El orfanato era un monasterio abandonado, cercano a la colina Hueso de Dragón y al que se llegaba subiendo por un camino escarpado y tortuoso que nacía junto a la estación del ferrocarril. Para no cansar al burro, el señor Wei me obligó a andar el último kilómetro. Mi nueva vida comenzó en el momento en que me dijo adiós.
Era otoño, y los árboles desnudos parecían un ejército de esqueletos que protegían la colina y el monasterio situado en la cima. Cuando abrí la cancela, nadie salió a recibirme. Ante mí había un templo de madera reseca y laca desconchada, y en el patio sin plantas, una multitud de niñas vestidas con chaquetas blancas y pantalones azules formaban filas, como si fuesen soldados. Se doblaban por la cintura —adelante, a un lado, atrás, a un lado—, como si obedecieran al viento. Entonces vi otra imagen extraña: dos hombres, un extranjero y un chino. Era la segunda vez que yo veía a un extranjero de cerca. Cruzaban el patio llevando mapas y seguidos por una tropa de hombres con largos bastones. Temí haber topado con un ejército secreto de comunistas.
Cuando crucé la puerta del edificio, me llevé un susto tremendo. Allí había veinte o treinta muertos amortajados. Algunos eran altos y otros bajos; estaban en el centro del vestíbulo y en los lados. De inmediato pensé que eran muertos vivientes. Tita Querida me había contado que, cuando ella era pequeña, algunas familias contrataban a un sacerdote para que hechizaran a los muertos y los hicieran volver al hogar de sus ancestros. El sacerdote guiaba a esos muertos únicamente por la noche, para que no se toparan con ninguna persona viva a la que pudiesen poseer. Durante el día, descansaban en templos. Ella no había creído esa historia hasta que había oído a un sacerdote tañendo una campana de madera en mitad de la noche. Entonces, en lugar de huir como otros aldeanos, se había escondido para espiar. Uac uac, y entonces los vio: eran seis, parecían gusanos gigantes y avanzaban dando saltos de diez pies de altura. No puedo decir con seguridad qué es lo que vi, me había contado Tita Querida. Lo único que sé es que después de aquella visión, no volví a ser la misma durante mucho tiempo.
Estaba a punto de salir corriendo de allí cuando vi el brillo de unos pies dorados. Entonces me fijé mejor y descubrí que no eran muertos, sino estatuas de dioses. Me acerqué a uno de ellos y tiré de la sábana que lo cubría. Era el dios de los Exámenes, con cuernos en la cabeza, un pincel en una mano y una medida para calibrar el talento de los aspirantes en la otra.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó una voz. Me volví y vi a una niña pequeña.
—¿Por qué está tapado?
—La maestra ha dicho que no es una buena influencia. No debemos creer en los dioses antiguos; sólo en los cristianos.
—¿Dónde está tu maestra?
—¿A quién has venido a ver?
—A quienquiera que haya aceptado recoger a Liu LuLing como huérfana.
La niña salió corriendo. Unos instantes después, aparecieron dos mujeres extranjeras.
Las misioneras americanas no me esperaban, como yo tampoco esperaba que fuesen americanas. Y como nunca había hablado con un extranjero, fui incapaz de articular palabra y me limité a mirarlas fijamente. Las dos tenían el pelo corto —blanco el de una, rojo y rizado el de la otra— y usaban gafas, lo que me indujo a pensar que las dos eran viejas.
—Lamento decir que nadie ha hecho las gestiones necesarias para que vivas aquí —dijo en chino la mujer del pelo blanco.
—Lamento decir que la mayoría de nuestras huérfanas son más pequeñas —añadió la otra.
Cuando me preguntaron mi nombre, aún no había recuperado la voz, de manera que usé los dedos para trazar los ideogramas en el aire. Ellas cuchichearon en voces inglesas.
—¿Puedes leer eso? —preguntó una de ellas, señalando un cartel escrito en chino.
—«Come hasta que estés lleno, pero no acapares» —leí.
Una de las mujeres me dio un lápiz y una hoja de papel.
—¿Puedes escribir esas palabras?
Lo hice, y las dos exclamaron:
—¡Ni siquiera ha vuelto a mirar el cartel!
Me abrumaron con preguntas: ¿Sabía escribir también con pincel? ¿Qué libros había leído? Luego volvieron a hablar entre ellas en la lengua extranjera, y cuando hubieron terminado, anunciaron que podía quedarme.
Más tarde descubrí que me habían aceptado para que estudiase y enseñase al mismo tiempo. Había sólo cuatro maestros, ex alumnos de la escuela que ahora ocupaban alguna de las treinta y seis habitaciones del edificio. El maestro Pan daba clases a las niñas mayores.
