Kai Jing y yo probamos por primera vez el placer prohibido en una noche de verano iluminada por una brillante luna. Nos habíamos escondido en un trastero situado al fondo de un pasillo, lejos de la vista y los oídos de los demás. Yo no sentía vergüenza ni sentimientos de culpa. Me sentía audaz y renovada, capaz de nadar por el cielo y volar a través de las olas. Y si aquello traía mala suerte, que así fuera. Yo era hija de Tita Querida, una mujer que tampoco había podido controlar sus deseos y por eso me había concebido a mí. ¿Qué podía haber de malo en ello, cuando la piel de la espalda de Kai Jing era tan suave, tan cálida, tan fragante? ¿También estaba mal sentir sus labios en mi cuello? Cuando desabotonó la espalda de mi blusa y ésta cayó al suelo, yo ya estaba condenada, y me alegraba de ello. Luego cayó el resto de mi ropa, prenda a prenda, y sentí que me volvía más ligera y oscura. Él y yo éramos dos sombras negras y etéreas que se doblaban y se fundían, débiles y feroces a la vez, ingrávidas, ajenas a todos los demás… hasta que abrí los ojos y descubrí que había una docena de personas mirándonos.
Kai Jing rio.
—No, no, no son reales. —Tocó una de ellas. Eran las imágenes del infierno restauradas y convertidas en Feliz Navidad.
—Son como el público de una ópera mala —dije—; no parecen complacidos.
Estaba la Virgen María con la boca abierta en un mudo grito, los pastores con cabezas puntiagudas y el Niño Jesús, con los ojos saltones como los de un sapo. Kai Jing cubrió la cara de María con mi blusa y la de José con mi falda. El Niño Jesús se quedó con mi enagua. Acto seguido, Kai Jing colocó su ropa sobre los Reyes Magos y volvió a los pastores de espaldas. Cuando todos quedaron mirando a la pared, me ayudó a acostarme sobre la paja y una vez más nos transformamos en sombras.
Pero lo que sucedió a continuación no fue como un poema o una pintura del cuarto nivel. No éramos como la naturaleza, tan maravillosamente armoniosos como la tupida copa de un árbol contra el cielo. Habíamos previsto algo semejante, pero la paja nos raspaba la piel y el suelo apestaba a orina. Cuando una rata salió de su agujero, Kai Jing se separó de mí y accidentalmente derribó al Niño Jesús de su cuna. El monstruo de ojos saltones yacía a nuestro lado como si fuese un hijo de nuestro amor. Entonces Kai Jing se levantó y encendió una cerilla para buscar a la rata. Al alzar la vista y ver sus partes íntimas, supe que ya no estaba poseído. También noté que tenía garrapatas en el muslo. Un instante después, él señaló tres en mi trasero. Me incorporé de un salto y empecé a sacudirme para librarme de los bichos. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no llorar ni reír mientras Kai Jing me inspeccionaba y quemaba las garrapatas con la cerilla. Cuando retiré mi falda de la cabeza de María, se me antojó que se alegraba de que estuviese avergonzada a pesar de que no habíamos satisfecho nuestros deseos.
Nos vestimos con rapidez, los dos demasiado turbados para hablar. Él continuó callado en el camino a mi habitación. Pero al llegar a la puerta, dijo:
—Lo lamento. Debería haberme dominado. —Me dolió el corazón. No quería oír disculpas ni palabras de pesar—. Debería haber esperado a que estuviésemos casados —añadió.
Me eché a llorar de la sorpresa. Él me abrazó y me prometió en susurros que seríamos amantes durante diez mil vidas, y yo le juré lo mismo, hasta que oímos un fuerte chistido.
Incluso después de que nos calláramos, la hermana Yu, que ocupaba la habitación contigua a la mía, siguió protestando:
—No tienen ninguna consideración por los demás. Son peores que gallos…
A la mañana siguiente me sentía una persona diferente, feliz pero también preocupada. Cierta vez, la hermana Yu había dicho que era posible identificar a las prostitutas en la calle porque tenían ojos idénticos a los de las gallinas. Yo no sabía qué quería decir. ¿Se volvían más rojos y pequeños? ¿Detectarían las demás un nuevo conocimiento en mis ojos? Cuando entré en el comedor para el desayuno, vi que prácticamente todo el mundo estaba congregado allí, formando un círculo y hablando con seriedad. Mientras me acercaba, tuve la impresión de que todas las maestras me miraban con expresión triste y horrorizada. Kai Jing cabeceó y dijo:
—Malas noticias.
La sangre abandonó mis extremidades, de manera que la debilidad me habría impedido huir aunque hubiese querido hacerlo. ¿Me expulsarían? ¿El padre de Kai Jing se había negado a nuestra boda? Pero ¿cómo lo sabían? ¿Quién había hablado? ¿Quién nos había visto? ¿Quién nos había oído? Kai Jing señaló la radio de onda corta que pertenecía a los científicos, y los demás se volvieron otra vez para escuchar. ¿Están anunciando lo que hicimos por la radio?, pensé. ¿Y en inglés?
Cuando Kai Jing me explicó lo que ocurría, ni siquiera tuve la oportunidad de sentir alivio porque las malas noticias no se referían a mí.
—Anoche los japoneses atacaron —dijo—. Cerca de Pekín. Todo el mundo piensa que habrá guerra.
Maku polo esto, maku polo lo otro, oía que decía la voz de la radio.
—¿Qué es eso de maku?
—El puente de Maku Polo —explicó la hermana Yu—. Los enanos isleños lo han capturado.
Me sorprendió oírle usar ese mote difamatorio para los japoneses. En la escuela, nadie insistía tanto como ella en que no debíamos usar apodos insultantes, ni siquiera para referirnos a aquellos que odiábamos.
—Dispararon los fusiles al aire —prosiguió la hermana Yu—. Dijeron que sólo era una práctica. Así que nuestro ejército disparó también, para darles una lección. Sólo ha desaparecido un enano. Con toda probabilidad el muy cobarde huyó, pero ahora los japoneses dicen que un solo hombre desaparecido basta para declarar la guerra.
