro amor se basara en presupuestos establecidos?

—Yo no dije eso. Fuiste tú.

—¿Yo?

—Sí. Lo recuerdo con claridad.

—Tiene gracia. Pensé que lo habías dicho tú.

—¡Ah! ¡Eso fue un presupuesto erróneo!

Art rio.

—Tu madre no es la única que tiene problemas de memoria. Bueno, si lo dije, estaba equivocado, porque creo que es importante dar ciertas cosas por supuestas: para empezar, que la persona que está contigo seguirá estándolo mucho tiempo, que cuidará de ti y de quienquiera que sea importante para ti, como tu madre. Con independencia de cuáles fuesen mis razones para decir eso, y las tuyas para aceptarlo… Bueno, supongo que en aquella época me parecía estupendo vivir un amor sin limitaciones. No supe lo que perdería hasta que te fuiste de casa.

Art hizo una pausa. Ruth adivinó que esperaba una respuesta. En parte, deseaba darle las gracias efusivamente por haber dicho lo que ella había sentido durante mucho tiempo pero había sido incapaz de expresar. Sin embargo, temía que fuese demasiado tarde. La confesión de Art no le causó alegría, sino tristeza.

—No sé qué decir —admitió por fin.

—No tienes que decir nada. Sólo quería que lo supieses… Hay algo más: me preocupa que te plantees cuidar de tu madre a largo plazo. Sé que quieres hacerlo, que es importante y que ella necesita tener a alguien cerca. Pero los dos sabemos que su estado empeorará. Precisará cada vez más cuidados, y tú no podrás ocuparte de todo. Tienes un trabajo y una vida propia, y tu madre no querría que renunciaras a esas cosas por ella.

—No puedo seguir contratando distintas asistentas.

—Lo sé… Por eso he estado leyendo sobre la enfermedad de Alzheimer, las diferentes fases, las necesidades médicas y los grupos de apoyo. Y se me ha ocurrido una idea, una posible solución… un centro residencial asistido.

—Eso no es una solución. —Ruth se sintió igual que cuando su madre le había enseñado el falso talón de diez millones de dólares.

—¿Por qué no?

—Porque mi madre jamás lo aceptaría. Y yo tampoco. Pensaría que la envío a una perrera. Amenazaría con suicidarse todos los días…

—No me refiero a un asilo de ancianos con orinales debajo de las camas. Estas residencias son muy modernas, lo último en asistencia a los mayores: comidas, servicio de limpieza, lavandería, transporte, excursiones, ejercicio físico e incluso baile. Los residentes están vigilados las veinticuatro horas del día. Son lugares acogedores, nada deprimentes. He estado informándome y he encontrado una estupenda que no queda muy lejos de la casa de tu madre…

—Olvídalo. Por muy acogedora que sea, ella jamás vivirá allí.

—Lo único que tiene que hacer es probar.

—Ya te he dicho que lo olvides. No irá.

—Tranquila, tranquila. Antes de negarte en redondo, hazme objeciones concretas. Luego veremos si podemos seguir adelante.

—No seguiremos adelante. Pero ya que preguntas, te diré que para empezar ella jamás dejaría su casa. En segundo lugar está el precio. Doy por sentado que esos sitios no son gratuitos, y deberían serlo para que ella se planteara siquiera la posibilidad de mudarse allí. Pero incluso si fuesen gratuitos pensaría que iba a vivir de la beneficencia y pondría esa excusa para no ir.

—De acuerdo. Puedo resolver esos problemas. ¿Qué más?

Ruth respiró hondo.

—El lugar tendría que gustarle mucho. Debería ser ella quien quisiera mudarse allí. La decisión no puede ser mía ni tuya.

—Hecho. Y podrá venir a casa y quedarse con nosotros siempre que quiera.

Ruth notó que había dicho «con nosotros». Bajó la guardia. Art intentaba ayudar. Le estaba expresando su amor de la mejor manera posible.

Dos días después, LuLing le enseñó a Ruth una carta de aspecto oficial con un membrete del Departamento de Salud Pública de California, escrita con el ordenador de Art.

—¡Filtraciones de radón! —exclamó LuLing—. ¿Qué significa «filtraciones de radón»?