Yo me convertí en su ayudante. En sus tiempos de estudiante, cincuenta años antes, la escuela había sido exclusivamente para niños. La maestra Wang enseñaba a las niñas más pequeñas, y su hermana viuda —a quien llamábamos madre Wang— se ocupaba de los bebés de la guardería con la ayuda de algunas de las chicas mayores. Luego estaba la hermana Yu, una mujer menuda con la espalda huesuda y encorvada, mano de hierro y voz estridente. Estaba a cargo de la Limpieza, el Orden y la Buena Conducta. Además de planificar los baños y las tareas semanales de todo el mundo, le gustaba mangonear al cocinero y a su esposa.
Descubrí que las misioneras no eran igual de viejas. La señorita Grutoff, la del pelo rizado, tenía treinta y dos años, la mitad de la edad de la otra. Era la enfermera y la directora de la escuela. La señorita Towler era la directora del orfanato y pedía donaciones a gente que debía compadecerse de nosotros. También se ocupaba del oficio dominical, dirigía obritas de teatro sobre la historia cristiana y tocaba el piano mientras nos enseñaba a cantar «como ángeles». Naturalmente, en ese entonces yo no sabía qué era un ángel. Y tampoco sabía cantar.
En cuanto a los hombres extranjeros, me enteré de que no eran comunistas sino científicos que trabajaban en la cantera donde se habían hallado los huesos del hombre de Pekín. Dos científicos extranjeros y diez chinos vivían en el ala norte del monasterio y desayunaban y cenaban con nosotros en el comedor principal. La cantera estaba cerca, a unos veinte minutos andando por un sinuoso camino que bajaba, subía y volvía a bajar.
En total había unas setenta niñas: treinta mayores, treinta pequeñas y un número variable de bebés, dependiendo de cuántos crecían y cuántos morían. La mayoría de las niñas eran como yo, hijas del amor de suicidas, mujeres de la vida y jóvenes solteras. Algunas eran como las atracciones de feria que GaoLing y yo habíamos visto en la calle de los Mendigos: niñas sin piernas ni brazos, una tuerta, una enana. También había mestizas, todas de padre extranjero: un inglés, un alemán y un americano. A mí me parecían extrañamente hermosas, pero la hermana Yu siempre se burlaba de ellas. Decía que en la parte occidental de su sangre había altivez, y que era preciso diluirla con humildad. «Está bien enorgullecerse por lo que uno hace, pero nunca por aquello con lo que ha nacido», decía. A menudo nos recordaba que la autocompasión no estaba permitida. Era una muestra de egoísmo.
Si una niña tenía cara larga, la hermana Yu le decía:
—Mira a la pequeña Ding. No tiene piernas, y sin embargo sonríe todo el día. —Y las regordetas mejillas de la pequeña Ding se elevaban casi hasta tragarle los ojos; así de contenta estaba de tener brotes en lugar de piernas.
Según la hermana Yu, podíamos hallar una felicidad instantánea pensando en alguien cuya situación era mucho peor que la nuestra.
Yo hacía de hermana mayor de la pequeña Ding sin piernas, que a su vez hacía de hermana mayor de la pequeña Jung, que era menor que ella y tenía una sola mano. Todas éramos responsable de otra niña, igual que en una familia. Las mayores y las pequeñas compartían habitaciones: tres cuartos con veinte camas dispuestas en tres filas. La primera fila era para las niñas más pequeñas, la segunda para las medianas y la tercera para las mayores. De esa manera, la cama de la pequeña Ding estaba a los pies de la mía y la de la pequeña Jung, a los pies de la cama de la pequeña Ding, cada una situada según su nivel de responsabilidad y respeto.
Para las misioneras, nosotras éramos las Niñas de un Nuevo Destino. En cada clase había una banda roja bordada con caracteres dorados que proclamaban este hecho. Y todas las tardes, durante nuestros ejercicios, cantábamos nuestro destino en una canción que la señorita Towler había escrito en inglés y en chino:
Podemos aprender, podemos estudiar,
podemos casarnos con el hombre que deseemos.
Podemos mantenernos, podemos trabajar
y un mal destino será lo único que perderemos.
Cuando acudían a vernos visitas especiales, la señorita Grutoff nos hacía interpretar una pantomima y la señorita Towler tocaba al piano una pieza muy dramática, del estilo de las que se oían en las películas mudas. Un grupo de niñas levantaba carteles relacionados con el Viejo Destino: el opio, la esclavitud y la compra de amuletos. Se tambaleaban sobre sus pies vendados hasta que caían al suelo, indefensas. Entonces llegaban las niñas del Nuevo Destino, que hacían el papel de médicos: curaban a los fumadores de opio, les quitaban las vendas de los pies a las condenadas y barrían con escobas los inútiles amuletos. Al final daban gracias a Dios y hacían una reverencia a los invitados especiales, todos extranjeros de paso por China, dándoles también las gracias por ayudar a tantas niñas a superar su infortunio y avanzar hacia su Nuevo Destino. De esta manera recaudábamos mucho dinero, sobre todo si conseguíamos hacer llorar a los invitados.
