Tal como estaba previsto, los Chang preguntaron a nuestra familia si yo podía unirme a la de ellos. Si iba allí de inmediato, añadió la anciana viuda Lau, mi familia recibiría un regalo en metálico y yo sería reconocida de inmediato como nuera en todas las celebraciones de la familia y la aldea, incluida la fiesta especial que tendría lugar durante el Festival de la Luna y en la que se honraría al señor Chang por su descubrimiento científico.
—Debería ir enseguida —aconsejaron Tía Grande y Tía Pequeña—. De lo contrario, es probable que cambien de idea. ¿Y si descubren que hay Lego oscuro en su pasado y deciden cambiar el contrato matrimonial?
Pensé que se referían a mi escasa habilidad para la costura o a alguna otra nimiedad que yo había olvidado pero ellas, no. Sin embargo, hablaban de mi nacimiento. Ellas sabían de quién era hija. Los Chang y yo lo ignorábamos.
Madre decidió que debía reunirme con la familia Chang pocas semanas después, antes de la ceremonia de la aldea y del Festival de la Luna. Dijo que de esa manera ella y las tías tendrían tiempo para confeccionarme colchas y prendas apropiadas para mi nueva vida. Después de anunciar la noticia, Madre lloró de alegría.
—Te he educado bien —dijo con orgullo—. Nadie puede quejarse.
GaoLing también lloró. Y aunque yo también derramé algunas lágrimas, no todas eran de alegría. Dejaría a mi familia y mi casa. Pasaría de niña a esposa, de hija a nuera. Y por muy feliz que imaginara el futuro, me apenaba decir adiós a mi antiguo yo.
Tita Querida y yo continuábamos compartiendo la habitación y la cama. Pero ella ya no me preparaba el baño ni me traía agua dulce del pozo. No me ayudaba a peinarme, y había dejado de interesarse por mi salud y por la higiene de mis uñas. No me hacía advertencias ni me daba consejos. Ya no me hablaba con las manos.
Dormíamos en los extremos opuestos del k’ang, lo más lejos posible la una de la otra. Y si en mitad de la noche me sorprendía acurrucada junto a su cuerpo, me apartaba con sigilo antes de que ella despertara. Todas las mañanas tenía los ojos rojos, por eso yo sabía que había estado llorando. A veces mis ojos también estaban rojos.
Cuando no estaba en el taller de la tinta, Tita Querida llenaba páginas y páginas con ideogramas. Se sentaba a la mesa y molía una barra de tinta contra la piedra, pensando en cosas que yo era incapaz de adivinar. Luego mojaba el pincel y escribía; hacía una pausa y volvía a mojar el pincel. Las palabras fluían libremente, sin manchones, tachaduras ni retrocesos.
Pocos días antes de que me fuese a casa de los Chang, desperté y vi que Tita Querida estaba sentada, mirándome. Levantó las manos y empezó a hablar. Ahora te enseñaré la verdad. Fue hasta el pequeño armario de madera y sacó un paquete envuelto en un paño azul Lo puso sobre mi regazo. En el interior había un montón de hojas cosidas con un cordón. Me miró con una expresión extraña y salió de la habitación.
Miré la primera página. «Nací hija del famoso curandero de la Boca de la Montaña», empezaba. Eché un rápido vistazo a las paginas siguientes. Hablaban de la tradición de la familia, la pérdida de su madre, el sufrimiento de su padre… todas las cosas que ya me había contado. De repente leí: «Y ahora sabrás hasta dónde llega la maldad de Chang». En el acto arrojé las hojas al suelo. No quería que Tita Querida siguiese envenenando mi mente. Así que no leí el final, donde me confesaba que era mi madre.
Durante la cena, Tita Querida se comportó como si yo volviera a ser una niña indefensa. Recogió pequeñas porciones de comida con los palillos y los puso en mi plato. Come más, ordenó. ¿Por qué no comes? ¿Estás enferma? Pareces acalorada. Tienes la frente caliente. ¿Por qué estás tan pálida?
Después de la cena, todas salimos al patio, como de costumbre. Madre y las tías estaban bordando mi ajuar. Tita Querida zurcía un agujero en mis pantalones viejos. Dejó la aguja y tiró de mi manga. ¿Has leído ya lo que he escrito?
Asentí, pues no quería discutir delante de las demás. Mis primas, GaoLing y yo jugábamos a enlazar hilos entre los dedos. Yo cometía muchos errores, lo que hizo que GaoLing riera a carcajadas y dijera que los Chang tendrían una nuera muy torpe. Al oír esto, Tita Querida me dirigió una mirada severa.
Anocheció. El sol se ocultó y llegaron los sonidos de la noche: los gorjeos, chillidos y aleteos de animales invisibles. Pronto fue la hora de irse a dormir. Yo esperé a que Tita Querida se retirara. Después de un largo rato, cuando supuse que ya estaría dormida, entré en la oscura habitación.