—Veamos —dijo Ruth mirando la carta. Art había sido muy ingenioso. Ahora le tocaba a ella poner su granito de arena—. Mm. Aquí dice que el radón es un gas pesado, radiactivo, peligroso para los pulmones. La compañía de gas lo detectó durante una inspección de rutina para prevenir terremotos. La filtración no está en las cañerías, sino en el suelo y las piedras que están debajo de la casa. Tendrás que pasar tres meses fuera, mientras ellos hacen una evaluación del impacto medioambiental y eliminan el gas mediante un proceso de ventilación intensiva.

Ai-ya! ¿Y cuánto cuesta?

—Dice que nada. El ayuntamiento lo hace gratis. Mira, incluso te pagarán el alojamiento durante esos tres meses, mientras ellos hacen la ventilación. Tres meses de alquiler, con comidas incluidas, en el Miramar Manor. Dice que «está situado cerca de su actual residencia y tiene las comodidades propias de un hotel de cinco estrellas». Los hoteles de cinco estrellas son de mayor categoría. Quieren que te mudes allí lo antes posible.

—¿Cinco estrellas gratis? ¿Para dos personas?

Ruth fingió leer la letra pequeña.

—No. Parece que es sólo para una persona. Yo no puedo ir. —Suspiró, fingiendo que estaba decepcionada.

—¡Yo no refiero a ti! —exclamó su madre—. ¿Y la chica abajo?

—Ah, ya. —Ruth se había olvidado de la inquilina. Y por lo visto, Art también. Pero a LuLing, pese a su enfermedad cerebral, no se le escapó el detalle—. Estoy segura de que ha recibido una carta parecida. Si ese gas puede causar enfermedades pulmonares, no permitirán que nadie se quede en el edificio.

La anciana frunció el entrecejo.

—¿Entonces ella vive en mismo hotel?

—¡Oh!… No, seguramente la enviarán a otro, un sitio de menor categoría, pues tú eres la propietaria y ella no es más que una inquilina.

—Pero ¿ella aún paga alquiler a mí?

Ruth volvió a mirar la carta.

—Desde luego. Es la ley.

LuLing asintió con satisfacción.

—Entonces de acuerdo.

Ruth telefoneó a Art y le dijo que su plan había funcionado. Se alegró de que él no se jactara de ello.

—En cierto modo es preocupante que se haya dejado engañar tan fácilmente —dijo—. Así es como a tantos ancianos les quitan la casa y los ahorros.

—Ahora mismo me siento como una espía —señaló Ruth—. Como si hubiésemos triunfado en una misión secreta.

—Supongo que tu madre y muchas otras personas están dispuestas a creer cualquier cosa ante la posibilidad de conseguir algo a cambio de nada.

—A propósito, ¿cuánto cobran en el Miramar?

—No te preocupes por eso.

—Vamos, dímelo.

—Yo me haré cargo. Si le gusta y decide quedarse, hablaremos del dinero. Si lo detesta, estos tres meses los pago yo. Entonces podrá volver a su casa y buscaremos otra solución.

A Ruth le complació oír que seguía hablando en plural.

—Bueno, entonces compartiremos los gastos de estos tres meses.

—Deja que pague yo, ¿de acuerdo?

—¿Por qué?

—Porque tengo la sensación de que es la cosa más importante que he hecho en mucho tiempo. Piensa en la buena acción del día de un Boy Scout. Un mitzvah[4], un paso en el entrenamiento para convertirme en un hombre de bien.

O, si quieres, achácalo a una demencia temporal. Pero hace que me sienta humano y generoso. Me hace feliz.

Feliz. Si al menos su madre pudiera ser feliz viviendo en un sitio como el Miramar… Ruth se preguntó qué hacía feliz a la gente. ¿Era posible hallar la felicidad en un lugar? ¿En otra persona? ¿Y su propia felicidad? ¿Bastaba con saber lo que uno quería y buscarlo entre la niebla?

Cuando aparcaron delante del edificio de tres plantas con tejado de madera, Ruth sintió un profundo alivio al ver que no tenía aspecto de asilo. LuLing había ido a pasar el fin de semana con su hermana, y Art había sugerido que fuesen a visitar las instalaciones solos para prever las objeciones de la anciana. La residencia Miramar Manor estaba rodeada de cipreses y tenía vistas al mar. En la cancela de hierro forjado, una placa anunciaba que el edificio era un monumento histórico, erigido como orfanato después del gran terremoto de San Francisco.