Durante el oficio dominical, la señorita Towler siempre nos decía que la decisión de convertirnos al cristianismo estaba en nuestras manos. Nadie nos obligaría a creer en Jesús. Nuestra fe debía ser auténtica y sincera. Pero la hermana Yu, que había llegado al orfanato a los siete años, nos recordaba a menudo su antigua vida. De pequeña la habían obligado a mendigar, y si no reunía suficientes monedas lo único que le daban para comer eran maldiciones. Un día, cuando se quejó de que tenía hambre, el marido de su hermana la echó de la casa como si fuese basura. En esa escuela, decía, podíamos comer cuanto quisiéramos. Nunca tendríamos que preocuparnos de la posibilidad de que nos echaran. Podíamos elegir lo que deseábamos creer. Sin embargo, añadía que toda alumna que se negara a creer en Cristo era un gusano comecadáveres, y cuando esa infiel muriese, vagaría por el infierno, donde su cuerpo sería atravesado por una bayoneta, asado como un pato y obligado a sufrir tormentos peores que los que estaban padeciendo en Manchuria.
A menudo me preguntaba qué pasaría con las niñas que eran incapaces de escoger. ¿Adónde irían cuando muriesen? Recuerdo a un bebé a quien ni siquiera las misioneras le auguraban un Nuevo Destino, una niña que era hija de su propio abuelo. La veía en la guardería, donde yo trabajaba por las mañanas. Nadie le había puesto un nombre, y la hermana Wang me prohibió que la cogiera en brazos, ni siquiera si lloraba, porque había algún problema con su cuello y su cabeza. No emitía ningún sonido. Tenía la cara plana y redonda como un plato, los ojos muy grandes y la nariz y la boca diminutas. Su piel era pálida como el arroz y su cuerpo, demasiado pequeño para la cabeza, permanecía inmóvil como una flor de cera. Sólo sus ojos se movían de un lado a otro, como si siguieran los movimientos de un mosquito en el techo. Un día encontré su cuna vacía. La señorita Grutoff dijo que ahora estaba con Dios, y así supe que había muerto. Durante los seis años que pasé en el orfanato vi otras seis niñas iguales, todas hijas de sus abuelos y nacidas con lo que la señorita Wang llamaba la «cara universal». Era como si la misma persona regresara al mismo cuerpo por culpa de un error ajeno. Yo siempre recibía a la pequeña como si fuese una vieja amiga. Y lloraba cuando volvía a dejar este mundo.
Como procedía de una familia de fabricantes de tinta, yo era la mejor alumna de caligrafía en toda la historia de la escuela. Lo decía el maestro Pan. Con frecuencia rememoraba la época de los Ching, en la que todo se había corrompido, hasta el sistema de exámenes. Sin embargo, también hablaba de esos tiempos con nostalgia. «LuLing, si hubieses nacido varón en esa época, habrías podido llegar a ser letrado», decía. Ésas eran sus palabras exactas. También afirmaba que yo era mejor calígrafa que su hijo Kai Jing, a quien había enseñado él mismo.
Kai Jing, ahora geólogo, era también un excelente calígrafo, sobre todo teniendo en cuenta que la mitad derecha de su cuerpo estaba debilitada a causa de una poliomielitis contraída en la infancia. Por suerte para él, cuando había enfermado su familia había pagado mucho dinero, todos sus ahorros, en los mejores médicos chinos y occidentales. Por eso Kai Jing se recuperó y quedó afectado únicamente por una ligera cojera y un hombro caído. Con el tiempo, los misioneros le ayudaron a conseguir una beca para estudiar geología en la Universidad de Pekín. Tras la muerte de su madre, regresó a casa a cuidar de su padre y a trabajar con los científicos en la cantera.
Todos los días iba a la cantera en bicicleta, y cuando regresaba, pedaleaba hasta la misma puerta del aula de su padre. Entonces el maestro Pan se montaba de lado en la parte trasera de la bicicleta y su hijo comenzaba a pedalear en dirección a sus habitaciones, situadas en el otro extremo del monasterio.
—¡Cuidado! ¡No os caigáis! —gritábamos los alumnos y los demás maestros.
La hermana Yu admiraba mucho a Kai Jing. Una vez lo señaló y nos dijo:
—¿Veis? Vosotras también podéis ayudar a otros en lugar de seguir siendo una molesta carga.
En otra ocasión le oí decir:
—¡Qué tragedia que un muchacho tan apuesto sea cojo!