De inmediato, Tita Querida se incorporó en la cama y comenzó a hablar con las manos.
—No veo lo que dices —advertí. Y cuando fue a encender la lámpara de queroseno, protesté—: No te molestes, tengo sueño. No quiero hablar.
De todas maneras encendió la lámpara. Yo me acosté en el k’ang. Ella me siguió, apoyó la lámpara en el borde, se acuclilló y me dijo con la cara radiante: ¿Qué sientes por mí ahora que has leído mi historia? Sé sincera.
Yo gruñí. Y ese pequeño gruñido bastó para que ella uniera las manos, se inclinara y diera gracias a la diosa de la Misericordia por salvarme de los Chang. Antes de que se deshiciese en muestras de gratitud, añadí:
—Me voy de todos modos.
Permaneció inmóvil durante largo rato. Luego se echó a llorar y empezó a darse puñetazos en el pecho. Sus manos se movieron con rapidez: ¿No tienes sentimientos hacia mí, ahora que sabes quién soy?
Recuerdo con absoluta claridad lo que le contesté:
—Aunque todos los miembros de la familia Chang fuesen asesinos y ladrones, yo me iría con ellos sólo para librarme de ti.
Golpeó la pared con la palma de las manos. Luego apagó la lámpara y salió de la habitación.
A la mañana siguiente no estaba en la habitación. Pero no me preocupé. En el pasado había desaparecido en más de una ocasión, cada vez que se enfadaba mucho conmigo. Pero siempre volvía. Tampoco se sentó a la mesa del desayuno, por lo que supe que estaba más furiosa que nunca. Que se enfade, me dije. No se preocupa por mi futura felicidad. Sólo Madre lo hace. Ésa es la diferencia entre una madre y una niñera.
Ésos fueron mis pensamientos mientras las tías, GaoLing y yo seguíamos a Madre al taller de la tinta para empezar a trabajar. Al entrar en la oscura habitación, vimos el caos: manchas en las paredes y en el banco, largas salpicaduras en el suelo. ¿Habría entrado un animal salvaje? ¿Y de dónde salía ese dulzón olor a podrido? Entonces Madre empezó a gritar:
—¡Está muerta! ¡Está muerta!
¿Quién estaba muerta? Un instante después vi a Tita Querida: su cara estaba blanca como la piedra caliza, y sus enajenados ojos me miraban fijamente. Estaba sentada contra la pared del fondo.
—¿Qué ha pasado? —grité.
Caminé hacia Tita Querida. Su pelo estaba suelto y enmarañado, y al acercarme noté que tenía el cuello cubierto de moscas. Seguía mirándome con fijeza, pero sus manos estaban inmóviles. Una de ellas sujetaba el cuchillo que usábamos para tallar las barras de tinta. Antes de que llegara a su lado, un inquilino me apartó para mirar mejor.
Eso es todo lo que recuerdo de aquel día. No sé cómo luego aparecí en mi habitación, tendida en el k’ang. Cuando desperté en la oscuridad, pensé que aún era la mañana anterior. Me senté y me sacudí, tratando de borrar la pesadilla de mi mente.
Tita Querida no estaba en el k’ang. Entonces recordé que estaba enfadada conmigo y se había ido a dormir a otra parte. Intenté volver a dormirme, pero era incapaz de quedarme quieta. El cielo estaba cubierto de estrellas, no había lámparas encendidas en ninguna habitación y ni siquiera el viejo gallo emitía sonidos de alarma. Crucé el patio en dirección al taller de la tinta, pensando que Tita Querida debía de estar durmiendo en el banco. Entonces recordé otro detalle de mi pesadilla: las moscas negras dándose un festín en el cuello de Tita Querida y caminando por sus hombros como cabellos alborotados. Tenía miedo de ver lo que había en el taller, pero mis manos temblorosas ya encendían la lámpara.
Las paredes estaban limpias. El suelo también. Tita Querida no estaba allí. Sentí un gran alivio y regresé a la cama.
Cuando desperté por segunda vez, GaoLing estaba sentada en el borde del k’ang.
—Pase lo que pase —dijo con cara llorosa—, siempre te trataré como a una hermana.
Luego me contó lo ocurrido, y yo la escuché como si todavía estuviese soñando.
El día anterior, la señora Chang se había presentado en casa con una carta de Tita Querida en la mano. La había recibido en plena noche. «¿Qué significa esto?», preguntó. La carta decía que si yo me unía a la familia Chang, el fantasma de Tita Querida iría a vivir allí y los atormentaría eternamente. «¿Dónde está la mujer que envió este mensaje?», preguntó la señora Chang golpeando la carta contra la palma de su mano. Cuando Madre le dijo que la niñera acababa de suicidarse, la señora Chang se marchó, presa del pánico.