Cuando la hermana Yu traducía del inglés al chino, era difícil distinguir la noticia de sus opiniones.
—¿Ese puente de Maku Polo está lejos de aquí? —pregunté.
—Está en Wanping, al norte —respondió la señorita Grutoff—. Cerca de la estación de trenes.
—Pero ése es el puente del Foso de los Juncos, situado a cuarenta y seis kilómetros de mi aldea —dije—. ¿Cuándo le cambiaron de nombre?
—Hace más de seiscientos años —precisó la señorita Grutoff—, cuando Marco Polo lo admiró por primera vez.
Y mientras todos los demás seguían hablando de la guerra, yo me pregunté por qué nadie de mi aldea sabía que el puente había cambiado de nombre hacía mucho tiempo.
—¿Hacia dónde avanzan los japoneses? —pregunté—. ¿Hacia el norte, en dirección a Pekín, o hacia el sur y hacia nosotros?
Todos callaron a la vez. En la puerta había una mujer. Con el radiante sol a su espalda, era una sombra imposible de reconocer; sólo sabía que llevaba un vestido.
—¿Liu LuLing sigue viviendo aquí? —le oí preguntar.
¿Quién preguntaba aquello? Yo estaba confusa por muchas razones, y ahora encima eso. Mientras iba a su encuentro mi confusión se trocó en presentimiento, y el presentimiento en certeza. Tita Querida. A menudo soñaba que su fantasma regresaba. Igual que en los sueños, podía hablar y tenía la cara entera, e igual que en los sueños, yo corrí hacia ella. Pero esta vez no me rechazó. Abrió los brazos y exclamó:
—¡Así que aún reconoces a tu hermana!
Era GaoLing. Nos tomamos de las manos y dimos vueltas y vueltas, bailando y palmeándonos los brazos, turnándonos para llorar.
—Mírate.
No sabía nada de ella desde que había recibido su carta, y de eso hacía cuatro o cinco años. Segundos después, volvíamos a hablar como hermanas.
—¿Qué te ha pasado en el pelo? —bromeé, tocando sus alborotados rizos—. ¿Fue un accidente, o lo has hecho adrede?
—¿Te gusta?
—No está mal. Ya no pareces una campesina, sino una mujer moderna.
—Tampoco veo moscas alrededor de tu cabeza. Había oído rumores de que eras una gran intelectual.
—Sólo una maestra. ¿Y tú? ¿Aún eres…?
—La esposa de Chang Fu Nan. Desde hace ya seis años. Es difícil de creer.
—Pero ¿qué te ha pasado? Tienes un aspecto horrible.
—No he comido nada desde ayer.
Me levanté y fui a la cocina. Regresé con un cuenco de sémola de mijo, encurtidos, cacahuetes al vapor y unos entremeses. Nos sentamos en un rincón, lejos de las noticias de la guerra, y ella comió ruidosa y rápidamente.
—Fu Nan y yo hemos estado viviendo en Pekín. No tenemos hijos —dijo entre grandes bocados—. Vivimos en las habitaciones de la tienda de tinta. La han reconstruido. ¿Te lo conté en mi carta?
—Algo.
—Entonces sabrás que los Chang son los propietarios del negocio, y que nuestra familia sólo posee deudas. Padre y los tíos han vuelto a Corazón Inmortal y trabajan tanto que prácticamente sudan tinta. Y ahora que están en casa todo el día, se les ha agriado el carácter y siempre discuten sobre quién es el culpable de esto, de lo otro y del mal tiempo.
—¿Y qué hay de Hermano Mayor y Segundo Hermano? —pregunté—. ¿Viven también en casa?
—Los nacionalistas reclutaron a Hermano Mayor hace cinco años. Se llevaron a todos los jóvenes de su edad. Y dos años después, Segundo Hermano huyó para unirse a los comunistas. Lo siguieron los hijos de Tío Grande, que los maldijo diciendo que no les permitiría regresar a ninguno de los tres. Madre no le dirigió la palabra hasta que se formó el Frente Unido y Tío Grande pidió perdón, diciendo que ya no importaba en qué bando estuviesen.
—¿Y Madre? ¿Cómo está su salud?
—¿Recuerdas lo negro que era su pelo? Ahora es blanco y crespo como la barba de un viejo. Ya no se lo tiñe.
—¿Qué? Yo pensé que era naturalmente negro; de trabajar con la tinta.
—No seas tonta. Todas se teñían el pelo: la bisabuela, las tías… Pero Madre ha dejado de preocuparse por su aspecto. Dice que hace dos años que no duerme. Está convencida de que los inquilinos nos roban por la noche y cambian de sitio los muebles. También cree que el fantasma de la bisabuela ha vuelto al escusado. Hace meses que sus excrementos no son más grandes que un brote de soja. Dice que la caca se ha convertido en argamasa, y que por eso está hinchada como una calabaza.
—Es terrible oír eso.
Aunque aquella era la misma mujer que me había echado de casa, no me alegró enterarme de sus pesares. Tal vez una parte de mí todavía viera a Madre y Padre como mis progenitores.
—¿Y qué me dices del fantasma de Tita Querida? ¿Alguna vez volvió?
—No hemos oído ni un gemido de ella, lo cual es extraño, ya que el Cazafantasmas resultó un impostor. Tenía esposa y tres hijos, uno de los cuales era su ayudante. Usaban la misma vinagrera para cazar otros fantasmas: quitaban la tapa y volvían a ponerla una y otra vez. Así engañaron a muchos incautos. Cuando padre se enteró, quiso meter a ese timador en la vinagrera y cubrirlo con caca de burro, pero yo le dije: «Si el fantasma de Tita Querida nunca regresó, ¿qué más da?». Sin embargo, él protesta continuamente por los dos lingotes que perdió y que, según dice ahora, eran lo bastante valiosos para comprar el cielo.