La persona que abrió la puerta condujo a Ruth y a Art hasta un despacho revestido de madera de roble y les dijo que el director de servicios asistenciales se reuniría con ellos de inmediato. Se sentaron en un sofá tapizado en piel, ante el gran escritorio de madera maciza. Las paredes estaban decoradas con diplomas enmarcados y fotografías del edificio en su primera encarnación, con risueñas niñas Posando con sus batas blancas.

—Lamento haberles hecho esperar —dijo una persona con acento británico. Ruth se volvió y se sorprendió al ver a un hombre joven de ascendencia india y aspecto impecable, vestido con traje y corbata—. Edward Patel —dijo con una sonrisa cordial.

Les estrechó la mano y les dio una tarjeta de visita a cada uno. Ruth le calculó poco más de treinta años. Su apariencia casaba más con la de un corredor de bolsa que con la de una persona preocupada por laxantes y medicamentos para la artritis.

—Me gustaría empezar por aquí —dijo Patel, conduciéndolos otra vez al vestíbulo, porque esto es lo primero que ven nuestros mayores cuando llegan. Inició lo que parecía un discurso aprendido—: Aquí, en Miramar Manor, creemos que el hogar es algo más que una cama Es un concepto global.

¿Un concepto global? Ruth miró a Art. Aquello no funcionaría.

—¿Qué significan las letras P y F en «Asistencia P y F»? —preguntó Art mirando la tarjeta de visita.

—Patel y Finkelstein. Uno de mis tíos es socio fundador de este lugar. Hace muchos años que se dedica al negocio de la hostelería, concretamente a los hoteles. Morris Finkelstein es médico. Su propia madre reside aquí.

Ruth se sorprendió de que una madre judía le hubiera permitido a su hijo que la dejara en un sitio semejante. Esa sí que era una buena recomendación.

Cruzaron una puerta de doble hoja y salieron a un jardín rodeado de setos. A los lados había espalderas con jazmines. Debajo de éstas había sillas con cojines y mesas de cristal opaco. Varias mujeres alzaron la vista.

—¡Hola, Edward! —saludaron sucesivamente tres de ellas.

—¡Buenos días, Betty, Dorothy, Rose! Caramba, Betty, ese color le sienta de maravilla.

—Vigile, jovencita —dijo la anciana a Ruth con seriedad—. Si puede, le sacará hasta las bragas.

Patel rio con naturalidad, y Ruth se preguntó si sería algo más que una broma. Bueno, al menos las conocía por el nombre.

En medio del jardín había un sendero rojizo flanqueado por bancos, algunos protegidos con sombrillas. Patel señaló prestaciones que podían pasar inadvertidas para un lego en la materia. Hablaba con voz resonante y tono campechano y experto, igual que un antiguo profesor de literatura inglesa de Ruth. El sendero, explicó, era del mismo material utilizado en pistas para carreras interiores: ni cemento duro, ni piedrecillas o trozos de ladrillos sueltos que pudiesen crear problemas a un caminante con piernas débiles. Naturalmente, si alguien se caía podía fracturarse la cadera, dijo, pero era menos probable que se la rompiese en un millón de trozos.

—Y los estudios demuestran que ése es uno de los peligros más graves para este colectivo. Una caída y ¡pum! —Patel chasqueó los dedos—. Es un problema frecuente entre las personas que viven solas en una casa que no está adaptada a sus necesidades. Sin rampas ni barandillas.

Patel señaló las flores del jardín.

—No tienen espinas ni son tóxicas. No hay adelfas ni dedalera, que podrían entrañar riesgos si un anciano desorientado masticara las hojas. —Todas las plantas estaban identificadas con carteles situados a la altura de los ojos, de manera que no era necesario inclinarse—. A nuestros residentes les encanta aprender los nombres de las hierbas. La actividad de los lunes por la tarde consiste en recoger hierbas. Hay romero, perejil, orégano, tomillo, albahaca y salvia. La palabra «echinacea» les causa dificultades. Una señora la llama «el mar de China[5]». Ahora todos usamos ese nombre.

Patel añadió que las hierbas del jardín se usaban en las comidas.

—Las mujeres todavía se enorgullecen de su talento culinario. Les gusta recordarnos que pongamos sólo una pizca de orégano en determinado plato, que restreguemos salvia por el interior y no por el exterior de un pollo y cosas por el estilo.

Ruth imaginó a docenas de viejas protestando por la comida, y a su madre ahogando sus voces, gritando que estaba demasiado salada.

