Fragancia

Todas las noches, cuando regresaba a la pensión de Hong Kong, me tendía en la cama con toallas húmedas sobre mi pecho. Las paredes estaban húmedas porque no podía abrir la ventana para ventilar la habitación. El edificio estaba en la península de Kowloon, en una calle que apestaba a pescado. No era la zona donde se vendía el pescado. Allí olía al mar de la mañana, salado y fresco. Yo vivía en la ciudad amurallada de Kowloon, junto a la ancha zanja donde los pescaderos arrojaban cada noche las escamas, la sangre y las entrañas de los peces. Lo que inspiraba no era aire sino los vapores de la muerte, un asfixiante hedor que llegaba hasta mi estómago y, como unos dedos, volvía mis entrañas del revés. La fragancia del Fragrant Harbor permanecerá siempre en mi nariz.

Los británicos y demás extranjeros vivían en la parte de la isla de Hong Kong. Pero en la ciudad amurallada de Kowloon, casi todos eran chinos, ricos y mendigos, pobres y poderosos, todos diferentes pero con una cosa en común: habíamos sido fuertes, habíamos sido débiles, habíamos experimentado una desesperación suficiente para abandonar nuestra madre tierra y nuestra familia.

También estaban los que se enriquecían a costa de esa desesperación. Fui a ver a muchas adivinas ciegas, las wenmipo, que decían ser capaces de comunicarse con los fantasmas. «Tengo un mensaje de un niño», decían. «De un hijo». «Un marido». «Un antepasado enfadado». Una de ellas me dijo:

—Tu Tita Querida ya se ha reencarnado. Camina tres manzanas hacia el este y otras tres hacia el norte. Una mendiga te dirá: «Tita, ten piedad, dame esperanza». Entonces sabrás que es ella. Si le das una moneda, acabarás con la maldición.

Seguí sus instrucciones al pie de la letra, y en el sitio previsto, una niña repitió textualmente esas palabras. Me puse muy contenta. Pero entonces otra mendiga me dijo lo mismo, y luego otra y otra, diez, veinte, treinta niñas, todas desesperadas. Le di una moneda a cada una, por las dudas. Y sentí pena por todas ellas. Al día siguiente fui a ver a otra vidente ciega que hablaba con fantasmas. También me indicó dónde encontrar a Tita Querida. Ve por aquí y luego por allí. Me estaba quedando sin ahorros, pero eso no me preocupaba. Pronto, en cualquier momento, me iría a América.

Cuando llevaba un mes en Hong Kong, recibí una carta de GaoLing:

«Mi querida, verdadera hermana:

»Perdona que no haya escrito antes. El maestro Pan me envió tu dirección, pero no la recibí de inmediato, pues me he estado mudando de la casa de una señora de la iglesia a la de otra. También lamento decirte que la señorita Grutoff murió una semana después de nuestra llegada. Poco antes de marcharse al cielo, dijo que regresar a Estados Unidos había sido un error. Quería volver a China para que sus huesos descansaran junto a los de la señorita Towler. Al enterarme de cuánto amaba China me alegré, pero también me entristecí, ya que era demasiado tarde para enviarla de vuelta. Asistí a su funeral. Aquí la conocía poca gente, y yo fui la única que lloró. Fue una gran señora, me dije.

»Tengo que darte otra noticia que tampoco es buena. He descubierto que no puedo avalarte, al menos por el momento. Lo cierto es que casi no me dejan quedarme a mí. No sé por qué pensamos que era muy sencillo. Ahora veo que fuimos unas tontas, deberíamos haber hecho más averiguaciones. Pero ahora las he hecho yo, y me he enterado de varias formas de traerte más adelante.

»Una de ellas es que solicites asilo como refugiada. Sin embargo, el cupo para los chinos es muy bajo, menor que el número de personas que quieren entrar.

