GaoLing decía que los japoneses
pronto nos capturarían a todos, de
manera que no debía molestarme en
suicidarme. ¿Por qué no esperar y
morir juntos? Sería una muerte menos
solitaria.
El maestro Pan decía que no debía abandonarlo para ir al otro mundo. ¿Qué otro familiar le daría solaz durante sus últimos días en la tierra?
La señorita Grutoff decía que las niñas me necesitaban, pues era un modelo de lo que podía llegar a ser una huérfana. ¿Cómo iban a conservar sus esperanzas si veían que yo había perdido las mías?
Pero fue la hermana Yu quien me dio la única razón convincente para permanecer viva y sufrir en este mundo. Kai Jing, dijo, había ido al cielo cristiano, y si yo me suicidaba Dios no permitiría que me reuniese con él. Para mí, el cielo cristiano era como América, una tierra lejana, llena de extranjeros y regida por sus propias leyes. Allí el suicidio estaba prohibido.
De manera que esperé a que los japoneses regresaran y me capturasen. Visitaba al maestro Pan y le llevaba platos deliciosos. Y todas las tardes salía del recinto de la escuela y caminaba por una parte de la cima de la montaña salpicada con pequeños montículos de piedras. Allí era donde las misioneras enterraban a las niñas que morían en el orfanato. Y allí yacía también Kai Jing. En nuestra habitación encontré unos huesos de dragón que él había desenterrado en los últimos meses. No eran valiosos, pues pertenecían a viejos animales. Escogí uno, y con una aguja gruesa tallé palabras para convertirlo en un hueso del oráculo semejante al que me había regalado Tita Querida. Escribí: «Tú eres belleza, nosotros somos belleza; somos divinos y el tiempo no puede cambiarnos». Cuando terminé, empecé a tallar otro hueso, incapaz de detenerme. Eran las palabras que deseaba recordar. Eran bocados de dolor; los únicos que probaba.
Puse esos huesos sobre la tumba de Kai Jing.
—Kai Jing —decía cada vez que dejaba uno—, ¿me echas de menos?
Y después de una larga pausa le contaba lo que había sucedido ese día: quién estaba enferma, quién había demostrado ser inteligente, que no teníamos más medicinas y que era una pena que no estuviese allí para inculcar más nociones de geología a las niñas. Un día tuve que decirle que la señorita Towler no se había despertado esa mañana y que muy pronto yacería a su lado. «Se marchó en silencio con Dios», había anunciado durante el desayuno la señorita Grutoff, que parecía contenta de que se hubiera ido de esa manera. Pero luego cerró la boca y dos profundas líneas se marcaron junto a sus comisuras; entonces comprendí que estaba desolada. Para la señorita Grutoff, la señorita Towler había sido su madre, su hermana, su mejor amiga.
Tras la muerte de la señorita Towler, la señorita Grutoff empezó a confeccionar banderas norteamericanas. Creo que lo hacía por la misma razón por la que yo tallaba huesos y los dejaba en la tumba de Kai Jing. Reunía recuerdos, porque tenía miedo de olvidar. Todos los días cosía una barra o una estrella. Teñía trozos de tela de azul o de rojo. También obligaba a las niñas a coser banderas. Pronto hubo cincuenta ondeando en la fachada del viejo monasterio; luego cien, y más adelante doscientas. Cualquiera que no supiese que aquel era un orfanato para niñas chinas, pensaría que en el interior había muchos, muchos americanos celebrando una fiesta patria.
Una fría mañana, los soldados japoneses rodearon por fin el edificio. Estábamos en el salón donde celebrábamos el oficio dominical, aunque no era domingo. Oímos tiros, pau-pau. Corrimos a la puerta y vimos al cocinero y a su esposa tendidos boca abajo, y a las gallinas cacareando cerca de allí, picoteando el grano de un cubo que se había volcado. La gigantesca bandera norteamericana que colgaba de la cancela ahora estaba en el suelo. Las niñas se echaron a llorar, pensando que el cocinero y su esposa habían muerto. Pero luego vimos que se movían con sigilo, girando la cabeza a un lado y a otro para ver quién estaba alrededor. La señorita Grutoff se abrió paso entre nosotras. Creo que todas nos preguntamos si ordenaría a los japoneses que nos dejaran en paz, puesto que ella era americana. En cambio, nos pidió que nos callásemos. A partir de ese momento nadie habló ni se movió. Y luego, cubriéndonos la boca con la mano para no gritar, observamos cómo los japoneses acribillaban a balazos los centenares de banderas norteamericanas, pau-pau, pau-pau, turnándose, criticando a los que erraban el tiro. Cuando todas las banderas quedaron hechas jirones, empezaron a disparar a las gallinas, que aleteaban, cacareaban y se desplomaban. Finalmente, cogieron las gallinas y se marcharon. El cocinero y su esposa se levantaron, las gallinas que quedaban cacarearon con cautela y las niñas dejaron escapar los gritos que habían estado conteniendo.