Después Madre había corrido hacia el cadáver, contó GaoLing. Tita Querida todavía estaba reclinada contra la pared del taller. «¿Así me pagas? —gritó mamá—. Te he tratado como a una hermana. He tratado a tu hija como si fuese mía». Y comenzó a dar puntapiés al cuerpo, uno tras otros, por no haber dicho gracias, lo lamento, te pido perdón un millón de veces.
—Madre estaba loca de furia —contó GaoLing—. Le dijo al cadáver de Tita Querida: «Si tu fantasma nos persigue, venderé a LuLing como prostituta».
Después, Madre había ordenado al viejo cocinero que cargara el cuerpo en una carretilla y lo arrojase por el precipicio.
—Y allí está —dijo GaoLing—. Tu Tita Querida yace en el Fin del Mundo.
Cuando GaoLing se marchó, yo aún no entendía del todo lo que me había dicho, pero ya sabía la verdad. Busqué las páginas que Tita Querida había escrito para mí y por fin leí sus palabras: «Tu madre, tu madre, soy tu madre».
Ese día fui a buscarla al Fin del Mundo. Mientras descendía por la pared del barranco, las ramas y las espinas desgarraron mi piel. Al llegar al fondo, comencé a buscarla frenéticamente. Oí el canto de las cigarras y el furioso aleteo de los buitres. Caminé hacia la espesa broza, donde los árboles crecían de lado, tal como habían caído en el barranco. Vi líquenes, ¿o era su pelo? Vi un nido en lo alto, ¿o era su cuerpo atravesado por una rama? Encontré más ramas, ¿o eran sus huesos, esparcidos ya por los lobos?
Di media vuelta y caminé en la dirección opuesta, siguiendo las curvas del barranco. Divisé jirones de tela… ¿de su ropa? Vi cuervos llevando algo en el pico… ¿trozos de su carne? Llegué a un desierto salpicado de montículos de piedras, diez mil fragmentos de su cráneo y otros huesos. Mirara donde mirase, tenía la impresión de que la veía, desgarrada, destrozada. Aquello era obra mía. Recordé la maldición de mi familia —mi verdadera familia—, y los huesos de dragón que no habían regresado a su sitio. Chang, ese hombre horrible, quería que me casara con su hijo únicamente para que le dijera dónde había otros huesos. ¿Cómo había podido ser tan idiota y no darme cuenta antes?
La busqué hasta el atardecer. Para entonces mi ojos estaban hinchados a causa del polvo y las lágrimas. Cuando trepé a la cima, dejé una parte de mí misma en el Fin del Mundo.
Durante cinco días fui incapaz de moverme. No podía comer. Ni siquiera podía llorar. Permanecí tumbada en el k’ang, sintiendo únicamente el aire que salía de mi pecho. Creía que no me quedaba nada, pero mi cuerpo continuaba exhalando aire. Por momentos no creía lo que había pasado. Me negaba a creerlo. Me concentraba con todas mis fuerzas para hacer volver a Tita Querida, para oír sus pasos y ver su cara. Pero sólo la veía en sueños, y estaba enfadada. Me decía que la maldición me perseguiría y que nunca encontraría la paz Estaba condenada a ser infeliz. Al sexto día empecé a llorar y no pare hasta la noche. Cuando no me quedó ningún sentimiento en el alma, me levanté de la cama y continué con mi vida.
Nadie volvió a hablar de la posibilidad de que me fuese a vivir con los Chang. El contrato matrimonial había sido cancelado y Madre ya no fingía que yo era su hija. Yo no sabía si pertenecía a esa familia, y cuando Madre se enfadaba conmigo, amenazaba con venderme como esclava al viejo y tuberculoso pastor de ovejas. Nadie mencionaba a Tita Querida; no la recordaban ni viva ni muerta. Y aunque mis tías siempre habían sabido que yo era la bastarda de Tita Querida, no se compadecían de mi sufrimiento. Cuando no podía contener el llanto, giraban la cara, como si de súbito hubiesen encontrado una ocupación para sus ojos y sus manos.
Sólo GaoLing me hablaba con timidez:
—¿Todavía tienes hambre? Si no quieres ese bollo, me lo comeré yo.
Y recuerdo otra cosa: a menudo, cuando yo estaba tendida en mi k’ang, ella venía a verme. Me llamaba «hermana mayor» y me acariciaba la mano.
Dos semanas después del suicidio de Tita Querida, una figura entró corriendo en la casa, como un vagabundo perseguido por el demonio. Era Tío Pequeño, y había viajado desde Pekín. Su ropa y sus párpados estaban cubiertos de hollín. De su boca sólo salían gritos ahogados.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —oí gritar a Madre.
Las demás salimos corriendo del taller. También salieron algunos inquilinos, seguidos por niños y perros.
—Se ha acabado —dijo Tío Pequeño. Le castañeteaban los dientes como si tuviese frío—. Todo se ha quemado. Estamos arruinados.