»Otra forma es hacerme primero ciudadana americana y luego mandarte a llamar como mi hermana. Tendrías que decir que Madre y Padre son tus verdaderos padres, pues no puedo traer a una prima. No obstante, como familiar tendrías preferencia sobre otros refugiados. El problema es que para hacerme ciudadana primero tengo que aprender bien inglés y conseguir un buen empleo. Te prometo que estoy estudiando mucho por si éste es el camino que debemos seguir.

»Hay una tercera manera de traerte: si me caso con un ciudadano norteamericano me darán la ciudadanía antes. Por supuesto, el hecho de que esté casada con Fu Nan es un inconveniente, pero nadie tiene por qué enterarse. Yo no lo mencioné cuando solicité el visado. Deberías saber también que cuando pedí ese papel, el hombre de los visados me pidió un documento que probara mi nacimiento, y yo le pregunté: “¿Quién tiene documentos de esas cosas?”. Él dijo: “Ah, ¿se quemaron en la guerra, como los de todos los demás?”. Me pareció la respuesta más apropiada, así que asentí. Cuando pidas tu visado, di lo mismo. También hazte cinco años más joven, como si hubieras nacido en 1921. Yo lo hice: declaré que había nacido en 1922, aunque el mismo día y mes del antiguo cumpleaños. Así podrás recuperar el tiempo perdido.

»Madre y Padre me han escrito pidiendo que les envíe el dinero que me sobre. Tuve que contestar que no me sobra nada. Si en el futuro me queda algo, naturalmente te lo mandaré a ti. Me siento muy culpable porque insististe en que viniera antes y yo cedí a tus ruegos. Ahora estás atrapada allí, sin saber qué hacer. No me interpretes mal. La vida aquí tampoco es fácil, y ganar dinero es mucho más difícil de lo que imaginábamos. No te creas esas historias de riquezas instantáneas. En cuanto al baile, sólo se ve en las películas. Yo paso la mayor parte del día limpiando casas. Me pagan veinticinco centavos. Eso te sonará a mucho, pero es lo que vale una comida, de manera que cuesta mucho ahorrar. Sin embargo, yo estoy dispuesta a morirme de hambre por ti.

»En su carta, Padre me contó que estuvo a punto de morir de rabia al enterarse de que Fu Nan había perdido la tienda de tinta de Pekín. Dice que ha regresado a Corazón Inmortal y que no hace nada más que holgazanear, pero su padre no lo critica. Dice que Fu Nan es un gran héroe de guerra que perdió dos dedos y salvó muchas vidas. Ya te imaginas lo que pensé al leer eso. Lo más terrible es que nuestra familia siga enviando barras de tinta y no reciba nada a cambio, sólo una deuda algo más pequeña. Todos han tenido que buscar trabajos para hacer en casa: tejer cestos, hacer zurcidos y otras faenas insignificantes que hacen que Madre se queje, diciendo que hemos caído tan bajo como los inquilinos. Me pide que me dé prisa en hacerme rica, así podré sacarla de las entrañas del infierno.

»Siento una pesada carga de culpa y responsabilidad».

Cuando terminé de leer la carta de GaoLing, sentí como si me dieran hachazos en la cabeza estando ya muerta. Había esperado en Hong Kong inútilmente. Podía esperar un año, diez años más o el resto de mi vida en esa ciudad atestada de personas desesperadas y con historias más tristes que la mía. No conocía a nadie y echaba de menos a mis amigos. América no sería mi destino. Había perdido mi oportunidad.

Al día siguiente recogí mis cosas y fui a la estación de trenes con la intención de regresar a Pekín. Puse todo el dinero que me quedaba en la taquilla.

—El billete ha aumentado —dijo el vendedor. ¿Cómo era posible?—. El dinero vale menos —explicó—, y todo cuesta más.

Le pedí un billete de clase inferior. Esa es la clase más barata, dijo y señaló una pizarra con los precios.