Continuaron por el sendero hasta un invernadero situado en el fondo del jardín.

—Lo llamamos la Guardería del Amor —dijo Patel cuando entraron y se encontraron con un estallido de color: rosa intenso y azafrán. El aire era húmedo y fresco—. Cada residente tiene una orquídea. En las macetas está pintado el nombre que le han puesto. Como habrán notado, el noventa por ciento de nuestros ancianos son mujeres. Y por muy viejas que sean, todas conservan un profundo instinto maternal. Les gusta regar las orquídeas todos los días. Plantamos una variedad llamada cuthbertsonii. Da flores durante prácticamente todo el año, y a diferencia de otras variedades, puede regarse a diario. Muchas de nuestras residentes les han puesto el nombre del marido, un hijo o algún familiar muerto. Les hablan, las tocan, besan los pétalos y se preocupan por ellas. Les damos goteros y un cubo de agua que llamamos «la poción del amor». «Ya viene mamá, ya viene mamá», dicen. Es conmovedor ver cómo alimentan a sus orquídeas.

A Ruth se le humedecieron los ojos. ¿Por qué lloraba? Para, se dijo, te estás poniendo tonta y sentimental. Por Dios, este hombre habla de un negocio, de formas de felicidad respaldadas por un «concepto». Se volvió, fingiendo admirar una hilera de orquídeas. Cuando recuperó la compostura, dijo:

—Debe de encantarles este sitio.

—Así es. Intentamos tener en cuenta todos los detalles, igual que una familia.

—O a diferencia de las familias —señaló Art.

—La gente tiene demasiadas cosas en qué pensar —dijo Patel con humildad y sonrió.

—¿Algunos se resisten a quedarse aquí, sobre todo al principio?

—Sí, desde luego. Es natural. No quieren abandonar su casa, porque allí están todos sus recuerdos. Y tampoco quieren gastar la herencia de sus hijos. Tampoco se sienten viejos… al menos no tan viejos como para estar aquí, dicen. Supongo que nosotros pensaremos lo mismo cuando tengamos su edad.

Ruth rio por cortesía.

—Es probable que tengamos que engañar a mi madre para traerla aquí.

—Bueno, no serán los primeros —dijo Patel—. Las estratagemas que usa la gente para traer a sus mayores… caray, hay algunas muy ingeniosas. Podría escribir un libro entero sobre el particular.

—¿Por ejemplo? —preguntó Ruth.

—Unos cuantos creen que vivir aquí es gratis.

—¡Vaya! —exclamó Art y le hizo un guiño a Ruth.

—Sí. Tienen una idea de la economía típica de los tiempos de la Gran Depresión. Pagar un alquiler es arrojar dinero a la basura. Casi todos tenían una casa ya pagada, sin deudas.

Ruth asintió. Su madre había terminado de pagar la suya un año antes. Continuaron por el sendero y entraron en el edificio. Recorrieron un largo pasillo hasta llegar al comedor.

—Uno de nuestros residentes es un ex catedrático de sociología que aún se conserva bastante lúcido —contó Patel—. Sin embargo, cree que está aquí con una beca de la universidad para estudiar los efectos del envejecimiento. Otra mujer, una ex profesora de piano, piensa que la hemos contratado para tocar por las noches, después de cenar. La verdad es que no es mala. Enviamos las facturas a las familia, así que los ancianos ni siquiera saben cuánto pagan.

—¿Eso es legal? —preguntó Ruth.

—Totalmente, siempre que la familia tenga autorización para manejar el dinero del anciano. Algunos hipotecan la casa o venden las propiedades de sus padres para pagar la residencia. Sé que es un problema convencer a una persona mayor de que venga a vivir a un sitio como éste. Pero le garantizo que después de pasar un mes aquí, su madre no querrá marcharse.

—¿Qué hacen? —bromeó Ruth—. ¿Le echan algo a la comida?

Patel no entendió.

—De hecho, debido a las necesidades dietéticas de este colectivo, no podemos cocinar platos picantes. Tenemos un especialista en nutrición que prepara un menú mensual. Casi todo lo que se sirve aquí es bajo en grasa y colesterol. También ofrecemos un menú vegetariano. Todo los residentes reciben una copia impresa con los platos del día. —Levantó una de una mesa cercana.