La señorita Grutoff nos ordenó que volviéramos al salón. Allí nos informó con voz temblorosa lo que había oído el día anterior en la radio de onda corta: Japón había atacado a Estados Unidos, y los norteamericanos le habían declarado la guerra a los japoneses.
—Con Estados Unidos de nuestra parte, China ganará la guerra antes —dijo y nos animó a aplaudir.
Para complacerla, sonreímos y fingimos creer que aquella era una buena noticia. Esa noche, cuando todas las niñas dormían, la señorita Grutoff nos comunicó a los maestros, al cocinero y a su esposa otra noticia que había recibido de sus amigos del Peking Union Medical College.
—Los huesos del hombre de Pekín han desaparecido.
—¿Los han destruido? —preguntó el maestro Pan.
—Nadie lo sabe. Han desaparecido. Todos los restos de cuarenta y nueve humanos prehistóricos. En teoría, iban en un tren hasta Tientsin, donde debían cargarlos en un barco norteamericano con destino a Manila. Pero ese barco fue hundido. Algunos dicen que los huesos nunca llegaron al barco, que los japoneses detuvieron el tren, y pensando que las cajas contenían únicamente posesiones de los soldados estadounidenses, las arrojaron a las vías para que las aplastaran otros trenes. Nadie sabe qué pensar. Pero ninguna de las posibilidades es buena.
Mientras escuchaba, sentí que mis propios huesos se ahuecaban. El trabajo de Kai Jing, su sacrificio, su último viaje a la cantera… ¿todo había sido inútil? Imaginé esos pequeños trozos de calavera flotando entre los peces en el puerto, hundiéndose lentamente hasta el fondo, donde las anguilas los cubrían de arena. Vi otros fragmentos de huesos cayendo del tren como si fuesen basura, y las ruedas de los vagones aplastándolos hasta dejarlos tan pequeños como granos de arena del Gobi. Me sentí como si esos huesos fueran los de Kai Jing.
Al día siguiente los japoneses volvieron para llevarse a la señorita Grutoff a un campo de prisioneros. Ella sabía que sucedería, pero no había intentado escapar.
—Jamás dejaría a mis niñas por voluntad propia —dijo.
Tenía las maletas preparadas y llevaba su sombrero de viaje, atado al cuello con un pañuelo. Cincuenta y seis niñas llorosas la despidieron en la cancela.
—¡Maestro Pan, no olvide las lecciones de los apóstoles! —gritó antes de subir a una camioneta—. Y por favor, acuérdese de transmitírselas a otros para que propaguen la palabra divina.
Me pareció una extraña despedida. Y a las demás también, hasta que el maestro Pan nos explicó lo que había querido decir.
Nos condujo al salón principal y se detuvo ante la imagen de un apóstol. Giró la mano de la escultura y la separó del cuerpo. Dentro había un hueco que habían hecho él y la señorita Grutoff y donde habían escondido plata, oro y una lista con los nombres de las alumnas que vivían en Pekín. Durante el mes anterior, el maestro Pan y la misionera se habían dedicado a esa tarea a última hora la noche. Cada apóstol tenía sólo parte de los ahorros personales de la señorita Grutoff, de manera que si los paganos japoneses encontraban dinero en uno, no sabrían en cuál de los otros centenares de esculturas buscar el resto.
Si las cosas se ponían feas, los maestros debíamos llevar a las niñas a Pekín, cuatro o cinco por vez. Allí se alojarían con ex alumnos amigos de la escuela. La señorita Grutoff ya se había puesto en contacto con esas personas, que nos ayudarían gustosamente si llegaba ese momento. Lo único que teníamos que hacer era comunicares por radio cuándo llegaríamos.