Quizá dijera esas palabras para consolar a las alumnas. Pero yo entendí que quería decir que la tragedia de Kai Jing era más grande que la de otros sólo porque había nacido más agradable a la vista. ¿Cómo podía pensar eso la hermana Yu? Si un rico pierde su casa, ¿es peor que si la pierde un pobre?
Consulté sobre este punto a una de las chicas mayores, y ella me respondió:
—¡Qué pregunta tan tonta! ¡Por supuesto que sí! Los personas ricas y las bellas tienen más cosas que perder.
Sin embargo, a mí seguía sin parecerme bien. Pensé en Tita Querida. Al igual que Kai Jing, ella había nacido con una belleza natural. La gente decía constantemente: «¡Qué pena tener una cara así! Estaría mejor muerta». ¿Habría pensado yo lo mismo si no la hubiese querido? Pensé en la mendiga ciega. ¿Quién la echaría de menos cuando se marchase de este mundo?
Entonces sentí el imperioso deseo de encontrar a aquella chica. Ella podía hablar con Tita Querida. Podía decirme dónde estaba. ¿Vagaba por el Fin del Mundo o estaba atrapada en la vinagrera? ¿Y qué ocurriría con la maldición? ¿Me alcanzaría pronto? Si moría allí y entonces, ¿quién me echaría de menos en este mundo? ¿Quién me daría la bienvenida en el otro?
Cuando el tiempo era bueno, el maestro Pan llevaba a las niñas mayores a la cantera de la colina Hueso de Dragón. Lo hacía con orgullo, pues su hijo era uno de los geólogos. Al principio la cantera era una cueva semejante a la de la familia de Tita Querida, pero cuando yo la vi era un gigantesco foso de cincuenta metros de profundidad. Habían pintado rayas blancas en las paredes y el suelo, de arriba abajo y de lado a lado, de manera que parecía cubierta con una red de pescar.
—Si un excavador encuentra un resto de persona o animal, o una herramienta de caza —nos explicó Kai Jeng—, apuntará con exactitud de qué cuadrado de la cueva lo ha sacado. Podemos calcular la edad de la pieza según el sitio donde se haya encontrado, siendo el octavo estrato el más antiguo. Luego los científicos podrán volver a ese punto y seguir cavando.
Las chicas llevábamos termos con té y galletas para los científicos, que cuando nos veían llegar, subían desde el fondo del pozo, se refrescaban y nos daban las gracias entre suspiros:
—Gracias, gracias. Tenía tanta sed que temía convertirme en otro fósil.
De vez en cuando un carrito tirado por un hombre subía la empinada cuesta, y un extranjero con gruesas gafas y una pipa en la mano se apeaba y preguntaba si habían encontrado algo más. Los científicos señalaban hacia un lado u otro, y el hombre de gafas asentía, pero parecía decepcionado. Otras veces se entusiasmaba y aspiraba el humo de la pipa una y otra vez mientras hablaba. Luego volvía al carro y bajaba al pie de la colina, donde un brillante automóvil lo esperaba para llevarlo de nuevo a Pekín. Si corríamos hasta un mirador, alcanzábamos a ver el último tramo de la hondonada, y allí estaba el coche negro, avanzando por el estrecho camino y levantando nubes de polvo.
Cuando llegaba el invierno, los científicos debían trabajar más deprisa, pues pronto el suelo se endurecería demasiado y la temporada de excavaciones terminaría. A algunas de las chicas mayores nos permitían bajar y ayudar a guardar la tierra removida en cajas, a repintar las líneas blancas en el suelo de la cantera o a pasar con cuidado por un cedazo un polvo que ya había sido tamizado mil veces. Teníamos prohibido entrar en las zonas protegidas con cuerdas, los sitios donde habían hallado huesos humanos. Para el inexperto, era fácil confundir los huesos con piedras o restos de vasijas, pero yo nunca me equivocaba, pues había aprendido a diferenciar estas cosas cuando juntaba huesos con Tita Querida. También sabía que el hombre de Pekín no era una persona, sino muchas: hombres, mujeres, niños y bebés. Los restos eran muy pequeños y no alcanzaban para formar un cuerpo entero. No hablaba de ello con las demás niñas porque no quería pasar por inmodesta. Igual que ellas, ayudaba sólo en los sitios donde nos enviaban los científicos y donde había mayormente huesos de animales, cuernos de ciervos y caparazones de tortugas.
Un día el hijo del maestro Pan elogió mi trabajo.
—Eres una trabajadora escrupulosa —dijo Kai Jing.
A partir de ese momento, tamizar tierra con cuidado se convirtió en mi tarea favorita. Pero pronto el aire se heló y dejamos de sentir los dedos y las mejillas. Y ése fue el fin del trabajo y los halagos.