Mi mente era una tormenta de arena: Si el monje era un impostor, ¿Tita Querida había escapado de la vinagrera? ¿O nunca había estado allí? Entonces se me ocurrió otra idea.
—Puede que nunca haya habido un fantasma, porque nunca murió —dije.
—Oh, claro que murió. Yo vi al viejo cocinero arrojar su cuerpo al Fin del Mundo.
—Pero es posible que no estuviese muerta del todo y que volviera a subir. De lo contrario, ¿por qué no la encontré? La busqué durante horas, de un extremo al otro del barranco.
GaoLing miró hacia otro lado.
—¡Qué día terrible fue aquel para ti…! No la encontraste, pero estaba allí. Al viejo cocinero le apenó que Tita Querida no tuviese un entierro digno. Se compadeció de ella, y sin que Madre se diera cuenta, fue al barranco y apiló un montón de piedras sobre su cadáver.
Ahora imaginé a Tita Querida luchando para subir a lo alto del barranco mientras una piedra rodaba hacia ella y la golpeaba. Luego otra y otra, hasta que quedaba sepultada en el fondo.
—¿Por qué no me lo contaste antes?
—No lo supe hasta que el viejo cocinero murió, dos años después que Tita Querida. Me lo contó su esposa. Dijo que él había hecho buenas obras de las que nadie sabía nada.
—Tengo que ir a buscar sus huesos. Quiero enterrarlos en un lugar apropiado.
—Jamás los encontrarás —dijo GaoLing—. El precipicio volvió a desmoronarse el año pasado durante las tormentas; cayó un trozo de tierra del largo de cinco hombres. Cubrió ese lado del barranco con piedras y rocas. La próxima vez desaparecerá nuestra casa.
—Si hubieses venido a contármelo antes… —me lamenté inútilmente.
—Lo sé, es una pena. No imaginé que siguieras aquí. Si no fuese por la cotilla de la mujer de Wei, no me habría enterado de que eras maestra en esta escuela. Me lo contó cuando fui de visita a casa, durante el Festival de la Primavera.
—¿Por qué no viniste a verme entonces?
—¿Crees que mi marido me da permiso para irme de vacaciones cuando quiero? Tuve que esperar a que el cielo me enviara una oportunidad. Y ésta llegó en el peor momento. Ayer Fu Nan me mandó a Corazón Inmortal para que volviese a mendigarle dinero a su padre. Yo le dije: «¿No has oído que los japoneses han desplegado sus tropas en las proximidades de la estación del ferrocarril?». No le importó. Su deseo de opio es más grande que el temor de que a su esposa la mate una bayoneta.
—¿Todavía come opio?
—Es su vida. Sin él se convierte en un perro rabioso. Así que tomé el tren, que tal como había previsto paró en Wanping y no siguió. Todos los pasajeros bajaron y empezaron a rondar el tren como ovejas o patos. Los soldados nos empujaban para que nos moviésemos. Nos llevaron hasta un campo, y yo estaba convencida de que nos fusilarían. Pero entonces oímos pau-pau-pau, más disparos, y los soldados huyeron, abandonándonos. Al principio estábamos demasiado asustados para movernos. Pero luego pensé: ¿por qué voy a quedarme aquí, esperando a que regresen y nos maten? Así que corrí. Y de inmediato todos mi imitaron, desperdigándose en todas las direcciones. Debo de haber caminado durante doce horas.
GaoLing se quitó los zapatos. Tenía arañazos en los talones y ampollas sangrantes en las plantas.
—Me duelen tanto los pies que creí que iba a morir de dolor. —Soltó un gruñido—. Quizá debería dejar que Fu Nan crea que me han matado. Sí, que se sienta culpable. Aunque es muy probable que no sienta nada. Se limitará a sumirse en sus turbios sueños. Para él todos los días son iguales, con guerra o sin guerra, con esposa o sin esposa. —Rio, aunque estaba al borde de las lágrimas—. ¿Tú qué crees, hermana mayor? ¿Debería volver con él?
¿Qué podía hacer yo, aparte de insistir cuatro veces en que se Quedase conmigo? ¿Y qué podía hacer ella, aparte de insistir tres veces en que no deseaba ser una carga? Finalmente la llevé a mi cuarto. Se lavó la cara y el cuello con un paño húmedo, luego se acostó en mi cama, suspiró y se quedó dormida.
La hermana Yu fue la única que se opuso a que GaoLing viviese conmigo en la escuela.
—Esto no es un campamento de refugiados —dijo—. Ni siquiera tenemos camas suficientes para alojar a otras huérfanas.
—Puede quedarse en mi habitación y dormir en mi cama.
—Siempre será una boca más que alimentar. Y si hacemos una excepción con alguien, luego otros también querrán que la hagamos con ellos. Sólo en la familia de la maestra Wang hay diez personas. ¿Y qué me dices de otras ex alumnas y sus familiares? ¿Deberíamos alojarlos también a ellos?
—Pero no han pedido venir.
—¿Qué? ¿Tienes el cerebro enmohecido? Si entramos en guerra, todo el mundo querrá venir. Piénsalo: nuestra escuela está dirigida por americanos. Los americanos permanecen neutrales ante los japoneses, los nacionalistas y los comunistas. Aquí nadie tiene que preocuparse por qué bando gana o pierde cada día. Podemos limitarnos a observar. Eso es lo que significa ser neutral.
Durante todos los años que había pasado en el orfanato, siempre me había mordido la lengua ante los arrebatos de autoritarismo de la hermana Yu. Le había demostrado respeto aun cuando no lo sintiera. Y a pesar de que ahora era maestra, todavía no me atrevía a discutir con ella.
—Usted habla de bondad, dice que debemos ser compasivas… —Y antes de que se me escapara lo que realmente pensaba de ella, dije—: ¿Y ahora quiere enviar a mi hermana de vuelta con un adicto al opio?