El maestro Pan nos asignó un apóstol a cada miembro del grupo formado por las maestras, los criados y cuatro alumnas mayores. Y desde el mismo día en que se marchó la señorita Grutoff, nos hizo memorizar y practicar los nombres de los apóstoles y la parte de su cuerpo que estaba hueca. A mí me parecía suficiente con que cada uno supiera identificar a su propia escultura, pero la hermana Yu dijo:
—Debemos pronunciar todos los nombres en voz alta. De esa manera los apóstoles protegerán mejor nuestros ahorros.
Repetí aquellos nombres tantas veces que aún están grabados en mi memoria: Pida, Pa, Matu, Yuhan, Jiama yi, Jiama er, Andaru, Filipa, Tomasa, Shaimin, Tadayisu y Budalomu. El traidor, Judasa, no tenía escultura.
Aproximadamente tres meses después de que se marchara la señorita Grutoff, el maestro Pan decidió que era el momento de huir Los japoneses estaban furiosos porque los comunistas se escondían en las colinas y querían obligarlos a salir matando a los habitantes de las aldeas vecinas. La hermana Yu nos contó a GaoLing y a mí que los japoneses también estaban cometiendo actos abominables con niñas inocentes, algunas de apenas once o doce años. Lo habían hecho en Tientsin, Tungchow y Nanking.
—Las que no mataron ellos, intentaron suicidarse después —añadió. Sólo necesitamos usar la parte asustadiza de nuestra imaginación para entender lo que quería decir.
Contando a las cuatro alumnas mayores, éramos doce encargadas. Cuando nos comunicamos por radio con los amigos de la señorita Grutoff en Pekín, éstos nos dijeron que la ciudad estaba tomada, y que aunque la situación era tranquila, debíamos esperar a que nos llamaran. Los trenes no siempre funcionaban y no era conveniente que pasáramos varios días detenidos en distintas ciudades del camino. El maestro Pan determinó el orden en que se marcharían los grupos: primero el de la madre Wang, que podía informarnos de las vicisitudes del viaje; luego los de las cuatro alumnas mayores, y a continuación, por orden, los de la esposa del cocinero, la maestra Wang, el cocinero, GaoLing, yo, la hermana Yu y el maestro Pan.
—¿Por qué se ha asignado el último lugar? —pregunté.
—Porque sé usar la radio.
—Podría enseñarme a mí.
—Y a mí —dijeron al unísono GaoLing y la hermana Yu. Discutimos, turnándonos para alardear de valor. Y para hacerlo tuvimos que ser ligeramente crueles y criticarnos mutuamente. La lista del maestro Pan era demasiado mala para que lo dejásemos solo. La hermana Yu estaba sorda. GaoLing tenía problemas en los pies, su miedo a los fantasmas podía empujarla a correr en la dirección equivocada. Se dijeron muchas cosas malas también de mí, pero al final me permitieron ser la última para que pudiese visitar la tumba Kai Jing el mayor tiempo posible.
Y ahora puedo confesar el miedo que sentí durante esos últimos días. Era la responsable de cuatro niñas: de seis, ocho, nueve y doce años. Y aunque aún encontraba solaz en la idea de suicidarme, me ponía nerviosa esperar a que me mataran. Cada vez que se marchaba un grupo, el monasterio parecía más grande y nuestros pasos, más sonoros. Temía que los japoneses llegaran y descubrieran nuestra radio de comunicaciones, me acusaran de ser una espía y me torturaran. Manché la cara de las niñas con tierra y les dije que si aparecían los japoneses debían rascarse insistentemente la cabeza, como si tuviesen piojos. Prácticamente cada hora, rezaba a Jesús, a Buda y a quienquiera que me escuchase. Encendía incienso delante de la foto Tita Querida, y cuando iba a visitar la tumba de Kai Jing, le hablaba con sinceridad de mis temores.
—¿Qué ha pasado con mi carácter? —preguntaba—. Tú decías que era fuerte. ¿Dónde está mi fuerza ahora?
Al cuarto día de soledad oímos un mensaje en la radio.
—Venid rápidamente. Los trenes funcionan.