Mi siguiente tarea favorita era dar clase a las demás alumnas. A veces les enseñaba a pintar. Explicaba a las más pequeñas cómo usar el pincel para hacer orejas, rabos y bigotes de gato. Pintaba caballos, grullas, monos e incluso hipopótamos. También ayudaba a las alumnas a mejorar su caligrafía y su mente. Les repetía lo que me había enseñado Tita Querida: cómo una persona debe pensar en sus intenciones, cómo su chi fluye desde el cuerpo al brazo, luego al pincel y finalmente a la pincelada. Cada trazo tiene un significado, y puesto que cada palabra requiere muchos trazos, tiene también muchos significados.
Las tareas que menos me gustaban eran aquellas que me asignaba la hermana Yu cada semana: barrer, limpiar las tinas o alinear los bancos para el oficio religioso y luego volverlos a poner en su sitio para la comida. Estos trabajos no habrían sido tan desagradables si la hermana Yu no hubiese tenido la manía de encontrar defectos a todo lo que hacía. Una vez me puso a cargo de los insectos. Se quejaba de que los monjes nunca los habían matado, pues pensaban que en otra vida habían sido mortales, y encima santos.
—Lo más probable es que fuesen señores feudales —gruñó la hermana Yu y añadió—: Písalos, mátalos, haz lo que sea necesario para que no entren.
Las puertas de las habitaciones, excepto las de los extranjeros, no se cerraban nunca, de manera que las hormigas y las cucarachas entraban libremente. También se colaban por las grietas o agujeros de las paredes y por los grandes enrejados de madera que dejaban entrar la luz y el aire. Pero yo sabía lo que debía hacer. Tita Querida me lo había enseñado. Cubrí los enrejados con papel. Luego cogí una tiza del aula y tracé una línea en los vanos de todas las puertas y alrededor de todas las grietas. Al oler la tiza, las hormigas se desorientarían y darían media vuelta. Las cucarachas eran más valientes. Cruzaban la línea sin vacilar, pero el polvo se metía entre sus patas y debajo del caparazón, de modo que al día siguiente aparecían patas arriba, asfixiadas por la tiza.
Esa semana la hermana Yu no me criticó. En cambio, recibí una recompensa por mi «excelente trabajo de sanidad»: dos horas libres para hacer lo que quisiera, siempre que no fuese malo. En aquel lugar atestado de gente no había espacio para estar sola. De modo que eso fue lo que decidí hacer con mi recompensa. Hacía mucho tiempo que no releía las páginas que Tita Querida había escrito para mí antes de morir. Me resistía a hacerlo, pues sabía que iba a llorar y que la hermana Yu me reñiría por expresar autocompasión delante de la pequeña Ding y las demás niñas. Una tarde de domingo, me metí en un pequeño almacén abandonado que olía a humedad y estaba lleno de estatuillas. Me senté en el suelo, contra la pared de la ventana. Abrí el paño azul que cubría las páginas, y por primera vez vi que Tita Querida había cosido un pequeño bolsillo en la tela. Dentro había dos objetos maravillosos: el primero era el hueso del oráculo que me había enseñado cuando era pequeña, diciéndome que podría quedármelo cuando hubiese aprendido a recordar. Ella lo había tenido en sus manos, igual que su padre. Ahora yo lo apreté contra mi corazón. Y luego saqué el segundo objeto. Era la fotografía de una joven con un tocado bordado y una acolchada chaqueta de invierno con un cuello alto hasta las mejillas. Alcé la foto para examinarla a la luz. ¿Era posible? Esa mujer era Tita Querida antes de quemarse la cara. Tenía ojos soñadores, unas cejas atrevidas que se elevaban hacia las sienes y una boca… ¡qué labios tan llenos y carnosos!, ¡qué piel tan tersa! Era hermosa, pero no tenía el aspecto con el que yo la recordaba, y me apenó que en la fotografía no apareciese su cara quemada. Sin embargo, cuanto más la miraba más familiar me parecía. Entonces lo entendí todo: su cara, sus esperanzas, sus conocimientos y su tristeza eran los míos. Lloré y lloré, con el corazón lleno de alegría y autocompasión.
Una vez a la semana la señorita Grutoff y la esposa del cocinero iban a la estación del ferrocarril para recoger paquetes y la correspondencia. A veces eran cartas de amigos de otras escuelas de misioneros en China o de los científicos del Peking Union Medical College. Otras veces eran sobres con dinero llegados de sitios lejanos: San Francisco (California), Milwaukee (Winsconsin), o Elyria (Ohio). La señorita Grutoff leía las cartas durante el oficio dominical. Nos enseñaba un globo terráqueo y decía:
—Aquí estamos nosotros, aquí están ellos. Y os envían amor y mucho dinero. —Entonces hacía rotar el globo para que nos mareáramos con esa idea.
Yo me preguntaba: ¿cómo es posible que un extraño ame a otro extraño?