—¿Qué se ha quemado? —exclamó Madre—. ¿Qué quieres decir?
Con la cara crispada, Tío Pequeño se desplomó sobre un banco.
—La tienda, las habitaciones donde dormíamos, todo ha quedado reducido a cenizas.
GaoLing me agarró del brazo.
Poco a poco, Madre y las tías le sonsacaron la historia. La noche anterior, Tita Querida se le había aparecido a Padre. Tenía el pelo suelto y derramaba lágrimas y sangre negra, de modo que Padre comprendió en el acto que se trataba de un fantasma y no de un sueño corriente.
—Liu Jin Sen —había dicho—. ¿Valoras la madera de alcanforero más que mi vida? Pues entonces que la madera arda igual que yo ahora.
Padre sacudió el brazo para espantarla y volcó la lámpara de aceite, que no estaba en su sueño sino en la mesilla de noche. Cuando Tío Grande oyó el ruido, se sentó y encendió una cerilla para ver qué había caído al suelo. En ese momento, dijo Tío Pequeño, Tita Querida le arrebató la cerilla y la arrojó al suelo. El aceite estalló en llamas. Tío Grande llamó a gritos a Tío Pequeño para que le ayudar a apagar el fuego. Por culpa de una artimaña de Tita Querida, dijo Tío Pequeño, en lugar del cazo de té frío, arrojó una jarra de vino pai gar. El fuego se avivó. Padre y los dos tíos despertaron a sus hijos, que dormían en la habitación contigua, y luego todos salieron al patio, desde donde vieron cómo las llamas devoraban la ropa de cama, las bandas de seda y las paredes. Cuanto más comía el fuego, más hambre parecía tener. Avanzó hacia la tienda de tinta, buscando más comida. Engulló los pergaminos de los célebres eruditos que habían usado nuestra tinta. Lamió las cajas envueltas en seda que contenían las barras de tinta más caras. Y cuando la resina de esas barras se derritió, rugió de alegría, con más apetito que nunca. En el transcurso de una hora, la fortuna de nuestra familia voló hacia los dioses en forma de incienso, cenizas y humo venenoso.
Madre, Tía Grande y Tía Pequeña se cubrieron las orejas con las manos, como si esa fuese la única forma de evitar que la razón se les escurriera por allí.
—¡Los hados se han vuelto en contra nuestra! —exclamó Madre—. ¿Puede haber algo peor que eso?
Tío Pequeño lloró, rio, y respondió que sí.
Los edificios adyacentes a la tienda también habían ardido, dijo. El del este vendía antiguos libros eruditos; el del oeste estaba lleno hasta el techo de obras de los grandes pintores. En medio de la anaranjada noche, los tenderos sacaron sus artículos a la calle cubierta de cenizas. Luego llegaron los bomberos. Todo el mundo los ayudó, arrojando tantos cubos de agua al aire que parecía que llovía. Después empezó a llover de verdad; cayó un fuerte aguacero que estropeó la mercancía rescatada, pero evitó que el resto del barrio se incendiara también.
Cuando Tío Pequeño terminó su relato, Madre, las tías y GaoLing ya habían parado de llorar. Por su aspecto, cualquiera hubiese dicho que los huesos y la sangre habían escapado por la planta de sus pies. Creo que sentían lo mismo que yo al enterarme de la muerte de Tita Querida.
Madre fue la primera en recuperar la cordura.
—Sacad los lingotes de plata del sótano —nos ordenó—. Y reunid todas vuestras joyas.
—¿Por qué? —quiso saber GaoLing.
—No seas idiota. Los demás tenderos querrán que nuestra familia les pague los daños. —Madre la empujó—. Vamos. Deprisa. —Tiró de una pulsera que tenía puesta GaoLing—. Cosed las joyas en las mangas de las chaquetas más viejas. Ahuecad las manzanas más duras y esconded el oro dentro. Metedlas en el carro y cubridlas con manzanas podridas. Cocinero, ve a ver si los inquilinos tienen carretillas para vender, y no regatees demasiado. Preparad atados con vuestras cosas, pero no os molestéis en guardar pequeñeces…
Yo estaba atónita ante la rapidez con que pensaba Madre, como si estuviese acostumbrada a correr dos pasos por delante de la riada.
Al día siguiente llegaron Padre, Tío Grande y sus hijos. Con las caras sucias y las ropas cubiertas de hollín, ya parecían pobres. Tía Grande y Tía Pequeña se acercaron a ellos farfullando:
—¿Perderemos la casa?
—¿Nos moriremos de hambre?
—¿Debemos huir?