—Mi hermana mayor también tuvo que vivir con uno —respondió—. Cuando enfermó y empezaron a sangrarle los pulmones, su marido se negó a comprarle medicinas. En cambio, compraba opio. Por eso está muerta, por eso se ha marchado para siempre la única persona que me quería de verdad.
Era inútil. La hermana Yu había vuelto a hallar una calamidad más terrible que la de cualquier otro. Vi cómo salía cojeando de la habitación.
Cuando encontré a Ku Jing, nos ocultamos detrás del muro trasero del orfanato para abrazarnos. Y entonces me quejé de la hermana Yu.
—Aunque no lo creas, tiene buen corazón —dijo—. La conozco desde que los dos éramos niños.
—Entonces quizá deberías casarte con ella.
—Prefiero a una mujer con garrapatas en su bonito culo. —Le aparté las manos—. Tú pretendes ser leal —prosiguió— y ella pretende ser práctica. No busques vuestras diferencias. Encuentra las coincidencias. O simplemente no hagas nada por el momento. Espera y verás.
Puedo decir con absoluta sinceridad que admiraba a Kai Jing tanto como lo quería. Era amable y sensible. Su único defecto, si es que tenía alguno, era su absurdo amor por mí. Mientras mi cabeza flotaba en el placer de sus misterios y sus caricias, yo olvidaba las grandes guerras y las pequeñas batallas.
Cuando regresé a mi habitación, me llevé un susto de muerte al ver a la hermana Yu gritando a GaoLing:
—¡Tan hueco como un tronco devorado por los gusanos!
GaoLing alzó el puño y exclamó:
—¡La moral de un gusano!
Entonces la hermana Yu rio.
—¡Odio a ese hombre hasta la médula de mis huesos!
GaoLing asintió.
—Yo también.
Después de unos instantes comprendí que no estaban peleando, sino compitiendo por encontrar el peor insulto para los hombres que les habían hecho daño. Durante las dos horas siguientes, compararon afrentas.
—Vendió un escritorio que había pertenecido a mi familia durante nueve generaciones —dijo GaoLing— para comprar unas horas de placer.
—Ni comida, ni carbón, ni ropa en invierno. Teníamos que pegarnos unos a otros, hasta que parecíamos una larga oruga.
Esa misma noche, GaoLing me dijo:
—La hermana Yu es muy sabia, además de divertida.
No respondí. Pronto descubriría que también podía ser como una avispa venenosa.
Al día siguiente las encontré sentadas juntas en el comedor de las maestras. La hermana Yu hablaba en voz baja, y oí que GaoLing le respondía:
—Hasta escucharlo resulta pavoroso. ¿Y su hermana era bonita, además de bondadosa?
—No era una gran belleza, pero estaba bien —respondió la hermana Yu—. De hecho, tú me recuerdas a ella. La misma cara ancha y los labios grandes.
En lugar de sentirse insultada, GaoLing pareció complacida.
—Si yo pudiese ser igual de valiente y no quejarme…
—Debería haberse quejado —replicó la hermana Yu—. Y tú también. ¿Por qué habrían de callar los que sufren? ¿Por qué aceptar el destino? ¡En eso estoy de acuerdo con los comunistas! Tenemos que luchar para hacernos valer. No podemos permanecer estancados en el pasado, adorando a los muertos.
GaoLing se cubrió la boca con la mano y rio.
—Tenga cuidado con lo que dice, o los nacionalistas y los japoneses se disputarán su cabeza.
—Que los zurzan —dijo la hermana Yu—. Yo digo lo que pienso. Los comunistas están más cerca de Dios, aunque no crean en Él. Quizá deberían formar un frente unido con los seguidores de Cristo, en lugar de con los nacionalistas.
GaoLing le tapó la boca con la mano.
—¿Todos los cristianos son tan tontos como usted? —Estaban insultándose libremente, como sólo pueden hacer los buenos amigos.
Unos días después, antes de la comida, las vi sentadas en el patio, charlando como antiguas camaradas, inseparables como la goma la laca. GaoLing me llamó para enseñarme una carta sellada con lacre. Tenía el emblema del sol naciente en el sobre y era de la «policía militar japonesa».
—Léela —ordenó la hermana Yu.
La carta iba dirigida a Chang Fu Nan y decía que su esposa, Liu GaoLing, había sido arrestada en Wanping por ser una espía y conspirar contra los japoneses.
—¿Te arrestaron? —grité.
GaoLing me dio un golpecito en el brazo.
—Lee el resto, tonta.
«Antes de escapar del centro de detención, donde iba a ser ejecutada —decía la carta—, Liu GaoLing confesó que había sido su marido, Chang Fu Nan, quien la había enviado a la estación de ferrocarril para que llevara a cabo su misión ilegal. Por tal motivo, los agentes japoneses en Pekín desean interrogar a Chang Fu Nan acerca de su relación con las actividades de su esposa. Pronto nos presentaremos en la residencia de Chang Fu Nan para discutir este tema».
—Yo mecanografié la carta —presumió la hermana Yu.
—Y yo tallé los sellos —dijo GaoLing.
—Es muy realista —dije—. Cuando la leí, mi corazón hizo peng-peng-peng.
—Fu Nan sentirá fuegos artificiales en su pecho —dijo GaoLing. Y ella y la hermana Yu rieron como colegialas.
—Pero ¿no temes que Padre y Madre sufran cuando se enteren que has desaparecido?
—Iré a verlos la semana próxima, si los caminos están despejados.
Y eso hizo GaoLing: viajó a Corazón Inmortal, donde se enteró de que Fu Nan no le había hablado a nadie de la carta. Al cabo de un mes, regresó a la escuela y se convirtió en la ayudante de la hermana Yu.
—Madre y Padre sólo sabían lo que les había dicho el carpintero Chang —informó GaoLing—. Padre me dijo: «Creíamos que ese marido tuyo era un fanfarrón sin coraje, y de repente nos enteramos de que se alistó en el ejército… Ni siquiera esperó a que lo reclutaran por la fuerza». También les conté que me había encontrado contigo en la estación de trenes de la Boca de la Montaña. Dije que eras una intelectual, que trabajabas codo con codo con los científicos, y que pronto te casarías con uno de ellos.