Madre y Padre ahora también era extraños para mí. No me querían. Para ellos, yo había dejado de existir. ¿Y las promesa de GaoLing de ir a buscarme? ¿Lo habría intentado? No lo creía.
Una día, cuando llevaba dos años en el orfanato, la señorita Grutoff me entregó una carta. Reconocí la escritura de inmediato. Era la hora de comer, y en el ruidoso comedor, me quedé sorda. Las niñas que estaban cerca me preguntaban a gritos quién me había escrito. Yo huí de ellas, protegiendo mi tesoro como un perro muerto de hambre. Todavía conservo esa carta, y esto es lo que leí:
«Mi queridísima hermana: Te pido perdón por no haberte escrito antes. No ha pasado un solo día sin que pensara en ti. Pero no podía escribirte porque el señor Wei se negaba a decirme dónde te había llevado. Madre tampoco. Por fin, la semana pasada oí en el mercado que otra vez estaban excavando en la colina Dragón Azul y que los científicos americanos y chinos vivían en el antiguo monasterio, junto con las alumnas del orfanato. Cuando vi a la esposa de Hermano Mayor, le dije: “Me pregunto si LuLing conoce a los científicos, ya que vive tan cerca de ellos”. Y ella respondió: “Yo me preguntaba lo mismo”. Así lo supe.
»Madre está bien, aunque se queja de que trabaja tanto que sus dedos están siempre negros. Siguen completamente dedicados a la tarea de reponer las barras de tinta que se perdieron en el incendio. Y Padre y los tíos han reconstruido la tienda de Pekín. Pidieron dinero y madera en préstamo a Chang, el constructor de ataúdes, que ahora es el propietario de la mayor parte del negocio. Recibieron una parte cuando me casé con Chang Fu Nan, el cuarto hijo, el mismo con el que ibas a casarte tú.
»Madre dice que ha sido una suerte que los Chang aceptaran a un miembro de nuestra familia. Pero yo no me considero afortunada. Creo que la afortunada eres tú, por no haberte convertido en nuera de los Chang. Todos los días, cada vez que como un bocado, me recuerdan la superioridad de su familia frente a la nuestra. Contrajimos una deuda con ellos por la madera, y esa deuda crece constantemente. Dentro de cien años, el clan Liu seguirá trabajando para ellos. Las barras de tinta ya no se venden tan bien, ni su precio es tan alto como antes. Con franqueza, la calidad no es tan buena: los ingredientes son peores y Tita Querida ya no está aquí para hacer las tallas. Como recordatorio de la deuda de nuestra familia, yo no recibo dinero para mis gastos. He tenido que vender un pasador de pelo con el fin de comprar el sello de esta carta.
«También deberías saber que la familia Chang no es tan rica como creíamos de niñas. El opio se ha llevado gran parte de su fortuna. La esposa de otro de los hijos me contó que el problema comenzó cuando Fu Nan era un niño y se dislocó el hombro. Su madre empezó a darle opio. Más tarde la madre murió; algunos dicen que la mataron a golpes, pero Chang asegura que se cayó accidentalmente del techo. Luego Chang se casó con otra mujer que antes era la novia de un gobernador que cambiaba opio por ataúdes. La segunda esposa también tenía el hábito del opio. El gobernador le dijo a Chang que si alguna vez hacía daño a la mujer, lo convertiría en un eunuco. Y Chang sabía que hablaba en serio, pues había visto hombres a los que les faltaban partes del cuerpo por no haber pagado las deudas del opio.
»En esta casa sólo hay gritos y locura: sus habitantes buscan constantemente dinero para opio. Si Fu Nan pudiese venderme a trozos para conseguir opio, lo haría. Está convencido de que yo sé dónde encontrar más huesos de dragón. Insiste en que se lo diga, pues así todos seríamos ricos. Si yo supiera dónde hallar esos huesos, lo vendería para abandonar esta familia. Hasta sería capaz de venderme a mí misma. Pero ¿adónde puedo ir?
«Hermana, me disculpo por el sufrimiento que pueda causarte esta carta. Si escribo estas cosas es sólo para que entiendas por qué no he ido a verte y por qué tienes suerte de estar donde estás. Por favor, no me contestes. Me crearías problemas. Ahora que sé dónde estás, trataré de escribirte otra vez. Entretanto, espero que te encuentres bien de salud y que estés contenta. Tu hermana, GaoLing».
Cuando terminé de leer, la carta aún temblaba en mis manos. Recordé que en cierta ocasión había sentido celos de GaoLing. Ahora su vida era más triste que la mía. La hermana Yu decía que podíamos hallar felicidad con sólo pensar en la desdicha de otros. Pero yo no me sentía feliz.