Los niños más pequeños se echaron a llorar. Padre se comportaba como un sordomudo. Se sentó en su sillón de madera de olmo y acarició uno de los brazos, como si ese fuese el objeto más valioso de todos los que había poseído y perdido. Esa noche nadie comió. No nos reunimos en el patio para disfrutar de la brisa del ocaso. GaoLing y yo pasamos la noche juntas, hablando y llorando, prometiéndonos que seríamos leales y moriríamos juntas, como hermanas. Intercambiamos pasadores del pelo para sellar nuestra promesa. Si creía que Tita Querida era la responsable de nuestras desgracias, no lo dijo, a diferencia de los demás. No culpó a mi nacimiento de que Tita Querida hubiera entrado en la vida de su familia. En cambio, GaoLing me dijo que debía alegrarme de que Tita Querida hubiese muerto ya, pues eso significaba que no sufriría una muerte lenta, de hambre y vergüenza, como el resto de nosotros. Asentí, aunque habría deseado que Tita Querida estuviese conmigo en esos momentos. Pero estaba en el Fin del Mundo. ¿O sería verdad que vagaba por la tierra, buscando venganza?
Al día siguiente, un hombre llegó a casa y le entregó a Padre una carta lacrada. Los tenderos habían presentado una queja por el fuego y exigían que nuestra familia se hiciese cargo de las pérdidas. En cuanto los propietarios de las tiendas afectadas hubieran calculado los daños, la suma resultante se comunicaría al magistrado, y éste nos indicaría cómo debíamos pagarla. Entretanto, la familia debía entregar la escritura de la casa y las tierras. Advirtió que habían pegado carteles en el pueblo para informar de este asunto, de modo que la gente nos denunciaría si intentábamos huir.
Después de que el funcionario se marchara, todos esperamos instrucciones de Padre. Pero él se limitó a sentarse en su sillón de olmo. Entonces Madre anunció:
—Estamos acabados. No es posible cambiar el destino. Hoy iremos al mercado y mañana daremos un banquete.
Madre nos dio más dinero del que habíamos tenido en nuestras manos en toda la vida. Dijo que debíamos comprar exquisiteces: frutas, golosinas, carnes con grasa y cualquiera de los manjares que nos habíamos negado hasta el momento pero que siempre habíamos deseado probar. Se acercaba la fecha del Festival de la Luna, de manera que no llamaríamos la atención. Todos creerían que estábamos haciendo la compra para la comida de la cosecha, igual que los demás habitantes de la aldea.
Precisamente debido a la fiesta, era un importante día de mercado, con malabaristas, acróbatas, vendedores de lámparas y juguetes y más timadores y charlatanes que de costumbre. GaoLing y yo nos abrimos paso entre la multitud, firmemente cogidas de la mano. Vimos niños perdidos, llorando, y hombres de aspecto peligroso que nos miraban con descaro. Tita Querida me había prevenido contra los pícaros de las grandes ciudades que robaban a las campesinas tontas para venderlas como esclavas. Nos detuvimos en un puesto donde vendían galletas con forma de luna. Estaban rancias. Fruncimos la nariz al ver que la carne de cerdo estaba gris. Nos paramos a ver los tarros con queso de soja fresco, pero los trozos eran viscosos y apestaban. Teníamos dinero y permiso para comprar lo que quisiéramos, pero no nos apetecía nada, todo parecía podrido. Dimos vueltas y más vueltas entre el gentío, pegadas la una a la otra como ladrillos.
De repente descubrimos que habíamos llegado a la calle de los Mendigos, un sitio donde yo nunca había estado. Allí vimos una triste imagen tras otra: Una cabeza afeitada con un cuerpo sin brazos que se balanceaba sobre la espalda, como una tortuga en su caparazón. Un niño sin huesos con las piernas enlazadas alrededor del cuello. Un enano con las mejillas, el vientre y los muslos atravesados por largas agujas. Todos los mendigos recitaban el mismo lamento: «Por favor, señorita, se lo suplico, hermano mayor, compadézcase de nosotros. Denos dinero, y en la próxima vida no tendrá que sufrir como nosotros».
Algunos niños reían al pasar junto a ellos, pero el resto de la gente rehuía sus ojos. Sólo unas pocas ancianas, destinadas a marcharse pronto al otro mundo, les arrojaban monedas.
GaoLing me apretó el brazo y preguntó:
—¿Es eso lo que nos espera en el futuro?
Cuando nos volvimos para salir de allí, chocamos con una mendiga. Era una joven de nuestra edad, vestida con harapos: un montón de trapos atados unos a otros que causaban la impresión de que estaba disfrazada de guerrero antiguo. En el sitio donde debía tener los ojos, había dos cuencas cubiertas de piel fruncida. Empezó a canturrear:
—Mis ojos vieron demasiado, por eso me los arranqué. Ahora que no puedo ver, lo invisible viene a mí.
Sacudió un cuenco vacío delante de nosotros.
—Un fantasma quiere hablar contigo.
—¿Qué fantasma? —pregunté.
—Alguien que fue como una madre para ti —respondió la joven.
GaoLing dio un respingo.