Cuando fui a decírselo a las niñas, descubrí que había ocurrido un milagro, aunque no supe si obra del dios occidental o de los chinos. Simplemente me alegré de que las cuatro niñas tuvieran los párpados hinchados, con pus verde goteando por las comisuras. Era una infección ocular sin mayor importancia, pero repugnante a la vista. Nadie se atrevería a tocarlas. En cuanto a mí, pensé rápidamente y tuve una idea. Fui a buscar los restos de la sémola de arroz que habíamos tomado en el desayuno, la colé y me apliqué el líquido en las mejillas, la frente, el cuello y las manos; cuando se secó, mi tez tenía la apariencia curtida y agrietada de la de una vieja campesina. Puse otro poco de agua de arroz en un termo y le añadí sangre de pollo. Ordené a las niñas que recogieran todos los huevos que quedasen en el gallinero, incluidos los podridos, y los metiesen en sacos. Ya estábamos preparadas para bajar por la colina hasta la estación de ferrocarril.
Cuando habíamos recorrido un centenar de pasos, vimos al primer soldado. Aflojé el paso y bebí un sorbo del líquido del termo. El soldado nos detuvo cuando llegamos a su lado.
—¿Adónde van? —preguntó.
Las cinco alzamos la vista y yo vi una expresión de asco en la cara del japonés. Las niñas comenzaron a rascarse la cabeza. Antes de responder, tosí en un pañuelo y lo doblé dé manera que el hombre pudiese ver la mucosidad mezclada con sangre.
—Vamos a vender huevos al mercado —respondí. Levantamos los sacos—. ¿Quiere uno de regalo?
El soldado nos indicó que siguiésemos nuestro camino. Un poco más adelante bebí otro sorbo de agua de arroz y sangre de pollo y lo mantuve en la boca. Nos pararon dos veces más, y dos veces más tosí y escupí lo que parecía el esputo de una tuberculosa. Las niñas miraban a los soldados con los ojos cubiertos de moco verde.
Cuando llegamos a Pekín, vi por la ventanilla del tren que GaoLing estaba allí para recibirnos. Se acercó despacio, con un rictus de horror.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó. Tosí sangre en el pañuelo por última vez—. Ai-ya! —exclamó dando un respingo.
Entonces le enseñé el termo con «zumo espantajaponeses». Me eché a reír y no podía parar. Estaba loca de felicidad, fuera de mí del alivio.
—He estado muerta de preocupación por ti —protestó GaoLing—, y no se te ocurre nada mejor que gastarme bromas.
Instalamos a las niñas en las casas de ex alumnos de la escuela. Durante los años siguientes, unas se casaron, otras murieron y algunas continuaron visitándonos como a padres honorarios. GaoLing y yo vivimos en las habitaciones de la tienda de tinta, en el distrito de los alfareros. Nos llevamos con nosotras al maestro Pan y a la hermana Yu. En cuanto al marido de GaoLing, todos lo dábamos por muerto.
Naturalmente, a mí me enfurecía más de lo imaginable que la familia Chang se hubiese quedado con la tienda. Durante los años transcurridos desde la muerte de Tita Querida, no había tenido motivos para pensar en el constructor de ataúdes. Ahora él nos atosigaba para que vendiésemos más y más tinta. Aquél era el hombre que había matado a mi abuelo y a mi padre, que había causado tanto sufrimiento a Tita Querida que la había conducido a la muerte. Pero luego pensaba que si una persona desea vengarse de otra, necesita estar cerca de esa otra. Decidí vivir en la tienda de tinta porque era práctico. Entretanto, discurriría formas de tomarme la revancha.
Por suerte, el patriarca de los Chang no tenía motivos para quejarse. La tinta se vendía bien, mucho mejor que antes de que llegásemos. Eso se debía a que usábamos la cabeza. Nos dimos cuenta de que las barras y tortas de tinta habían caído en desuso. Estábamos en guerra. ¿Quién tenía la serenidad y el tiempo libre necesarios para moler tinta y meditar sobre lo que iba a escribir? También notamos que la familia Chang utilizaba ingredientes de menor calidad, de manera que la tinta sólida se desintegraba fácilmente. Fue el maestro Pan quien sugirió que fabricásemos tinta lista para usar. Molimos la tinta barata, la mezclamos con agua y la envasamos en pequeños frascos que compramos muy baratos en una tienda de medicinas que estaba a punto de cerrar.