Ahora sí que estaba atrapada. Me pregunté si debía escribir al maestro Pan, o quizá a la hermana Yu. Pero luego pensé, ay, dar tanto trabajo a otros. No, arréglate sola. Empeñaría mis objetos de valor. Pero cuando los examiné, vi que mis únicos tesoros eran los siguientes: un cuaderno de Kai Jing, la chaqueta que GaoLing me había regalado antes de irme al orfanato, las páginas de Tita Querida y su fotografía.

También estaba el hueso del oráculo.

Lo saqué de su suave envoltorio de tela y miré los ideogramas tallados en un lado. Palabras desconocidas, escritas para que alguien las recordara. En un tiempo, un hueso del oráculo valía el doble que uno de dragón. Llevé mi tesoro a tres tiendas. La primera era propiedad de un curandero. Dijo que esos huesos ya no se utilizaban como medicina, pero que debido a su rareza valían una pequeña cantidad de dinero. Me ofreció una suma que me sorprendió, pues era casi suficiente para comprar un billete de segunda clase a Pekín. La segunda tienda vendía joyas y curiosidades. El vendedor sacó una lupa y examinó el hueso con mucha atención, girándolo varias veces. Dijo que era auténtico, aunque no un buen ejemplo de los huesos del oráculo. Me ofreció el equivalente de un billete de primera clase para Pekín. La tercera tienda era un negocio de antigüedades para turistas. Al igual que el joyero, el propietario examinó el hueso con una lupa. Llamó a otro hombre para que echara un vistazo. Luego me hizo un montón de preguntas:

—¿Dónde lo ha encontrado? ¿Qué? ¿De dónde sacó semejante tesoro una joven como usted? Ah, ¿es nieta de un curandero? ¿Cuánto tiempo lleva en Hong Kong? Vaya, conque está esperando para marcharse a América. ¿Alguien se ha ido ya sin este hueso? ¿Se lo quitó a esa persona? En Hong Kong hay muchos ladrones. ¿Es usted uno de ellos? Señorita, vuelva, vuelva aquí o llamaré a la policía.

Me marché de la tienda, furiosa y ofendida. Pero mi corazón hacía pum-pum-pum, porque ahora sabía que lo que tenía en la mano valía mucho dinero. Sin embargo, ¿cómo iba a venderlo? Había pertenecido a mi madre, y antes a mi abuelo. Era mi vínculo con ellos. ¿Cómo iba a entregárselo a un extraño para abandonar mi tierra natal, las tumbas de mis antepasados? Cuanto más pensaba en esas cosas, más fuerte me sentía. Kai Jing tenía razón. Era mi carácter.

Tracé un plan. Buscaría un sitio más barato donde vivir —sí, incluso más barato que la pensión que apestaba a pescado— y un empleo. Ahorraría durante unos meses y luego, si aún no había recibido mi visado, regresaría a Pekín. Allí al menos podría emplearme en otra escuela para huérfanas. Podría esperar acompañada y con mayores comodidades. Si GaoLing me conseguía el visado, bien, volvería a Hong Kong. Si no lo conseguía, bien, me quedaría y trabajaría de maestra.

Ese mismo día me mudé a una habitación más barata que debía compartir con una mujer que roncaba y con otra que estaba enferma. Nos turnábamos para dormir en el camastro: la que roncaba dormía por las mañanas; yo, por las tardes y la enferma, después de mí. Las dos que no estábamos durmiendo salíamos a la calle a buscar trabajos para hacer en casa: reparar calzado, coser pañuelos, tejer cestos, ensartar cuentas para collares, pintar vasijas, cualquier cosa que nos permitiese ganar un dólar. Así viví durante un mes. Y cuando la enferma empezó a toser sin parar, me mudé.

—Ha tenido suerte de no pillar la tuberculosis —me dijo el vendedor de melones—. La otra chica se contagió.

Y yo pensé: ¡tuberculosis! La enfermedad que había fingido padecer para escapar de los japoneses. ¿Y ahora había escapado de ella?