—¿Cómo sabe que Tita Querida era tu madre? —murmuró a mi oído. Luego se dirigió a la chica—: Dinos lo que dice.
La mendiga ciega volvió a sacudir el cuenco vacío. GaoLing puso una moneda dentro. La chica ladeó el cuenco y dijo:
—Tu generosidad no pesa mucho.
—Primero demuéstranos lo que eres capaz de hacer —replicó GaoLing.
La joven se acuclilló. De una manga hecha jirones sacó un saco, lo desató y arrojó el contenido al suelo. Era polvo de piedra caliza. De la otra manga sacó un palillo largo y fino. Con la punta roma aliso la capa de polvo hasta que quedó lisa como un espejo. Luego dirigió la punta afilada del palillo al suelo, alzó sus ojos ciegos al cielo y empezó a escribir. GaoLing y yo nos acuclillamos a su lado. ¿Cómo había aprendido a hacer eso? No era un vulgar truco. Su pulso era firme y la escritura tan clara como la de un experto calígrafo. Leí la primera línea: «Un perro aúlla, la luna se eleva».
—¡Cachorrillo!
Le dije a la niña que ése era mi mote. Alisó la capa de polvo y escribió: «Las estrellas perforan la oscuridad eternamente». Estrellas fugaces: de eso hablaba el poema de Tío Pequeño. Otro barrido con el palillo y otra frase: «Un gallo canta y sale el sol». Tita Querida había sido Gallo. Entonces la mendiga escribió las últimas palabras: «la luz del día, es como si las estrellas nunca hubiesen existido». Sin saber por qué, me entristecí.
La joven volvió a alisar el polvo y dijo:
—El fantasma no tiene nada más que decir.
—¿Eso es todo? —protestó GaoLing—. Esas palabras son absurdas.
Pero yo le di las gracias y puse en su cuenco todas las monedas que tenía en el bolsillo. De camino a casa, GaoLing me preguntó por qué había entregado todo mi dinero a cambio de unas tonterías sobre un perro y un gallo. Al principio no pude contestarle. No dejaba de repetirme las frases para no olvidarlas. Cada vez que lo hacía, entendía un poco mejor el mensaje y me sentía más triste.
—Tita Querida ha dicho que yo soy el perro que la traicionó —le expliqué por fin a GaoLing—. La luna representa a la noche en que le dije que me iría a vivir con los Chang. Al mencionar las estrellas que perforan la oscuridad eternamente, se refería a que aquélla fue la herida definitiva, una herida que nunca podrá perdonar. Cuando el gallo cantó, ella ya se había ido. Y hasta después de su muerte yo no supe que era mi madre, como si nunca hubiera existido.
—Ése es un significado posible —dijo GaoLing—. Hay otros.
—¿Cuáles? —pregunté. Pero no supo qué decir.
Cuando volvimos a casa, Madre, Padre y los tíos y tías estaban reunidos en el patio, hablando con voces cargadas de excitación. Padre contaba que en el mercado había conocido a un sacerdote taoísta, un hombre extraño y maravilloso. Al pasar a su lado, el sacerdote le había hablado:
—Señor, tiene todo el aspecto de un hombre que vive en una casa donde ronda un fantasma.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Padre.
—Es cierto, ¿no? —insistió el anciano—. Presiento que ha tenido mucha mala suerte sin que exista otra razón para ello. ¿Estoy en lo cierto?
—Tuvimos un suicidio en casa —reconoció Padre—. Una niñera cuya hija estaba a punto de casarse.
—Y a continuación llegó la mala suerte.
—Unas cuantas calamidades —respondió Padre.
Un joven que estaba al lado del sacerdote le preguntó a Padre si había oído hablar del célebre Cazafantasmas.
—¿No? Pues lo tiene delante; es este sacerdote viajero. Acaba de llegar a la aldea, por eso aún no es tan famoso como en el norte y en el sur. ¿Tiene parientes en Harbin? ¿No? ¡Pues claro! Si los tuviese, sabría quién es él.
El joven, que se presentó como un acólito del sacerdote, añadió.
—Sólo en esa ciudad ha cazado cien fantasmas en casas con problemas. Cuando hubo terminado, los dioses le ordenaron que siguiera su camino.
Cuando Padre terminó de contarnos cómo había conocido a los dos hombres, anunció:
—Esta tarde, el famoso Cazafantasmas vendrá a nuestra casa.
Unas horas después, el Cazafantasmas y su ayudante estaban en nuestro patio.
El sacerdote tenía barba blanca y una larga melena enmarañada semejante a un embrollado nido de pájaro. En una mano llevaba un bastón con una talla en la empuñadura que parecía representar a perro desollado tendido en un portal. En la otra sujetaba una vara corta. Del mantón de yute que envolvía sus hombros colgaba una campana de madera. Su túnica no era de color arena, como las de la mayoría de los monjes peregrinos que yo había visto. Estaba confeccionada en una seda azul de aspecto elegante, aunque las mangas tenían manchas de grasa, como si a menudo extendiera los brazos sobre la mesa para servirse otra ración de comida.