Ruth le echó un vistazo. Ese día servían budín de carne de pavo, estofado de atún o fajitas de tofu con ensalada, pan, fruta fresca, sorbete de mango y almendrado. De repente previo otro problema: no había comida china.

Pero cuando se lo planteó a Patel, éste ya tenía la respuesta justa:

—Nos hemos topado con ese inconveniente muchas veces. Comida china, japonesa, kosher… todas las que se le ocurran. Así que pedimos platos especiales a restaurantes autorizados. Tenemos dos residentes chinos que comen comida china dos veces por semana, de manera que su madre podría hacer lo mismo. Además, uno de nuestros cocineros es chino y prepara sémola de arroz para los desayunos del fin de semana. Algunos de los residentes occidentales también la comen. —Patel reanudó su discurso ensayado—: Con independencia de las dietas especiales, a todos les gusta contar con un servicio de camareros y con manteles en las mesas, igual que en un restaurante de categoría. Y no se admiten propinas.

Ruth asintió. Para LuLing, un dólar era una propina espléndida.

—Llevan una vida totalmente libre de preocupaciones, como debe ser cuando uno llega a esta edad, ¿no le parece? —Patel miró a Ruth. Debía de haber intuido que pondría objeciones. ¿Cómo lo sabía? ¿Tenía un rictus de preocupación? Era obvio que Art estaba encantado con la residencia.

Ruth decidió ponerse dura.

—¿Hay otras personas en la situación de mi madre? Ya me entiende, gente con trastornos de la memoria.

—Se calcula que la mitad de la población de más de ochenta años tiene problemas de memoria. Y la edad media de nuestros residentes es ochenta y siete.

—No me refiero a las dificultades para recordar cosas, sino a algo más grave…

—¿Cómo la enfermedad de Alzheimer o la demencia senil? —Patel los invitó a entrar en otra amplia estancia—. Hablaremos de ello dentro de unos instantes. Ésta es la sala de actividades principal.

Varias personas alzaron la vista de sus cartones de bingo, un juego que dirigía un hombre joven. Ruth notó que casi todos los ancianos estaban impecablemente vestidos. Una mujer llevaba un traje de pantalón azul pastel y collar y pendientes de perlas, como si fuese a la misa de Pascua. Un hombre de nariz aguileña y boina le guiñó el ojo. Se lo imaginó con treinta años: un comerciante dinámico, seguro de su posición en el mundo y su atractivo para las mujeres.

—¡Bingo! —exclamó una mujer que prácticamente no tenía barbilla.

—Todavía no he cantado suficientes números para bingo, Anna —dijo con tono paciente el joven monitor—. Necesita por lo menos cinco para ganar. Y hasta el momento sólo hemos cantado tres.

—Bueno, entonces soy una imbécil.

—¡No! ¡No! —dijo una mujer envuelta en una mantilla—. No use esa palabra aquí.

—Loretta tiene razón —dijo el joven—. Aquí nadie es imbécil. A veces nos confundimos, eso es todo.

—Imbécil, imbécil, imbécil —murmuró Anna entre dientes, como si estuviera maldiciendo. Miró a Loretta con furia—. ¡Imbécil!

Patel permaneció inmutable. En silencio, los condujo fuera de la habitación y hacia un ascensor. Mientras subían, dijo:

—Respondiendo a su pregunta, le diré que la mayoría de nuestros residentes son lo que denominamos «ancianos frágiles». Tienen problemas de vista o de oído, o necesitan un bastón o un andador para caminar. Algunos están más lúcidos que usted y yo, otros se confunden con facilidad y tienen síntomas de demencia senil a causa de la enfermedad de Alzheimer o lo que sea. Suelen olvidarse de tomar la medicación, por eso nosotros nos encargamos de dársela. Pero siempre saben qué día es: si es domingo porque hay cine, si es lunes porque toca recoger hierbas. Y si no recuerdan el año en que viven, ¿qué más da? Algunas nociones del tiempo son irrelevantes.

—Tal vez debería saber que la señora Young cree que vendrá aquí porque en su casa hay una filtración de radón —dijo Art y le enseño una copia de la carta que había escrito.