A continuación viví con una señora de Shanghai que había sido muy, muy rica, pero ya no lo era. Compartíamos una sofocante habitación situada encima de la lavandería donde trabajábamos hirviendo ropa, sumergiendo las prendas y sacándolas con largas varas. Si mi compañera se salpicaba, me gritaba, aunque no hubiese sido culpa mía. Su marido había sido un alto oficial del Kuomintang. Una de las chicas de la lavandería me contó que lo habían encarcelado por colaborar con los japoneses durante la guerra.

—Así que no sé por qué se da tantas ínfulas, si todo el mundo la mira con desprecio —dijo la chica.

La mujer con ínfulas me prohibió hacer cualquier clase de ruido por las noches: ni una tos, ni un estornudo ni un pedo. Yo tenía que caminar con sigilo, como si mis zapatos estuviesen hechos de nubes. A menudo lloraba y se quejaba a la diosa de la Misericordia del terrible castigo que era convivir con una persona semejante, o sea yo. Espera y verás, me decía yo, quizá tu concepto de ella cambie, como te pasó con la hermana Yu. Pero no cambió.

Después de vivir con esa horrible mujer, me alegré de mudarme con una anciana sorda. Por un poco de dinero extra, la ayudaba a hervir y pelar cacahuetes durante toda la noche. Por la mañana, vendíamos los cacahuetes a personas que los comían mezclados con la sémola de arroz del desayuno. Durante las calurosas tardes, dormíamos. Era una vida cómoda: cacahuetes y descanso. Pero un día llegó una pareja que decía estar emparentada con la anciana. «Aquí estamos. Denos alojamiento». Ella no sabía quiénes eran esas personas, pero juntos repasaron una sinuosa cadena de vínculos consanguíneos y al final la anciana tuvo que admitir que quizá estuviesen emparentados. Antes de marcharme, conté mi dinero y comprobé que tenía suficiente para el billete más barato a Pekín.

Volví a la estación del ferrocarril. Otra vez descubrí que el valor del dinero había bajado y que el billete valía el doble que antes. Yo era como un pequeño insecto que huía del agua trepando por un muro, pero el agua subía más aprisa.

Esta vez necesitaba un plan mejor para mejorar mi situación, mi siqing.

En chino y en inglés, estas palabras suenan prácticamente igual. En cada esquina había personas hablando de eso: «Esta es mi situación. De esta manera podría mejorar mi situación». Me di cuenta de que en Hong Kong todo el mundo se creía capaz de cambiar su situación, su destino; ya nadie se contentaba con sus circunstancias. Y había muchas formas de cambiar. Uno podía ser listo, ser ambicioso o tener conexiones.

Yo era lista, desde luego, y si hubiese sido ambiciosa habría vendido el hueso del oráculo. Pero otra vez decidí que no lo haría. No era pobre en salud ni en respeto hacia mi familia.

En lo que a conexiones se refería, ahora que la señorita Grutoff había muerto, sólo tenía a GaoLing. Y GaoLing no me serviría de nada. No tenía recursos. Si yo hubiese viajado a Estados Unidos en primer lugar, habría usado mi fuerza, mi carácter, para conseguir un visado en pocas semanas. Entonces no estaría pasando calamidades sólo porque GaoLing no sabía qué hacer. Ése era el problema. GaoLing también era fuerte, pero no siempre en el mejor sentido. Había sido la favorita de Madre, una niña mimada y malcriada. Y durante su estancia en el orfanato había tenido una vida fácil. Tanto yo como la hermana Yu la habíamos ayudado mucho, de manera que nunca había necesitado pensar por sí misma. Si la corriente iba río abajo, a ella jamás se le ocurriría nadar río arriba. Sabía cómo conseguir lo que quería, pero sólo con la ayuda de otros.