Lo observé con atención mientras Madre le ofrecía suculentos platos fríos. Era una hora avanzada de la tarde, y estábamos sentados en el patio sobre pequeños taburetes. El monje lo probó todo: fideos de arroz con espinacas, brotes de bambú con mostaza picante, tofu aderezado con aceite de sésamo y cilantro. Madre no dejaba de disculparse por la escasa calidad de la comida, diciendo que se sentía a un tiempo avergonzada y orgullosa de recibirlo en nuestra humilde casa. Padre bebía té.
—Explíquenos cómo caza a los fantasmas —le dijo al sacerdote—. ¿Los atrapa con las manos? ¿Es una lucha feroz y peligrosa?
El sacerdote respondió que pronto lo vería.
—Pero primero necesito una prueba de su sinceridad. —Padre le dio su palabra de que éramos sinceros—. Las palabras no son una prueba —dijo el sacerdote.
—¿Y cómo se prueba la sinceridad? —preguntó Padre.
—En algunos casos, la familia sube a la cima del monte Tai y regresa; hacen todo el trayecto descalzos y cargando piedras.
La expresión de todos, y en especial la de mis tías, reflejó dudas de que fuésemos capaces de realizar semejante hazaña.
—En otros casos —prosiguió el monje—, una pequeña ofrenda de plata pura basta para expresar la sinceridad de todos los miembros de la familia.
—¿Qué cantidad sería la apropiada? —preguntó Padre.
El sacerdote frunció el entrecejo.
—Sólo ustedes saben si su sinceridad es pequeña o grande, falsa o auténtica.
El monje siguió comiendo. Padre y Madre se retiraron a una habitación para discutir el valor de nuestra sinceridad. Cuando regresaron, Padre abrió una bolsa, sacó un lingote de plata y lo puso delante del célebre Cazafantasmas.
—Está bien —dijo el sacerdote—. Un poco de sinceridad es mejor que nada.
Entonces Madre sacó un segundo lingote de la manga de su casaca. Lo colocó junto al otro, produciendo un tintineo. El monje asintió y dejó el cuenco. Dio una palmada, y su ayudante sacó de su atado una vinagrera vacía y un rollo de cuerda.
—¿Dónde está la joven que más quería el fantasma? —preguntó el sacerdote.
—Ahí —dijo Madre, señalándome—. El fantasma era su niñera.
—Su madre —corrigió Padre—. La chica es su bastarda.
Yo nunca había oído decir esa palabra en voz alta, y sentí como si me sangraran los oídos.
El sacerdote emitió un pequeño gruñido.
—No se preocupen. He tenido casos igual de graves. —Luego se dirigió a mí—: Tráeme el peine que ella usaba para peinarte.
Mis pies estaban clavados al suelo, pero Madre me puso en movimiento con un coscorrón. Corrí a la habitación que hasta hacía poco tiempo había compartido con Tita Querida y cogí el peine que ella usaba para peinarme. Era la peineta de marfil que ella nunca usaba, con dientes largos y rectos y gallos decorativos en los extremos. Recordé que Tita Querida solía reñirme cuando veía nudos en mi melena y que se preocupaba por cada pelo de mi cabeza.
Cuando regresé, vi que el ayudante del monje había puesto la vinagrera en el centro del patio.
—Pásate el peine por el pelo nueve veces —dijo. Yo obedecí—. Ahora mételo en la vinagrera. —Al hacerlo, percibí las emanaciones de un vinagre barato—. Ahora quédate totalmente inmóvil.
El Cazafantasmas golpeó la campana de madera con la vara, produciendo un grave uac uac. Él y su acólito caminaron rítmicamente a mí alrededor, cantando y acercándose cada vez más. De improviso, el Cazafantasmas soltó un grito y saltó sobre mí. Pensé que iba a encogerme y meterme dentro de la vinagrera, de manera que cerré los ojos y chillé. GaoLing hizo otro tanto.
Cuando abrí los ojos, vi que el acólito estaba cerrando herméticamente la vinagrera con una tapa de madera. Enrolló la cuerda alrededor del recipiente, de arriba abajo, hasta que quedó como un nido de avispones. Cuando hubo terminado, el Cazafantasmas tocó la vinagrera con la vara y dijo:
—Se ha acabado. Está atrapada. Traten de abrirla. Adelante. Es imposible.
Todos miraron la vinagrera, pero nadie se atrevió a tocarla.
—¿Puede escapar? —preguntó Padre.
—Imposible —respondió el Cazafantasmas—. Esta vinagrera durará varias vidas.