Me alegró oír eso.
—¿Se arrepintieron de lo que me hicieron?
—¡Ja! Se enorgullecieron —respondió GaoLing—. Madre dijo: «Sabía que la había educado bien. Éste es el resultado de mis enseñanzas».
El rocío se trocó en escarcha, y ese invierno tuvimos dos clases de ceremonia nupcial: una americana y otra china. Para la americana, la señorita Grutoff me dejó el largo vestido blanco que había confeccionado para su propia boda pero no había llegado a usar. Su amado había muerto en la Primera Guerra Mundial, de manera que era un vestido agorero. Pero ¿cómo iba a rechazarlo si me lo dio con los ojos anegados en lágrimas de felicidad? Para el banquete chino, usé un Vestido nupcial rojo y un tocado bordado por GaoLing.
Como GaoLing había informado de mi boda a Madre y Padre, los invité por cortesía. Esperaba que aprovecharan la oportuna excusa de la guerra para no acudir. Pero Madre y Padre se presentaron con los tíos, las tías, los primos pequeños y mayores y los sobrinos. Nadie mencionó la gran vergüenza que todos conocíamos. Fue muy incómodo. Presenté a Madre y a Padre como mis tíos, lo que habría sido verdad si no hubiese sido una hija del amor sin derecho a una familia. Y la mayoría de los que vivían en la escuela se mostraron amables con ellos. La hermana Yu, sin embargo, no dejaba de dirigirles miradas furiosas. Con voz alta para que Madre la oyera, le murmuró a GaoLing:
—La echaron de casa y ahora se llenan la boca en su banquete.
Durante todo el día experimenté sentimientos encontrados: feliz y enamorada, enfadada con mi familia y no obstante curiosamente contenta con su presencia allí. También me preocupaba el vestido blanco, pues pensaba que era una señal de que mi felicidad no duraría.
Sólo dos científicos, Dong y Chao, asistieron a la boda. Trabajar en las canteras se había vuelto peligroso a causa de la guerra. La mayoría de los científicos había huido a Pekín, abandonándolo prácticamente todo, salvo las reliquias del pasado. Veintiséis trabajadores locales se habían quedado, igual que Kai Jing, Dong y Chao, que también vivían en el monasterio. Alguien debía vigilar la cantera, razonaba Kai Jing. ¿Y si los japoneses decidían bombardear la colina? ¿Y si los comunistas usaban el foso como trinchera?
—Aunque decidan usarla como letrina —decía yo—, ¿qué podéis hacer para evitarlo?
No pretendía que también nosotros huyéramos a Pekín. Sabía que él jamás se separaría de su anciano padre, y que éste jamás abandonaría la escuela de huérfanas. Pero yo no quería que mi marido entrase en la cantera como un héroe y saliese convertido en mártir. ¡Había tanta incertidumbre! ¡Se habían marchado ya tantas personas! Y muchos nos sentíamos abandonados. En consecuencia, nuestro banquete de boda fue como la celebración de una triste victoria.
Después del festín, las alumnas y los amigos nos acompañaron a nuestra cámara nupcial. Era el mismo trastero donde Kai Jing y yo nos habíamos escondido durante nuestra primera y desastrosa noche de amor. Pero ahora estaba limpio: no había ratas, ni orina, ni garrapatas ni paja. La semana anterior las alumnas habían pintado las paredes de amarillo y las vigas de rojo. Las imágenes estaban en un rincón, y para evitar que los tres Reyes Magos nos mirasen, yo había fabricado un tabique con una cuerda y un retazo de tela. En nuestra noche de bodas, las alumnas permanecieron junto a la puerta durante horas, bromeando y provocándonos, riendo y tirando petardos. Finalmente se cansaron y se fueron, dejándonos disfrutar de nuestra primera noche solos como marido y mujer. Ya nada estaba prohibido y no había impedimentos para el placer.
Al día siguiente debíamos visitar a nuestros parientes políticos. De manera que fuimos a las dos habitaciones que ocupaba el maestro Pan y que quedaban en el otro extremo del pasillo. Lo saludé con una reverencia, le serví té y lo llamé «Baba», y todos reímos de esta formalidad. Luego Kai Jing y yo fuimos al pequeño altar que yo había preparado con una foto enmarcada de Tita Querida. Le servimos té también a ella y encendimos varillas de incienso. Luego Kai Jing la llamó «mamá» y le prometió que cuidaría de toda mi familia, incluidos mis antepasados.
—Ahora yo también soy tu familia —dijo.
En ese instante sentí un aliento frío en el cuello. ¿Por qué? Pensé en el antepasado muerto en las Fauces del Mono. ¿Era esa la razón? Recordé los huesos que no habían regresado a su sitio y la maldición. ¿Cuál era el significado de ese recuerdo?
—Las maldiciones no existen —me dijo más tarde Kai Jing—. Son supersticiones, y una superstición es un temor innecesario. Las únicas maldiciones en la vida son las preocupaciones de las que no conseguimos librarnos.
—Pero me lo dijo Tita Querida, y ella era muy inteligente.
—Era una autodidacta, una mujer influida por ideas obsoletas. No tuvo la oportunidad de aprender ciencias, o de ir a la universidad como yo.
—¿Entonces por qué murió mi padre? ¿Y por qué murió Tita Querida?
—Tu padre murió en un accidente. Tita Querida se suicidó. Tú misma me lo has contado.
—Pero ¿por qué el camino del cielo conduce a estas cosas?
—No es el camino del cielo. No existe una razón.
Amaba tanto a mi marido que traté de acatar las nuevas ideas: no existían las maldiciones ni la mala suerte, ni siquiera la buena suerte. Cuando me inquietaban las nubes negras, me decía que no había razón para inquietarse. Cuando el viento y el agua cambiaban de dirección, trataba de convencerme de que tampoco había razón para ello. Durante una temporada viví una vida feliz, libre de preocupaciones.