A la mañana siguiente tenía un nuevo plan. Con mis escasos ahorros compré el blusón y los pantalones blancos de una majie. Los británicos se volvían locos por esa clase de criada: sumisa, refinada y limpia. Así encontré un empleo con una señora inglesa y su anciana madre.

Tenían una casa en la zona de Victoria Peak. Era más pequeña que las casas del vecindario, una casita con un estrecho y sinuoso sendero flanqueado de helechos que conducía a la puerta principal. Las dos señoras inglesas vivían arriba; y yo, en una habitación del sótano.

La hija, miss Patsy, había nacido en Hong Kong y tenía setenta años. Su madre debía de tener al menos noventa y se llamaba lady Ina. Su marido había hecho fortuna transportando mercancías entre India, China e Inglaterra. A pesar de ser su hija, miss Patsy lo recordaba con el nombre de sir Flowers. En mi opinión, el nombre «Flowers» representaba las flores de donde se sacaba el opio. Esa era la base del comercio entre India y Hong Kong muchos años antes, y así fue como muchos chinos adquirieron el hábito de fumar opio.

Como miss Patsy siempre había vivido en Hong Kong, hablaba cantones como una nativa. Era un dialecto especial. Durante mis primeros días en su casa me hablaba en la lengua local, de la que yo sólo entendía algunas palabras que se parecían a las del mandarín. Más adelante empezó a añadir términos en inglés, algunos de los cuales me sonaban del orfanato. Pero miss Patsy hablaba el inglés de los británicos, y al principio me costó mucho entenderla.

Las palabras de lady Ina también eran difíciles de entender. Los sonidos se derramaban, blandos y grumosos como las gachas que comía todos los días. Era tan vieja que se comportaba como una niña de pecho. Se ensuciaba las bragas con porquería de las dos clases, la apestosa y la líquida. Lo sé porque yo tenía que limpiarla. Cuando miss Patsy decía «Lady Ina necesita lavarse las manos», yo sabía que debía levantar a la anciana del sofá, la cama o el sillón de la sala. Por suerte para mí, era ligera como una niña. Y también tenía el genio de una niña. «No, no, no, no, no», decía mientas la llevaba al baño, avanzando a pasos diminutos, tan despacio que éramos como tortugas pegadas por el caparazón. Seguía gritando mientras la lavaba, «no, no, no, no, no», porque no le gustaba que el agua tocase su cuerpo, y mucho menos su cabeza. Tres o cuatro veces al día yo le cambiaba las bragas y el resto de la ropa. Miss Patsy no quería ponerle pañales porque habría sido una gran ofensa para su madre. Así que yo lavaba, lavaba y lavaba innumerables prendas, día tras día. Al menos miss Patsy era una señora agradable y muy cortés. Si lady Ina tenía una rabieta, miss Patsy sólo necesitaba decir tres palabras con tono alegre, «¡Han llegado visitas!», para que la anciana callara. Entonces se sentaba con la encorvada espalda súbitamente erguida y las manos enlazadas sobre el regazo. Era lo que le habían enseñado a hacer cuando era jovencita. Delante de las visitas, debía comportarse como una dama, aunque para ello tuviera que fingir.

En aquella casa también había un loro, un gran pájaro gris llamado Cucú, igual que el canto del cuclillo. Al principio pensé que Miss Patsy lo llamaba ku ku, la palabra china para «llorar», que es lo que él hacía a veces, ku! ku! ku!, como si estuviese herido de muerte. Y otras veces reía como una mujer loca, con aullidos largos y estentóreos. Era capaz de copiar cualquier sonido: de hombre, de mujer de niño o de mono. Un día oí el silbido del hervidor de agua, y cuando corrí a apagar el fuego, descubrí que era Cucú, columpiándose en su rama y estirando el cuello, feliz porque había conseguido engañarme. Otra vez oí gritar a una joven china: «¡Baba! ¡Baba! ¡No me pegues!», y luego gritó y gritó hasta que pensé que iba a caérseme la piel.