—Debería durar más —dijo Madre—. Teniendo en cuenta lo que ha hecho, se merece algo peor que permanecer atrapada en una vinagrera durante varias vidas. Incendió nuestra tienda. Estuvo a punto de matar a la familia. Nos ha llenado de deudas.
Incapaz de defender a Tita Querida, me eché a llorar. Había sido yo quien la había traicionado.
Al día siguiente, nuestra familia sirvió un banquete con los mejores platos, exquisiteces que no volveríamos a disfrutar en esta vida. Pero nadie, salvo los más pequeños, tenía apetito. Madre había contratado a un fotógrafo para que en el futuro pudiésemos recordar nuestra época de abundancia. Pidió que le hicieran una foto con GaoLing. En el último instante, GaoLing insistió en que yo posara junto a ellas, y aunque Madre no pareció complacida, no dijo nada.
Al día siguiente, Padre y los tíos regresaron a Pekín para averiguar cuánto dinero les reclamaban.
Mientras estaban fuera, aprendimos a comer sémola de arroz acuosa y unos pocos bocados de alimentos fríos. «Desea poco y sufrirás menos», era el lema de Madre. Una semana después, Padre llegó a casa y empezó a gritar como un loco desde el patio:
—¡Preparad otro banquete!
—¡La mala suerte se ha terminado! —añadieron los tíos—. ¡No tenemos que pagar daños! El magistrado decidió que no debíamos nada.
Todos salimos a su encuentro: los niños, las tías, los inquilinos y los perros.
¿Cómo era posible? Escuchamos la explicación de Padre. Cuando los demás tenderos habían presentado sus mercancías dañadas al magistrado, éste había descubierto que uno de ellos vendía libros robados treinta años antes de la Academia Hanlin. Y las obras de arte que vendía el otro, supuestamente hechas por grandes pintores y calígrafos, eran en realidad falsificaciones. En consecuencia, los jueces decidieron que el incendio era un castigo merecido para esos dos ladrones.
—El Cazafantasmas tenía razón —concluyó Padre—. El fantasma se ha ido.
Esa noche todos, salvo yo, cenaron opíparamente. Los demás reían y charlaban despreocupadamente. Parecían haber olvidado que las barras de tinta se habían convertido en carbón y que la tienda era un montón de cenizas. Decían que su suerte había cambiado sólo porque Tita Querida estaba ahora golpeándose la cabeza contra las paredes interiores de una apestosa vinagrera.
A la mañana siguiente, GaoLing me dijo que Madre quería hablar conmigo de inmediato. Yo me había percatado de que, desde la muerte de Tita Querida, Madre había dejado de llamarme «hija». No me criticaba. Casi parecía tener miedo de que yo también me convirtiese en un fantasma. Mientras me dirigía hacia su habitación, me pregunté si alguna vez me habría querido. Cuando llegué a su lado, tuve la impresión de que mi presencia la turbaba.
—En tiempos de infortunio familiar —comenzó con tono áspero—, sentir tristeza es una muestra de egoísmo. Sin embargo, me entristece anunciarte que vamos a enviarte a un orfanato. —Yo me quedé helada, pero no lloré. No dije nada—. Al menos no te venderemos como esclava.
—Gracias —dije sin sentimiento.
—Si te quedaras en esta casa —prosiguió Madre—, quién sabe qué podría ocurrir. Tal vez el fantasma regresaría. Sé que el Cazafantasmas dijo que era imposible, pero eso es como decir que una sequía nunca sigue a otra, o que después de una inundación no puede haber otra inundación. Todo el mundo sabe que eso no es verdad.
No protesté, pero ella se enfadó igual:
—¿A qué viene esa expresión en tu cara? ¿Pretendes avergonzarme? Recuerda que durante muchos años te he tratado como a una hija. ¿Crees que otra familia de la aldea habría hecho lo mismo? Es posible que en el orfanato aprendas a valorarnos más. Y ahora será mejor que te prepares. El señor Wei ya te está esperando para llevarte en su carro.
Le di las gracias otra vez y salí de la habitación. Mientras preparaba un atado con mis cosas, GaoLing entró en la habitación con lágrimas rodando por sus mejillas.
—Iré a buscarte —prometió, y me entregó su casaca favorita.
—Si me la llevo, Madre te castigará —dije.
—No me importa.
Me siguió hasta el carro del señor Wei. Ella y los inquilinos fueron los únicos que se despidieron de mí el día que abandoné definitivamente la casa.
Cuando el carro torció por la curva de Cabeza de Cerdo, el señor Wei empezó a cantar una alegre canción sobre la cosecha. Y yo pensé en las palabras que Tita Querida había dictado a la mendiga:
Un perro aúlla, la luna se eleva.
Las estrellas perforan la oscuridad eternamente.
Un gallo canta y sale el sol.
A la luz del día, es como si las estrellas nunca hubiesen existido.
Alcé la vista al cielo —¡tan despejado y radiante!— y en mi corazón, yo también empecé a aullar.