—Ésta es nueva —admitió Patel con una risita cómplice—. Lo recordaré por si otras familias tienen que convencer a un anciano. Ah, sí, alquiler gratis por cortesía del Departamento de Salud Pública de California. Fue buena idea darle un aspecto oficial, con membrete, como una citación. —Abrió una puerta—. Éste es el apartamento que acaba de quedar libre. Entraron en una especie de suite con vistas al jardín, compuesta de una salita, dormitorio y cuarto de baño, todo sin muebles y con olor a pintura fresca y alfombras nuevas. Ruth supuso que al decir que acababa de «quedar libre», Patel se refería a que su anterior ocupante había muerto. La apariencia alegre del lugar ahora se le antojó ominosa, una bonita fachada para ocultar una oscura verdad.

—Es uno de nuestros apartamentos más bonitos —dijo Patel—. Los hay más pequeños y más baratos, algunos son estudios que no tienen vistas ni al jardín ni al mar. Debería quedar uno libre en…, bueno, dentro un mes aproximadamente.

¡Dios! Esperaba que otra persona muriese pronto. ¡Y lo decía con total naturalidad, como si tal cosa! Ruth se sintió atrapada, impaciente por escapar. Ese sitio era una sentencia de muerte. ¿No lo percibiría su madre? Estaba segura de que no permanecería allí un mes, y mucho menos tres.

—Podemos proporcionarles muebles por el mismo precio —prosiguió Patel—, pero a la mayoría de los residentes les gusta traer sus cosas. Dar un toque personal a su apartamento, convertirlo en su hogar. Nosotros los animamos a hacerlo. Y en cada planta hay siempre el mismo personal, dos asistentes disponibles día y noche. Todo el mundo los conoce por su nombre. Uno de ellos habla chino.

—¿Cantones o mandarín? —preguntó Ruth.

—Buena pregunta. —Sacó una grabadora digital y habló al micrófono—: Averiguar si Janie habla cantones o mandarín.

—A propósito, ¿cuáles son las tarifas? —preguntó Ruth.

Patel respondió sin vacilar:

—Entre tres mil doscientos y tres mil ochocientos dólares mensuales, según el apartamento y los servicios necesarios. Eso incluye los servicios de un acompañante para una vista médica mensual. Puedo enseñarles el horario de actividades abajo.

Ruth no pudo evitar dar un respingo al oír esas cantidades.

—¿Sabías que era tanto? —le preguntó a Art.

Él asintió. Ruth estaba a un tiempo escandalizada por el precio del servicio y sorprendida de que Art estuviese dispuesto a pagar esas cantidades durante tres meses: casi doce mil dólares. Lo miró, boquiabierta.

—Lo vale —murmuró él.

—Es una locura.

Se lo repitió más tarde, mientras él la llevaba en coche a casa de LuLing.

—No es lo mismo que un alquiler —respondió Art—. Incluye la comida, el apartamento, servicio de enfermería las veinticuatro horas del día, ayuda con la medicación, lavandería…

—¡Sí, y una orquídea muy cara! No puedo permitir que pagues eso durante tres meses.

—Lo vale —repitió.

Ruth soltó un sonoro suspiro.

—Mira, yo pagaré la mitad, y si funciona te devolveré el dinero.

—Ya hemos hablado de esto. No quiero la mitad, y no tendrás que devolverme nada. Tengo ahorros y quiero pagar. No lo hago para que vuelvas conmigo ni para librarme de tu madre. No hay condiciones. No quiero presionarte para que tomes una decisión u otra. No hay expectativas ni compromisos.

—Bueno, te agradezco la intención, pero…

—Es algo más que una intención, es un regalo. Tienes que aprender a recibir de vez en cuando, Ruth. Cuando no lo haces, te perjudicas.

—¿De qué hablas?

—De que a menudo deseas cosas de la gente, una especie de prueba de amor, de lealtad o de fe en ti. Pero al mismo tiempo estás convencida de que no llegará. Y cuando llega, no la ves. O te resistes y la rechazas.

—Yo no…

—Eres como una persona que tiene cataratas y quiere ver, pero te niegas a operarte porque temes quedarte ciega. Prefieres quedarte ciega lentamente a correr el riesgo. Y no ves que la solución está delante de tus narices.

—Eso no es cierto —protestó. Sin embargo, sabía que había algo de verdad en lo que decía Art. No era exactamente como lo pintaba él, pero la idea le sonaba tan familiar como las olas de sus sueños. Se volvió hacia él—: ¿Siempre has pensado eso de mí?