Cucú ya era malo cuando sir Flowers me lo regaló, en mi décimo cumpleaños. Y durante sesenta años ha aprendido sólo lo que ha querido, igual que la mayoría de los hombres.

Miss Patsy amaba a ese loro como a un hijo, pero lady Ina decía que era el mismísimo diablo. Cuando lo oía gritar, se acercaba a la jaula, movía el dedo y decía:

—Oh, chitón, calla de una vez.

En ocasiones levantaba el dedo, y antes de que de su boca saliera sonido alguno, el pájaro decía «Oh, chitón, calla de una vez» con una voz idéntica a la de lady Ina. Entonces la anciana se desorientaba. ¡Ay! ¿Había hablado ya? Yo veía ese pensamiento en su cara mientras ladeaba la cabeza a un lado y al otro, como si dos partes de su mente librasen una batalla. A veces caminaba hasta el fondo de la habitación, pasito a pasito, daba media vuelta y regresaba, pasito a pasito, levantaba el dedo y decía:

«¡Oh, chitón!». Y el pájaro repetía sus palabras exactas. «¡Calla de una vez! ¡Calla de una vez!», repetía incansablemente. Un día lady Ina se acercó al pájaro y, antes de que pudiese decir nada, Cucú exclamó con la voz cantarina y alegre de miss Patsy: «¡Han llegado visitas!». En el acto, lady Ina se sentó en una silla cercana, cruzó las manos sobre el regazo, cerró la boca y esperó, con los ojos azules fijos en la puerta.

Así fue como aprendí inglés. Me dije que si un pájaro podía hablar bien inglés, yo también podría. Tenía que pronunciar las palabras correctamente; de lo contrario, lady Ina no entendería mis instrucciones. Y dado que miss Patsy se dirigía a su madre con frases sencillas, me resultó fácil aprender cosas nuevas: Levántese, siéntese, la comida está servida, es la hora del té, hace un tiempo horrible, ¿no?

Durante los dos años siguientes pensé que mi situación no cambiaría jamás. Todos los meses iba a la estación del tren y descubría que el precio de los billetes había vuelto a aumentar. GaoLing me escribía una vez al mes. Me hablaba de su nueva vida en San Francisco y de lo incómodo que resultaba ser una carga para unos extraños. La iglesia que la protegía le había encontrado una habitación en casa de la señora Wu, una anciana que hablaba mandarín. «Es muy rica, pero tacaña —escribió GaoLing—. Guarda todos los alimentos que le parecen demasiado buenos para comérselos de inmediato: fruta, chocolate, anacardos. Los pone encima del frigorífico, y cuando están podridos se los come y dice: ¿Por qué todo el mundo opina que esto es delicioso? ¿Qué tiene de delicioso?». De esa forma GaoLing quería darme a entender lo dura que era su vida.

Pero por fin recibí una carta de ella que no empezaba con las quejas de costumbre: «Buenas noticias —decía—. He conocido a dos hombres solteros y creo que debería casarme con uno de ellos. Los dos son ciudadanos norteamericanos, nacidos en este país. Según mi pasaporte con la nueva fecha de nacimiento, uno de ellos me lleva un año y el otro, tres. Ya sabes lo que significa eso. El mayor está estudiando para ser médico; el más joven es dentista. El mayor es muy serio e inteligente. El más joven es más guapo y siempre está haciendo bromas. Me cuesta mucho decidir a cuál de los dos debería dedicarle toda mi atención. ¿Tú qué crees?».

Cuando leí la carta, yo acababa de limpiar el trasero de lady Ina dos veces en una hora. Había querido cruzar el océano, sacudir a GaoLing y decirle: «Cásate con el que te acepte antes. ¿Cómo puedes pedirme consejo cuando yo no sé cómo sobrevivir de un día para el otro?».