El maestro Pan también resultó un gran vendedor. Tenía los modales y el estilo de escritura de los antiguos letrados, lo que contribuía a convencer a los clientes de que nuestra tinta líquida era excelente, aunque no lo fuese. Sin embargo, en sus demostraciones el maestro Pan debía guardarse de escribir cualquier frase que pudiese interpretarse como antijaponesa, profeudal, cristiana o comunista. Y eso no era fácil. Al principio decidió que sólo escribiría sobre alimentos. Era un tema sin riesgos. De manera que escribió: «Los nabos saben mejor encurtidos». Pero a GaoLing le preocupaba que esa afirmación pudiese tomarse como una burla a los japoneses, o bien como una defensa a los mismos, ya que los nabos se asemejaban a los rábanos y los rábanos eran el alimento favorito de los japoneses. Entonces el maestro Pan escribió: «Padre, madre, hermano, hermana». La hermana Yu dijo que parecía una lista de bajas, y en consecuencia podía pasar por una protesta contra la ocupación.
—También puede interpretarse como una vuelta a los principios familiares de Confucio —añadió GaoLing—, un deseo de regresar a los tiempos del imperio.
Dependiendo de nuestras preocupaciones personales, todo entrañaba peligros: el sol, las estrellas, la dirección del viento… Cada número, color y animal tenía un significado negativo. Cada palabra evocaba otra palabra. Finalmente, a mí se me ocurrió la mejor idea de lo que debíamos escribir, y nos decidimos por ello: «Por favor, pruebe nuestra tinta preparada. Es barata y fácil de usar».
Sospechábamos que muchos de nuestros clientes universitarios eran revolucionarios comunistas, autores de los carteles de propaganda que aparecían misteriosamente por las noches. «Resistamos unidos», decían algunos. La hermana Yu se ocupaba de la contabilidad, y no era demasiado estricta con los estudiantes pobres que tenían dificultades para pagar.
—Paga lo que puedas —les decía—. Un estudiante siempre ha de tener tinta para sus estudios.
La hermana Yu también se ocupaba de separar pequeñas cantidades de dinero para nosotros sin que el patriarca de los Chang las echara en falta.
En 1945, cuando terminó la guerra, dejamos de preocuparnos por los dobles significados que podían crearnos problemas con los japoneses. En las calles estallaban petardos durante el día entero, de manera que se respiraba un ambiente de alegre nerviosismo. Por las noches, las calles se llenaban de vendedores que ofrecían toda clase de exquisiteces y de adivinos que sólo daban buenas noticias. GaoLing pensó que era una buena ocasión para hacerse leer el futuro. La hermana Yu y yo la acompañamos.
El adivino que eligió GaoLing era capaz de escribir tres palabras diferentes a la vez, con tres pinceles que sujetaba con la misma mano. El primero estaba entre las yemas del pulgar y el índice. El segundo, en el hueco del pulgar. El tercero, en el pliegue de la muñeca.
—¿Ha muerto mi marido? —preguntó GaoLing. Su osadía nos sorprendió. Contuvimos el aliento mientras los tres ideogramas se formaban a la vez—: «Regreso, Perder, Esperanza».
—¿Qué significa eso? —preguntó la hermana Yu.
—Los cielos me permitirán explicarlo a cambio de otra pequeña ofrenda —respondió el adivino.
Pero GaoLing dijo que estaba satisfecha con la respuesta, y seguimos nuestro camino.
—Está muerto —anunció GaoLing.
—¿Por qué lo dices? —pregunté—. El mensaje podría significar también lo contrario.
—A mí me quedó muy claro que debo perder la esperanza de que regrese a casa.
—O puede que signifique que regresará, y que entonces nosotras perderemos la esperanza —sugirió la hermana Yu.
—Imposible —repuso GaoLing, aunque vi una sombra de duda cruzar su frente.
Al día siguiente por la tarde, estábamos sentados en el patio de la tienda disfrutando de la nueva sensación de tranquilidad, cuando oímos una voz:
—¡Eh, creí que habías muerto! —Un hombre de uniforme miraba a GaoLing.
—¿Qué haces aquí? —preguntó GaoLing mientras se levantaba del banco.
El hombre soltó una risita socarrona.
—Vivo aquí. Esta es mi casa.