Todas las tardes, después de la cena, Kai Jing y yo visitábamos a su padre. Me gustaba sentarme en esas habitaciones, sabiendo que era el hogar de mi familia. Los muebles eran viejos y humildes, y todo tenía su sitio y su propósito. En la pared oeste, el maestro Pan había puesto un banco con cojines que hacía las veces de cama, y encima de él había colgado tres pergaminos con versos caligrafiados: con un centenar de caracteres cada uno, parecían hechos en un solo aliento una única inspiración. Junto a la ventana sur había un jarrón con flores de temporada, colores vivos que atraían la mirada y la desviaban de las sombras. Contra la pared este había un sencillo escritorio de madera oscura, un buen lugar para la reflexión. Y sobre el escritorio reposaban preciosos objetos de erudito, dispuestos como en un bodegón: una caja forrada en piel lacada, portapinceles de marfil y una piedra de duan, la mejor para moler tinta y su posesión más valiosa, obsequio de un misionero que le había dado clases en su infancia.
Una noche el maestro Pan me regaló la piedra de duan. Iba a rechazarla, pero recordé que Pan ahora era también mi padre y que podía aceptar su obsequio libremente, con toda la gratitud de mi corazón. Sostuve el disco de duan en una mano y acaricié su aterciopelada superficie. Admiraba esa piedra desde mis primeros días en el orfanato, cuando había empezado a trabajar como ayudante de Pan. Una vez la había llevado a clase para enseñársela a las alumnas.
—Al moler la tinta contra una piedra, uno cambia su naturaleza y ella deja de ser infecunda para ser fecunda, un único elemento sólido se convierte en múltiples elementos fluidos. Pero una vez que uno pone la tinta en el papel, ésta se vuelve implacable otra vez. No es posible transformarla. Si uno comete un error, la única solución es deshacerse de lo que ha escrito.
En una ocasión, Tita Querida me había dicho algo muy parecido. Debes pensar en tu carácter. Saber en qué estás cambiando, cómo cambiarás y qué cosas son imposibles de rectificar. Lo dijo cuando aprendí a moler tinta. Y lo repitió cuando estaba enfadada conmigo, en los últimos días que pasamos juntas. Y cuando oí al maestro Pan hablar de lo mismo, me prometí que cambiaría y me convertiría en una hija mejor.
Muchas cosas habían cambiado, y habría deseado que Tita Querida viese lo dichosa que era mi vida. Era maestra y estaba casada, tenía un marido y un padre. Y eran buenas personas, a diferencia de los parientes políticos de GaoLing, los Chang. Mi nueva familia era leal y sincera; lo que mostraban por fuera era lo que sentían por dentro. Tita Querida me había enseñado que eso era importante. Los buenos modales no bastan, decía, no son lo mismo que un buen corazón. Aunque hacía muchos años que me había dejado, yo aún oía sus palabras en momentos felices y tristes, en momentos decisivos.
Después del ataque japonés a la Boca de la Montaña, GaoLing y yo subíamos a la cima de la colina cada vez que oíamos disparos. Mirábamos en la dirección del humo. Nos fijábamos en la dirección de los carros y los camiones. GaoLing bromeaba diciendo que transmitíamos las noticias con mayor rapidez que la radio que Kai Jing y la señorita Grutoff escuchaban durante casi todo el día, con la esperanza de oír noticias sobre los científicos que habían huido a Pekín. Yo no entendía por qué querían que la radio les hablara. Sólo daba malas noticias: qué ciudad portuaria había sido ocupada, cómo habían matado a casi todos los habitantes de tal o cual aldea para enseñar a los muertos que no les convenía enfrentarse con los japoneses.
—Los japoneses no ganarán en esta zona —decía GaoLing por las noches—. Puede que sean rápidos en el mar, pero aquí, en la montaña, son como peces sacudiéndose en la arena. Nuestros hombres, por el contrario, son como cabras.
Todas las noches decía lo mismo para convencerse de que era verdad. Y durante un tiempo fue verdad. Los japoneses no lograban avanzar más allá de las montañas.
Pero si el agua no podía correr cuesta arriba, el dinero sí podía. Toda clase de vendedores de los llanos conseguían cruzar las barricadas y llevar sus mercancías a la montaña, para que los habitantes de las aldeas pudiesen gastar su dinero antes de morir. GaoLing, Kai Jing y yo íbamos al desfiladero a comprar toda clase de exquisiteces. A veces yo llenaba mi lata con shaoping, bollos hojaldrados cubiertos de semillas de sésamo que gustaban mucho al maestro Pan. Otros días compraba cacahuetes fritos, setas secas o melón caramelizado. La escasez provocada por la guerra hacía que cualquier alimento exótico que consiguiéramos se convirtiera en una excusa para dar una pequeña fiesta.
Las celebrábamos en la salita del maestro Pan. GaoLing y la hermana Yu siempre asistían, igual que los científicos: Dong, un hombre maduro con una dulce sonrisa, y Chao, un joven alto con una espesa melena que le caía sobre la cara. En cuanto servíamos el té, el maestro Pan encendía el fonógrafo. Y mientras saboreábamos nuestros manjares, escuchábamos una pieza de Rachmaninoff llamada Danza. oriental. Todavía puedo ver al maestro Pan moviendo la mano como un director de orquesta, indicando al pianista y a los violoncelistas invisibles cuándo bajar el tono y cuándo volver a tocar con pasión. Al final de la fiesta, se tendía en el banco cubierto de cojines, cerraba los ojos, suspiraba, y daba gracias por la comida, Rachmaninoff, su hijo, su nuera y sus queridos amigos.
—Éste es el verdadero significado de la felicidad —decía.
Luego Kai Jing y yo salíamos a dar un paseo antes de retirarnos a nuestra habitación, también agradecidos por esa dicha que solo puede disfrutarse entre dos personas.