No le contesté de inmediato. Esa tarde tenía que ir al mercado de pájaros. Miss Patsy decía que Cucu necesitaba una jaula nueva. Así que bajé la cuesta hasta el puerto y tomé el transbordador para llegar a Kowloon. La península estaba cada vez más atestada de gente que huía de China. «La guerra civil se ha recrudecido —había escrito la hermana Yu—, y las batallas son tan cruentas como las de la guerra con Japón. Aunque reúnas el dinero para volver a Pekín, no deberías hacerlo. Los nacionalistas dirían que eres comunista porque Kai Jing se ha convertido en uno de los mártires del partido; y los comunistas dirían que eres nacionalista porque viviste en un orfanato americano. No podría decirte qué es peor, pues eso es algo que varía de un pueblo a otro».

Después de leer esas palabras, supe que no debía seguir preocupándome por cómo regresar a Pekín. Cambié esa preocupación por otra: el estado de la hermana Yu, el maestro Pan y su esposa. También a ellos podían verlos como enemigos de cualquiera de los dos bandos. Éstos eran mis únicos pensamientos mientras me dirigía al mercado de pájaros. De repente sentí una brisa fresca en la espalda, a pesar de que era un día templado. Es como si me siguiese un fantasma, pensé. Seguí andando, girando en una esquina y otra; la sensación de que me perseguían crecía a cada paso. Por fin me detuve, di media vuelta y un hombre me dijo:

—Conque de verdad eres tú. —Era Fu Nan, el marido de GaoLing. Ya no le faltaban sólo dos dedos, sino la mano izquierda entera. Su cara tenía mal color y sus ojos estaban rojos y amarillos—. ¿Dónde está mi mujer? —preguntó.

Sopesé la pregunta. ¿Cuál era el riesgo de que le contestase una cosa u otra?

—Se ha marchado —respondí por fin, y me alegré de poder pronunciar las siguientes palabras—: Vive en Estados Unidos.

—¿En Estados Unidos? —Al principio pareció sorprendido, pero luego sonrió—. Lo sabía. Sólo quería comprobar si me dirías la verdad.

—No tengo nada que ocultar.

—¿Entonces no tratarás de negarme que tú también quieres marcharte a América?

—¿Quién lo dice?

—Toda la familia Liu. Están jadeando como perros, esperando la ocasión de reunirse con su hija. Se preguntan por qué deberías ir tú primero, si ni siquiera eres su verdadera hermana. Sólo es posible avalar a los familiares verdaderos, no a los bastardos. —Me sonrió, a modo de falsa disculpa, y añadió—. Naturalmente, los maridos tienen prioridad.

Di media vuelta para marcharme, pero me agarró del brazo.

—Si tú me ayudas, yo te ayudaré a ti —dijo—. Lo único que te pido es la dirección de GaoLing. Si ella no quiere que vaya, no lo haré, y tú serás la siguiente. No se lo contaré a la familia Liu.

—Yo ya sé que no quiere que vayas. Se marchó a América para huir de ti.

—Dame su dirección, o iré a las autoridades y les diré que no eres su verdadera hermana. Entonces perderás la oportunidad de viajar, igual que yo.

Miré a ese hombre malvado. ¿Qué decía? ¿Qué era capaz de hacer? Me alejé a toda prisa, zigzagueando entre la multitud hasta que estuve segura de que me había perdido de vista. En el mercado de pájaros miré a un lado y otro con el rabillo del ojo. No perdí tiempo regateando, y una vez que hube comprado la jaula, regresé rápidamente a la parte de Hong Kong, apretando en la mano el documento que demostraba dónde vivía. ¿Qué haría Fu Nan? ¿De verdad me denunciaría a las autoridades? ¿Cuán listo era? ¿A qué autoridades iría a ver?

Esa noche le escribí una carta a GaoLing, informándole de las amenazas de Fu Nan: «Sólo tú sabes hasta qué punto es astuto. Tal vez comunique a las autoridades que ya estás casada, y entonces tendrás problemas, sobre todo si te casas con un americano».