—No lo tenía tan claro. De hecho, empecé a pensar en ello después de que te marcharas. Y luego me pregunté si lo que habías dicho de mí era verdad. Me di cuenta de que soy un egoísta, de que estoy acostumbrado a pensar en mí en primer lugar. Pero también me percaté de que tú siempre te pones en segundo término. Es como si me dieses permiso para ser menos responsable. No digo que sea culpa tuya. Pero tienes que aprender a recibir, a aprovechar las oportunidades que te ofrecen. Sin resistirte. Sin ponerte nerviosa pensando en las complicaciones. Simplemente acepta lo que te dan, y si quieres ser cortés, da las gracias.

Ruth estaba hecha un lío. Le estaban dando un buen repaso, y estaba asustada.

—Gracias —dijo por fin.

Para sorpresa de Ruth, su madre no se opuso a quedarse en el Miramar. Aunque, ¿por qué iba a oponerse? Creía que era temporal… y gratis. Después de enseñarle las instalaciones, la llevaron a un restaurante cercano para comer y escuchar su opinión.

—Muchos viejos tienen filtración de radón —murmuró LuLing con asombro.

—De hecho, no todos están allí a causa de las filtraciones de radón —repuso Art. Ruth se preguntó adonde los conduciría la conversación.

—Ah. ¿Otro problema en su casa?

—Ningún problema. Simplemente les gusta vivir allí.

LuLing resopló.

—¿Por qué?

—Bueno, es un sitio cómodo y tranquilo. Tienen mucha compañía. En cierto modo, es como un barco de cruceros.

LuLing hizo una mueca de disgusto.

—¡Barco de crucero! GaoLing siempre quiere que yo vaya crucero. Tú tacaña, dice. ¡Yo no tacaña! Yo pobre, sin dinero para tirar al mar…

Ruth tuvo la sensación de que Art lo había fastidiado todo. Un barco de cruceros. Si hubiese prestado atención a las quejas de su madre durante los últimos años, ahora sabría que ésa era la peor comparación posible.

—¿Quién puede pagar crucero? —gruñó su madre.

—Mucha gente descubre que vivir en el Miramar es más barato que quedarse en casa —dijo Art.

LuLing enarcó una ceja.

—¿Cuánto barato?

—Unos mil dólares por mes.

—¡Mil! Ai-ya! ¡Demasiado!

—Pero eso incluye casa, comida, películas, baile, servicios y televisión por cable. Todo incluido en el precio.

LuLing no tenía televisión por cable. A menudo hablaba de contratarla, pero cambiaba de opinión cada vez que consultaba los precios.

—¿Canal chino también?

—Sí. Varios. Y no hay que pagar impuestos sobre la propiedad.

Esto también despertó el interés de LuLing. De hecho, los impuestos que pagaba por la casa eran bajos, congelados por una ley estatal que protegía los bienes de los ancianos. No obstante, cada año, cuando recibía la factura, la suma le parecía enorme.

Art prosiguió:

—No todos los apartamentos cuestan mil dólares. El suyo es más caro porque es de mayor categoría, tiene mejores vistas y está en la mejor planta. Tuvimos suerte de conseguirlo gratis.

—Ah, mejor apartamento.

—De primera categoría —insistió Art—. Los apartamentos más pequeños son más baratos… ¿Cuánto dijo que costaban el señor Patel, cariño?

Pillada por sorpresa, Ruth fingió hacer memoria.

—Me parece que setecientos cincuenta dólares.

—¡Eso pagan a mí la Seguridad Social! —exclamó LuLing con orgullo.

—Además, el señor Patel dijo que a las personas que comen poco les hacen descuento —añadió Art.

—Yo como poco. No como americanos, que siempre sirven grandes raciones.

—Entonces es muy probable que le hagan el descuento. Creo que hay que pesar menos de sesenta kilos…

—No, Art —interrumpió Ruth—. Me parece recordar que dijo menos de cincuenta.

—Yo sólo cuarenta y dos.

—Bueno, la cuestión es que alguien como usted podría vivir en un apartamento de primera categoría por lo mismo que cobra de pensión —dijo Art con naturalidad—. Es igual que vivir gratis.

Mientras comían, Ruth intuyó que su madre estaba haciendo cálculos mentales: la televisión por cable gratis, los grandes descuentos, el mejor apartamento… todas ideas irresistibles.

Cuando LuLing volvió a hablar, parecía radiante de alegría.

—Seguro que GaoLing piensa que yo muchísimo dinero para vivir en ese lugar. Como crucero en barco.