Aquéllos eran nuestros pequeños ritos, las cosas que amábamos, que nos consolaban, que aguardábamos con ilusión y por las cuales sentíamos gratitud, las cosas que podríamos recordar en el futuro.
A pesar de la guerra y la pobreza, la gente necesitaba ver obras de teatro y óperas.
—Son el lenguaje y la música del alma —decía Kai Jing.
Todos los domingos por la tarde, las alumnas de la escuela nos ofrecían una función que preparaban con entusiasmo. Pero en honor a la verdad, la interpretación y la música no eran muy buenas, a veces daban incluso pena, entonces también nosotros nos veíamos obligados a actuar y fingir que habíamos disfrutado más de lo imaginable. El maestro Pan me recordaba que las obras eran igual de malas cuando era estudiante y participaba en ellas. Qué lejanos parecían esos días. Ahora la señorita Towler era una anciana encorvada, casi tan baja como la hermana Yu. Cuando tocaba el piano, la nariz prácticamente rozaba el teclado. El maestro Pan tenía cataratas y le inquietaba pensar que pronto debería dejar de pintar.
Cuando llegó el invierno, nos enteramos de que muchos soldados comunistas enfermaban y morían sin tener la oportunidad de disparar un solo tiro. Los japoneses contaban con más medicinas y ropa de abrigo, y confiscaban las provisiones de todas las aldeas que ocupaban. Con menos tropas comunistas defendiendo las colinas, los japoneses empezaban a ganar terreno, y a cada paso talaban árboles para que nadie pudiera ocultarse o huir. Y puesto que se estaban acercando, ya no era seguro bajar andando por el desfiladero para comprar comida.
No obstante, Kai Jing y sus colegas seguían yendo a la cantera, cosa que me volvía loca de ansiedad.
—No vayas —le suplicaba—. Esos huesos llevan un millón de años allí. Pueden esperar a que termine la guerra.
La cantera era la única causa de nuestras discusiones, y a veces, cuando pienso en ello, me digo que debería haber discutido más, hasta convencerlo de que no fuese. Pero otras veces pienso que no, debería haber discutido menos, o nada en absoluto. Entonces sus últimos recuerdos de mí no habrían sido los de una esposa rezongona.
Cuando Kai Jing no estaba en la cantera, enseñaba geología a las alumnas de mi clase. Les contaba historias sobre una tierra antigua y unos hombres antiguos, y yo también escuchaba. Hacía dibujos en la pizarra y hablaba de inundaciones de aguas heladas, de grandes explosiones subterráneas y de las diferencias entre el cráneo de un mono y el del hombre de Pekín, que tenía la frente más alta, más espacio para su cerebro en desarrollo. Si la señorita Towler o la señorita Grutoff estaban presentes, Kai Jing no hacía referencia al mono ni a las edades de la tierra. Sabía que sus ideas sobre la vida antigua y eterna eran distintas de las de ellas.
Un día, Kai Jing le explicó a las niñas cómo los humanos habían llegado a ser diferentes de los monos:
—El hombre de Pekín podía andar erguido. Lo sabemos por la forma de sus huesos y por las huellas que dejó en el barro. Usaba herramientas. La prueba de ello son los huesos y piedras que esculpía para cortar y aplastar objetos. Y es probable que el hombre de Pekín también se comunicara con palabras. Al menos su cerebro era capaz de crear un lenguaje.
—¿Qué clase de lenguaje? —preguntó una niña—. ¿Chino?
—No lo sabemos con seguridad —respondió Kai Jing—, porque las palabras habladas no dejan rastro. En aquella época nadie sabía escribir. La escritura comenzó hace apenas unos miles de años. Pero si tenían un lenguaje, era un idioma antiguo que probablemente sólo existió en esa era. Y hemos de contentarnos con imaginar lo que el hombre de Pekín trataba de decir. ¿Qué necesita decir una persona? ¿A qué hombre, mujer o niño necesitaba decírselo? ¿Cuál creéis que fue el primer sonido que se convirtió en palabra, que tuvo un significado?
—Yo creo que una persona necesita hablar para rezarle a Dios —respondió otra niña—. Y para dar las gracias a aquellos que la tratan bien.
Esa noche, mientras Kai Jing dormía, yo seguí dándole vueltas a esas preguntas. Imaginé a dos personas sin palabras, incapaces de hablar. Imaginé la necesidad: El color del cielo que significaba «tormenta». El olor del fuego que significaba «huye». El rugido de un tigre apunto de atacar. ¿Quién se preocuparía por esas cosas?
Entonces comprendí que la primera palabra debió de ser ma, el chasquido de los labios de un bebé que busca el pecho de su madre. Durante mucho tiempo, ése era el único sonido que necesitaba una criatura. Ma, ma, ma. Luego la madre decidía que ése era su nombre y ella también comenzaba a hablar. Le enseñaba a su pequeño a tener cuidado: cielo, fuego, tigre. La madre siempre es el comienzo. Ella es el origen de todas las cosas.
Una tarde de primavera, las alumnas dieron una función. Lo recuerdo bien: era una escena de El mercader de Venecia que la señorita Towler había traducido al chino. «Arrodíllate y reza», recitaban. Y en ese instante mi vida cambió. El maestro Pan entró precipitadamente en la sala, jadeando y gritando:
—¡Los han capturado!
Entre jadeos, nos contó que Kai Jing y sus amigos habían ido a la cantera para realizar la inspección de costumbre. El maestro Pan los había acompañado, pues quería tomar el aire y conversar. En la cantera había hombres esperándolos. No eran japoneses sino comunistas, de manera que los hombres no se inquietaron.
Pero el cabecilla del grupo empezó a hacerles reproches.
—¿Por qué no os habéis unido a nosotros? —le preguntó a Kai Jing.
—Porque no somos soldados sino científicos —explicó. Empezó a hablarles del hombre de Pekín, pero uno de los soldados lo interrumpió:
—Hace meses que aquí no trabaja nadie.