Al día siguiente salí de la casa para enviar la carta. En cuanto pisé la acera, volví a sentir un súbito escalofrío. Escondí la carta en el interior de mi blusa. Y en la esquina siguiente me topé con Fu Nan, que estaba esperándome.

—Dame dinero —dijo—. Es lo menos que puedes hacer por un cuñado. ¿O no eres la hermana de mi mujer?

Durante las semanas siguientes siguió interceptándome el paso cada vez que salía de la casa. No podía llamar a la policía. ¿Qué iba a decirles? «¿Mi cuñado, que de hecho no es mi verdadero cuñado, me persigue y me pide dinero y la dirección de mi hermana, que no es mi verdadera hermana?». Pero un día salí para ir al mercado y no lo encontré. Durante todo el tiempo que pasé fuera de la casa, estuve en vilo, esperando encontrarlo y angustiarme. Pero nada. Regresé a la casa, desconcertada y aliviada a la vez. Me permití acariciar la esperanza de que hubiese muerto. Durante la semana siguiente no vi señales de él. No sentí súbitas brisas frías. ¿Era posible que mi suerte hubiera cambiado? Cuando abrí la siguiente carta de GaoLing, terminé de convencerme de que era así.

«Me puse furiosa al enterarme de que Fu Nan te ha estado molestando —decía—. Esa cría de tortuga no se detiene ante nada para conseguir lo que quiere. La única forma de librarse de él durante unos días es darle dinero para opio. Pero muy pronto se acabarán tus problemas. ¡Tengo buenas noticias! He descubierto otra manera de traerte conmigo. ¿Recuerdas a los hermanos de los que te hablé? ¿El estudiante de medicina y el dentista? Se apellidan Young, y el padre de ambos me ha dicho que una persona como tú podría venir si alguien declarara que eres una “famosa artista visitante”. Serías como una turista, pero con privilegios especiales. La familia ha sido muy amable al ofrecerse a declarar eso, pues todavía no soy pariente. Naturalmente, no puedo pedirles que te paguen el viaje. Pero ya han rellenado una solicitud y entregado la documentación necesaria. El próximo paso es que yo gane más dinero para el pasaje de barco. Entretanto, debes prepararte para viajar en cualquier momento. Averigua los horarios de los barcos, haz que un médico te examine por si tuvieses parásito…».

Leí la larga lista de instrucciones y me sorprendí de lo lista que era GaoLing. ¡Sabía tantas cosas! Y yo me sentía como una niña aconsejada por su preocupada madre. Estaban tan feliz que derramé lágrimas allí mismo, en el transbordador que me conducía a casa. Y precisamente porque estaba en el barco, no me asusté al sentir una brisa fresca. De hecho, fue un consuelo. Pero entonces alcé la vista.

Allí estaba Fu Nan. Ahora le faltaba también un ojo.

Me sobresalté tanto que estuve a punto de saltar por la borda. Era como si viese lo que me pasaría a mí.

—Dame dinero —dijo.

Esa noche, puse la fotografía de Tita Querida sobre una mesita y encendí incienso. Supliqué su perdón y el de su padre. Le dije que el regalo que me había hecho me ayudaría a comprar mi libertad, y que esperaba que no se enfadara conmigo por venderlo.

Al día siguiente vendí el hueso del oráculo en la segunda tienda que había visitado muchos meses antes. Con lo que había ahorrado de mi sueldo de doncella tenía suficiente para comprar un pasaje de tercera clase. Consulté las fechas de los viajes y envié un telegrama a GaoLing. Cada pocos días le daba dinero a Fu Nan para su vicio, lo suficiente para que se sumiese en sus sueños. Finalmente recibí el visado. Ya era una «famosa artista visitante».

Zarpé hacia Estados Unidos, una tierra sin maldiciones ni fantasmas. Cuando desembarqué allí, tenía cinco años menos. Y sin embargo me sentía vieja.