Sin embargo, con el tiempo empecé a ser menos desdichada. Acepté mi situación. Es posible que la debilidad de la memoria me ayudase a sentir menos dolor. O acaso mi fuerza vital estuviera creciendo. Lo único que sabía era que me había convertido en una chica distinta de la que había llegado al orfanato.
Claro que para entonces hasta los dioses del monasterio habían cambiado de opinión. Con el transcurso de los años, la señorita Towler había empezado a retirar los mantos que cubrían las esculturas, pues necesitábamos la tela para confeccionar ropa y colchas. Finalmente todas las esculturas quedaron al descubierto, burlándose de la señorita Towler, según decía ella, con sus caras rojas, sus tres ojos y sus vientres desnudos. Y había muchas, muchísimas estatuas, tanto budistas como taoístas, porque en distintos siglos el monasterio había estado ocupado por monjes de los dos cultos, dependiendo del gobernador militar del momento. Un día, poco antes de Navidad, cuando hacía demasiado frío para salir, la señorita Grutoff decidió convertir a los dioses chinos en cristianos. Los bautizaríamos con pintura. Las niñas que estaban en el orfanato desde que eran bebés pensaron que sería divertido. Pero las alumnas que habían llegado más tarde temían desfigurar a los dioses y despertar su ira. Tal era su pavor que cuando las llevaban a rastras hasta las esculturas gritaban a voz en cuello, echaban espuma por la boca y finalmente se desplomaban, como si estuviesen poseídas. Yo no tenía miedo. Creía que si era respetuosa con los dioses chinos y con el cristiano, nadie me haría daño. Me decía que el pueblo chino era amable, pero también práctico ante la vida. Por lo tanto, los dioses chinos entenderían que vivíamos en una casa cristiana dirigida por americanos. Si los dioses pudiesen hablar, ellos mismos reconocerían que la deidad cristiana llevaba las de ganar. Los chinos, a diferencia de los extranjeros, no trataban de imponer sus ideas a otros. Pensaban: que los extranjeros hagan lo que les plazca, por muy raros que sean. Mientras pasaba el pincel por las caras doradas y rojas, decía: «Perdóname, Augusto de Jade; perdóname, Jefe de los Ocho Inmortales, sólo os estoy haciendo un disfraz por si los comunistas o los japoneses vienen buscando estatuas para una hoguera».
Yo era una buena artista. A algunos dioses les pegaba lana de oveja para la barba, fideos para alargar el pelo y plumas para las alas. Así fue como el gordo Buda se convirtió en Jesucristo; la diosa de la Misericordia, en la Virgen; los Tres Puros, los dioses principales de los taoístas, en los Reyes Magos de Oriente, y los dieciocho lohan o discípulos de Buda, en los doce apóstoles con seis hijos. Las deidades menores del infierno fueron ascendidas a ángeles. Al año siguiente, la señorita Grutoff decidió que también debíamos pintar los pequeños relieves de Buda que se encontraban en todas las habitaciones del monasterio. Había centenares.
Un año antes la señorita Grutoff había descubierto el pequeño almacén donde yo me había ocultado para releer la historia de Tita Querida. Según dijo la hermana Yu, las estatuillas que estaban allí formaban parte de un retablo taoísta que contaba lo que sucedía cuando una persona iba al infierno. Había docenas de imágenes realistas y pavorosas. Una de ellas representaba a un hombre arrodillado y rodeado de animales que se alimentaban de sus entrañas. Tres figuras aparecían atravesadas por una estaca, como cerdos en un espetón. Cuatro personas estaban sentadas en una gran olla de aceite hirviendo. Y había demonios gigantescos, con la cara roja y cuernos puntiagudos, conduciendo a los muertos a una batalla. Cuando terminamos de pintar esas imágenes, nos quedamos con un pesebre completo: el Niño Jesús, la Virgen María, José y todos los demás, incluyendo a Papá Noel. A pesar de nuestros esfuerzos, las figuras aún tenían la boca abierta y parecían lanzar gritos de horror. Dijera lo que dijese la señorita Grutoff, la mayoría de las niñas no podía creer que las figuras del belén estuvieran cantando Noche de Paz.
Cuando hubimos terminado con esas imágenes, no nos quedaron ídolos a quienes convertir en ángeles. Entonces yo también había cambiado: había dejado de ser ayudante para convertirme en maestra, y la niña solitaria de antaño estaba ahora enamorada del hijo del maestro Pan.
Nuestra historia comenzó de la siguiente manera:
Todos los años, durante el pequeño Año Nuevo, las alumnas pintaban bandas con pareados de la buena suerte para la feria de la Boca de la Montaña. Un día yo estaba en el aula con el maestro Pan y otras alumnas, pintando los largos carteles rojos que cubrían los pupitres y el suelo.