Así nos percatamos de que era Fu Nan. Por primera vez veía al hombre que habría podido ser mi marido. Era robusto como su padre y tenía una nariz larga y ancha. GaoLing cogió su atado y lo invitó a sentarse en el sitio que instantes antes había ocupado ella. Lo trató con exagerada cortesía, como a una visita inoportuna.
—¿Qué ha pasado con tus dedos? —preguntó.
A Fu Nan le faltaban los dos meñiques. Al principio pareció incómodo, pero luego rio.
—Soy un maldito héroe de guerra. —Nos miró—. ¿Quiénes son éstos?
GaoLing nos presentó y explicó lo que hacíamos cada uno en la tienda. Fu Nan hizo un gesto de asentimiento y luego señaló a la hermana Yu.
—Ya no la necesitamos. A partir de ahora, yo me ocuparé de la contabilidad.
—Es una buena amiga mía.
—¿Quién lo dice? —Miró a GaoLing con furia y, al ver que ella le sostenía la mirada, dijo—: Ah, veo que sigues siendo la misma víbora feroz. Bueno, en adelante tendrás que discutir con el nuevo propietario de esta tienda. Llegará mañana.
Mostró un documento donde se leían nombres impresos con sellos rojos. GaoLing se lo arrebató.
—¿Has vendido la tienda? ¡No tenías derecho! No puedes obligar a mi familia a trabajar para otros. Y la deuda… ¿por qué ahora es más grande que antes? ¿Qué hiciste? ¿Jugarte el dinero, comértelo, firmártelo?
—Ahora me voy a dormir —dijo Fu Nan—, y cuando despierte no quiero ver aquí a esa jorobada. Su aspecto me pone nervioso.
Alzó una mano para atajar cualquier protesta. Se marchó, y pronto olimos el humo de sus nubes de opio. GaoLing empezó a maldecir.
El maestro Pan suspiró.
—Al menos la guerra ha terminado. Podemos preguntar a nuestros amigos de la facultad de medicina si saben de alguna habitación donde podamos alojarnos.
—Yo no voy —declaró GaoLing.
¿Cómo podía decir eso después de lo que me había contado sobre su marido?
—¿Te quedarás con ese demonio? —exclamé.
—Ésta es la tienda de nuestra familia. No pienso abandonarla. Ahora que la guerra ha terminado, estoy en condiciones de plantarle cara.
Traté de disuadirla, pero el maestro Pan me dio una palmada en la mano y dijo:
—Dale tiempo. Ya recuperará la cordura.
Esa misma tarde, la hermana Yu se marchó a la facultad de medicina, pero regresó pronto.
—La señorita Grutoff ha vuelto —dijo—, la han liberado del campo de prisioneros. Pero está gravemente enferma.
Los cuatro nos dirigimos de inmediato a la casa de otra extranjera, la señora Riley. Al entrar, vi que la señorita Grutoff había adelgazado mucho. Solíamos decir en broma que las occidentales tenían grandes ubres porque bebían demasiada leche de vaca. Pero ahora la señorita Grutoff parecía seca. Y su color era poco saludable. Insistió en levantarse para saludarnos, y nosotros insistimos en que las formalidades eran innecesarias entre viejos amigos. De la cara y de los brazos le colgaban pliegues de carne flácida. Su cabello, antaño pelirrojo, ahora era gris y ralo.
—¿Cómo está? —preguntamos.
—No muy mal —respondió con una sonrisa alegre—. Como veis, sigo viva. Los japoneses no consiguieron matarme de hambre, pero los mosquitos estuvieron a punto de derrotarme. Malaria.
Dos niñas del orfanato habían muerto de malaria. Pero no se lo conté a la señorita Grutoff. Había tiempo de sobra para las malas noticias.
—Debe recuperarse pronto —dije—. Así podremos volver a abrir la escuela.
Negó con la cabeza.
—El viejo monasterio ya no existe. Lo destruyeron. Me lo contó un misionero. —La miramos boquiabiertos—. Los árboles, el edificio… todo ha quedado reducido a cenizas.
La otra extranjera, la señora Riley, asintió con la cabeza. Yo habría querido preguntar qué había ocurrido con las tumbas, pero era incapaz de hablar. Me sentí igual que el día que me enteré de la muerte de Kai Jing. Al pensar en él, trataba de recordar su cara, pero veía con mayor claridad las piedras bajo las cuales yacía. ¿Cuánto tiempo lo había amado mientras estaba vivo? ¿Cuánto tiempo lo había llorado después de muerto?