—Si habéis trabajado para preservar el pasado —añadió el cabecilla con mayor amabilidad—, también podréis trabajar para construir el futuro. Además, ¿qué pasado vais a salvar si los japoneses destruyen China?
—Vuestro deber es uniros a nosotros —protestó otro soldado—. Estamos derramando nuestra sangre para proteger vuestra condenada aldea.
El jefe le indicó que callara y se volvió hacia Kai Jing:
—Estamos pidiendo ayuda a todos los hombres de los pueblos que defendemos. No es preciso que peleéis. Podéis cocinar, limpiar o hacer reparaciones. —Como nadie dijo nada, añadió en tono menos cordial—: Esto no es un ruego, sino un requerimiento. Vuestra aldea está en deuda con nosotros. Os lo ordenamos. Si no venís voluntariamente como patriotas, os llevaremos por la fuerza, como a los cobardes.
Había sido todo muy rápido, explicó el maestro Pan. Los soldados iban a llevárselo a él también, pero luego decidieron que un viejo casi ciego era un problema más que una ayuda. Mientras los comunistas se alejaban con nuestros hombres, el maestro Pan gritó:
—¿Cuánto tardarán en volver?
—Dímelo tú, camarada —respondió el jefe—. ¿Cuánto tiempo tardaremos en echar a los japoneses?
Durante los dos meses siguientes, adelgacé más y más. GaoLing trataba de obligarme a comer, pero aun así apenas probaba bocado. No podía dejar de pensar en la maldición de las Fauces del Mono, y se lo conté a GaoLing, aunque a nadie más. La hermana Yu nos reunía para rezar por un milagro; pedíamos que los comunistas vencieran pronto a los japoneses, así Kai Jing, Dong y Chao podrían regresar. El maestro Pan se paseaba por los jardines, con los ojos nublados; las cataratas. Aunque las refriegas tenían lugar en otros puntos de las colinas, la señorita Towler y la señorita Grutoff ya no dejaban salir a las niñas fuera del recinto del monasterio. Circulaban pavorosos rumores sobre japoneses que violaban a las jovencitas chinas. Encontraron una bandera americana y la colgaron de la cancela, como si fuese un amuleto que las protegería del demonio.
Dos meses después de que desaparecieran los hombres, la hermana Yu recibió una respuesta a medias a sus plegarias. A primera hora de la mañana, tres hombres entraron en el patio, y la señorita Grutoff anunció su llegada haciendo sonar el gong de la Oreja de Buda. Pronto todo el mundo gritaba que Kai Jing, Dong y Chao habían regresado. Yo corrí tan velozmente por el patio que tropecé y estuve a punto de romperme el tobillo. Kai Jing y yo nos abrazamos y prorrumpimos en sollozos de alegría. Su cara estaba más delgada y muy bronceada; su pelo y su piel olían a humo. Y sus ojos… eran diferentes. Eso fue lo que pensé al verlos. Estaban descoloridos, y ahora sé ya había perdido parte de su fuerza vital.
—Los japoneses han ocupado las montañas —dijo—. Han echado a nuestras tropas. —Entonces la hermana Yu descubrió que la otra mitad del milagro que había pedido no se había hecho realidad—. Vendrán a buscarnos.
Calenté agua y froté el cuerpo de Kai Jing con un paño mientras él permanecía sentado en la estrecha tina de madera. Luego fuimos a nuestra habitación y cubrí el enrejado de la ventana con un retazo tela. Nos acostamos, y mientras él me acunaba y me hablaba en susurros, necesité todos mis sentidos para convencerme de que estaba en mis brazos y de que sus ojos miraban los míos.
—No hay ninguna maldición —dijo. Yo lo escuchaba con atención, tratando de creer que siempre le oiría hablar—. Y tú eres valiente y fuerte. —Traté de decirle que no quería ser fuerte, pero el llanto me impedía hablar—. No puedes cambiar eso —dijo—. Es tu carácter.
Me besó un ojo por vez.
—Esto es belleza y esto es belleza, tú eres la belleza, el amor es belleza y nosotros somos la belleza. Somos divinos, y el tiempo no puede cambiarnos.
Dijo estas cosas hasta que yo le juré que le creía, hasta que dije que me había convencido.
Esa tarde, los japoneses llegaron en busca de Kai Jing, Dong y Chao. La señorita Grutoff se comportó con valor: declaró que era norteamericana y que no tenían derecho a entrar en el orfanato. Pero ellos no le hicieron caso, y cuando enfilaron sus pasos hacia las habitaciones de las niñas, que estaban escondidas debajo de las camas, Kai Jing y sus colegas salieron de su escondite y les dijeron que no necesitaban seguir buscando. Yo intenté seguirlos.
Unos días después, oí gritos en el comedor. Cuando una GaoLing de ojos rojos llegó a mi lado, impedí que me dijera lo que ya sabía. Durante más de un mes traté de mantener vivo a Kai Jing en mi corazón y en mi mente. Durante mucho tiempo más me esforcé por creer en lo que me había dicho: «No hay ninguna maldición». Finalmente, dejé que GaoLing me contara lo sucedido.
Dos oficiales japoneses habían interrogado a los hombres noche y día, tratando de sonsacarles la ubicación de las tropas comunistas. Al tercer día, los hicieron formar junto a otros treinta aldeanos. Ante ellos había un soldado con una bayoneta. El oficial japonés dijo que les repetiría la pregunta por última vez, uno a uno. Y uno a uno negaron con la cabeza, uno a uno cayeron muertos. En mi imaginación, a veces Kai Jing fue el primero; otras veces el último y otras, uno de los del medio.
No estuve allí cuando ocurrió, pero lo vi. La única manera de quitarme esa imagen de la mente era penetrando en mi memoria. Y allí, en ese lugar seguro, yo estaba con él, y él me besaba mientras me decía: «Somos divinos, y el tiempo no puede cambiarnos».