Como de costumbre, Kai Jing llegó en su bicicleta para recoger a su padre. El suelo de la colina Hueso de Dragón estaba helado, así que Kai Jing dedicaba la mayor parte de su tiempo a dibujar diagramas, escribir informes y hacer maquetas de los sitios donde habían descubierto huesos. El día en cuestión, Kai Jing llegó temprano, y el maestro Pan no estaba preparado para irse. De manera que el joven se ofreció a colaborar con la pintura de los carteles. Se colocó a mi lado, y yo me alegré de recibir ayuda.
Pero entonces vi lo que estaba haciendo: copiaba todos los ideogramas o figuras que yo dibujaba. Si yo escribía «suerte», él escribía «suerte». Si yo escribía «abundancia», él escribía «abundancia». Si yo pintaba «todo lo que deseas», él pintaba lo mismo, trazo a trazo. Lo hacía a un ritmo prácticamente idéntico, de manera que parecíamos dos personas bailando. Así nació nuestro amor: la misma curva, el mismo punto, el mismo movimiento del pincel mientras nuestras exhalaciones se fundían en una sola.
Pocos días después, las alumnas y yo llevamos los carteles a la feria. Kai Jing me acompañó y comenzó a hablar en murmullos mientras caminaba a mi lado. En las manos llevaba un pequeño libro de pinturas hechas sobre papel de morera. En la tapa se leía: Las cuatro manifestaciones de la belleza.
—¿Te gustaría ver lo que hay dentro? —preguntó.
Cualquiera que nos oyera habría pensado que hablábamos de lecciones de la escuela. Pero hablábamos de amor.
Volvió una página.
—En cada forma de la belleza hay cuatro niveles de talento. Ocurre en la pintura, la caligrafía, la música y la danza. El primer nivel es la competencia. —Mirábamos una página en la que había dos dibujos idénticos de un bosquecillo de bambúes, una pintura típica, bien hecha, realista e interesante por los detalles de dobles líneas, una imagen que expresaba las ideas de la fuerza y la longevidad—. La competencia —prosiguió— es la habilidad para dibujar algo una y otra vez con los mismos trazos, la misma fuerza, el mismo ritmo y la misma sinceridad. No obstante, esta clase de belleza es corriente.
»El segundo nivel —prosiguió Kai— es la excelencia. —Contemplamos otro dibujo de varios tallos de bambú—. Éste va más allá de la competencia. Su belleza es única. Y sin embargo es más sencillo que el otro, hace menos hincapié en los tallos y más en las hojas. Expresa a un tiempo fuerza y soledad. El pintor menor es capaz de captar una de estas cualidades, pero no la otra.
Volvió la página. La ilustración siguiente era un solo tallo de bambú.
—El tercer nivel es lo divino —dijo—. Las hojas son ahora sombras mecidas por un viento invisible, y el tallo sólo es perceptible como una sugerencia de lo que falta. Sin embargo, las sombras están más vivas que las primeras, pues aquéllas tapaban la luz. La persona que ve esto no tiene palabras para describir cómo lo han hecho. Por mucho que lo intente, el pintor no podrá volver a captar el sentimiento de esta pintura, sólo una sombra de la sombra.
—¿Cómo es posible que la belleza sea algo más que divina? —pregunté, sabiendo que pronto oiría la respuesta.
—El cuarto nivel —explicó Kai Jing— es superior a éste, y todo mortal tiene en su naturaleza la capacidad de hallarlo. Sólo podemos percibirlo si no intentamos percibirlo. Se manifiesta sin motivación ni deseo ni conocimiento del posible resultado. Es puro. Es lo que tienen los niños inocentes. Es lo que los viejos maestros recuperan cuando han perdido la razón y vuelven a ser niños.
Volvió la página. En la siguiente había un óvalo.
—Esta pintura se llama En el interior de un tallo de bambú. El óvalo es lo que ves si estás dentro, mirando hacia abajo o hacia arriba. Es la simplicidad de estar dentro, sin razón ni explicación para ello. Es la natural fascinación ante el descubrimiento de que todas las cosas guardan relación con otras, un óvalo de tinta con una página de papel blanco, una persona con un tallo de bambú, el espectador con la pintura.
Kai Jing hizo una larga pausa.
—El cuarto nivel se llama espontaneidad —dijo por fin. Guardó el libro en el bolsillo de su chaqueta y me miró con expresión pensativa—. Últimamente detecto esta belleza de lo espontáneo en todas las cosas. ¿Y tú?
—Yo también —respondí, y me eché a llorar.
Porque los dos sabíamos que hablábamos de la espontaneidad con que uno se enamora, como si dos tallos de bambú se inclinaran el uno hacia el otro empujados por un viento caprichoso. Entonces nos inclinamos el uno hacia el otro y nos besamos, perdidos en el invisible reino de nuestra unión.