—En cuanto encontremos un edificio apropiado, fundaremos una escuela en Pekín —dijo la señora Riley—. Pero primero tenemos que ayudar a la señorita Grutoff a recuperarse, ¿verdad, Ruth? —Y palmeó la mano de la señorita Grutoff.
—Haremos lo que sea necesario —dijimos todos por turnos—. Claro que ayudaremos. Queremos mucho a la señorita Grutoff. Es la madre y la hermana de todos nosotros. ¿Qué podemos hacer?
La señora Riley explicó que la señorita Grutoff debía regresar a Estados Unidos, donde la tratarían unos médicos de San Francisco. Pero necesitaba que alguien la acompañara a Hong Kong y luego cruzara el océano con ella.
—¿Alguien estaría dispuesto a viajar conmigo? Creo que podríamos conseguir un visado.
—¡Podemos ir todos! —respondió GaoLing de inmediato.
La señorita Grutoff se puso violenta. Lo vi con claridad.
—No querría importunar a más de una persona —respondió—. Con una bastará. —Suspiró y dijo que estaba muy cansada. Necesitaba acostarse.
Cuando se hubo marchado de la habitación, todos nos miramos. No sabíamos cómo empezar la discusión para decidir quién acompañaría a la señorita Grutoff. ¿América? La señorita Grutoff no se limitaba a pedir un favor. Todos sabíamos que también nos estaba ofreciendo una gran oportunidad —un visado para ir a Estados Unidos—, pero sólo una persona podría aprovecharla. Pensé en ello. En mi corazón, América era el paraíso cristiano. Era el lugar donde había ido Kai Jing, donde me estaba esperando. Sabía que eso no era del todo cierto, pero tenía la esperanza de encontrar una felicidad que hasta el momento me había esquivado. Podría dejar atrás la antigua maldición y mi triste pasado.
Entonces oí que GaoLing decía:
—Debería ir el maestro Pan. Es el mayor y el que tiene más experiencia. —Al ver que se había apresurado a hacer la primera sugerencia, comprendí que también ella deseaba hacer el viaje.
—¿Experiencia con qué? —preguntó el maestro Pan—. Me temo que no sería muy útil. Soy un viejo que ni siquiera es capaz de leer o escribir a menos que las palabras sean tan grandes y estén tan cerca como mis temblorosas manos. Y no sería apropiado que un hombre acompañe a una señora. ¿Y si necesita ayuda durante la noche?
—Entonces vaya usted, hermana Yu —dijo GaoLing—. Es lo bastante inteligente para superar cualquier obstáculo.
¡Otra sugerencia! GaoLing estaba desesperada por viajar; quería que alguien dijera que debía ir ella.
—Si es que nadie me atropella primero —dijo la hermana Yu—. No seas absurda. Además, no quiero marcharme de China. Con franqueza, aunque siento un gran amor cristiano por la señorita Grutoff y nuestros amigos extranjeros, no me gustaría estar rodeada por otros americanos. Aunque estalle una guerra civil, prefiero quedarme en China.
—Entonces debería ir LuLing —dijo GaoLing.
¿Qué podía hacer? Estaba obligada a discutir.
—No podría dejar a mi suegro —dije—. Ni a ti.
—No, no, no tienes que quedarte para hacer compañía a este viejo —protestó el maestro Pan—. Hace tiempo que quiero decirte que estoy pensando en volver a casarme. Sí, yo. Ya sé lo que piensas. Los dioses se ríen de mí, y yo también.
—Pero ¿con quién? —pregunté. No imaginaba que hubiese tenido tiempo para cortejar a una mujer. No salía nunca de la tienda, excepto para hacer pequeños recados.
—Vive al lado de la tienda; es la viuda del antiguo propietario de la librería.
—¿Qué? ¿El hombre que demandó a mi familia? —preguntó GaoLing.
—Los libros eran falsos —le recordé—. Ese juez falló contra él, ¿no?
Entonces todas recordamos las reglas de cortesía y le dimos la enhorabuena al maestro Pan, preguntándole si su futura esposa era buena cocinera y si tenía una cara bonita, una voz agradable y una familia poco conflictiva. Yo me alegraba por él, pero también por el hecho de que no tendría que seguir insistiendo en que no podía ir a América.
—Bueno, para mí ya está claro que LuLing es la candidata ideal para acompañar a la señorita Grutoff a América —declaró la hermana Yu—. Al maestro Pan pronto le estará dando órdenes una esposa nueva, así que no necesita quedarse.
GaoLing titubeó más de lo debido antes de decir:
—Sí, es lo mejor. Ya está decidido.
—¿Qué dices? —repliqué, tratando de mostrarme magnánima—. No puedo dejar a mi hermana.
—Ni siquiera soy tu verdadera hermana —dijo GaoLing—. Ve tú primero. Más adelante podrás avalarme para que me reúna contigo.
—¡Ah! ¿Lo ves? ¡Eso significa que quieres ir! —Fui incapaz de contenerme y se lo restregué por las narices. Pero ahora que la decisión parecía firme, pensé que podía permitírmelo.
—No he dicho eso —replicó GaoLing—. Me refería sólo a la posibilidad de que las cosas cambien y más adelante necesite ir.
—¿Por qué no vas tú primero y con el tiempo me mandas llamar a mí? Si te quedas, tu marido te atormentará y acabará destrozándote. —Esta vez era generosa de verdad.
—Pero ¿cómo iba a abandonar a mi hermana si ella se niega a abandonarme a mí? —dijo GaoLing.
—No discutas —ordené—. Soy mayor que tú. Viajarás primero tú. Dentro de un mes me iré a Hong Kong y esperaré que lleguen los papeles del aval.
En teoría, GaoLing debía negarse aduciendo que era ella quien debía esperar en Hong Kong. Sin embargo, preguntó:
—¿Esos papeles tardan sólo un mes?
Y aunque yo no tenía idea de cuánto tiempo tardaban los trámites, respondí:
—Puede que incluso menos. —Todavía creía que ella se ofrecería a quedarse.
—¡Qué rápido! —exclamó, sorprendida—. Bueno, si es tan sencillo, me iré en primer lugar, pero sólo para huir lo antes posible del demonio de mi marido.
En ese momento la señora Riley regresó al salón.
—Hemos llegado a un acuerdo —anunció la hermana Yu—. GaoLing acompañará a la señorita Grutoff a San Francisco.
Yo estaba demasiado pasmada para hablar. Esa noche repasé mentalmente lo ocurrido: cómo había dejado escapar mi oportunidad. Me molestaba que GaoLing me hubiese enredado, pero al mismo tiempo me alegraba de que fuese a escapar de las garras de Fu Nan. Me debatí entre esos dos sentimientos. Antes de dormirme, llegué a la conclusión de que todo era obra del destino. Pasara lo que pasase a continuación, eso sería mi Nuevo Destino.
Tres días después, antes de irnos a Hong Kong, celebramos una pequeña fiesta.
—No necesitamos llorar ni decirnos adiós —dije—. En cuanto las dos estemos asentadas en el nuevo país, os invitaremos a todos para que vayáis a visitarnos.
El maestro Pan dijo que él y su futura esposa estarían encantados de conocer otro país antes de morir. La hermana Yu comentó que había oído hablar mucho de los bailes de América. Y confesó que siempre había deseado aprender a bailar. Durante el resto de la velada, la última que pasaríamos juntos, nos turnamos para bromear y hacer conjeturas sobre el futuro. La señorita Grutoff se curaría y regresaría a China, donde dirigiría a otras huérfanas en pésimas obras de teatro. GaoLing se haría rica después de encontrar a un adivino de verdad, capaz de escribir con cuatro pinceles a la vez. Y yo sería una pintora famosa.
Brindamos. Pronto, dentro de un año o menos, la hermana Yu, el maestro Pan y su nueva esposa irían de vacaciones a Estados Unidos. GaoLing y yo iríamos al puerto de San Francisco y los esperaríamos en nuestro nuevo automóvil, un reluciente coche negro con muchos asientos y un chófer norteamericano. Antes de llevarlos a nuestra mansión, situada en lo alto de una colina, nos detendríamos en una sala de fiestas. Y para celebrar el reencuentro, acordamos, bailaríamos y bailaríamos hasta caer rendidos.